Aurelia Perdomo se despertó al amanecer agobiada por la angustiosa sensación de que había una presencia extraсa en la camareta, y cuando giró el rostro vio a su hija acurrucada en un rincón de su litera abrazada a las piernas y con los ojos muy abiertos contemplando un punto perdido frente a ella.

Conocía de antiguo aquella expresión ausente y aquel estar cerca y lejos en el mismo momento, pero jamás había logrado acostumbrarse a ello y le aterrorizaba ver a su pequeсa convertida en una especie de ser de otro planeta; un ente inaprehensible que a menudo parecía haberse convertido en un extraсo.

Permaneció muy quieta, mirándola; tratando de adivinar qué estaba pasando en esos momentos por su mente, incapaz de averiguar si se encontraba despierta o aún dormía.

Transcurrió un largo rato que se le antojó infinito en el que no se escuchó más que el gimotear de las cuadernas del velero al cabecear sobre un mar de largas ondas y el rechinar de la botavara allá en lo alto, y hubiera deseado que el sueсo acudiera nuevamente en su ayuda, pero al fin su hija se volvió y la miró de frente como si supiera que todo ese rato la había estado observando:

— Era el abuelo — dijo—. Tiene miedo.

— ¿De qué…?

— Del hombre del tatuaje.

— ¿Damián Centeno…? ¡Es absurdo…! Damián Centeno se quedó en Lanzarote.

La muchacha negó muy suavemente agitando apenas la cabeza:

— No. No se quedó… Vuelve… Lo he visto… Volaba sobre el mar como una gaviota que buscara a su presa… Y el abuelo también lo ha visto…

Aurelia Perdomo estuvo tentada de pedirle a su hija que cerrara los ojos y volviera a dormirse olvidando sus pesadillas, pero eran tantas las veces que sus presagios se habían cumplido que se sentía sin fuerza moral para rechazarlos nuevamente.

Tomó asiento en la cama y acarició su mano sabiendo que eso j contribuía a calmarla:

— ¿No será que estás impresionada por todo lo ocurrido? — inquirió—. El otro día soсaste que dos hombres morían, y no sabemos de nadie que haya muerto de ese modo.

Yaiza jamás se esforzaba por convencer a nadie respecto a sus visiones; se limitaba a contar lo que había visto, y el que quería lo aceptaba y con los demás no discutía.

— Esos dos hombres están muertos… — musitó casi como un susurro—. Y el otro viene…

Su madre no dijo nada; meditó unos momentos sin dejar de tocarle la mano, y luego alzó el rostro advirtiendo que más allá de la escalerilla una levísima claridad pugnaba por romper la negrura de la noche.

Se puso en pie, acarició el helado rostro de la muchacha, y ascendió a cubierta, donde oteó el horizonte en todas direcciones.

Las últimas luces de la Isla de La Palma habían quedado atrás seis lloras antes, y aún no se distinguía gran cosa a más de cinco metros de distancia.

Se aproximó a Sebastián que permanecía en pie junto a la rueda del timón y le besó en la mejilla:

— Yaiza asegura que Damián Centeno se aproxima.

— ¡Pero mamá…!

— ¿Qué…?

La pregunta había llegado rápida y seca, casi provocativa.

— No podemos ir por el mundo haciendo caso de esas cosas… — replicó su hijo, dolorido—. Parecemos una familia de gitanos del mar… ¡Y de chalados!

— ¿Crees que a mí me divierte…? — inquirió Aurelia con voz cansada—. Desde que empezó a llover en el momento en que nació tu hermana, me vengo repitiendo que todo cuanto de extraсo le ha ocurrido no son más que coincidencias o fantasías de vieja chocheante… Pero tú sabes bien que cuando sueсa algo raramente se equivoca, y eso es algo que ya ni siquiera vale la pena discutir… — Se hizo cargo de la rueda—. ¡Anda…! — pidió—. Ve y avisa a tu padre. Él sabrá lo que hacer…

Le tranquilizó sentir que aún latía el viejo barco a través del timón, y por unos instantes volvió a experimentar aquella antigua sensación de que era un ser vivo, que su marido supiera transmitirle.

— Todos los barcos tienen vida y tienen alma… — le había dicho cuando le acompaсó por primera vez a los caladeros de Tarfalla—. Y es siempre en la rueda del timón donde mejor le late el pulso… (Siéntelo!

Y ella lo sintió, pero sintió también a sus espaldas la fuerza y vida de aquel inmenso cuerpo que adoraba, y aún se estremecía al recordar cómo la poseyó allí mismo, aferrada a la caсa; cómo la hizo ^emir y estremecerse, y cómo abrigó siempre el convencimiento de que había sido aquella noche cuando engendró al mayor de sus hijos.

Más tarde, cuando en alguna ocasión ella se sentía por cualquier circunstancia desganada, Abel Perdomo le comentaba, bromeando, que muy distinta será la situación si colocara una rueda de timón sobre la cabecera de la cama.

Le vio venir sobre cubierta con el cabello alborotado y su pecho de Hércules, y se preguntó cómo era posible que hubieran transcurrido veintiséis aсos desde aquella noche en que la penetró mientras ' gobernaba la goleta…

— ¿Estás segura de lo que me ha dicho Sebastián…?

Se encogió de hombros y se limitó a indicar con la cabeza hacia la camareta.

— Se lo ha dicho el abuelo… Y ya sabes lo que suele ocurrir en í estos casos…

Abel Perdomo se recostó pesadamente en el palo y dejó escapar \ un hondo resoplido. Su primer impulso, como el de Sebastián, era negarse a admitir semejante locura y protestar, pero le constaba que protestar contra los sueсos de su hija era como protestar por el hecho de que fuera de noche o la Tierra girase.

— ¡No es posible…! — exclamó al fin—. No es posible que ese hijo de perra haya decidido seguirnos… ¿Es que no piensa darse nunca por vencido?

— Hasta que no me mate, no…

Asdrúbal había hecho su aparición a espaldas de su padre, y su rostro, muy moreno, serio y hermoso, aparecía profundamente] preocupado cuando aсadió:

— Debí entregarme en el primer momento… Tal vez tan sólo a hubiera ido' a presidio o tal vez me hubieran matado, no lo a sé… Pero lo que sí sé es que ahora sois todos los que estáis en peligro…

— ¿Qué quieres decir?

— Que si Damián Centeno me atrapa aquí y acaba conmigo, lo más probable es que se preocupe de no dejar testigos.

— ¡No digas eso, hijo…!

El muchacho se volvió a Aurelia que era quien había hablado.

— Tenemos que enfrentarnos a la realidad. Y resulta absurdo que nos hagamos ilusiones; Yaiza no acostumbra a equivocarse cuando se trata de malas noticias. Ese tipo ha sido capaz de llegar hasta aquí, y no lo ha hecho para pedirnos que regresemos a Lanzarote… Viene a matarme, y tendrá que matarme delante de vosotros… ¿Crees que aceptará pasar el resto de su vida sabiendo que cuatro personas le vieron asesinar a un hombre? Lo dudo.

— De acuerdo — intervino Abel Perdomo alzando las manos en un gesto que parecía dar por concluida la discusión—. Sean cuáles sea sus intenciones, lo primero que tenemos que hacer es impedir que nos encuentre.

Su esposa le miró un tanto confundida:

— ¿Cómo…? — quiso saber—. ¿Acaso el barco tiene alas? — Abrió las manos en un amplio ademán seсalando a su alrededor con desespero—. Estamos en medio del mar…

— Lo sé… —admitió su marido—. Estamos en medio del mar, y en él he pasado mi vida… — Hizo una pausa y por último, aсadió—: Y aunque no me guste hablar de ello, alguna que otra vez fui pescador furtivo. — Alzó la vista hacia levante y pareció estudiar el horizonte calculando el tiempo que faltaba para que amaneciese—. Bien… — dijo—. Cuanto antes empecemos, mejor. Hay que arriarlas velas, y tú Asdrúbal sube al palo mayor y abre los ojos… Supongo que si vienen será por el sudeste… Atento a cualquier cosa que se mueva…

Comenzaron a trabajar con la rapidez y eficacia que les confería la experiencia de aсos, y cuando el sol hacía su aparición, habían desmontado incluso las botavaras de la Mayor y la Mesana, que quedaron descansando sobre cubierta. Luego, mientras Yaiza y Aurelia preparaban un abundante desayuno a base de los peces voladores, que habían caído esa noche sobre cubierta, Abel y Sebastián bajaron a comprobar el estibamiento de la carga en las bodegas.

Se encontraban allí cuando sonó, clara, la voz de Asdrúbal:

— ¡Un barco por la aleta de babor…!

Saltó del palo como un mono y le tendió los prismáticos a su padre, que inmediatamente surgió en la escalerilla.

Al poco, asintió:

— En efecto, ahí está… ¡Y navega muy rápido…! ¡En una hora lo tendremos encima…! — Se volvió a su hijo—. Empieza a aflojar los obenques… hay que echar abajo los palos… Primero el Mayor; luego el de Mesana.

Fue dura la tarea de quitar las cuсas, extraer los pesados palos de sus soportes, dejarlos caer al mar sujetos con un fuerte cabo e izarlos luego nuevamente a lo largo del costado para que quedaran descansando sobre cubierta.

Cuando hubieron concluido, Abel Perdomo echó un nuevo vistazo a través de los prismáticos, y advirtió, satisfecho, que el navío no venía directamente hacia ellos, sino que se desviaba hacia el norte, pero aun así no se dio por satisfecho y ordenó:

— Hay que desmontar los tambuchos mientras bajo a inundar las sentinas.

Aurelia le aferró el brazo.

— ¿Vas a meterle agua al barco? — inquirió asustada.

Su esposo asintió con la cabeza y seсaló a su alrededor:

— No mucha, no te inquietes… No va a aumentar el viento y el mar se mantendrá tranquilo hasta la puesta del sol… Con esta altura de olas puedo bajar la borda medio metro.

— ¿No hay peligro…?

Le acarició levemente el rostro, tranquilizándola:

— No, si el mar continúa así… La carga está firmemente estibada, y este barco aguanta mucho… — sonrió—. Mi padre me enseсó cómo nacerlo…

— Nunca me contaste que habías sido furtivo…

— Fue antes de conocerte — replicó—. Eran malos tiempos, y lo único que daba entonces dinero eran las langostas del Marruecos francés… Las patrullas vigilaban constantemente y nos veíamos obligados a trabajar de noche y camuflarnos de día… — sonrió—. No te preocupes… El barco está acostumbrado.

— ¡Pero es muy viejo…!

— Lo sé… —admitió—. Pero no nos queda otro remedio… — Indicó a los muchachos que trabajaban febrilmente desmontando las casetas—. Cuando acaben, que tapen la cubierta y las bordas con lonas azules que encontrarán en el fondo del paсol de proa… Deben de estar hechas jirones, pero aún puede que nos hagan el avío si se sujetan bien… Yo estaré vigilando el nivel del agua…

Media hora más tarde la goleta había pasado a convertirse en un plano objeto azul flotando sobre un infinito Océano de largas ondas, y no sobresalía más de metro y medio sobre la superficie, de tal forma que únicamente en el instante en que se encontraba en la cresta de una ola, resultaba visible para quien se encontrara a menos de dos millas de distancia.

— Nadie que va a la caza de un barco de velas blancas se preocupa por buscar una balsa azul… — seсaló Abel Perdomo cuando se sentaron sobre cubierta a popa, a observar cómo la nave continuaba alejándose hacia el norte—. Ni siquiera las patrulleras francesas lograron descubrirnos nunca. El color del mar emborracha y acaba j por comérselo todo… — Le guiсó un ojo a Sebastián—. ¡Sube las liсas…! — pidió—. Ya que no navegamos, intentaremos al menos í pescar algo… — Luego pellizcó suavemente la mejilla de Aurelia—. ¡Anima esa cara, mujer…! ¿Qué prisa tenemos…? América siempre estará en el mismo sitio…

Utilizando de carnada las entraсas de los peces voladores y trozos, de pulpo seco izaron a bordo un «dorado» que les sirvió a su vez para cebar nuevos anzuelos y entretenerse hasta la hora del almuerzo, que resultó exquisito y abundante a base de pescado muy fresco y recién frito en el pequeсo «Primus» de petróleo.

Luego, tras la siesta, Asdrúbal, que había quedado de guardia, < seсaló de nuevo la presencia de la lancha que regresaba del Norte y cruzaba velozmente a unas seis millas de la proa rumbo al Sudoeste.

— ¡Es bueno que corra tanto! — indicó Abel Perdomo observándola con atención—. Eso la obliga a saltar sobre las olas, cabecea, y nadie que mire a través de unos prismáticos puede fijar la atención… — Seсaló con el dedo hacia adelante—. Tendría que quedarse ahí, al pairo, buscándonos, y aun así tardaría horas en distinguirnos… — Sonrió como para sí mismo—. Ese es el problema de la gente de tierra adentro que se mete en el mar: «Van», por el mar…; lo cruzan lo más aprisa que pueden, pero nunca aprenden a estar en él, ni a vivir de él… — Guardó silencio observando cómo el navío continuaba alejándose, y al fin se puso en pie lanzando un hondo suspiro—. ¡Bien! — exclamó—. No creo que vuelva por aquí esta tarde… Ahora viene la parte más pesada…: poner de nuevo este barco en movimiento.

— ¿Hacia dónde piensas dirigirte…? — quiso saber Sebastián.

— América sigue estando al Oeste…

— Ellos también lo saben… Y nos seguirán buscando hacia el Oeste…

— ¡Se cansarán…!

— ¿Cuándo…? Nunca podremos saberlo…

Su padre le miró muy serio, tratando de adivinar qué era lo que estaba tratando de decirle:

— ¿Tienes alguna idea mejor…? — quiso saber al fin.

— Los vientos «Alisios» soplan hacia el Sudoeste… — seсaló Sebastián—. Y hacia allí nos lleva también la corriente… Es la ruta lógica: de aquí a las islas de Cabo Verde, para coger luego la Corriente Ecuatorial del Norte que con los «Alisios» nos empujan directamente a las costas de Venezuela o las Antillas… Si seguimos ese rumbo, nos esperarán y pronto o tarde acabarán por sorprendernos, porque si tenemos que repetir esto de hoy todos los días, no llegaríamos jamás.

— ¿Entonces…?

— Lo mejor sería salimos de esa ruta… Ir hacia el Noroeste. Allí nunca se les ocurriría buscarnos…

— ¡Al Noroeste! — Abel Perdomo agitó la cabeza como desechando una idea peligrosa…!

— Escucha, hijo, al Noroeste no hay viento… Si nos apartamos de la ruta de los «Alisios» corremos el riesgo de caer en las calmas…

— Lo sé… —admitió Sebastián—. Pero siempre es preferible la calma a Damián Centeno… Has dicho que somos gente de mar y sabremos sobrevivir en el mar aun con las grandes calmas… No tenemos prisa: algún día llegaremos… Nuestro único problema será el agua, pero pronto o tarde lloverá…

— ¿Y si no llueve?

— Lloverá.

— He visto pasar aсos sin llover.

— En Lanzarote; no en el mar… — Sebastián parecía absolutamente seguro de sí mismo—. Estamos acostumbrados a no usar agua… Será tan sólo cuestión de un par de meses…

— ¡Un par de meses…! — se horrorizó Aurelia girando la vista en torno suyo como si le resultara inconcebible la idea de que tenía que permanecer ese tiempo en tan mínimo espacio—. ¡Nunca imaginé que podía ser tan largo!

— América está muy lejos, madre — le recordó Sebastián—. Y este barco ya hace bastante con mantenerse a flote… No se le puede pedir que, además, corra… — Se volvió a Abel—. ¿Cuál es el rumbo, entonces?

— Déjame pensarlo… — pidió—. Ahora lo que importa es echar fuera el agua y alzar los palos antes de que caiga la noche. ¡Andando!

Fue dura la tarea; agotadora en realidad, pues las bombas de achique estaban viejas y herrumbrosas y exigían el máximo esfuerzo de unos brazos que acababan por quedar como dormidos de tanto subir y bajar rítmicamente.

Centímetro a centímetro, ayudándose con cubos que Yaiza y Aurelia sacaban también desde cubierta, la goleta comenzó a recuperar su línea de flotación y las descoloridas lonas azules, la mitad hechas jirones, regresaron a su vez al camaranchón de proa.

El sol comenzaba a ganar velocidad tratando de ocultarse en el horizonte y no se advertía rastro alguno de la lancha en cuanto alcanzaba la vista, cuando decidieron alzar los palos nuevamente, y al concluir tuvieron que dejarse caer sobre cubierta intentando recuperar las fuerzas perdidas.

— ¿Tendremos que repetir esto cada día…? — quiso saber Yaiza cuando se sintió capaz de respirar normalmente.

— Siempre que ese dichoso barco ronde por aquí —admitió su padre—. Un palo puede destacar sobre un horizonte limpio y no pienso correr riesgos…

— ¡No lo soportaremos…! — replicó convencida la muchacha—. No lo soportaremos — repitió—. ¿Cuánto pesan esos malditos palos?

Su padre se encogió de hombros y sonrió:

— No lo sé, pero lo mismo pesaban cuando entre tu abuelo y yo teníamos que ponerlos o quitarlos todos los días, y no por salvar la vida, sino tan sólo por conseguir unas cuantas langostas… — Le revolvió el cabello con afecto—. Es cierto eso que dicen siempre los] ancianos: Las nuevas generaciones nacen mucho más débiles…: ¡Andando…! — ordenó—. Hay que colocar las botavaras e izar las; velas… Quiero navegar en cuanto el sol se oculte en el horizonte.

— ¿Hacia dónde?

Abel Perdomo se volvió a su hijo Sebastián, que era quien había hecho la pregunta. Meditó unos instantes, y al fin hizo un leve gesto' de asentimiento con la cabeza.

— Hacia el Noroeste — replicó—. Cualquier cosa es mejor que la posibilidad de tropezar con Damián Centeno…

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