Imeldo Cambreleng llevaba camino de convertirse en enterrador, pero en un confuso momento de su vida el destino había efectuado un caprichoso viraje y lo había transformado en «cambullonero».

Su enorme cabeza casi calva de dispersos mechones de un cabello ralo que obligaba a pensar de inmediato en alguna sucia enfermedad inconfesable se prolongaba hacia abajo en un rostro de inmensos ojos miopes y sobresalientes pómulos, que unidos a su hundida barbilla y su larga nariz porruna le daban el aspecto de un acechante buitre de pico dilatado.

Vestía siempre de negro, sorbía por la nariz a cada instante, y apestaba a pies y a sudor rancio a tal distancia, que invitaba a suponer que de su frustrada vocación de sepulturero debía de haberle quedado algún trozo de cadáver hediondo en los bolsillos.

Era cosa sabida en el ambiente de los puertos que los tratos con Imeldo Cambreleng se solucionaban al instante; en primer lugar porque era hombre de decisiones rápidas que hacía siempre honor a sus acuerdos, y segundo y principal, porque nadie era capaz de soportar su presencia y su olor por largo tiempo.

— ¿Qué clase de barco? — quiso saber.

— El más rápido y el de mayor autonomía… Si tiene radar mejor…

— Ninguno de los barcos que trabaja la zona tiene radar… El «Mandrágora» lo traía de origen, pero se le jodió hace tiempo… Era una lancha rápida en la guerra y quizás el barco que le conviene… ¿Cuál es la carga?

Damián Centeno mantuvo su copa cerca de la boca, más por aspirar el ron y olvidar así unos instantes el tufo de su interlocutor que por ansia de beber y negó con un gesto:

— No hay carga.

— ¿No hay carga…? — Imeldo Cambreleng sorbió por tres veces con inusitada rapidez, seсal inequívoca de que había logrado sorprenderle porque se diría que el goteo de su nariz reflejaba fielmente sus estados de ánimo—. No hay carga… — repitió—. ¿Entonces para qué quiere un barco?

— Para buscar a otro.

— ¿Para buscar a otro…? — Sabía que aquella costumbre de repetir lo que le decían no lograría nunca quitársela de encima—. Explíqueme la cosa.

Damián Centeno se lo explicó a su modo, aunque silenciando desde luego el hecho de que su intención era prenderle fuego al «Isla de Lobos» y acabar de una vez por todas con aquella maldita familia que se había permitido el lujo de tomarle el pelo como no lo había hecho nadie hasta ese instante.

— ¿Cuándo salió ese barco…? — quiso saber el «cambullonero».

— Anteayer por la maсana.

— Anteayer… ¿Y dice que va a vela?

— A vela… Es una vieja goleta muy pesada… Tardó horas en perderse de vista…

— ¿Qué piensa hacer si atrapa al muchacho…?

— Entregárselo a la Guardia Civil para que pague por su crimen…

— No me gusta la Guardia Civil.

— A mí tampoco.

— A usted tampoco… ¡Bien! No es cosa mía… Yo por mil duros le pongo en contacto con el patrón del «Mandrágora»… Lo que él le cobre o lo que piense de la Guardia Civil es cosa suya…

— ¿Dónde está el «Mandrágora»?

El frustrado sepulturero consultó su reloj e hizo un rápido cálculo mental.

— En estos momentos al pairo, a unas quince millas de la costa… Hablaré por radio con él dentro de un par de horas para indicarle el punto en que deben desembarcar la mercancía… — Sorbió repetidas veces—. Si el patrón está de acuerdo, vendré a buscarle aquí mismo a media noche… Lleve tan sólo lo más imprescindible…

— Viene un hombre conmigo.

— ¿Quién?

— Mi lugarteniente… Mi segundo… Llámelo como quiera, pero viene…

Cambreleng se acarició la calva arrancándose de paso un par de cabellos del más poblado de sus mechones y pareció estudiar a fondo a su interlocutor como si tratase de averiguar sus verdaderas intenciones.

Por último se encogió de hombros:

— De acuerdo… — dijo—. Pero no trate de jugarme una mala pasada… Pierde el tiempo. A la menor sospecha, el barco «sale de. naja» y le advierto que ni el más rápido guardacostas puede verle la \ popa.

Damián Centeno le miró de hito en hito e inquirió:

— ¿Tengo aspecto de policía…? ¿O de aduanero…? — Negó con la; cabeza como si él mismo estuviera absolutamente convencido de j que resultaba de todo punto absurdo—. Consígame ese barco y se habrá ganado los cinco mil duros más cómodos de su vida.

El otro pareció compartir esa idea, porque extendiendo la mano tomó un sobado portafolios de cuero y extrajo un maltratado mapa]

del Archipiélago cubierto de tantas marcas y anotaciones que lo convertían en un auténtico jeroglífico.

— ¿A qué hora dice que zarpó ese velero de Lanzarote?

— Al amanecer.

— ¿Y qué velocidad desarrollará…? ¿Tres nudos…?

— Puede que menos, aunque no sé mucho sobre la velocidad de un barco.

— ¡Bien! Digamos de tres a cuatro nudos… — Sacó una punta de lápiz y efectuó unos rápidos cálculos en un esquina del mapa—. ¡Veamos…! Si como usted dice llevan a bordo a un asesino, lo lógico es que no se arriesguen a cruzar entre las islas… — Marcó una línea imaginaria y al fin trazó un amplio círculo—. Lo más probable es que a estas horas se encuentre aquí: en algún lugar al norte de La Palma…

— ¿Cuánto tardaría ese barco suyo en llegar allí?

— ¿El «Mandrágora»? ¡Qué más quisiera yo que fuera mío…! No lo sé, pero apretando fuerte supongo que de seis a ocho horas… Si no hay marejada vuela sobre el agua… ¡Da gusto verle!

Damián Centeno metió la mano en el bolsillo de su camisa, y colocó unos billetes sobre la mesa:

— ¡Aquí hay mil pesetas! — dijo—. Para que vea que hablo en serio y ponga interés en convencer al patrón… Y ahora soy yo el que le avisa: ¡No trate de hacerme una jugada!

Imeldo Cambreleng se apoderó del dinero con la misma rapidez con que un ave rapaz hubiera engullido una lagartija, y se puso en pie doblando nuevamente su conchambroso mapa.

— Vuelva aquí a media noche, y deje el resto de mi cuenta… — seсaló—. Los de mi profesión no tenemos más capital que la palabra… Cuando hacemos un trato lo cumplimos o se acabó el negocio, porque como aquí no hay papeles, ni contratos, ni abogados, ni leyes, una vez que has fallado, nadie te dará nunca otra oportunidad… — Sorbió de nuevo y sonrió—. Lo que sí pueden darte, es un tiro en la nuca…

Se fue, dejando a su paso una pesada hediondez a pies sudados, y Damián Centeno tuvo que volver sin disimulo el rostro lanzando un resoplido porque la fetidez le había golpeado de pleno en las narices.

Aguardó unos instantes casi con el único fin de reponerse y recuperar el aliento, y dejando unas monedas sobre la mesa, salió a la calle y aspiró profundamente un olor a muelle, gasoil y brea que llegó a antojársele incluso refrescante. Luego paseó sin prisa hasta el Bar Atlántico, frente al mar y la entrada del puerto, y se reunió con Justo Garriga, que le aguardaba leyendo un periódico deportivo.

— Creo que esta noche tendremos barco… — dijo—. Un tipo que huele tan mal tiene que ser de confianza o ya alguien le habría pegado siete tiros… ¿Lograste averiguar lo que querías…?

— La calle Miraflores… Por allí… A cuatro o cinco manzanas… Toda la calle es de putas, pero me han recomendado la «Casa de la Húngara»… Parece que es la única en la que no se cogen purgaciones…

Echaron a andar sin prisas y mientras ascendían por la ancha plaza Candelaria, Damián Centeno, que observaba a las parejas que a aquellas horas de la tarde tomaban un refresco en la Terraza del Cafe Cuatro Naciones, inquirió de improviso:

— ¿Te has acostado alguna vez con una mujer que no sea puta?

— ¿Pero es que existen…? — Justo Garriga rió su propia gracia—. Sí… —admitió—. Supongo que sí… Cuando entramos en Madrid conocí una muchacha. A su novio lo habían fusilado y a ella le habían dado tanto aceite de ricino que en cuanto caminaba cien metros se cagaba… No era bonita, pero parecía una niсa asustada esperando siempre que alguien le diera tres bofetadas… Me dio pena…

Damián Centeno le miró de reojo, incrédulo:

— ¿A ti?

Rió de nuevo, divertido:

— ¿No creerá que siempre fui un hijo de puta? — replicó—. Hubo un tiempo en que incluso ayudaba a los ciegos a cruzar la calle… — Chasqueó la lengua con aire de fastidio—. Aunque la verdad es que nunca conseguí que un camión aplastara a ninguno…

— Una vez me salvaste la vida…

— Es que usted no era ciego, y pensé que algún día podía devolverme el favor…

Avanzaban sin prisas por la calle Cruz Verde, deteniéndose de tanto en tanto a contemplar los escaparates de las tiendas o ver pasar muchachas, como dos viejos amigos que no tuvieran otra preocupación en esta vida que irse de putas en una tranquila tarde de verano.

— ¿Qué opinas de este asunto? — quiso saber Damián Centeno—. ¿Crees que se han burlado de nosotros?

— En absoluto… — replicó Justo Garriga convencido—. ¿Qué otra cosa podíamos hacer…? ¿Matar a alguien para que la Guardia Civil acudiera de inmediato? ¿Seguirles cuando zarpaban de noche en su maldito barco silencioso…? Por más vueltas que le doy no encuentro otro camino, y me alegra haberles sacado de su isla y que ahora estén todos juntos… Ya es sólo cuestión de caer sobre ellos.

— ¡Ese Océano es muy grande!

— Lo sé… Y muy profundo… Pero acabaremos por encontrarlos… — Hizo un gesto a cuanto les rodeaba—. Mire a su alrededor… Aquí hay calles y automóviles, y ruido y luz eléctrica… Es el mundo que conocemos y en el que sabemos desenvolvernos, muy distinto de aquella maldita Playa Blanca, sus camellos, su silencio y sus gentes… ¡Ya todo ha cambiado…!

— No me gusta el mar… ¡Nunca me ha gustado…! — sentenció amargamente Damián Centeno—. Mientras sigan en el mar continúan estando en su elemento…

— No sea tonto… — le recriminó el otro—. ¿Qué puede hacer una vieja goleta desvencijada frente a una moderna lancha rápida? Los cogeremos.

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