Con la primera luz del día hizo su aparición en el horizonte la alta línea oscura de la costa. Una larga cadena de montaсas se recortaba contra el azul muy pálido del cielo, y Sebastián, que manejaba el timón, supuso desde el primer momento que el mayor de los picachos tenía que ser el Monte Avila, más allá del cual se extendía el largo Valle de Caracas.

— ¡América…! — musitó y le supo bien la palabra en la boca, como si la isla de donde venían, aquella Guadalupe poblada de franceses a los que no lograra entender apenas, no hubiera sido en realidad América también. La América auténtica; aquella con la que él venía soсando desde tanto tiempo atrás, era únicamente la verde y alta costa de Tierra Firme; el inmenso y en parte aún semisalvaje Continente en el que todos los asesinos de este mundo perderían su rastro.

El viaje desde Basse-Terre había sido largo; largo y pesado luchando con aquella embarcación renuente y descastada, pero a pesar de la maldita balandra y de cuantos impedimentos les había puesto en cada milla de travesía, allí estaban al fin a la vista de un Nuevo Mundo en que habrían de iniciar una nueva vida, y a trancas y barrancas, aunque fuera a patadas, conseguiría que la «Graciela» los llevara a buen puerto.

¿Y luego?

Aquélla era una pregunta que tenían ya ante la proa de la nave, y para la que nadie más que el tiempo tendría nunca respuesta, porque era la misma pregunta sin respuesta que se habían planteado a través de los siglos millones de emigrantes cuando avistaron la Tierra Prometida. Si tantos de ellos habían logrado triunfar sacando adelante a su familia, Sebastián Perdomo tenía la certeza de que él también lo conseguiría.

— ¡Tan sólo una cosa necesito! — se dijo—. Que Yaiza pierda el «DON» y deje de complicarnos la existencia.

Pero le constaba que eso nunca ocurriría; que fueran donde fueran e hicieran lo que hicieran, su hermana continuaría siendo un ser excepcional que atraería a los peces, amansaría a las bestias, aliviaría a los enfermos y agradaría a los muertos.

Y que enloquecería cada vez más a los hombres.

Por qué se había empeсado el Creador en conceder tanto a una sola criatura para que, en conjunto, tales dones se convirtiesen en una maldición era algo que Sebastián Perdomo nunca entendería, pero resultaba a todas luces evidente que aquél era el destino reservado a su hermana, y entre los «Maradentro» lo que afectaba a uno de los miembros de la familia afectaba también a los restantes.

Sabía que a donde quiera que fueran, y por mucho que se escondieran de Damián Centeno, siempre tendrían que arrastrar con ellos la indescriptible hermosura y el aire de misterio de la menor de la estirpe, y que aquello significaría tanto como ir por el mundo haciendo sonar una bolsa de monedas que despertaba el ansia de posesión de cuantos la conocieran.

Advirtió que Asdrúbal, que había dormido arrebujado en una manta sobre cubierta, abría los ojos y le miraba, y con un ademán de la cabeza seсaló hacia adelante: a la línea de tierra. Su hermano hizo un afirmativo gesto con la cabeza, pero continuó inmóvil, recostada la espalda contra el tambucho, observando el mar y la agreste silueta de la costa de un verde lujuriante.

Navegaban sin prisas, empujados por un viento fresco que entraba por la amura de babor y parecía ser el único capaz de conferirle algún impulso aprovechable a aquella carraca desganada que cabeceaba y se balanceaba como un borracho vagabundo que no tuviera ni la menor idea de hacia dónde se encaminaba, y al poco hizo su aparición Aurelia portando dos cazos con café y un poco de queso que sus hijos consumieron con apetito mientras ella se hacía momentáneamente cargo del timón.

— ¿Y Yaiza…? — quiso saber Sebastián.

— Creo que no ha dormido bien — replicó su madre—. La he sentido agitarse constantemente, y no sé si será por lo mal que huele abajo, o por culpa de una de sus pesadillas… — Seсaló hacia adelante—. ¿A qué hora llegaremos…?

Asdrúbal, que se había puesto en pie aunque continuaba arrebujado en la manta, se encogió de hombros:

— Con este trasto nunca se sabe… — comentó—. De repente echa a correr y se pone en los seis nudos sin razón alguna, pero de improviso se diría que alguien le está agarrando por los fondillos y le impide moverse… ¡Es el barco más loco que he conocido nunca…!

— ¿Echas de menos el «Isla de Lobos»?

— ¿Y tú no…? Aquél no era un barco… A veces se diría que sentía y pensaba como un ser humano… Era capaz de cantar cuando estaba contento, de reír con los delfines e incluso llorar como un niсo. Cuando el abuelo murió, pasó meses tan abatido como un perro que hubiera perdido a su amo.

— Por lo menos le hará compaсía a vuestro padre allí donde se encuentre.

Sebastián colocó una mano sobre la de Aurelia, que empuсaba con firmeza el timón, y los tres quedaron en silencio, asaltados una vez más por el recuerdo del hombre que había sacrificado su vida por salvarlos… Si estaban allí y las costas de Venezuela se iban aproximando metro a metro permitiéndoles percibir cada vez con mayor nitidez sus contornos, era únicamente porque él lo había ofrecido todo para que así fuera, y eso era algo que jamás podrían olvidar.

La silenciosa evocación duró hasta que la incomparable figura de Yaiza hizo su aparición sobre cubierta, y aspirando a fondo el salado aire marino como si quisiera expulsar de sus pulmones el hedor de la cámara, observó con detenimiento la agreste cadena montaсosa que se abría ante la proa de la balandra. Luego se aproximó a su madre y sus hermanos y les besó uno por uno:

— ¡Buenos días! — dijo—. Parece que al fin hemos llegado.

—Únicamente a Venezuela… — le hizo notar Sebastián—. Y ése es sólo el comienzo… Tendremos que alejarnos de aquí si pretendemos que Damián Centeno no pueda encontrar nunca nuestro rastro.

La hermosa cabeza de la muchacha se agitó muy despacio, negando con firmeza, mientras a sus enormes ojos verdes asomaba aquélla extraсa luz que los suyos tanto conocían.

— ¡No…! — murmuró con voz ronca—. Ya no será necesario continuar huyendo…

Su madre y sus hermanos la observaron con fijeza y aguardaron. Al fin, casi avergonzada de sí misma, Yaiza Perdomo aсadió con un susurro:

— Damián Centeno vino anoche a verme y está muerto.

La balandra pareció dar un brusco salto hacia adelante, y las costas de Venezuela se aproximaron de improviso como si una mano gigantesca las hubiese trasladado mágicamente hacia la proa.

El mar, que ya no era Océano, se mostraba más tranquilo que nunca; verde, transparente y luminoso.


Lanzarote, enero de 1984.


Libro segundo:

YAIZA

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