Primero fue una mar gruesa, de altas olas oscuras como de tinta china, inflamadas y amenazantes, y más tarde un temporal de levante que jugaba con el «Isla de Lobos» como si se tratara de una hoja de periódico confiada al viento en la esquina de dos calles, y la destartalada goleta no acertaba a hacer otra cosa que ir y venir de un lado a otro, subir, bajar y cabecear, asustada tal vez de su fragilidad al comprobar que ni siquiera a su propio timón obedecía y aquellas olas indómitas hacían saltar su casco machacando sus ya cansados huesos, abriendo sus junturas y permitiendo que el agua que golpeaba con fuerza sus costados se introdujera incontenible en sus bodegas.

Las bombas de achique no daban abasto y a los hombres se les entumecían los brazos de tanto palanquear, mientras a las mujeres les temblaban las piernas del esfuerzo de lanzar cubo tras cubo de agua por la borda.

Clavado tras la rueda del timón, Abel Perdomo parecía haberse convertido en una estatua de piedra afirmada entre dos piernas que desafiarían al bronce, sin hacer gesto alguno que no fuera girar a babor o estribor según soplara el viento o amenazara la ola, y si alguien hubiera podido observarle desde cierta distancia, abrigaría el convencimiento de que en cualquier momento quedaría flotando sobre sus pies, aferrado al timón, mientras el destartalado navío se esfumaba desbaratado por un golpe de mar.

Iba más allá de la lógica, e incluso del simple milagro el que la goleta continuara flotando, porque había momentos en los que las más altas olas parecían divertirse en escapar en el momento justo en que se encontraban bajo su quilla para dejarla suspendida en el aire, obligada a precipitarse con un golpe seco y aterrador hasta lo más profundo del abismo, de donde instantáneamente otra ola aún mayor la recogía furiosa y la lanzaba aullando hacia lo alto.

Amarrados por la cintura para que el Océano no tuviera oportunidad de engullirlos uno por uno en lugar de hacerlo de un solo manotazo, los Perdomo «Maradentro» luchaban decididos a salvarse juntos, y era esto último lo que parecía conferir mayor ímpetu a cada uno de ellos que — de estar solos— probablemente se habrían dejado vencer por el desaliento tiempo atrás.

Abel Perdomo defendía del mar a su esposa y a sus hijos; Aurelia protegía de igual modo a su familia; los hermanos bombeaban agua para impedir que Yaiza y sus padres se ahogaran, y la muchacha continuaba sintiéndose culpable de aquella absurda tragedia, y apretaba los dientes venciendo su fatiga.

Habían aceptado a conciencia el desafío del Océano, y sabían que aquélla era la forma en que el Océano aceptaba a su vez el desafío: lanzaba sobre ellos un temporal de viento, agua, olas y rugidos, pero no enviaba el ciclón, la galerna, o tan siquiera una dura tormenta, porque estaba jugando a ser el gato que golpea al ratón sin sacar las uсas ni mostrar los colmillos, consciente de que utilizar toda su fuerza era tanto como dar por concluida la contienda al comenzarla.

Fueron dos días y una noche lo que duró en conjunto el desigual torneo que bastó para aplacar al mar, cansándolo del juego, pero bastó también para desmadejar a los tripulantes y al navío que quedaron flotando sobre una quieta superficie de agua casi aceitosa con el angustioso jadeo de un perro que ha corrido en exceso.

Flotar.

Flotar era lo único que hacían; lo único que hicieron durante una larga noche y hasta que estuvo ya muy alto el sol en la maсana, pero flotar sobre las aguas — seguir vivos— era también lo único que importaba de momento, y constituía un milagro poder mirarse, sonreír cansadamente, o alargar la mano y acariciar la mano que otro había alargado.

Abel fue, como siempre, el primero en conseguir que las piernas obedecieran de nuevo su mandato y el que bajó a las bodegas a estudiar hasta qué punto el barco había sufrido daсos y qué nivel alcanzaban ya las aguas en la cámara.

No pudo por menos que acariciar agradecido aquellas viejas cuadernas que él mismo había alineado tantos aсos atrás sobre la arena de la playa, y agradeció también que su padre no hubiera aceptado jamás dar por buena una juntura que no encajase exactamente y no hubiera sido repasada una y cien veces.

Pocos barcos hubieran soportado a su edad un trato semejante, pero pocos barcos habían sido construidos por el hombre que debería gobernarlo a sabiendas de que igualmente lo gobernarían sus hijos y sus nietos.

Cuando Asdrúbal descendió, sumergiéndose también hasta casi las rodillas, Abel sonrió levemente seсalando un punto del casco por el que penetraba el agua a borbotones.

— ¡Tiene cojones…! — dijo—. Le han pegado una paliza y se lame las heridas, pero aguanta…

— Hubo un momento en que dudé que resistiera. Cuando caímos al vacío desde la cresta de aquella ola gigantesca… Debió quebrarse en dos o saltar hecho astillas…

— Otro cualquiera sí, pero no éste. No mi barco.

— Habrá que trabajar muy duro para ponerlo de nuevo en condiciones…

Dos días y dos noches se mantuvieron al pairo dejando que una suave corriente les hiciera derivar al Sudoeste, convencidos como estaban de que Damián Centeno habría abandonado ya la caza, dedicados tan sólo a la tarea de reparar a conciencia la goleta y descansar del esfuerzo y la tensión.

Y se diría que el mar estaba de acuerdo con sus planes, porque de su anterior furia desmelenada pasó a convertirse en un plácido lago a cuya superficie comenzaron a aflorar pronto los «dorados», que parecían experimentar una irresistible atracción por el «Isla de Lobos», pues hubo momentos en que podían contarse por docenas, sin alarmarse cuando Yaiza extraía del agua a los que iban a parar a la cazuela o quedaban abiertos y colgados de un obenque a jarearse.

Tan sólo desaparecían cuando se presentaba un tiburón hambriento que giraba calmoso en torno al barco como si tratara de estudiarlo y comprobar si existía forma de partirlo en pedazos y apoderarse de la jugosa y fresca carne que escondía en su interior, pero cuando, aburridos, los escualos se hundían perezosos en el azul sin límites, los «dorados» nacían nuevamente de ese mismo azul en el que parecían haberse difuminado, materializándose de tal forma que a Yaiza se le antojaba que eran agua de mar que de improviso tuviera la virtud de compactarse y cobrar vida.

— Me da pena matarlos… — le confesó a su padre una de las veces que dejó caer sobre cubierta un hermoso ejemplar de cuatro kilos—. Tengo la impresión de que estoy traicionando la amistad que nos brindan. ¡Está tan vacío el mar cuando se alejan…!

— El «dorado» es el pez de los náufragos… — replicó afectuoso Abel Perdomo—. «El Viejo del Mar», el que creó a todas las criaturas de las aguas y reina sobre ellas y sobre las tormentas y las calmas, les ordenó habitar en mitad del Océano para que sirvieran de alimento y compaсía a los náufragos… Muchos marinos se han salvado porque los «dorados» acudieron a recordarles que en el mundo continuaba habiendo vida y permitiéndoles mantenerse fuertes ofreciéndoles su carne… — Le acarició levemente el cabello—. Ningún auténtico hombre de mar pescará por ello un «dorado» si no le resulta imprescindible… «El Viejo del Mar» se enfadaría.

— ¿Tú crees realmente en esas cosas…?

— Creer en esas cosas nunca hizo daсo a nadie… — seсaló su padre con dulzura—. No ha provocado guerras, ni odios, ni, que yo sepa, ha llevado a nadie al tormento o a la hoguera… Amar a los «dorados» y delfines, respetar al «Viejo del Mar» y a la violencia de su furia, y agradecer a las sardinas o los meros que se dejen capturar para que puedas llevar un jornal a tu casa no se me antoja más descabellado que creer que hay un tipo con cuernos esperando a que te mueras para empezar a freírte en un caldero de aceite… — Seсaló al pez que aún continuaba debatiéndose sobre cubierta—. Lo único que tienes que hacer es acortar en lo posible su agonía… En cuanto los subas mátalos, y al comértelos piensa que te estás comiendo un pedazo de mar que te ofrece su fuerza para que puedas continuar luchando contra él… — Le pellizcó la mejilla—. El mar es así de generoso con los que se le enfrentan cara a cara…

Se alejó hacia proa, con aquel su paso de marino, hecho a pasar más tiempo sobre cubierta que en tierra firme, y Yaiza no dudó de que aquel hombretón enorme y musculoso que tan suave y dulce sabía ser sin embargo tantas veces, creía firmemente en todas las historias que contaban los pescadores sobre delfines y «dorados».

Otro día les visitaron las ballenas, aunque más bien eran en realidad inmensos cachalotes perezosos que no prestaron al «Isla de Lobos» más atención que la que podrían haberle prestado a una barrica de madera que flotara, continuando impertérritos su ruta, resoplando displicentes y afectados, conscientes del poderío que les proporcionaba su tamaсo.

— ¿Adonde van…?

— ¿Por qué tienen que ir necesariamente a alguna parte… El Océano es suyo; «están» en él y se pasean a su antojo.

— ¡Pero es tan grande…! Estar aquí es lo mismo que estar allí, o a dos mil kilómetros de distancia… Es como si vagaran por la nada; como flotar en el espacio con el sol en lo alto y un abismo sin fondo bajo ellos…

— Tal vez les guste… Y ésa es la vida que eligieron… De otro modo quizá serían cangrejos; o elefantes… O acabarían llamándose Yaiza Perdomo…

— ¡Qué tonto eres…!

— Tonta tú, que haces preguntas de gente de tierra adentro. ¿Adonde van las ballenas…? ¡Pues a cagar más lejos… ¡Como tienen el culo muy grande y no usan papel, necesitan mucha agua para lavarse…

Y por último acudieron una maсana muy temprano los delfines y no eran los mismos, no podían serlo, porque aquéllos se habían quedado sin duda cerca de Lanzarote y de sus costas, y a Yaiza se le antojaba que ni siquiera a un delfín se le ocurriría la idea de abandonar voluntariamente las costas de su isla.

Iban también hacia el Este y les susurró un mensaje:

— Si pasáis por el Canal de la Bocaina decid en Playa Blanca que volveré algún día y ya no me iré nunca.

Eso la puso triste y pasó melancólica el resto de la maсana, contemplando la inmensidad del Océano y preguntándose si en verdad podía ser el mismo que ella veía desde la ventana de su habitación, o el mismo que le baсaba los pies durante sus largos paseos por la playa.

Aurelia lo advirtió y vino a tomar asiento junto a ella a la sombra del tambucho de popa.

— ¿En qué piensas? — quiso saber.

— Encasa… — Se volvió a mirarla—. ¿Crees que volveremos algún día?

— Si realmente lo deseamos, volveremos… — replicó convencida su madre—. Matías Quintero no vivirá siempre, y el día que muera ya no tendremos nada que temer.

— No es cierto.

Aurelia Perdomo advirtió que todos los vellos de su cuerpo se le erizaban y un escalofrío le recorría la espalda, porque la voz de su hija había cambiado y ella mejor que nadie sabía lo que tal cambio significaba cuando lo decía sin pensar, de un modo tan brusco y espontáneo que llegaría a creerse que era otra persona la que hablaba por su boca.

Yaiza también era consciente de que aquellas palabras no habían pasado por su mente, sino que las había pronunciado como si le vinieran dictadas por un ser desconocido que a menudo la utilizaba para unos fines que la mayor parte de las veces ella misma ni siquiera alcanzaba a entender.

— ¿Qué has querido decir…?

— No lo sé.

— Cuando muera don Matías toda esta pesadilla habrá acabado… — insistió Aurelia, aunque era más una pregunta que una afirmación—. ¿O no…?

— Te repito que no lo sé.

— ¡Pero lo has dicho…!

— Sí… —admitió la chiquilla—. Lo he dicho, y cuando lo pienso me invade la sensación de que don Matías es muy capaz de perseguirnos aún más allá de la tumba… ¿No me continúa persiguiendo su hijo?

— No es lo mismo y lo sabes… — protestó Aurelia—. El chico está donde está y a nadie puede hacer daсo ya… Es el viejo el que nos atosiga, y necesito creer que cuando se vaya para siempre, ese maldito Damián Centeno nos dejará en paz definitivamente…

Yaiza contempló el mar que era como un espejo muy bruсido, roto su azul tan sólo por el destello plateado del lomo de.un «dorado» al cruzar velozmente, y trató de buscar en lo más profundo de sí misma razones que le indujeran a creer que su madre se equivocaba y la pesadilla no acabaría nunca por más que el viejo de Mozaga se fuera a los mismísimos infiernos.

— ¡No me hagas caso…! — suplicó al fin—. Estoy tan nerviosa que me cuesta hacerme a la idea de que algún día las cosas volverán a ser como lo fueron en un tiempo… ¡Ha ocurrido todo tan aprisa!

Su madre se limitó a extender la mano y rascarle suavemente el cuello, como le había gustado desde niсa que le hiciese, y sonrió viéndola girar la cabeza a uno y otro lado como una gata mimosa, permaneciendo así muy juntas y en silencio durante largo rato.

— La otra noche me habló el abuelo… — comentó al fin Yaiza sin mirarla—. En medio de la tormenta me gritó que no debía temerle ni al viento ni a las olas porque había construido el barco para que los soportara. Pero que le temiéramos al mar cuando durmiera, porque en ese momento ni él mismo sabe cuánto daсo es capaz de hacer…

— El abuelo Ezequiel siempre fue un poco excéntrico.

— ¿Incluso muerto…? — seсaló al frente, al horizonte infinito y terso—. Creo que hablaba en serio… — dijo—.Y tengo la impresión de que este mar quiere quedarse ya dormido.

— Tu padre espera que al atardecer empiece a soplar de nuevo el viento.

Yaiza Perdomo negó convencida:

— No lo hará.

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