Recostado en la rueda del timón, Sebastián Perdomo contemplaba absorto los lejanos contornos de la isla de Tenerife que iba quedando atrás por la banda de babor, coronada por la majestuosa silueta del Pico del Teide, de casi cuatro mil metros de altitud, desde cuya cumbre, se decía, en los días claros podían divisarse las siete islas del Archipiélago.
El sol comenzaba a elevarse apenas por encima de las olas que llegaban por popa, y su luz alargaba hasta casi el infinito la sombra de la montaсa que se proyectaba sobre el azul de un Océano que en aquel momento era como una onda infinita que se sucediese a sí misma eternamente.
Sebastián había solicitado hacer la última guardia, lo que le permitía amanecer cada maсana a la rueda del timón, porque era aquélla la hora en que se encontraba más a gusto y despejado, y la hora en que podía meditar a solas consigo mismo.
De cuantos se encontraban a bordo, él era, probablemente, el más frío y equilibrado y era también, sin duda, el que menos sufría por el hecho de que la isla de Lanzarote, Playa Blanca y cuanto significaba su vida anterior quedara atrás definitivamente.
Pronto iba a cumplir veinticinco aсos, y desde el día en que lo alistaron se había preguntado si tal vez no sería mejor intentar, como lo hicieran tantos otros, aprovechar aquella oportunidad para plantearse un futuro diferente.
Su madre aseguraba de él que tenía buena cabeza para los estudios, y durante el tiempo que permaneció en la Marina se había iniciado en los rudimentos de la navegación de altura, para lo que sus superiores le consideraban especialmente dotado, hasta el punto de nombrarle timonel de un buque escuela en cuyo puente de mando había tenido ocasión de ponerse en contacto con una nueva faceta del mar que no había conocido hasta ese instante.
Su padre, que le había enseсado cuanto sabía sobre peces y barcos, era un marino intuitivo, la mayor parte de cuyos conocimientos le fueron proporcionados por el también intuitivo abuelo Ezequiel, que igualmente lo había adquirido de sus antepasados, pero su mar, «la mar» de los «Maradentro», se limitaba a una ancha franja de agua que se extendía a todo lo largo del desierto del Sahara, desde Agadir a La Gьera, apenas mil millas de largo por poco más de trescientas de ancho, pues el solitario archipiélago de peladas rocas de Las Salvajes, era el punto más lejano al que había llegado jamás el «Isla de Lobos».
Era un mar bravo aquél, sin duda alguna, y cientos de navíos hundidos por los temporales o embarrancados en los bajíos arenosos de cabo Bojador o puerto Cansado así lo atestiguaban, y por lo tanto, una familia que, como los «Maradentro», había logrado faenar durante tres generaciones en semejantes aguas sin perder nunca un barco, tenía bien merecida su fama de gente marinera por la que «El Viejo del Mar» sentía respeto.
Pero Abel Perdomo conocía siempre en qué parte de «Su Mar» se encontraba observando el sol sin ayuda de sextantes, jamás había sabido interpretar una carta marina, y nunca había entendido muy bien cómo podía un cronómetro ayudarle a conocer la longitud exacta a que se hallaba.
Sebastián Perdomo admiraba a su padre porque había aprendido de él a vivir en el mar, del mar y para el mar, pero en el tiempo que había pasado tras la rueda del timón del «Galatea» había descubierto que existía un mundo en el que los hombres no andaban sujetos a los caprichos de los vientos, las mareas y las corrientes, sino que el mar e incluso el Gran Océano pasaba de ser una amenazante barrera a convertirse en un aliado portentoso.
Un buen marino; no un pescador: un auténtico «marino» sabía a cada instante en qué punto del globo se encontraba y qué había ante su proa, a sus espaldas o a miles de metros bajo su quilla; y un buen marino podía trazar un rumbo y seguirlo sin el más mínimo error a través de miles de millas de distancia con los ojos vendados.
— Hubo una vez un navegante solitario ciego… — le había contado cierto amanecer su primer oficial que era un amante de la navegación de altura—. Conocía tan perfectamente su balandra, que navegaba siempre como si fuera de noche… Utilizaba mapas confeccionados por el sistema Braille, un compás que le habían diseсado especialmente, y un juego de radios que le permitían calcular su posición cada tres horas… Llegó a realizar travesías de más de dos mil millas sin salirse de ruta…
— ¿Qué fue de él…?
— Desapareció durante una gran tormenta frente a Irlanda… Pero ese día fueron muchos los barcos que se perdieron… El mar es así; cuando creemos haberlo dominado nos pega un coletazo para obligarnos a recordar que es el más fuerte… Todos saben que únicamente los «Hijos del Mar»; los que han nacido en un faro, nunca pueden ahogarse.
— Mi abuelo me contó que su barco escapaba de todas las tormentas porque su primera pasajera fue una niсa que acababa de nacer en un faro… La llevaba a bautizar.
El primer oficial, que era de La Corana y también creía en brujas, en «El Viejo del Mar» y en todas las supersticiones que se relacionaran con las aguas, admitió que en efecto el «Isla de Lobos» había sido botado bajo los mejores auspicios y extraсo resultaría que ninguna borrasca pudiera nunca nada contra él.
Sin embargo, a solas en el último amanecer en que les resultaría posible distinguir el menor rastro de tierra antes de adentrarse en el Atlántico, Sebastián se preguntaba si los treinta y tantos aсos transcurridos no habrían borrado de la memoria del mar el recuerdo de que aquel desvencijado velero había transportado en su día a una de sus hijas, y no ya una borrasca, sino incluso una simple ola juguetona, lo partiría en dos de un manotazo.
Podía escucharlo, lamentándose y crujiendo, como preguntando a cada instante qué pecado había cometido para que le hicieran abandonar el seguro y conocido refugio de las aguas del Canal de la Bocaina o la placidez de la costa de Sotavento de las islas, allí donde se complacía en saludar por su nombre a cada roca del fondo, para sacarle de improviso a un océano infinito en el que su ya débil voz no alcanzaría nunca el fondo por más que lo intentara.
— ¡Está asustado…! — se dijo—. Por primera vez en su vida el «Isla de Lobos» tiene miedo y lo entiendo, porque lo están llevando más allá de los lugares que conoce.
Quince aсos antes, a poco de nacer Yaiza, su madre se empeсó en llevarla a que la conociera su abuela tinerfeсa, y se embarcaron en la que había constituido una de las más hermosas aventuras que Sebastián recordara de su infancia. Costearon a sotavento de Fuerteventura hasta la punta de Jandía, donde durmieron en una cala resguardada y luego, con un mar como una balsa, saltaron a Gran Canaria. Al día siguiente y sin perder nunca de vista tierra, dieron una larga ceсida hasta Santa Cruz, a cuyo puerto habían arribado al oscurecer con las velas al viento, atracando en el muelle de pescadores con una precisa maniobra.
Pero ahora era distinto. Ahora el viejo barco navegaba cargado hasta las bordas, rechinando por el exceso de trapo sobre unos mástiles ya resecos y carcomidos, consciente de que no existía un fondo que le devolviera el eco de su paso, y consciente, también, de que ese fondo se iría perdiendo más y más bajo su quilla hasta acabar por convertirse en un abismo mareante.
Era como un nadador de playa que de improviso descubriera que había perdido pie, y el solo hecho de advertirlo le privase de su capacidad de mantenerse a flote.
— ¡Tendrás que hacerlo, viejo! — musitó acariciando la caсa del timón como si en verdad estuviera convencido de que conseguía entenderlo—. Tendrás que aguantar el tipo y demostrar que el abuelo, además de marino era un buen carpintero…
El abuelo Ezequiel había pasado ocho aсos recorriendo las más escondidas playas después de las tormentas, reuniendo una por una las mejores maderas que la mar arrojaba, y el inmenso tronco en el que había tallado de una pieza la quilla de su barco, había necesitado de toda una flotilla de chalanas para ser remolcado desde Roque del Este a Playa Blanca.
Allí, sobre la arena, permaneció once meses hasta que se secó del todo, y sólo entonces Ezequiel tomó la azuela y comenzó a trabajarlo golpe a golpe, cuando regresaba, agotado, de la pesca.
Su amigo el farero, aquel a cuya hija llevaría más tarde a bautizar a Corralejo, le dibujó los planos, y su pobre mujer, que había muerto sin verlo terminado, cosió a mano su primer juego de velas. Los obenques y las drizas se tejieron con cuero de camello bien mojado que, al secarse y contraerse, no envidiaban la resistencia del acero, y no quedó un solo rincón de la goleta que no fuera mimado con el amor que hubiera dedicado al más querido de sus hijos.
Ningún barco se construyó jamás con más cariсo, se supo depositario de tamaсas esperanzas, escuchó desde el primer momento tantas palabras dulces, ni nació a la vida llevando a bautizar a una hija del mar nacida en un faro de una lejana isla.
No resultaba extraсo, por tanto, que incluso Sebastián, el más escéptico de los miembros de la familia «Maradentro», se viera obligado a aceptar, aunque a regaсadientes, la tesis de Yaiza de que el espíritu del abuelo se negaba a abandonar la goleta a la que había dedicado una parte tan importante de su vida.
— ¡Ojalá sea cierto…! — musitó interiormente—, porque vamos a necesitar toda la ayuda del mundo para conseguir que este montón de pellejo y huesos llegue a buen puerto.
Para el resto de la familia la larga estancia a bordo del «Isla de Lobos» no iba a constituir, quizá, más que una continuación de la J forma de vida a la que estaban acostumbrados desde siempre, y lo que en verdad les asustaba — lo que les aterrorizaba— era lo que ocurriría a partir del día en que tuvieran que enfrentarse a una forma de existencia absolutamente extraсa en un país desconocido.
Para ellos, el mar, incluso el temible Océano, era el último refugio, pero para Sebastián, el peligro estaba en ese Océano frente al que la goleta era apenas poco más que un barquito de papel depositado por un niсo en una acequia. Al otro lado, si lograban llegar, se abría un mundo cuajado de posibilidades en el que tres hombres fuertes y dos mujeres decididas podrían abrirse camino mucho más fácilmente que en la desolada aridez de Playa Blanca.
Cientos, miles de familias habían emigrado a lo largo del tiempo escapando a formas de vida tan miserables como la de ellos mismos, y muchos habían encontrado en América la concreción de sus sueсos y la realidad de que existía una Tierra Prometida. El que a punto estuvo en un momento dado de no regresar a Playa Blanca y si volvió fue porque se sentía incapaz de permanecer para siempre lejos de su familia, se encontraba de pronto con que los acontecimientos se habían desarrollado de tal forma que navegaban rumbo a la América con que siempre había soсado en compaсía de toda su familia.
No le alegraba por cuanto de sufrimiento había significado para su madre y sus hermanos, pero tampoco le entristecía, y le constaba que todos sus esfuerzos debían concentrarse en conseguir que el «Isla de Lobos» arribase a buen puerto.
Su padre, que había hecho su aparición sobre cubierta unos momentos antes, orinó por sotavento, se lavó la cara y el pecho con abundante agua de mar, y observó con ojo crítico la dirección del viento y la forma de las olas.
Luego se aproximó, le revolvió el cabello con un gesto afectuoso, e inquirió:
— ¿Cómo ha ido eso…?
— Tranquilo… Tres nudos… Tres y medio… Ahora está bajando… El viento no es constante.
— Hay que tener paciencia… — seсaló Abel Perdomo—. Me conformaría con que este viento siga… — Acarició el palo mayor, casi palpándolo, como si se tratara de los músculos de un ser vivo y aсadió—: Con menos no avanzaríamos, y con mucho más no aguantaría…
— Los buenos vientos no llegarán hasta diciembre — replicó su hijo —. A mediados de diciembre los «Alisios» nos hubieran llevado en volandas hasta las costas mismas de Venezuela.
— ¡Es posible…! ¡Pero ahora tendremos que conformarnos cori los vientos de agosto…
— Será largo… y el barco está cansado…
Abel Perdomo tardó en responder. Observó el mar, el barco y el lejano cono del Teide que parecía mirarlos, y al fin puso una mano sobre la de Sebastián que descansaba en el timón.
— Escucha, hijo… — comentó—. Yo sé que el barco está cansado… Y tú lo sabes… Y, probablemente, Asdrúbal también… Pero no debemos consentir que tu madre o tu hermana lo averigьen… — Hizo una pausa—. Sobre todo la pequeсa; se siente culpable por lo ocurrido y tengo la impresión de que no soportaría la idea de que algo aún peor nos amenaza.
Sebastián hizo un levísimo gesto de asentimiento, como dando por sentado que aquél era un tema que no merecía siquiera discutirse y corrigió un punto el rumbo al advertir que el viento rolaba ligeramente al Este.
— Lo importante es no forzarlo nunca — replicó—. Aligerarlo de carga y aprovechar que el tiempo es bueno para ir ajustándolo… Le pediré a mamá que haga estopa con la ropa más vieja, y me ocuparé de calafatearlo desde dentro… También hay cuadernas en proa que deberíamos reforzar apuntalándolas…
— Tu hermano es bueno en eso… Heredó las manos de tu abuelo… — Le miró fijamente—. ¿Qué piensas hacer cuando lleguemos?
Sebastián sonrió:
— Lo primero es llegar… — dijo—. Luego ya veremos… Lo que importa es que continuamos juntos y así estaremos siempre… Nunca le hemos tenido miedo al trabajo, y por lo que cuentan, allí el trabajo sobra…
— Me gustaría que estudiaras… — seсaló su padre—. Con suerte, Asdrúbal y yo podremos sacar adelante a la familia, y tal vez Yaiza y tú, que sois más listos, consigáis estudiar algo de provecho… — Trató de sonreír—. Ya es hora de que los Perdomo «Maradentro» dejen de ser una familia de burritos…
Sebastián observó con profunda ternura aquel hombretón áspero y recio, de manos como mazas y aire resuelto que era en el fondo tan tímido y retraído como un niсo:
— ¿A ti te hubiera gustado estudiar? — inquirió.
Abel medió un instante y al fin se encogió de hombros:
— En mis tiempos era una cuestión que ni siquiera podía plantearse… La escuela más cercana estaba a hora y media de camino, en el pueblo nadie sabía leer y el viejo me necesitaba para salir a la mar, o construir el barco… Hasta el día en que conocí a tu madre no me di cuenta de lo bruto que era… — Sacudió la cabeza con gesto de incredulidad—. Aún no entiendo cómo pudo fijarse en mí, si no era capaz de hacer la «O» con un canuto…
— Dicen que eras muy guapo… Imagino que de joven te andarían persiguiendo todas las mozas del pueblo…
Frunció los labios, sonriendo a sus recuerdos:
— Alguna hubo — replicó—. En especial Florinda, cuyo padre tenía la mejor casa, veinte camellos y la concesión del embarque de sal… Si me hubiera casado con ella tal vez a estas horas sería rico… Pero el día en que vi a tu madre, se me olvidaron la casa, los lanchones de sal y los camellos… ¡Dios! — exclamó—. ¡Resulta difícil aceptar que estamos dejando todo eso atrás definitivamente…! ¡Empezar de nuevo, y a mis aсos…! — Colocó una mano sobre el hombro de su hijo y apretó con afecto—: ¡Vete a dormir…! — dijo—. Estarás cansado.
Sebastián negó con un gesto:
— Prefiero quedarme y hacerte compaсía… Me gusta que me hables de ti… ¡Cuéntame cosas de la guerra…!
— Las guerras no se cuentan, hijo… — replicó Abel Perdomo convencido—. Las guerras se hacen y se olvidan.