Damián Centeno no experimentó el menor interés por subir hasta Caracas cuando le informaron que tardaría casi tres horas en llegar a la capital cruzando una agreste cadena de montaсas cortadas por terroríficos precipicios, entre los que se abría paso una sinuosa y endiablada carretera cuyas infinitas curvas nadie había sido capaz de contar sin marearse.

Ya había tenido bastante mareo con el mar, y lo que en verdad le interesaba no lo encontraría nunca en Caracas, sino en el caliente, sucio y ruidoso puerto de La Guaira, en el que un bochornoso mediodía atracó el „Montserrat“ tras una monótona travesía desesperante.

Buscó un hotel discreto a no más de tres calles de la entrada a los muelles, pasó el resto del día haciéndose a la idea de que se encontraba en el trópico, y que aquella ardiente humedad que le obligaba a sudar a mares le acompaсaría a todas partes, durmió mal a causa del calor y del ruido de un tráfico ensordecedor, y a la maсana siguiente, muy temprano, se presentó en las Oficinas del Puerto.

Lo primero que hizo fue colocar dos billetes de veinte bolívares ante el empleado, que había abandonado de mala gana la lectura de su periódico al otro lado del mostrador para acudir a atenderle:

— Necesito información sobre un barco… — dijo.

El empleado, que se había guardado los cuarenta bolívares en el bolsillo de la camisa con absoluta naturalidad, pareció dispuesto a mostrar un mayor interés por su tarea.

— ¿Qué clase de barco? — quiso saber.

— Un barco pequeсo… Un pesquero… El „Isla de Lobos“… Mi familia viene en él.

— ¿De dónde?

— De Lanzarote, en las Islas Canarias… Son emigrantes…

— ¿Cuándo zarparon…?

— El veintidós de agosto…

El hombre, un mulato de rostro afilado del que destacaba enormemente una gran nariz de patata, dejó escapar un silbido de admiración.

— ¿Es que vienen a remo…?

— A veía…

— Como sonarme, ese barco no me suena… — admitió el otro—. Pero si espera un poco consulto las listas…

Desapareció en el cuartucho vecino y a los pocos instantes regresó con un grueso fajo de papeles que comenzó a repasar rápidamente corriendo el dedo a lo largo de las páginas:

— „Isla Blanca“… „Isla de la Sal“… „Isla de Borneo“… — concluyó de leer y negó con la cabeza—. No; lo siento, hermano, aquí no aparece ningún „Isla de Lobos“… ¿Está seguro de que su destino era La Guaira?

— Eso dijeron…

— Tal vez cambiaron de idea… O tal vez los vientos lo llevaron a otro puerto… Aquí, desde luego, no está registrado…

— ¿Habría forma de que me avisaran si llega, o saber si ha recalado en otro puerto…?

— Eso depende… — fue la imprecisa respuesta.

— ¿Ayudarían quinientos bolívares…?

— ¡Ya lo creo que ayudarían…! — exclamó el mulato alborozado—. Por quinientos „bolos“ le hago una averiguación en todos los puertos de la costa… ¿Dónde puedo avisarle…?

Damián Centeno dejó un billete de cincuenta bolívares sobre el mostrador e hizo un gesto de despedida con la mano:

— En un par de días volveré por aquí… Esto para los gastos. ¿De acuerdo…?

Salió de nuevo al húmedo calor, satisfecho de su primera gestión y convencido de que el mulato de la nariz de porra removería cielo y tierra para averiguar si el „Isla de Lobos“ había llegado a las costas venezolanas.

América era muy grande y lo sabía, pero había llegado a la conclusión de que Venezuela era el destino lógico de los Perdomo „Maradentro“, ya que en la mayoría de las islas del Caribe no se hablaba espaсol y una familia de pescadores lanzaroteсos difícilmente se establecería en un lugar del que no conocieran el idioma. Además, y por tradición de siglos, Venezuela había constituido desde siempre el sueсo dorado de aquellos emigrantes canarios que, como los Perdomo „Maradentro“, deseaban iniciar una nueva vida en el Continente.

Damián Centeno había decidido por tanto que su centro de operaciones fuera el puerto de La Guaira, pero como la ciudad en sí, con su ruido, su calor y su exceso de gente le agobiaba, esa misma tarde alquiló un enorme automóvil verde y se lanzó a la aventura de recorrer las playas vecinas, hasta que a no más de veinte minutos de camino, y en un minúsculo villorrio de pescadores del que le gustó especialmente el nombre, Macuto, encontró lo que buscaba.

Era una pequeсa casa de madera pintada de un rosa chillón y llamativo, abierta al mar y al viento a través de enormes ventanales cubiertos por una fina tela metálica y circundada por un espeso palmeral cuyos cocos caían intermitentemente y con un sordo“ retumbar sobre el tejado.

El vecino más próximo se encontraba a quinientos metros de distancia, pero a pesar de ello la casa contaba con luz eléctrica, una magnífica nevera, grandes ventiladores que giraban en el techo y una potente radio de la que surgía a todas horas una música caliente y obsesiva.

Le atrajo sobre todo el olor del lugar; un aroma denso, profundo, casi pegajoso, mezcla de humedad de tierra selvática recién empapada por la lluvia, yodo marino, vegetación descompuesta, brea y pintura; un conjunto chocante que producía de inmediato la sensación de cosa viva y palpitante, nueva para él y embriagadora. Era un olor a trópico, a jungla, a mar distinto; un mar más cálido y activo, más sonoro que cuantos había escuchado hasta el presente, porque grandes olas que se formaban muy cerca de la costa crecían desmesuradamente como si las estuvieran hinchando desde abajo y se desplomaban luego sobre la arena con un sordo estampido.

Se sintió desde el primer momento fascinado por el lugar, tal vez porque en él concurrían, juntándose hasta casi fundirse, dos mundos contrapuestos: el mar, en el que nunca se supo a sus anchas, y la selva, que jamás hasta ese momento había pisado, pero que siempre atrajo vivamente su interés.

Era como el comienzo de una nueva forma de vida y le produjo un extraсo placer balancearse esa noche en una vieja mecedora observando las olas» que parecían nacer como fantasmas de las tinieblas para lanzarse luego con un largo y bronco susurro arena arriba y desaparecer de improviso devoradas por la oscuridad.

Tímidas luces de pescadores parpadeaban a dos o tres millas de la costa, el canto de los grillos se había adueсado por completo de la selva a sus espaldas, y tan sólo el croar violento y acompasado de millares de diminutas ranas les hacían la competencia, así como la caída de los cocos sobre el tejado por el que rodaban para precipitarse luego a la blanca arena.

Había comprado en La Guaira una caja de largos y magníficos habanos, y fumó despacio paladeándolos junto a un gran vaso de ron fuerte y aromático, con lo que se sintió perfectamente a gusto y en paz consigo mismo, convencido de que había encontrado el lugar idóneo para pasar desapercibido y meditar con calma sobre la forma en que acabaría con los Perdomo «Maradentro».

El administrador de la casa, un negro enorme y grasiento que no parecía interesado más que por cobrar cuanto antes y largarse, le firmó un recibo de alquiler sin preguntarle ni tan siquiera el nombre, comentó que lo encontraría siempre en su taberna y desapareció rápidamente tras dejarle un juego de llaves y recomendarle que no se fiase de aquel mar, porque la resaca lo arrastraría hacia fuera ™y serviría de merienda a los tiburones antes de que tuvieran tiempo de mandar una barca en su ayuda.

— Lo que sí hay es buena pesca — concluyó—. Y en el cuarto de atrás encontrará caсas y aparejos.

Damián Centeno nunca había dispuesto de una casa dado que su vida había transcurrido entre campamentos, cuarteles y pensiones, sin contar los aсos que pasara entre rejas en un castillo, y la sensación de poder pasar de una habitación a otra, salir al porche o freírse un huevo en la cocina sabiéndose completamente a solas le producía un placer casi voluptuoso, preguntándose qué hubiera dicho Justo Garriga de haberle visto columpiarse semidesnudo en la chirriante mecedora del porche a la sombra de susurrantes cocoteros agitados por el viento.

— Creería que me he vuelto loco — admitió sonriendo—. Completamente loco, aunque lo cierto es que jamás me he sentido tan cuerdo como ahora…

Le agradaba pensar esporádicamente en Justo Garriga, ya que era el único amigo que había tenido en su vida, aunque no lo echaba de menos porque — como el alicantino dijera la última noche que pasaron juntos— ambos eran lobos solitarios y no hubiera deseado compartir con nadie aquellos días pescando, baсándose en la orilla, dando largos paseos por la playa vacía y meciéndose en el porche entre puros y ron, antes de regresar a la oficina del mulato de la nariz porruda.

— ¡Ni rastro…! — comentó el hombre con manifiesta contrariedad al verle aparecer—. He consultado a todos los puertos de la costa y nadie sabe nada de ese barco… ¿Está seguro del nombre…?

— Completamente.

— Pues me he gastado una fortuna en telegramas… — Sacó de un cajón un montón de papeles—. Aquí están los recibos…

Damián Centeno les echó un vistazo; sumó la cantidad y colocó exactamente el doble sobre el mostrador.

— Siga buscando… — pidió—. La oferta continúa en pie.

Abandonó los muelles, subió a su automóvil y se encaminó al cercano aeropuerto de Maiquetia, donde se informó de los vuelos a Barbados, Martinica, Guadalupe y Trinidad.

— Esta tarde tiene uno a Martinica… — le respondió una preciosa muchacha de cabello rojizo y rostro salpicado de pecas—. Allí encontrará conexión para las otras islas…

Mientras permanecía apoltronado en una cómoda butaca contemplando por la ventanilla el azul del Caribe que nacía a pocos metros de la pista, y escuchando cómo los motores rugían al máximo a la espera de que el piloto soltara los frenos y se lanzaran a correr locamente para elevarse luego sobre el mar, evocó aquellos lentos y ruidosos «Junkers» en los que los alemanes los trasladaban urgentemente al frente ruso apretujados en bancos de hierro adosados a todo lo largo del avión, temblando de frío y sin otro paisaje bajo ellos que una desesperante extensión de hielo y nieve que únicamente Justo y él fueron capaces de recorrer a pie, de vuelta a casa.

El resto de aquellos con los que había compartido cientos de horas de lucha y fatigas durante largos aсos de guerra habían quedado tendidos para siempre sobre la estepa, y aún le asaltaba en ocasiones la sensación de que el tiempo vivido desde entonces había sido un regalo que le hicieron los dioses, pues en buena lógica sus posibilidades de salir con bien de aquella absurda aventura habían sido de una entre mil.

Con frecuencia sospechaba que el destino le había elegido como ejemplo del superviviente nato: de hombre condenado a vivir y seguir viviendo a todo trance mientras a su alrededor los demás iban cayendo como hojas barridas por el viento de otoсo, porque solo él había sabido mantenerse, aferrado con uсas y dientes a la rama de la vida, indiferente al hecho de que fuera la brisa o el huracán el que soplara, respetado por la muerte que desviaba los cuchillos, bombas o balas que únicamente habían conseguido dejar cicatrices en su cuerpo y recuerdos en su mente.

«Más vidas que un gato», habían dicho siempre de él en el Tercio, sabiendo como sabían que el sargento Centeno era de los que jamás escurrían el bulto y tal vez fuera el hombre que más veces había combatido en primera línea a todo lo largo del presente siglo.

Había nacido casi al mismo tiempo que ese siglo, pronto cumpliría, por tanto, cincuenta aсos y allí estaba, todavía en la lucha, sobrevolando un mar azul y transparente que nunca esperó conocer, a la búsqueda una vez más de enemigos a quien matar, con la única diferencia de que en esta ocasión no se trataba de cabileсos rebeldes, «rojos» espaсoles, partisanos franceses o rusos y polacos contra los que le enviaban a pelear a ciegas, sino que se trataba de sus propios y personales enemigos; aquellos que merecían morir más que ningún otro.

Damián Centeno había olvidado ya las motivaciones de la mayoría de las guerras en las que había combatido, pero sabía que jamás, por aсos que pasaran, podría olvidar las razones por las que ahora iba a matar: se trataba, pura y llanamente, de su futuro y su felicidad.

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