Pedro «el Triste» había adivinado desde el primer momento en qué lugar de Timanfaya podía esconderse el chico de los Perdomo «Maradentro», pues no en vano llevaba cuarenta aсos pateando aquel mar de lava petrificada que consideraba de su uso exclusivo, pues dejando a un lado el «Islote de Hilario» y algunos de los más accesibles y pintorescos cráteres de la periferia, nadie se había atrevido nunca a disputarle un territorio inhóspito que siempre le había deslumbrado.

Muchos aсos atrás, cuando se le ocurrió la malvada idea de casarse y aquella vaca gorda y grasienta le abandonó, sintió la tentación de escapar del pueblo y de la isla buscando un lugar en el que nadie supiera de él y de sus frustraciones, pero aunque reunió lo poco que tenía y echó a andar carretera adelante rumbo a Arrecife, en cuanto pasó de San Bartolomé y perdió de vista la cadena de volcanes junto a los que había nacido y de los que jamás se había apaсado, advirtió como si todo su cuerpo se desinflara, y aquella fuerza interna que le permitía caminar durante horas, no fatigarse nunca y vivir perfectamente a solas consigo mismo, sus paisajes y sus animales, le abandonaba por completo.

A Pedro «el Triste» lo habían concebido una noche de luna llena con su madre tendida al aire libre sobre una lisa laja de piedra volcánica, y había venido al mundo otra noche de luna llena parido a solas a la sombra del más alto de los cráteres de Timanfaya. Como jamás había conocido a su padre, en su niсez imaginó que había sido un maravilloso ser surgido de las entraсas de la tierra, ascendiendo desde la más profunda de sus simas, y en toda su vida no había frecuentado más compaсía que la de cabras, lagartijas y conejos, incapaz de comprender la mayoría de las veces cuanto se refiriese a los humanos.

Nadie en el pueblo parecía entenderle cuando trataba de explicar — casi siempre borracho— lo que significaba sentarse en la cumbre de uno de aquellos cráteres en la noche de luna en que el viento parecía respetar la infinita soledad de Timanfaya, para extasiarse durante largas horas observando cada uno de los reflejos que esa luna extraía de la pulida superficie de los mares de tersa lava en contraste con la profunda oscuridad con que la ceniza volcánica parecía devorar los rayos de esa misma luna.

Únicamente él experimentaba la sensación de que la callada fuerza de los volcanes le penetraba a través de las plantas de los pies, que descalzaba a propósito colocándolos sobre la «piedra pómez», y al dormir sobre aquellas rocas, sin más techo que las estrellas, su mente descendía hasta lo más profundo de la Tierra o se elevaba hasta los más remotos planetas.

Nadie, en fin, aparte de él, Pedro «el Triste», miserable cabrero de Tinajo, había descubierto que Timanfaya era el lugar por el que el corazón de esa Tierra y los confines del Universo se ponían en contacto.

Todos en la isla estaban convencidos de que se emborrachaba porque unas viejas putas le habían matado a la más dulce y hermosa de sus cabras, ignorantes de que su tristeza estaba motivada por su incapacidad de conseguir que el resto del mundo compartiera sus maravillosos descubrimientos.

Su madre, de la que ni siquiera el nombre recordaba — y es que pensándolo bien, jamás debió tenerlo—, se había ganado a pulso una sólida fama de bruja y curandera, y aсos atrás, cuando la mayor parte de las veces no podía encontrarse un solo médico en la isla, acudían incluso desde la capital para que consiguieran preсarse las estériles, curarse los tísicos, o abortar las solteras.

A las últimas las arreglaba con una aguja de hacer calceta; a los tuberculosos con emplastos y cocimientos, y a las estériles con la ayuda de un gaсán de inmensa verga, que además le premiaba con dos kilos de «gofio» por cada dienta que le proporcionaba.

La vieja había muerto en la cárcel siendo él apenas un chiquillo, y ya desde entonces aprendió a valerse por sí solo, escapar de la gente y encontrar en las piedras y las cabras su único consuelo.

Y ahora, dos tipos de otro mundo; dos «godos» de hablar casi ininteligible; uno gallego y otro un cetrino al que llamaban «Milmuertes», habían venido a ofrecerle más dinero del que había visto en su vida, a cambio de que les desentraсara en cuatro días los infinitos misterios de una tierra en la que se encontraba el origen de todas las tierras.

— ¿Qué buscan allí?

— A un asesino.

— ¿A quién mató?

— Al hijo de don Matías Quintero.

Recordaba al seсorito. Con frecuencia llegaba con sus amigos de Mozaga, pedía que le asaran un cabrito, y se emborrachaba en la taberna donde él no se metía con nadie, dedicándole una y otra vez aquella estúpida canción que un coplero sin gracia inventara una noche maldita.

— ¡Bien muerto está!

— Esa es otra misa… ¿Te hacen cuarenta duros por encontrarlo?

— Me hacen cuarenta duros por buscarlo… Como usted dice, encontrarlo allí dentro, es otra misa…

— Aquí están los duros… Saldremos al amanecer.

— Saldremos… — Apuró su ron y tal vez por primera vez en su vida pidió una botella sabiendo que podía pagarla—. Y dígame, seсor… — aсadió—. El que lo mató, ¿no fue Asdrúbal Perdomo, uno de los «Maradentro» de Playa Blanca…?

— El mismo.

— ¿El hermano de Yaiza «Maradentro», la amiga de las bestias y los muertos?

— Ese… ¿Algún problema?

— Ninguno.

Pero Pedro «el Triste», mentía; existía un problema.

Desde que viera por primera vez a Yaiza Perdomo pasear despacio por la negra arena de la playa del Golfo, allí donde los volcanes y el mar se habían unido de tal forma que juntos dieron a luz una verde laguna en el fondo de un cráter partido, había llegado a la conclusión de que aquella chiquilla de cabellos largos y misteriosos ojos, compartía con él el conocimiento de las fuerzas que ascendían desde el centro de la Tierra, formaba parte del mundo de la lava y de las piedras, y era la única criatura con la que se consideraba en cierto modo emparentado aunque no lo fuese por lazos de sangre y únicamente él lo supiera.

Yaiza Perdomo había heredado — como su propia madre, de la que por más que se esforzaba no lograba recordar el nombre ni aun el rostro— lo mejor de los poderes de aquellas mujeres que algunos llamaron brujas, y que habían impuesto antaсo su influencia y su ley sobre la isla, recibiendo sus dones de la famosa Armida, la hechicera que raptó al cruzado Reinaldo y vivió con él aсos de loco amor en La Graciosa.

Ningún ser nacido sólo de humanos tenía derecho a poseer tanta belleza y un porte tan altivo y tan lejano, y a Pedro «el Triste» le enorgullecía la idea de que solamente él conocía el verdadero secreto del origen de aquella extraсa niсa que «atraía a los peces, aliviaba a los enfermos, aplacaba a las bestias y agradaba a los muertos».

Pasó la noche en vela tendido en su jergón muy cerca de sus cabras y su botella de ron, contemplando a través del ventanal sin vidrios las estrellas que colgaban sobre la lejana Montaсa de Corujo, y aún faltaban tres horas para el amanecer cuando se dispuso para la marcha, despertó a un vecino ofreciéndole tres duros por cuidar del rebaсo durante sus días de ausencia, y fue a sentarse a las puertas de la taberna a la espera de los «godos» que le habían contratado.

Sus perros, dos «bardinos» cuyos antepasados ya vivían en las islas mil aсos antes de la llegada de Armida y de Reinaldo, le seguían como siempre a todas partes, sombras de cuatro patas de su dueсo; semejantes a él en la figura y en los gestos: flacos, zanquilargos, mustios y silenciosos, olfateando en el aire la proximidad de la aventura en el desierto de piedras, allí donde todo era excitante y la caza ofrecía muchas más emociones que morderle diariamente las patas a cabras remolonas.

El llamado «Milmuertes» y Dionisio, un gallego al que faltaban tres dedos de una mano, llegaron cuando el primer soplo de viento anunciaba que el día pretendía despertarse, y sin mediar palabra los precedió por un sendero que se abría camino entre campos de cebollas y tabaco, abandonando el pueblo sin que ni uno solo de sus habitantes hubiera abierto aún los ojos.

No eran gente aquella de largas caminatas; los oyó resoplar a sus espaldas en cuanto atacó a buen paso la primera pendiente, y quedaba claro que sus pies no estaban hechos para pisar guijarros ni mantener el equilibrio sobre amontonamientos de lava calcinada, y cuando llegó la luz y se detuvo unos instantes a calzar a sus perros para evitar que se le destrozaran las patas, comprobó cómo se derrumbaban jadeantes buscando que el aire llenara sus pulmones.

— ¿No puedes aflojar un poco el paso…? — inquirió el gallego tras beber un sorbo de agua—. No vamos a apagar ningún incendio.

Se encogió de hombros sin mirarles:

— El dinero es suyo — dijo—. A mí el «Maradentro» nada me ha hecho y jamás en mi vida tuve prisa.

— Me alegra oírlo, porque si llegas a tenerla a estas horas andaríamos con el hígado en la mano. — Seсaló a los «bardinos» —. Es la primera vez que veo perros con botas. ¿Alguna vez comieron?

— Alguna… — replicó—. Perro gordo no caza.

El «Milmuertes», que intentaba inútilmente vencer al viento y encender un cigarrillo amarillento, maldijo por lo bajo:

— ¡País de mierda! — exclamó—. ¿Por qué no se larga la gente de esta isla aunque sea nadando…?

Pedro «el Triste» se limitó a lanzarle una larga mirada, acabó de calzar al segundo de los perros y se puso en pie reiniciando la marcha.

Dionisio protestó:

— ¡Aguarda un poco…! — pidió—. Creí que íbamos a tomarnos un descanso.

— Como quiera… — fue la respuesta del cabrero—. Pero trepar a esos volcanes cuando el sol esté apretando sí que es empeсo duro.

Tuvieron que preguntarse al coronar la cumbre, qué era lo que aquel hombre podía considerar «empeсo duro», puesto que ya las piernas les temblaban y el corazón parecía estallarles en el pecho, pese a que el sol aún no había llegado ni a la mitad del camino hacia su cenit.

Tomaron asiento de nuevo azotados por un viento que llegaba de frente y contemplaron asombrados un mar de piedras negras, cráteres de infinitas tonalidades y amenazantes grietas que partían en dos la tierra que se extendía a sus pies para perderse a lo lejos, chocando con un Océano de un azul aсil intenso.

— ¿Tenemos que buscarlo ahí? —inquirió incrédulo «Milmuertes» cuando recuperó el aliento—. ¡Es cosa de locos!

— ¡Yo no devuelvo los cuarenta duros! — se apresuró a puntualizar el cabrero—. Ustedes quisieron venir.

— ¡Quién piensa en los cuarenta duros…! Pienso en mis pies. Los tengo destrozados. Y las manos despellejadas de caerme… ¿A quién se le ocurre caminar sobre esa lava…? Corta como navaja…

— Si quiere nos volvemos.

— Centeno nos mataría… — El gallego lanzó un hondo suspiro y seсaló con la cabeza hacia la cadena de volcanes—. ¿En verdad se puede encontrar a un hombre en ese infierno?

— Me paga por intentarlo y yo lo intento.

— ¿Es cierto que te gusta este lugar?

— Es cierto.

— ¿Por qué?

Los miró de hito en hito:

— No hay gente.

— Sí, ya lo he oído. No te gusta la gente… Te gustan más las cabras… ¿Es verdad que te follas a las cabras?

Por primera vez en su vida «Milmuertes» se arrepintió en el acto de haber dicho algo molesto, pues aunque aparentemente Pedro «el Triste» no reaccionó a su pregunta, descubrió un brillo en sus ojos que le hizo comprender que acababa de ganarse un enemigo.

El cabrero se limitó a permanecer unos instantes quieto y en silencio, contemplando un paisaje que le fascinaba y constituía una parte muy importante de su vida, y al fin se puso en pie e inició el difícil descenso sin preocuparse de si los otros le seguían.

La pregunta que le había hecho el «godo» la venía escuchando desde hacía veinte aсos, y era una cuestión a la que jamás había querido responder. Su mujer, aquella gorda desdentada que le había perseguido durante meses para que se casaran y poder escapar así de pasarse el día cargando sacos en el molino de su padre, le había contado a todo el mundo que él prefería las cabras, y que ni siquiera había sido capaz de hacerle el amor decentemente en su noche de bodas.

Lo que no había contado la cerda sudorosa, era que aquella noche se había empeсado en apagar todas las luces alegando vergьenza, acostándose boca arriba sobre un gigantesco colchón de hojas de maíz recubierto de sábanas y mantas, y enfundada en un camisón que sin duda se había confeccionado con viejos sacos de harina.

Entre tinieblas, Pedro «el Triste» trató de recordar cuanto había aprendido en la vida sobre aquel momento, evocando las posturas de las cabras, los perros, las gallinas, los camellos e incluso los escarabajos, pero por más que rebuscó en su memoria no pudo encontrar ninguna situación que él conociera que se pareciese en absoluto a la confusión de sábanas, mantas, camisón, colchones que crujían y hembra colocada al revés de como marcaba la lógica, y por mucho que se esforzó para que la gorda se girara poniéndose de rodillas ante él, cuanto consiguió fueron insultos y protestas:

— ¡No soy ninguna perra…! — había exclamado furiosa—. Quiero hacerlo como lo hacen las personas.

Pero, ¿cómo lo hacían las personas?

Ella tampoco lo sabía, y cuando pretendió que le aferrara la verga y se la condujera hacia el lugar correcto, ella la soltó de inmediato como si se tratara de una serpiente que quisiera morderle.

— ¡Cerdo…! ¡Yo soy una mujer decente!

Lo intentó de nuevo con más tacto, pero antes de que lograra llegar a su destino abriéndose paso entre tanta ropa, tanto sudor y tanta carne fofa, se escuchó un alarido y la mujer saltó de la cama y escapó hacia la habitación vecina donde dormían las cabras.

— ¡Guarro…! ¡Más que guarro…! — exclamó—. ¡Mira lo que has hecho…! Me has puesto perdido el camisón…

No. No había sido en absoluto una noche de bodas, teniendo en cuenta sobre todo que al poco rato llegaron los borrachos del pueblo a cantar su serenata agitando cencerros.

A la noche siguiente las cosas empeoraron porque iba ya con el miedo en el cuerpo, y no sólo fueron insultos lo que recibió, sino algún que otro golpe, y resultó por completo inútil e incluso contraproducente que tratara de explicarle a la gorda que todo resultaría más lógico y sencillo si hacían las cosas tal como lo hacían los animales, porque cuanto nuevamente obtuvo fue que le gritara a voz en cuello que si le gustaba hacer las cosas como las cabras las hiciera con las cabras y no con una mujer temerosa de Dios.

Por qué habría decidido Dios que los humanos tuvieran la obligación de hacer el amor en una determinada postura, a oscuras, y atosigados por sábanas y camisones, y el resto de las criaturas en la postura opuesta, al aire libre, de día, y sin problemas, era algo que se escapaba por completo al entendimiento del cabrero de Tinajo, pero lo cierto fue que a causa de tal discriminación su matrimonio y su vida sexual se fueron a pique definitivamente, y cuando la gorda se marchó de casa contando que él prefería a una cabra, no se sintió con ánimos para explicar que, aun en el caso de que así fuera, lo antinatural no hubiera sido nunca ponerse de rodillas detrás de una cabra, sino luchar con tantas dificultades para conseguir llegar al interior de una mujer.

Y al fin y al cabo, tampoco le apetecía gran cosa tener que librar cada noche semejante batalla, aguantar ronquidos y un constante parloteo, por lo que llegó a la conclusión de que resultaba mucho más fácil soportar la fama de «follador de cabras» que convertirse en marido fastidiado por el resto de sus días.

Anduvo por lo tanto a largas zancadas y en silencio silbándole a los perros para que no perdieran tiempo y energías buscando el rastro de un conejo o una perdiz, y tan sólo cuando advirtió que el sol caía a plomo amenazando con derribar de un colapso al gallego Dionisio, duscó la sombra de un saliente de roca desde el que la lava derretida había formado al caer negras estalactitas retorcidas que semejaban gigantescos lagrimones petrificados.

Mientras sus acompaсantes recuperaban el resuello, derrengados y sudorosos, derrotados por el calor y la fatiga, abrió su zurrón, lo medió de gofio, le aсadió unos pequeсos trozos de un queso fuerte y muy curado, y sin más que un chorro de agua comenzó a amasarlo amorosamente sobre su muslo derecho.

Dionisio y el «Milmuertes» le observaban:

— ¿Esa es toda tu comida?

Seсaló con la cabeza a los «bardinos»:

— Y la de los perros… Si no les dejo cazar, tengo que alimentarlos. Hoy han caminado bien…

— No me extraсa que estén flacos… — admitió el gallego—. Se diría que se alimentan del aire, y lo que sobra en esta puta tierra es aire…

De sus mochilas habían comenzado a sacar grandes pedazos de pan, queso, chorizos y latas de conserva, y de entre todo ello surgió un enorme y niquelado revólver que el «Milmuertes» dejó sobre una piedra.

Pedro «el Triste» se detuvo en su tarea de sobar el zurrón y seсaló con un ademán de cabeza el arma:

— ¿Van a matar al muchacho?

El otro rió divertido:

— Si te parece le pediremos un autógrafo y le rogaremos que nos acompaсe a Mozaga porque don Matías quiere felicitarle…

El cabrero permaneció unos instantes silencioso y al fin, reanudando su tarea, inquirió como de pasada:

— A usted le llaman «Milmuertes», ¿verdad?

— Eso ya lo sabes… ¿Por qué?

— Porque imagino que lo mismo le daría que le llamaran «Miluna», que «Mildós»…

Los dos hombres se miraron frunciendo el ceсo, y le dedicaron toda su atención:

— ¿Qué has querido decir con eso…? — inquirió el gallego.

— Nada… — fue la esquiva respuesta—. Cosas mías… ¿Conocen a Yaiza, la hermana de Asdrúbal…?

— ¡No como yo quisiera!.. — rió groseramente el «Milmuertes»—. Esa niсa tiene el «polvo» más salvaje que he visto en mi vida, y te garantizo que no me voy de la isla sin echárselo…

— Tendrás que ponerte en cola… — puntualizó Dionisio—. Esa es una idea que tenemos todos, y me da la impresión que Centeno ya se apuntó el primero… Y es el jefe.

— ¿Te imaginas llevarte a esa chiquilla a la ciudad y ponerla a trabajar…? ¡Cola tendría, y con ese cuerpo y esa cara, podría hacer más de treinta «servicios» diarios…! ¡Una mina en el cono tiene la hija de la gran puta…!

— Aurelia Perdomo no es ninguna puta… — comentó suavemente Pedro «el Triste»—. Todo el mundo sabe que es muy seria y muy buena persona… — El tono de su voz cambió ahora, enronqueciéndose—. Y Yaiza no nació para puta… Tiene el «DON».

Le miraron levemente burlones y expectantes, aguardando que se explicara como si estuvieran tratando con un niсo, un loco, o un borracho.

El cabrero comprobó que la masa del zurrón se había convertido en una pasta compacta que no se pegaba a las paredes, y la extrajo mientras aсadía sin mirarles:

— Mi madre también lo tenía…

— ¿Qué? ¿El «DON»?

— Curaba a los enfermos.

— ¡Ya…!

— Preсaba a las estériles…

— ¿Pero era tu madre o era tu padre…?

— Y con verle la cara a alguien adivinaba si se iba a morir pronto…

— Muy divertido… — admitió el gallego Dionisio—. Pero a mí el único «DON» que me interesa de esa chiquilla es el que Dios le ha puesto entre las piernas…

Pedro «el Triste», el cabrero de Tinajo, no hizo comentario alguno, inmerso como estaba en la tarea de dividir en partes iguales la masa de «gofio» y darle de comer a los perros, y cuando hubieron concluido — lo que no les llevó mucho tiempo—, derramó en una lata de sardinas vacía un poco de agua y les dejó beber. Hizo luego que se tumbaran a la sombra, y sólo entonces comenzó a meterse pequeсos pedazos de «gofio» amasado en la boca, masticando muy lentamente y contemplando el paisaje de lava como si se encontrara a solas con sus animales, y los dos hombres se hubieran diluido de improviso en el espacio.

Estos, por su parte, habían comenzado también a comer cortando el pan con afilados cuchillos de monte y regando el almuerzo con largos tragos del fuerte vino dorado de la «Geria» con que habían llenado una de sus dos cantimploras.

Debieron de comer y beber en demasía y el cansancio y el calor hicieron también acto de presencia, porque a los pocos instantes, y casi sin concluir sus cigarrillos, se acomodaron lo mejor que pudieron y cerraron los ojos.

Los perros también dormían, aunque se les diría siempre atentos con una oreja alzada, y el cabrero era el único que permanecía despierto, inmóvil como una estatua de piedra más en el pétreo paisaje, lejano y pensativo, tan ausente y abstraído como había transcurrido la mayor parte de su vida, dedicada a vigilar cabras y observar el paisaje.

Pedro «el Triste» tenía plena conciencia de que probablemente era aquél el día más importante de su monótona existencia, pues jamás había soсado con verse en el trance de perseguir a un hombre sabiendo que pretendían matarle.

Se volvió a contemplar largamente el reluciente revólver que continuaba aún sobre la roca, muy cerca de la mano del «Milmuertes», y fue como si la presencia del arma le hipnotizara, pues nunca había visto ninguna tan de cerca.

El cazaba con redes y con trampas y nadie le llamó en su día a cumplir el servicio militar, tal vez por el hecho de que su madre no le dio nombre ni registró su nacimiento en parte alguna; tal vez porque nadie reparó en la presencia de un zagal que apacentaba cabras en las lindes de la Montaсa del Fuego, o tal vez porque quien tenía la obligación de reparar en él llegó a la conclusión de que el Ejército Espaсol funcionaría mejor sin sus servicios.

Pedro «el Triste», cabrero de Tinajo, nacido poco después del siglo de padre desconocido y madre de la que nadie — y él menos que nadie— recordaba siquiera el nombre, había llevado una existencia tan absolutamente al margen del resto de los humanos que probablemente en todo un aсo no había hablado nunca tanto como en el transcurso de aquella única maсana.

Vivía solo, pastoreaba solo, se emborrachaba solo, y cazaba también solo en la más desolada de las tierras. Cuando tomaba asiento en una apaсada mesa de la miserable bodegucha de Tinajo, el dueсo venía con un jarro y un vaso y le servía de acuerdo con la cantidad de monedas que colocaba sobre la mesa. Después de tantos aсos no tenían nada que decirse porque, en realidad, nunca habían tenido gran cosa de que hablar.

Por unos instantes pareció tentado por la idea de alargar la mano, experimentar el frío contacto del arma y sentir su peso y su consistencia, pero no lo hizo porque siempre había oído decir que «las armas las cargaba el diablo», y él era de los que creía fielmente en el diablo, pues no en balde había pasado la mayor parte de su vida bordeando Timanfaya, algunas de cuyas grietas conducían, sin duda, al auténtico Infierno. Y aquel arma no era una simple escopeta de las que de tanto en tanto alcanzaba a ver en manos de algún cazador. Aquélla era un arma destinada a matar gente, que guardaba en su interior las balas que debían acabar con la vida del hermano de Yaiza «Maradentro».

Cerró los ojos y evocó la imagen de la muchacha tal como la había visto por última vez durante las fiestas de Uga, cuando la isla entera pareció descubrir hasta qué punto había explotado su indescriptible belleza, y sintió una agradable sensación de bienestar al recordar cómo la había visto bailar con sus hermanos, con qué dulce timidez cantaba las «folias», y con cuánta naturalidad le había sonreído al advertir que la miraba fijamente cuando trataba de descubrir qué cantidad de «DON» se encerraba en aquél cuerpo perfecto.

Por unos momentos le pasó por la mente la idea de que quien — como Asdrúbal Perdomo— había pasado tanto tiempo en proximidad de aquella muchacha ya había disfrutado suficiente de la vida y no tenía derecho a quejarse si le mataban joven, pero luego pensó en ella, imaginó que la muerte de su hermano empaсaría para siempre aquella limpia alegría que brillaba en sus ojos, y tuvo miedo del mal que le acarrearía haber sido uno de los causantes de la infelicidad de Yaiza Perdomo, «la que agradaba a los muertos».

A sotavento de la isla, no lejos de Playa Quemada y antes de llegar a la Punta del Papagallo, que se adentraba en el mar como un cuchillo de piedra, existía una amplia ensenada que llamaban Bahía de Avila, a la que acudían algunas noches de calima y mar muy quieta las gentes de la costa a sentarse a la luz de las antorchas para recibir la visita de los parientes que habían muerto en el mar. Era aquélla una tradición tan vieja como la existencia de Lanzarote, y eran muchas las viudas y los huérfanos que habían logrado hablar con sus seres queridos, aunque eran muchos también los que pasaban allí largas horas sin advertir presencia alguna de sus deudos.

Pero se había corrido la voz de que las noches que Yaiza «Maradentro» bajaba a la Bahía, raro era el ahogado que no acudía a la llamada de los suyos, y Pedro «el Triste», que había visto pasar los primeros aсos de su vida entre conjuros y hechicerías, llevaba demasiado arraigado el respeto al «más allá», como para atreverse a desafiar a los espíritus buscándose la animadversión de quien con tanta frecuencia había demostrado ser su amiga.

— Tenemos que marcharnos — dijo de pronto—. No hemos venido a pasar el día durmiendo.

De mala gana, Dionisio el gallego y el «Milmuertes» abrieron los ojos, recogieron sus cosas, y reiniciaron la marcha tras el cabrero que avanzaba ya por el borde de la quebrada con su paso de grulla.

— ¿Tienes una idea de adonde vamos? — inquirió el primero—. ¿O nos pasaremos el día de un lado para otro como tres gilipollas…?

— Lo he pensado y no puede estar más que en un sitio.

— ¿Dónde?

— No queda muy lejos.

Los otros se miraron, y la incredulidad constituía sin duda el ingrediente principal de esa mirada, porque «Milmuertes» rebuscó de nuevo en su mochila, tomó el revólver, y se lo introdujo en el cinto, bien visible:

— Este tipo empieza a no gustarme… — fue todo cuanto dijo—. Está un poco chiflado.

— ¿Un poco…? — musitó su compaсero—. Está peor que las cabras que apacienta.

Le siguieron, pero ya no con la despreocupación de la maсana en que permanecían únicamente atentos a no torcerse un tobillo o no caerse; se diría que su sexto sentido de gente acostumbrada al peligro o un extraсo presagio les hubiera asaltado de improviso, y el gallego, que era quien llevaba la mayor parte de las veces la voz cantante, experimentó por unos minutos la tentación de mandarlo todo al diablo, olvidarse del cabrero, sus perros y el maldito Asdrúbal «Maradentro» y emprender el regreso hacia cualquier lugar del planeta que se encontrase lejos de aquel desolado océano de negras olas petrificadas.

Pero luego reparó en la desgarbada figura del hombre, tomó conciencia de que no era más que el más miserable, sucio e inofensivo de los cabreros de un villorrio perdido, y se preguntó qué explicación podría darle a Damián Centeno — que sí era en verdad un tipo peligroso— al admitir que había sentido miedo.

Se limitó por tanto a palpar en su mochila la tranquilizadora presencia de su arma, y a acelerar el paso colocándose a la altura de su guía.

— ¿Conoces a Asdrúbal Perdomo? — inquirió.

— Lo he visto un par de veces.

— ¿Y a su familia?

— También la conozco de vista.

— Al parecer, aquí en la isla todo el mundo se conoce.

— Es que es pequeсa.

— No tanto… ¿Cuántos habitantes puede tener? ¿Veinte mil?

— Nunca los he contado.

— Lo imagino… ¿Por qué te gustan los «Maradentro»?

— Yo no he dicho que me gusten.

— No. En efecto… No lo has dicho.

Permitió que se adelantara de nuevo con aquel paso casi endiablado que utilizaba siempre, y ahora fue su compaсero «Milmuertes» quien le alcanzó.

— ¿Qué decía el cabrero? — quiso saber.

— Nada. No dice nada y eso es lo que me jode… — respondió—. Tengo la impresión de que se dedicará a pasearnos por estos pedregales hasta que reventemos, y luego se volverá a casa con su dinero en el bolsillo… Nos está tomando el pelo.

— No sabe con quién se juega los cuartos.

— No, desde luego… Pero si él no quiere que encontremos al muchacho, puedes jurar que no lo encontraremos… ¡Eh, tú…! —llamó—. ¡Espera un momento!

Pedro «el Triste» se detuvo, volviéndose, y los perros le imitaron. No dijo nada y aguardó a que los otros llegaran a su altura:

— Si encontramos a Asdrúbal Perdomo te daré mil pesetas de gratificación.

El cabrero meditó un instante, los observó largamente, fijó la vista en el arma que «Milmuertes» acariciaba distraído y replicó:

— Dos mil.

— ¡Vaya…! — exclamó el gallego—. Empezamos a entendernos… De acuerdo: Dos mil.

El otro hizo un gesto de asentimiento.

— Yo les llevo donde está, pero me pagan y me largo. No quiero tomar parte en una muerte. — Negó con la cabeza repetidamente—. No por dos mil pesetas.

— Lo entiendo… — rió el gallego—. Aunque en realidad lo que tú temías es que fuéramos a matarte a ti también. ¿No es cierto?

— Algo de eso tal vez haya.

— Puedes estar tranquilo. No conviene tirar piedras sobre el propio tejado… ¡Trato hecho…! — aсadió—. ¡Y ahora andando y no nos hagas perder tiempo…!

Pedro «el Triste» se limitó a asentir con la cabeza, sacó una larga cuerda, atrailló los perros, y chistó chasqueando la lengua.

— ¡Busca!

Como si fuera la palabra que habían estado aguardando, los «bardinos» parecieron cobrar de improviso nuevos ímpetus, bajaron el morro y se lanzaron hacia adelante casi arrastrando a su amo, que los siguió a largas zancadas.

Caminaron así a toda prisa durante más de una hora; bordearon un cráter rojizo que parecía haberse apagado tres días antes; atravesaron una barranca salpicada por anchas cortaduras sin fondo, y se detuvieron al fin ante un conjunto de cavidades que se abrían en un farallón de lava que se había venido abajo un siglo después de la erupción que había dado lugar a semejante caos.

El cabrero dijo algo a los perros que comenzaron a gruсir por lo bajo, mostrando los dientes, y tuvo que contenerlos porque resultaba evidente que pugnaban por lanzarse hacia la entrada de una de las cuevas.

Se volvió a los que acababan de llegar, jadeantes como siempre, a su altura:

— Es mejor que tengan las armas listas… — seсaló—. Ahí hay algo — Dionisio no se hizo repetir la indicación, dejando en el suelo su mochila y extrayendo una pistola que amartilló de inmediato colocándole el seguro, y el «Milmuertes» se limitó a dejar también la mochila junto a la de su compaсero. Por su parte el cabrero buscó en la suya una lámpara de carburo a la que echó un poco de agua, dejándola lista para ser encendida y por último, y sin soltar los perros, se adentró con precaución en la caverna.

El tubo lávico formado por el capricho con que el magma hirviente se había desparramado por un suelo de rocas dejando aquí y allá grandes bolsas de aire que con el transcurso del tiempo reventaron o se desplomaron a causa de nuevos movimientos terrestres, avanzaba casi en línea recta unos veinte metros, para formar luego un pronunciado codo más allá del cual la oscuridad inicial se convertía en tinieblas que la luz del carburo apenas acertaba a rasgar, y recorridos media docena de pasos más, se alcanzaba una bifurcación en la que una de las galerías continuaba recta y la otra descendía en suave pendiente como si anduviera a la búsqueda de los centros de la Tierra.

Los animales se introdujeron sin dudar un instante por esta última galería, firmemente sujetos como siempre por su amo tras el que avanzaban, sin apartarse más de un metro, el gallego Dionisio y el «Milmuertes», y resultaba evidente que a ninguno de estos dos agradaba en absoluto la aventura.

Pedro «el Triste» descendía de tanto en tanto el candil a la altura del suelo buscando rastros de huellas, pero el piso, al igual que el techo y las paredes, no era más que una inacabable sucesión de negra lava levemente rugosa en la que resultaba imposible descubrir marca alguna de pisadas.

Alcanzaron a los pocos minutos una amplísima sala de alto techo al que ni siquiera la luz del carburo alcanzaba, y más allá los «bardinos» se introdujeron por una especie de tronera que los hombres tuvieron que recorrer a gatas durante un tiempo que se les antojó infinitamente largo.

Al poco, Dionisio, que no apartaba los ojos de la luz, decidido a echar mano a su arma y disparar en cuanto advirtiese el menor gesto que se le antojara mínimamente sospechoso, descubrió que lo único que se encontraba ante él era esa misma luz cuidadosamente colocada en el suelo, y tanto los perros como su dueсo parecían haberse esfumado como si la tierra se hubiera encargado de devorarlos, haciéndoles desaparecer por alguna de las numerosas galerías que se abrían a uno y otro lado de la estrecha hendidura:

— ¡Maldito hijo de puta! — exclamó.

La voz de «Milmuertes», que venía tras él, tembló perceptiblemente al inquirir:

— ¿Qué ocurre?

— ¡Se ha largado…! ¡Se ha largado dejándonos aquí…! Retrocede… ¡Retrocede antes de que la luz se apague…!

Temblando, maldiciendo y casi sollozando, el «Milmuertes» giró sobre sí mismo y comenzó a gatear velozmente en dirección a la alta sala que había quedado tras él.

Pero cuando llegaron a ella ya la luz no era más que un leve suspiro.

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