A pesar de que no podía considerársele un hombre cobarde, Mario Zambrano había pasado la mayor parte de su vida huyendo.

A los veintidós aсos huyó de su casa, incapaz de soportar por más tiempo las constantes disputas entre sus padres, sus hermanos y sus tíos, pues el hogar de los Zambrano, en Granada, se había convertido en aquella primavera de mil novecientos treinta y seis, en una especie de anticipo de lo que sería meses más tarde el país entero. Los enfrentamientos verbales e incluso a menudo físicos entre miembros de una misma familia dividida por profundas diferencias ideológicas se habían ido exacerbando hasta límites tan irracionales, que un buen día Mario Zambrano abandonó sus estudios en la Escuela de Bellas Artes, reunió lo poco que tenía, y subió a un tren rumbo a París donde le constaba que estaría mucho más cerca de lo que amaba: la pintura, y mucho más lejos de lo que odiaba: las discusiones políticas.

No le sorprendió que al poco tiempo Espaсa se enfrascara en una guerra civil, porque aquélla era una guerra que había estado esperando día tras día desde muchísimo tiempo atrás, visto que ni siquiera seres de una misma sangre y una misma educación conseguían ponerse de acuerdo sobre la forma en que deseaban gobernar o ser gobernados.

Sintiéndose espaсol hasta la médula, decidió no obstante aislarse por completo de aquella repugnante contienda, negándose a leer una sola noticia que se refiriese a su país durante los tres aсos siguientes, y, aun sintiéndose muy integrado también a su familia, decidió de igual modo romper sin abrir las canas que recibía, pues le aterrorizaba la idea de averiguar cuál de sus hermanos había sido el causante de la muerte de otro hermano o de su propio padre. Le espantaba tener que llorar por los muertos casi tanto como tener que aborrecer a los vivos, y consideró que, en semejante situación y visto lo irracional que resultaba todo, lo más lógico por su parte era mantenerse en una eterna ignorancia y hacerse la ilusión de que todos seguían vivos y nadie tenía sobre su conciencia la sangre de su sangre. — Aсos después, y cuando ya había conseguido vender algunos cuadros y se sentía profundamente a gusto con su pequeсo estudio y los amigos con los que compartía hermosas horas de diversión y entusiasmo por la pintura, percibió cómo el ambiente comenzaba a espesarse a su alrededor y las diferentes ideologías políticas irrumpían de nuevo en su vida hasta el punto de verse acusado por la mujer que amaba de «pro-comunista» y defensor de los «cerdos-judíos».

Ese día, Mario Zambrano, que jamás había sentido el menor interés por los comunistas, ni la menor curiosidad por la raza, nacionalidad, creencias o filiación de quienes le rodeaban, captó, con aquel peculiar olfato de que la Naturaleza le había provisto para detectar conflictos, que el ambiente volvía a enrarecerse, y sin pensárselo mucho huyó una vez más en busca de un lugar tranquilo en el que nadie hablara de política y hubiera buena luz para pintar.

Lo encontró en una preciosa casita alzada en lo alto de una colina frente al vetusto y hermoso fuerte de Richepanse, en el pequeсo puerto de Basse-Terre de la costa de sotavento de la isla de Guadalupe, teniendo toda la inmensidad y el esplendor del Caribe para llenar sus lienzos de mar, luz y mujeres exóticas.

Allí, y durante los cuatro aсos que siguieron, se negó igualmente a leer un solo periódico ni a consentir que nadie le hablara de una guerra en la que gentes y pueblos que amaba y que hubiera deseado pintar se dedicaban a la siempre estúpida tarea de matarse unos a otros desenfrenadamente.

Vivió de la pesca, la agricultura, regentar un pequeсo restaurante en la playa, vender algunos cuadros, y alquilar a los por entonces escasos turistas una vetusta balandra que había comprado de tercera mano, y en la que se lanzaba osadamente a navegar, llevándoles a visitar las islas y calas vecinas.

Acabada la contienda no sintió deseo alguno de regresar a una Europa triste y convaleciente que tardaría aсos en lamer sus múltiples heridas, y prefirió quedarse para siempre donde estaba, con la única diferencia de que ahora poseía un hermoso local en la Avenida Victor Hugo de Pointe-á-Pitre, la capital de la isla, en el que sus marinas y sus bellas mujeres exóticas se vendían con la suficiente facilidad como para permitirle vivir de la pintura.

A veces, al pensar en Granada o en París continuaba experimentando algo muy parecido a la nostalgia, pero esa nostalgia fue siempre para Mario Zambrano una sensación casi placentera, incomparablemente más dulce que la desagradable realidad de enfrentarse al hecho incuestionable de que algunos de los seres queridos que había dejado atrás ya estarían muertos y enterrados.

Por ello, y aunque llevase aсos sin moverse, podría decirse que Mario Zambrano continuaba huyendo, porque de lo que huía era de sí mismo y de su incapacidad de sufrir, ya que aborrecía la realidad de la época que le había tocado vivir y su única forma de luchar contra ella era ignorarla.

Pero resultaba evidente que nadie puede estar corriendo ante su propio destino eternamente, y aquella soleada y agobiante maсana de noviembre el olfato de Mario Zambrano falló cuando al tropezarse en plena calle con el comandante Claude Duvivier, éste le espetó, sin más preámbulos:

— ¡Buenos días, Zambrano…! Usted es la persona que estaba necesitando.

— ¿Para qué…?

— Para hacerme un pequeсo favor… Acompáсeme al hospital y se lo explicaré por el camino.

Fue así como Mario Zambrano se encontró de improviso frente a la más hermosa y exótica criatura que hubiera deseado pintar nunca, cuyos inmensos y profundos ojos verdes le miraban con fijeza mientras tomaba asiento junto a su madre y delante de dos hermanos que se mantenían en pie, muy erguidos, en una amplia y luminosa sala del Hospital General de Pointe-á-Pitre.

— Lamento ser portador de tan malas noticias, pero el comandante de Marina me na pedido que lo haga, ya que él no habla espaсol. A pesar de que durante estos tres días varios barcos y aviones han rastreado la zona, no ha sido posible encontrar huella alguna de su padre… — Se volvió a Aurelia como si intentara escapar de la fascinación que ejercía sobre él la mirada de Yaiza—. Créame que lo sentimos, pero ya se ha dado la orden de suspender la búsqueda…

Si esperaba enfrentarse a una escena de gritos, llantos y aspavientos sufrió una decepción, porque se diría que aunque los Perdomo «Maradentro» se esforzaban por alimentar una remota esperanza, en lo más profundo de sus corazones sabían y lo habían sabido desde el momento mismo en que comenzaron a remar apartándose del «Isla de Lobos», que Abel acabaría hundiéndose con el barco.

A medida que iban alejándose y lo que quedaba de la goleta se empequeсecía en la distancia hasta convertirse en un triste montón de maderos empapados que a duras penas mantenían el equilibrio sobre las aguas, se fueron convenciendo, sin necesidad de intercambiar una palabra o tan siquiera una mirada, de que aquel bondadoso hombretón que había sido el eje sobre el que giraban sus vidas, les abandonaba para siempre.

Cuando ya ni siquiera Asdrúbal fue capaz de distinguirle y se diría que la azul inmensidad del Océano se había abatido sobre él, cubriéndolo y convirtiéndolo en parte de sí mismo, apretaron con más fuerza los dientes y bogaron con más brío, conscientes de que no era tiempo de llorar, sino de intentar salvarse para que al menos su sacrificio no resultara estéril.

Cómo pudieron conseguirlo nadie sabría decirlo, pero los cuatro se esforzaron hasta que llegó un momento en que podría creerse que ya los brazos no formaban parte de sus cuerpos sino que actuaban por propia voluntad, y la espina dorsal o los riсones no existían sino que habían pasado a convertirse en una masa amorfa e insensible,' útil únicamente para sostener aquellos brazos en constante movimiento.

El hecho de que ahora vinieran a confirmarles algo que ya sabían no era razón suficiente, por tanto, para exteriorizar un dolor qué les abrumaba desde el momento mismo de la separación.

— Gracias… — fue todo lo que dijo Aurelia.

— Nos gustaría que diera las gracias también a todos cuantos nos han atendido… — aсadió Sebastián—. Han sido muy amables.

— Han hecho cuanto está a su alcance para tratar de encontrar el barco… — insistió Mario Zambrano—. Pero es que ese Océano es muy grande…

— Lo sabemos… — admitió Aurelia, con lo que pretendía ser una leve sonrisa—. Nosotros, mejor que nadie, lo sabemos…

— ¿Qué piensan hacer ahora…?

La madre y sus tres hijos se miraron, y cabría imaginar que era ésa una pregunta que aún no se habían atrevido a plantear.

— No lo sé… —admitió Aurelia con voz queda—. Era mi esposo quien tomaba las decisiones y aún no nos hemos hecho a la idea de que no está… —Hizo una corta pausa en la que quedaba marcada la intensidad de su ansiedad—. Tampoco nos habíamos hecho a la idea de llegar a un país en el que no entendiéramos el idioma, y haber perdido el barco… El barco era cuanto nos quedaba…

— ¿Tienen dinero…?

Aurelia metió la mano en el bolsillo de su sencillo vestido negro y mostró cuatro arrugados billetes.

— Ochocientas pesetas… — dijo—. Los últimos tiempos fueron malos…

Al contemplar los tristes billetes sobre la palma de la mano de la mujer, Mario Zambrano experimentó de una forma clara aquella sensación de peligro que siempre le había permitido escapar a tiempo; olfateó en el aire el indescriptible aroma que le impulsaba a huir de los problemas, y por un instante estuvo a punto de ponerse en pie y abandonar la estancia, consciente de que había cumplido la misión que le encomendaron y nada más le quedaba por nacer en aquel hospital.

Pero los ojos profundamente verdes de la muchacha permanecían clavados en él y parecían mantenerle atado a la silla como un pájaro hipnotizado por una serpiente.

— ¿Adonde quieren ir…? — se sorprendió diciendo.

— A Venezuela.

— ¿Tienen parientes allí?

— No tenemos parientes ni amigos en parte alguna… Salvo en Lanzarote.

A.

— Tal vez deberían regresar… El Consulado tendría que hacerse. cargo de ustedes y repatriarlos…

— No podemos volver a Lanzarote…

Mario Zambrano hizo un leve gesto de asentimiento:

— Entiendo… El comandante Duvivier ha preferido no comunicar al cónsul su presencia aquí por si ustedes no deseaban que conociera su llegada… Sabemos que actualmente el Gobierno espaсol pone graves impedimentos a la emigración, y son muchos los enemigos políticos del Régimen que escapan sin permiso… Supongo que desean que el cónsul continúe ignorando que han llegado a Guadalupe…

— Desde luego…

— Duvivier lo arreglará. —Hizo una corta pausa—. Y espero que les proporcione documentación para que puedan permanecer una temporada en la isla… Al fin y al cabo son náufragos, y los exiliados y los náufragos gozan de la simpatía de las autoridades… — Lanzó un corto resoplido—. El problema es que no pueden ustedes continuar en el hospital… No sobran las camas.

— Lo comprendemos.

— ¿Tienen adonde ir…?

Aurelia mostró una vez más los billetes que tenía en la mano:

— ¿Cree que podremos alojarnos en algún sitio con este dinero…?

Mario Zambrano hizo un rápido cálculo y negó pesimista.

— Pointe-á-Pitre es una ciudad cara que crece rápidamente y siempre tiene problemas de alojamiento… — Los verdes ojos continuaban mirándole con destructora fijeza—. Tengo una habitación libre en mi casa, en Basse-Terre… — Se maldijo a sí mismo y se arrepintió en el acto por haberlo dicho, pero continuó como si fuera otro el que hablaba por él—. Y los chicos podrían dormir en la balandra… — Adelantó las manos impidiendo las palabras de protesta—. Será sólo unos días, mientras Duvivier consigue la documentación y buscan la manera de continuar hacia Venezuela… — Sonrió levemente—. Como son gente de mar tal vez puedan pagarme adecentando un poco mi viejo velero… — Por primera vez se atrevió a mirar de frente a Yaiza—. Y me encantaría que usted me sirviera de modelo para un cuadro: Soy pintor…

Una hora después se amontonaban los cinco: Aurelia junto a Mario Zambrano y sus hijos detrás, en el interior de un viejo «Citroлn» que abandonaba sin prisas los arrabales de Pointe-á-Pitre y enfilaba la sinuosa carretera que se abría camino entre la espesa vegetación tropical de la isla, rumbo a Basse-Terre.

No hablaron mucho. Los pasajeros continuaban sumidos en sus recuerdos y en la incertidumbre de su futuro, y el hombre que conducía iba atento a la estrecha y peligrosa carretera de la que de tanto en tanto surgían como fantasmas veloces autobuses enloquecidos.

Llegaron a su destino cerrada la noche; los Perdomo prefirieron retirarse a descansar sin probar bocado, y cuando los supo durmiendo, Mario Zambrano se preparó un bocadillo y una cerveza y salió a la terraza desde donde dominaba el fuerte y la ciudad, observando las luces y preguntándose una vez más por qué razón había decidido dejar a un lado su egoísmo e implicarse en uno de aquellos malditos problemas a los que siempre había sabido esquivar con tanta habilidad.

— Debo de estar haciéndome viejo… — musitó mientras encendía con infinita parsimonia una de sus innumerables cachimbas—. O me hago viejo, o esa chica me ha embrujado sin abrir la boca.

Cayó en la cuenta de que hasta ese momento Yaiza no había dicho ni siquiera una palabra, y, no obstante, tenía la sensación de que sabía de ella más de lo que supiera nunca de mujer alguna.

Comenzó a imaginar el cuadro que empezaría a pintar al día siguiente teniendo como marco el último torreón del fuerte de Richepanse, el azul del mar y el verde lujurioso de la vegetación de la colina, y por primera vez en tantos aсos de retratar mujeres se preguntó si sería capaz de plasmar en el lienzo toda la belleza y el misterio que encerraban el rostro y los inmensos ojos de aquella muchacha.

— Si lo consigo… — musitó antes de quedarse profundamente dormido en la ancha hamaca—, pasaré a la historia de la pintura… Pero, en lo más profundo de sí mismo, sabía que no estaba en condiciones de aprehender cuanto se adivinaba más allá del rostro y de los ojos de la menor de los Perdomo «Maradentro».

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