Pedro «el Triste» se enteró en la taberna de Tinajo de que los «Maradentro» habían tenido que abandonar la isla a causa de la persecución a que les sometieran los hombres de don Matías Quintero, y que dado lo cochambroso del falucho en que habían embarcado lo más probable era que estuvieran sirviendo ya de pasto a los tiburones del Atlántico.
El cabrero se limitó a escuchar la discusión que mantenían de mesa a mesa dos grupos de jugadores, sin intervenir ni hacer gesto alguno que pudiera indicar que el tema le interesaba, permaneciendo muy quieto en su rincón, apoyado en la pared tan impasible como si jamás hubiera oído hablar de los Perdomo «Maradentro» ni le importara en absoluto lo que pudiera ocurrirle a cualquiera de sus miembros.
Pero le importaba.
Cuando los jugadores dejaron la charla y se limitaron a los monosílabos y exclamaciones propios del dominó, pidió con un gesto al tabernero un nuevo vaso de ron que paladeó despacio, preguntándose si tal vez era en parte culpable por el hecho de que Yaiza Perdomo — la Yaiza que tenía el «DON» y a la que se sentía tan extraсamente ligado— se encontrara inerme en medio del Océano.
«Si hubiera permitido que mataran a su hermano, nada de esto habría pasado — se dijo—. Ya la venganza habría concluido…»
Ni un solo día se había arrepentido de haber dejado a Dionisio y al «Milmuertes» encerrados en una gruta de las Montaсas del Fuego e incluso hubo un momento, cuando aquel tipo malencarado subió al monte a amenazarle, en que se sintió orgulloso de sí mismo y de su acción, pero ahora aquellos vociferantes jugadores le hacían caer de improviso en la cuenta de que tal acción se volvía en su contra, no por ella en sí misma, sino por las consecuencias que traía aparejadas.
— El viejo parece decidido a aniquilarlos aun cuando se escondan bajo tierra… — había asegurado uno de ellos—. Roque Luna dice que se está dejando morir de tanto odio como le reconcome las tripas…
Pedro «el Triste» apenas recordaba a don Matías Quintero, aunque le había visto pasar por la polvorienta carretera que separaba Tinajo de Mozaga en un enorme «Buick» de color guinda que era probablemente el mejor automóvil que circulaba en aquellos momentos por los caminos de la isla, porque su mirada siempre había quedado más prendada de los relucientes cromados del vehículo o su blanca capota de lona levantada en los días de verano, que del hombre de anteojos ahumados y delgado bigote que se sentaba, muy recto, tras el volante.
Don Matías Quintero era hijo y nieto de padres reconocidos; era dueсo de casas, tierras y viсas, y había estudiado en «La Península», aquel lugar remoto y mítico del que Pedro «el Triste» jamás había conseguido hacerse una idea muy concreta, pues lo único que había logrado averiguar sobre él, era que allí residía el Gobierno, allí se había librado una terrible guerra civil, y de allí venía todo lo bueno, y en especial todo lo malo, de cuanto acontecía en las islas.
Dionisio y el «Milmuertes» eran peninsulares, al igual que lo era el otro, el del tatuaje en el brazo y la cicatriz en el pecho, y en todos sus aсos de escuchar desde un rincón de la taberna charlas de parroquianos, nunca había oído hablar ni tan siquiera medianamente bien de los «godos», ni había sabido de uno solo que hubiera hecho algo positivo en provecho de Lanzarote y de sus gentes.
Pero a él personalmente los «godos» no le causaron nunca daсo ni habían interferido en su existencia hasta que vinieron a pedirle que buscara a Asdrúbal «Maradentro», constituyendo siempre una especie de misterio o nebulosa apenas diferente de aquellos otros «más extranjeros aún», rubios, muy blancos de piel y estrafalarios, que esporádicamente aparecían por la isla, y a los que no lograba entender una sola palabra.
Don Matías Quintero era por lo tanto un ser con el que jamás hubiera esperado relacionarse, pero era también el hombre que podía convertir en inútil la única cosa de provecho que había hecho en su vida.
Al domingo siguiente había tomado por ello una decisión, y ordeсando muy temprano las cabras, las dejó en el corral, silbó a los perros y emprendió, cargado con sus trampas y sus lazos, el sinuoso camino hacia la línea de volcanes de Timanfaya.
Únicamente los «bardinos» podían seguir su paso rápido y sin pausas, y a largas zancadas atravesó los cultivados campos, trepó por las laderas, se adentró en las llanuras y los barrancos de lava cuarteada, y antes incluso de que el sol cayera a plomo, penetró, iluminado por una diminuta lámpara de carburo, en la laberíntica caverna.
Muy pronto se inquietaron los perros y comenzaron a gruсir, y pasada la segunda galería, al penetrar en la alta sala cuyo techo no alcanzaba siquiera el resplandor de la llama, percibió claramente el hedor a carroсa.
Lo que quedaba del gallego aparecía acurrucado en un rincón con el revólver empuсado y el cerebro destrozado por una pesada bala que había dejado la marca de un rasponazo en la pared de lava por encima de su cabeza.
Se apoderó del arma y continuó la búsqueda, pero el cadáver del «Milmuertes» no apareció por parte alguna y los perros perdieron el rastro al borde de un ancho pozo del que siempre había tenido la impresión que se hundía en los mismísimos infiernos.
Buscó una piedra a su alrededor y al no encontrarla se las ingenió para extraer una bala de la recámara del revolver lanzándola al vacío.
Por más que aguzó el oído no percibió el impacto de su caída y llegó a la conclusión de que el «Milmuertes» había sido el hijo de Euta que más rápidamente fue a pagar sus pecados al infierno en su ora final.
Abandonó la cueva y ya al aire libre tomó asiento sobre una piedra, a unos veinte pasos de la cueva, y comenzó a amasar amorosamente su zurrón de «gofio».
Dio de comer a los perros y luego comió él, y mientras lo hacía observó la entrada de aquella caverna que nadie más conocía, y se preguntó si alguien llegaría a descubrirla y a descubrir, también, que un hombre se había suicidado en su interior con un arma que no aparecía por parte alguna.
Tal vez pasaran siglos antes de que algún cazador se aventurara por aquellos inhóspitos mares de lava, y perros como el suyo le condujeran por el complejo subterráneo hasta los restos — quizá momificados— del gallego.
Pensar en él, en «Milmuertes», y en todo cuanto había ocurrido en aquellos últimos días le resultaba en cierto modo agradable, pues tenía plena conciencia de que era lo más importante que le sucedería en su vida, y le gustaba sentarse en su rincón de la taberna y observar a los parroquianos sabiendo que guardaba un secreto que nadie más compartía.
Le mirarían sin duda de otro modo si supieran que el mustio «follador de cabras» que se emborrachaba a solas en su esquina, había sido capaz de liquidar a dos peligrosos asesinos y encararse impertérrito a un tercero, pero no pensaba contarles nunca nada, porque tan hermoso secreto se le antojaba muchísimo más hermoso y más secreto si nadie lo compartía.
El, el más miserable habitante del pueblo y tal vez de la isla, tenía algo que le diferenciaba; que le hacía superior y le permitía mirar con desprecio a los demás aunque ellos no lo advirtieran, pero contarlo sería lo mismo que ponerse nuevamente a la altura de unos zafios campesinos ignorantes, siempre dispuestos a airear a los cuatro vientos cualquier cosa que hicieran.
Al igual que él era el único ser humano que sabía que el corazón de la Tierra se comunicaba con el resto del Universo a través de la abierta herida de Timanfaya; el único que disfrutaba del embrujo de pasar una noche de luna llena tendido sobre una laja de lava del más alto de sus volcanes, y el único que entendía hasta qué punto Yaiza Perdomo poseía aún mayores poderes de los que ella misma creía, era también el único en conseguir hacer desaparecer a dos hombres definitivamente.
Cabría preguntarse si el cabrero de Tinajo había llegado a la conclusión de que tenía espíritu de asesino, o era tan sólo que por primera vez algo excitante había venido a romper la desesperante monotonía de una existencia limitada a vagar por los campos sin más compaсía que las bestias, pero lo cierto era que los acontecimientos de aquel día memorable habían quedado grabados a fuego en su memoria, y se complacía casi tanto en recordarlos como se hubiera complacido en repetirlos.
Por ello, desde el momento mismo en que escuchó en la taberna que don Matías Quintero no descansaría hasta acabar con los Perdomo «Maradentro», tomó la decisión de que él se encargaría de hacer que don Matías no pudiera cumplir sus amenazas, porque le excitaba la idea de acabar personalmente con aquel hombre vestido de blanco que conducía un «Buick» de color guinda haciendo sonar una estruendosa bocina que espantaba a las cabras. Y le excitaba igualmente la idea de continuar siendo quien protegiera en la sombra a Yaiza Perdomo sin que ella lo supiera, y le excitaba por último la idea de tomar asiento en su rincón de la taberna de Tinajo a observar despectivamente a los piojosos lugareсos que continuarían sin sospechar lo que había hecho.
Concluyó por tanto su parco almuerzo, ocultó en su macuto el pesado revólver, y tras acariciar distraídamente la cabeza de uno de los perros, se puso en pie y reemprendió la marcha, aunque en esta ocasión Se desvió por intrincados senderos que le conducirían, campo a través, hasta Mozaga.
Había sabido calcular su tiempo y caía el sol a sus espaldas cuando avistó el macizo caserón que coronaba desafiante la colina, a cuyas faldas llegó cerrada ya la noche, seguro de que nadie había reparado en su presencia.
Aguardó paciente, observando la casa en la que apenas brillaban cuatro luces malamente distribuidas, ordenó a los perros que se quedaran aguardando al borde del camino, sabedor de que sus ladridos le avisarían si alguien se aproximaba, y adentrándose entre los muros de piedra que rodeaban las viсas atravesó el jardín y se ocultó a la sombra de una higuera a diez metros del porche.
La puerta de ese porche aparecía entreabierta y no distinguió a nadie. Roque Luna, al que sí había visto de cerca muchas veces, no apareció por parte alguna, pero aun así permaneció inmóvil y con el oído atento al menor ruido que pudiera llegarle desde dentro.
Por fin, de cuatro zancadas penetró como un fantasma en la casa y ya en el salón escuchó nuevamente, aunque el palpitar de su corazón era el único sonido que podía percibir. Acostumbró los oíos a la penumbra, abrió una de las hojas de la pesada puerta chirriante, y atisbo hacia lo alto de la ancha escalera de peldaсos gastados por el uso y el tiempo.
Agradeció que esos peldaсos fueran de piedra, como lo eran también las barandillas, y ascendió con la suave paciencia y los andares de un felino, acostumbrado como estaba desde siempre a no alzar nunca un pie sin tener el otro firmemente asentado.
Frente al largo pasillo casi en tiniebla se detuvo, observó una por una las gruesas puertas cerradas, y fue pasando ante ellas sabiendo, sin saber, cuál era la que buscaba.
Al fin, un levísimo haz de luz que se filtraba por debajo de una de ellas le obligó a detenerse.
Una mortecina lamparilla amarillenta cuya única esperanza de resplandor quedaba amortiguada por una vieja servilleta que colgaba a modo de sudario, se esforzaba por impartir algo de claridad a la agobiante, recargada y pestilente estancia sobre cuya amazacotada cama la antaсo erguida figura de don Matías Quintero traía de inmediato a la memoria a los esqueléticos supervivientes de los campos de concentración de la última guerra.
El que fuera poderoso cacique de Mozaga había quedado reducido a dos inmensos ojos casi desorbitados que recordaban de un modo a la vez cómico y macabro los relucientes faros del fastuoso automóvil con que recorriera en un tiempo la isla, y Pedro «el Triste» no pudo por menos que quedarse muy quieto junto al vano de la puerta, impresionado, porque por mucho que hubiera oído hablar en la taberna de Tinajo sobre el estado casi agónico en que se encontraba su víctima, jamás pudo imaginar que se enfrentaría a un espectáculo semejante.
Se aproximó despacio hasta que sintió en el estómago el contacto de la barandilla de los pies de la cama, y observó al hombre que a su vez le observaba, y que no había hecho gesto alguno ni parecía sorprendido por su presencia.
Permanecieron un largo tiempo así, mirándose, hasta que con una voz ronca y casi inaudible, don Matías Quintero inquirió:
— ¿Quién eres…?
— Pedro «el Triste»…
— ¿«El follador de cabras»…? — No obtuvo respuesta, y como se diría que tampoco la esperaba, aсadió al poco —: ¿A qué has venido?
— A matarle.
Resultaba evidente que a don Matías Quintero semejante afirmación no le tomaba por sorpresa, o que le resultaba del todo indiferente que un fin que sabía tan próximo le llegara por simple inanición o a manos de un cabrero harapiento.
Pareció cavilar sobre ello, aunque se diría que no le preocupaba en absoluto, y por último, como si fuera algo que no tenía en realidad nada que ver con él, quiso saber:
— ¿Por qué?
Pedro «el Triste» no tenía respuesta para eso; al menos una respuesta que pudiera servirle más que a él mismo, y giró despacio aferrado a una de las columnatas de la cama para ir a sentarse en ella, al otro lado de donde se encontraba don Matías.
— Maté a dos de sus hombres… — dijo al fin, como si ésa se le antojara la explicación más lógica—. Y Yaiza es mi amiga… — Pareció arrepentirse de haber dicho algo que no era exactamente verdad y se corrigió—. No es mi amiga… — aсadió—. Pero tiene el «Don»… Mi madre también lo tenía.
— Tu madre no tenía el «Don»… — replicó don Matías que parecía recuperar poco a poco su lucidez y su capacidad de expresarse—. Tu madre no era más que una alcahueta que perseguía a mi primo Tomás como una perra en celo… — Afirmó repetidas veces con la cabeza—. Recuerdo bien a Rufa rondando al atardecer por los viсedos a la espera de que Tomás quisiera tirársela… Se llamaba Rufa, ¿verdad?
— Nunca lo supe…
— ¿Nunca lo supiste…? — se sorprendió el viejo volviendo apenas el rostro para mirarle fijamente—. ¡Sí…! Seguro que lo sabías… Pero has preferido olvidarlo con el tiempo… Era Rufa, estoy seguro. «Rufa, la alcahueta de Tinajo.» Presumía de hechicera, pero únicamente era muy puta y estaba encelada con la polla de Tomás, que tenía fama de ser la mayor del Archipiélago… — Intentó sonreír a sus recuerdos, pero tan sólo consiguió que le asaltara un golpe de tos—. Tomás tenía una polla tan enorme, que ni siquiera Rogelia pudo mamársela nunca… — aсadió—. Pero a tu madre le enloquecía y sus gritos se escuchaban en Masdache… — Agitó la cabeza con cierto aire de incredulidad—. Tal vez, seamos parientes… — continuó—. Si tienes la polla enorme tienes que ser hijo de Tomás… Todos sus hijos la tenían, aunque de nada les sirvió para que no los mataran en la guerra.
— ¡Es usted un hijo de puta…!
— ¿También yo…? — inquirió irónicamente don Matías—. Demasiados para una sola habitación, ¿no te parece…? — Cambió el tono, que se apagó de nuevo como si aquellos momentos de lucidez y ánimo quisieran abandonarle para siempre—. ¡Bien…! — musitó—. Has venido a matarme… El hijo de mi primo Tomás ha venido a matarme… ¿A qué estás esperando…?
— No tengo prisa…
— ¿Y crees que yo la tengo…? — El anciano había cerrado los ojos y ahora hablaba como si se encontrara solo y su nocturno visitante fuera únicamente una alucinación—. Sí… —admitió al fin—. Quizá la tenga… Quizá quiera acabar de una vez e ir a reunirme con los míos… Algunos llevan ya tanto tiempo esperando que no sé si podrán reconocerme… Benjamín, que se ahogó en Famara cuando yo no tenía siquiera quince aсos… ¿Cómo podrá reconocerme Benjamín…? ¿Y cómo podrá ella reconocerme si yo aún era joven y fuerte cuando también se marchó…? —Hizo una pausa, porque le ahogaba su propia flema—. ¡Qué decepción debe de significar para los muertos reencontrar a los vivos cuando han perdido su juventud, su alegría y su belleza…! ¡Qué listos son los que se mueren pronto…! ¡Con cuanta habilidad le han hurtado el cuerpo al sufrimiento y la amargura…!
Pedro «el Triste» había alargado la mano rodeándole el escuálido cuello sin que don Matías Quintero hiciera gesto alguno que denotara que se había dado cuenta. Comenzó a apretar muy lentamente, no encontró resistencia y ni siquiera un lamento escapó de los entreabiertos labios del viejo, cuyas palabras se fueron transformando en un murmullo ininteligible.
No abrió los ojos, ni movió tan siquiera un músculo. Intentó por dos veces, casi mecánicamente, aspirar un aire que se negaba a descender a sus pulmones, y cuando resultó evidente que no lo conseguiría pareció relajarse y se quedó muy quieto hasta que la muerte, que había pasado tanto tiempo haciéndole compaсía en aquella tétrica habitación, se apoderó mansamente de su agotado cuerpo y su alma tiempo atrás ya vencida.