Capítulo trece

Al mediodía, cuando me levanté, no experimentaba la menor fatiga. Bourru, llamado por teléfono, acudió a verme después de comer. Paseamos durante tres cuartos de hora bajo los tilos. Isa, Genoveva y Janine nos observaban desde lejos, y yo gozaba con su angustia. ¡Qué lástima que los hombres estuvieran en Burdeos! "Bourru es su alma condenada", decían del viejo y pequeño procurador. ¡Miserable Bourru, a quien sujeto más estrechamente que a un esclavo! Había que ver aquella mañana al pobre diablo debatiéndose para que no dejase ninguna arma contra él en manos de mi heredero eventual…

– Pero él se las entregará -le dije- en cuanto usted haya quemado el reconocimiento firmado por él.

Al marcharse, hizo un reverencioso saludo a las damas, quienes apenas si le contestaron, y montó tristemente en su bicicleta. Volví al encuentro de las tres mujeres y les dije que me iba a París aquella misma noche. Como Isa protestase diciendo que era una imprudencia efectuar solo aquel viaje, le respondí:

– Es necesario que me preocupe de mis inversiones. Aun cuando no lo parezca, pienso en vosotros.

Me observaron con ansiedad. Mi irónico acento me traicionaba. Janine miró a su madre y se enardeció.

– La abuela o el tío Huberto podrían hacerlo por usted, abuelo.

– Es una idea, querida… ¡Una buena idea! Pero estoy acostumbrado a hacer las cosas por mí mismo. Además, ya sé que hago mal, pero no me fío de nadie.

– ¿Ni de sus hijos? ¡Oh, abuelo!

Subrayó la palabra "abuelo" con un tono muy remilgado. Adoptaba una actitud tan zalamera que se hacía irresistible. ¡Ah, su voz exasperante, esa voz que había oído por la noche mezclada con las de los demás!… Entonces me eché a reír, con esa risa peligrosa que me hacía toser y que los aterraba visiblemente. No olvidaré jamás aquella pobre cara de Isa, su extenuación. Debía de haber sufrido ya los asaltos. Janine volvería probablemente a la carga en cuanto yo diese media vuelta.

– No le deje partir, abuela…

Pero mi mujer no estaba en condiciones de luchar, no podía más; se hallaba en el límite de sus fuerzas, agobiada por la fatiga. Le oí decir el otro día a Genoveva:

– Quisiera acostarme, dormir, no despertarme

mas…

Me enternecía como mi pobre madre me había enternecido. Los hijos lanzaban contra mí aquella vieja máquina usada, inservible. Sin duda, la amaban a su modo; la obligaban a que la visitara el médico, a seguir su régimen. Su hija y su nieta se habían alejado, y entonces se acercó a mí.

– Escucha -me dijo rápidamente-, necesito dinero.

– Estamos a 10. Te di para el mes el día 1.

– Sí, pero he tenido que adelantar dinero a Janine; están muy apurados. En Cálese hago economías; te lo devolveré de lo del mes de agosto… Le dije que aquello me tenía sin cuidado y que no tenía por qué mantener a Phili.

– Debo unos pedidos al carnicero y al tendero… Mira.

Me los enseñó. Me dio lástima. Le ofrecí firmar los talones.

– Así el dinero no irá a otro sitio.

Ella aceptó. Saqué mi libro de cheques y me di cuenta de que, entre los rosales, Janine y su madre nos observaban.

– Estoy seguro -le dije- que suponen que me hablas de otra cosa.

Isa se estremeció y me preguntó en voz baja:

– ¿De qué cosa?

En aquel instante sentí una opresión en el pecho. Apretándomelo con las dos manos, hice ese ademán que ella conocía tan bien. Se acercó.

– ¿Te encuentras mal?

Me apoyé un instante en su brazo. Bajo los tilos parecíamos dos esposos que concluyen su vida después de una profunda unión. Murmuré en voz baja:

– Ya estoy mejor.

Debió de pensar que era el momento de hablar, una ocasión única. Pero no tenía fuerzas para ello. Me di cuenta de que también ella estaba sin aliento. Por enfermo que estuviese, me había dominado. Pero ella se había entregado, se había dado. No le quedaba nada.

Buscaba una palabra y miraba a hurtadillas a su hija y a su nieta, con objeto de infundirse valor. Advertí en su mirada levantada hacia mí una lasitud sin nombre, acaso piedad y un poco de vergüenza. Los hijos la habrían mortificado aquella noche.

– Lo que me inquieta es que te marches solo.

Le contesté diciendo que, si me ocurría alguna desgracia en el viaje, no valdría la pena que se me trasladara aquí.

Y como ella me suplicase que no hiciera alusión a estas cosas, añadí:

– Sería un gasto inútil, Isa. La tierra de los cementerios es la misma en cualquier parte.

– Yo también pienso lo mismo. Que ellos me metan donde quieran. Algunas veces he querido dormir cerca de María… Pero, ¿qué queda de María?

Aún esta vez comprendí que, para ella, su pequeña María era polvo y huesos. No me atreví a decir que, al cabo de los años, yo sentía vivir a mi hija y la respiraba, y que atravesaba frecuentemente mi vida tenebrosa con un brusco soplo.

Genoveva y Janine la espiaban en vano. Isa parecía cansada. ¿Mediría la pequeñez de aquello por que luchaba al cabo de tantos años? Genoveva y Huberto, impulsados por sus propios hijos, lanzaban contra mí a aquella vieja mujer, Isa Fondaudége, la perfumada jovencita de las noches de Bagnéres.

Al cabo de medio siglo nos hallábamos frente a frente. Y en aquella tarde sofocante, los dos enemigos se daban cuenta del lazo que crea, a despecho de una larga lucha, la complicidad de la vejez. Pareciendo odiarnos, habíamos llegado al mismo punto. No había nada, había menos que nada sobre ese promontorio donde esperábamos morir. Para mí, cuando menos. A ella le quedaba su Dios; su Dios debía de quedarle. Todo eso que ella había poseído tan ásperamente como yo, le faltaba de pronto: todas esas ambiciones que se interponían entre ella y el Ser infinito. ¿Le veía ella, ahora? ¿Veía a Aquel de quien nada le separaría? No, quedaban las ambiciones, las exigencias de sus hijos. Ella estaba colmada de deseos. Tenía que volver a endurecerse para satisfacerlos. Inquietudes por el dinero, por la salud, cálculos de ambición y de celos, todo estaba allí, ante ella, como esos deberes en los que el maestro ha escrito: "Repítase".

Miró de nuevo al lugar donde se encontraban Genoveva y Janine, armadas de podaderas, fingiendo limpiar los rosales. Desde el banco en que me había sentado para recobrar el aliento, veía a mi mujer alejarse, con la cabeza baja, como un niño a quien van a regañar. El sol, demasiado cálido, anunciaba tempestad. Caminaba torpemente porque el andar era para ella un sufrimiento. Me pareció oír que gemía:

– ¡Ay, mis pobres piernas!

Dos viejos esposos no se odian nunca tanto como imaginan.

Se había unido a los demás, quienes, evidentemente, le reprochaban su conducta. De pronto, la vi venir hacia mí, roja, jadeante. Se sentó a mi lado y gimió:

– Estos tiempos bochornosos me fatigan mucho; en estos días me ha subido la presión… Escucha, Luis, hay algo que me preocupa… ¿En qué has empleado las Suez de mi dote? Ya sé que me has pedido que firmara otros papeles…

Le indiqué la cifra del enorme beneficio que había obtenido para ella, días antes de la baja. Le dije que había empleado el dinero en unas obligaciones.

– Tu dote ha aumentado, Isa. A pesar de la depreciación del franco, te deslumbrarás. Todo está a tu nombre en la Westminster, tanto tu dote inicial como los beneficios… Nuestros hijos no tienen nada que ver con esto…, puedes estar tranquila. Yo soy el amo de mi dinero y de lo que mi dinero ha producido; pero lo que de ti procede es tuyo. Ve a tranquilizar a esos ángeles del desinterés.

Ella me cogió del brazo bruscamente.

– ¿Por qué los odias, Luis, por qué aborreces a toda tu familia?

– Sois vosotros los que me odiáis. O, mejor, mis hijos me odian. Tú…, tú no haces caso de mí, salvo cuando te irrito o cuando te asusto.

– Podrías añadir "o cuando te torturo?" ¿Crees tú que no he sufrido en otras ocasiones?

– ¡Vaya! No querrás que los hijos…

– Fue necesario que me uniera a ellos. ¿Qué me hubiese quedado fuera de ellos? -y en voz más baja añadió-: Me desamparaste y engañaste desde el primer año, bien lo sabes.

– Pobre Isa, no me harás creer que mis extravagancias te han preocupado mucho… En tu amor propio de mujer, es posible…

Rió amargamente.

– ¡Pareces tan sincero! Cuando pienso que ni siquiera tú te has dado cuenta…

Me estremecí de esperanza. Es extraño, puesto que se trataba de sentimientos desaparecidos, terminados. La esperanza de haber sido amado cuarenta años atrás, sin que lo supiera… Pero no, no creo en eso…

– Ni siquiera has tenido una palabra, una queja… Los niños te bastaban.

Escondió su rostro entre las manos. Nunca como aquel día me di cuenta de sus gruesas venas, de sus manchas.

– Mis hijos… Cuando recuerdo que, a partir del instante en que hicimos alcoba aparte, me privé durante años de tener a nadie a mi lado durante la noche, incluso cuando estaban enfermos, porque yo esperaba, esperaba siempre que vinieras…

Las lágrimas corrían por sus viejas manos. Aquélla era Isa; yo sólo podía encontrar aún en aquella mujer gruesa y casi inválida a aquella jovencita vestida de blanco en el camino del valle de Lys.

– A mi edad es horrible y ridículo acordarse de estas cosas… Sí, sobre todo, ridículo. Perdóname, Luis.

Miré a los viñedos sin responder. En aquel minuto me asaltó una duda. ¿Es posible no ver durante medio siglo más que un lado de la criatura que comparte nuestra vida? ¿Podría hacerse por costumbre la elección de las palabras y de los gestos, no reteniendo más que lo que alimenta nuestros agravios y mantiene nuestros rencores? Tendencia fatal a simplificar a los otros; eliminación de todos los rasgos que dulcifican la carga, que harían más humana la caricatura de que nuestro odio tiene necesidad para su justificación… ¿Acaso vio Isa mi turbación? Se apresuró a aprovecharse.

– No te irás esta noche, ¿verdad?

Yo creí advertir un resplandor en sus ojos cuando creyó "tenerme". Fingí asombro y respondí que no tenía ninguna razón para demorar el viaje. Nos dirigimos juntos hacia la casa. A causa de mi corazón no subimos la cuesta de las glorietas y seguimos la avenida de los tilos que rodea la casa. A pesar de todo, me sentía inseguro y perplejo. ¿Y si no me fuera? ¿Y si entregara a Isa este cuaderno? ¿Y si…? Apoyó su mano en mi hombro. ¿Cuántos años hacía que no había hecho esto? La avenida de los tilos desembocaba en la casa por la parte norte. Isa dijo:

– Cazau no ordena nunca las sillas del jardín…

Miré distraídamente. Los asientos vacíos formaban aún un estrecho círculo. Aquellos que los habían ocupado habían sentido la necesidad de acercarse para hablar en voz baja. Las pisadas se notaban fácilmente. Por todas partes veíanse las colillas de los cigarrillos que fuma Phili. Aquella noche había acampado allí el enemigo; había celebrado consejo bajo las estrellas. Había hablado aquí, en mi casa, ante los árboles plantados por mi padre, de incapacitarme o encerrarme. En una noche de humildad comparé mi corazón con un nudo de víboras. No, no, el nudo de víboras no se hallaba en mí; habían salido de mí y aquella noche se habían enroscado formando un círculo horrible al pie de la escalinata. Y la tierra conservaba todavía sus huellas.

"Volverás a encontrar tu dinero, Isa -pensaba-, tu dinero que yo hice fructificar. Pero nada más que esto, sólo esto. E incluso yo sabré encontrar el medio para que no posean siquiera estas propiedades.

Venderé Cálese, venderé los eriales. Todo lo que procede de mi familia irá a manos de ese hijo desconocido, de ese muchacho con quien mañana celebraré una entrevista. Sea quien sea, no os conoce. El no ha tomado parte en vuestra conspiración; ha sido educado lejos de mí y no puede odiarme; y si me odia, el objeto de su odio es un ser abstracto, sin relación conmigo mismo…"

Me desasí furioso y subí apresuradamente los peldaños de la entrada, olvidándome de mi viejo corazón enfermo. Isa gritó:

¡Luis!

Ni me volví siquiera.

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