La noticia no pareció sorprender a don Matías Quintero, como si la hubiera estado aguardando desde mucho tiempo atrás, puesto que en sus largas horas de espera en la vacía soledad del caserón, había tenido tiempo de meditar largamente sobre las posibilidades de escapar que se les ofrecían a los Perdomo «Maradentro».

— Era lo lógico… — dijo—. Y tenías que haber quemado ese barco el primer día…

— Usted no lo ha visto… Se cae a pedazos y a nadie se le ocurriría usarlo ni para cruzar un charco.

— Sólo a los «Maradentro» — replicó—. Por eso les pusieron ese apodo y por algo se han pasado la vida en ese barco… ¿A qué lugar de América se han ido?

— Nadie lo sabe. — Damián Centeno se encogió de hombros—. A donde les lleve el viento supongo, aunque con semejante trasto por contentos pueden darse si pasan de la mitad del camino… Lo más seguro es que se ahoguen…

Hundido en la inmensa cama que parecía ir creciendo por un efecto mágico a medida que él se iba empequeсeciendo a causa de su amargura y de su odio, el capitán Quintero clavó sus oscuros ojos — que eran la única parte de su cuerpo que se negaba a envejecer aceleradamente— en la figura del ex sargento que ocupaba exactamente el mismo lugar que ocupara Rogelia «el Guirre» el día en que la matara.

Negó con un leve gesto de cabeza.

— ¿Crees que pasar el resto de mi vida imaginando que tal vez se ahogaron me consuela…? — Negó de nuevo—, ¡No…! No me consuela… Te dije que quería a Asdrúbal Perdomo muerto, no suponer que con suerte se lo comieron los peces… ¡No…! — insistió machaconamente—. Eso no basta…

Damián Centeno permaneció en silencio, a la espera, pues conocía lo suficiente al que había sido su superior por tanto tiempo como para saber que en aquellos momentos prefería decidir a solas, aferrarse luego a esa decisión como si fuera la única posible, y llevarla hasta sus últimas consecuencias pasara lo que pasase.

— ¡A América…! — le escuchó musitar, como si hablara consigo mismo o como si tratara de convencerse de que aquél era el auténtico destino de la cochambrosa goleta—. ¡Y América es tan grande…!

Había apoyado la nuca en la cabecera de la cama y contemplaba el techo, aunque la mayor parte del tiempo permanecía con los ojos cerrados en la misma actitud con que doce aсos antes se concentraba a la hora de ordenar un ataque u organizar una emboscada.

Transcurrieron más de quince minutos en los que Damián Centeno se limitó a esperar sin hacer gesto alguno, casi sin pestaсear, consciente de que distraerle en esos momentos enfurecería a su jefe, y al fin éste inclinó de nuevo la cabeza y le miró.

— ¡Vete esta misma noche a Tenerife…! — dijo—. En la calle de la Marina, frente al puerto, hay un bar… No recuerdo el nombre, pero está pintado de verde y tiene enormes barricas de vino en las paredes… Allí se reúnen los «cambulloneros» de la isla… Son los que trafican con las tripulaciones de los barcos… Suben a bordo en alta mar y compran mercancía de contrabando… — Hizo una pausa para que el otro fuera tomando nota mentalmente de sus indicaciones—. Tienen lanchas muy rápidas, y algunas pueden incluso hacer la travesía desde Tánger cargadas de penicilina o de tabaco sin repostar siquiera… — Le observó fijamente y su voz era ahora una orden que no admitía réplica—. Consigue una de esas lanchas y no vuelvas sin Asdrúbal Perdomo…

Damián Centeno experimentó una leve sensación de angustia al advertir que le estaba encargando la misión de buscar un barco diminuto en la inmensidad del Océano, a él, que odiaba el mar, entremezclada con una también muy leve sensación de alivio al comprobar que le estaban brindando una segunda oportunidad de hacerse rico.

Se encontraba terriblemente agotado y deprimido, pues había tenido que atravesar a pie el pedregal del Rubicón siguiendo el mismo camino que siguiera Paco, el gitano, pero sintiendo además sobre la nuca miradas de odio y burla, porque habían llegado, prepotentes, en dos enormes automóviles negros, y uno se había perdido para siempre en un ignorado camino de montaсa, y el otro permanecía destripado en la trasera de la casa de «Seсa» Florinda, la difunta que en vida leía el futuro en las tripas de los marrajos.

No encontraron un medio de transporte hasta más allá de Uga, tras veinte kilómetros de lava, calor y piedras, y cuanto deseaba era tumbarse en cualquier parte y dormir su cansancio y su derrota, pero allí estaba su capitán dándole nuevas órdenes, y allí estaba como siempre el fiel sargento capaz de resucitar a un muerto a culatazos, obligarle a tomar su bayoneta y abandonar la trinchera lanzándose otra vez al asalto.

— No me queda dinero… — fue todo cuanto dijo.

El anciano — ¿era acaso el padre del capitán Quintero aquel anciano? — extendió su flaco brazo, abrió el cajón de la mesilla, sacó una llave y se la tendió seсalando la enorme caja fuerte del rincón.

— ¡Llévate lo que hay dentro…! — dijo—. Y cuando necesites más, lo pides… — Sonrió en lo que más bien era una mueca—. Sólo hay' algo de ti de lo que estoy seguro… ¡Nunca vas a robarme!

Siempre le conoció bien el capitán Quintero, y siempre supo que Damián Centeno era capaz de violar, matar, torturar, o incluso profanar la tumba de una monja, pero que jamás había soportado a los ladrones, porque para él — que nunca tuvo nada— el sentido de la propiedad era el más sagrado de los conceptos.

En el Tercio todo el mundo lo sabía: «Al que le guste lo que no es suyo que se mantenga lejos del regimiento de Centeno… Acabará en el hoyo».

Nunca le contó a nadie que su madre había sido una «mechera» que a los cuatro aсos lo llevaba a los mercados para que distrajera a las amas de casa mientras hurgaba en sus bolsos, y aunque desde el principio aborreció el oficio de su madre, acabó por odiarlo el día en que una pobre mujer desvalijada tomó asiento en el bordillo de la acera y comenzó a llorar amargamente como no había visto llorar jamás a un ser humano.

— ¡Me han quitado todo cuanto tenía…! — murmuraba—. Me han quitado todo cuanto tenía… ¿Qué van a comer ahora mis hijos?

Aún no había cumplido seis aсos, pero decidió que jamás volvería a robar a nadie y esa noche se lo dijo a su madre:

— Prefiero que seas puta a que seas ladrona… — le espetó convencido—. Porque aunque aún no comprendo muy bien lo que es ser puta, no veo que le hagan daсo a nadie. A ti todo el mundo te insulta y te maldice,'mientras que a ellas siempre las abrazan y las besan…

Abrió la caja fuerte, se metió el dinero en el bolsillo sin contarlo, devolvió la llave a su dueсo, y se encaminó a la puerta:

— Si he de embarcar esta noche, tengo que darme prisa… — dijo—. Le mantendré al corriente.

Estaba a punto de cerrar, cuando don Matías le detuvo con un gesto:

— ¡Damián…! — llamó roncamente—. ¡Tráemelo muerto…!

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