En un principio la noticia...






En un principio la noticia se me antojó absurda, pero al confirmarse me dejó anonadado; se acaban de encontrar unas cartas en las que Ernest Hemingway, uno de los escritores predilectos de mi juventud, confesaba abiertamente que durante la última guerra mundial había matado a sangre fría a más de cien prisioneros alemanes, lo cual, según sus propias palabras: «Me divertía y me provocaba placer.»

Nadie en su sano juicio podría haber escrito algo semejante a no ser que se tratara de un enfermo mental, y menos cabía esperarlo de un hombre que en vida luchó por convertirse en un ejemplo y una referencia para la juventud de su tiempo.

En la universidad, Hemingway era el espejo en que nos mirábamos todos porque había conseguido cuanto un ser humano sueña con conseguir a lo largo de su vida: éxito, dinero, mujeres y una vida aventurera que lo mismo le llevaba a luchar como brigadista y contra el fascismo en nuestro país, como a arriesgar la vida cazando fieras en África o tiburones en el Caribe. Alto, fuerte, con una cabeza noble y una espesa barba que le hacía parecer un dios del Olimpo, devorábamos sus novelas que nos trasladaban a mundos de los que por aquellos oscuros tiempos del franquismo casi ni siquiera teníamos noticias de su fabulosa existencia. En las décadas de los cincuenta y sesenta, decir Hemingway era decirlo todo. Las mujeres lo amaban, los hombres lo envidiaban e incluso estoy convencido de que más de uno también lo amaba en silencio como a la más viva representación del macho por excelencia. Admito que El viejo y el mar fue, durante un tiempo, mi libro de cabecera y el día que se voló la cabeza no conseguí explicarme por qué alguien que lo tenía todo renunciaba a todo de una forma tan inconcebible. Pero de pronto ahora, en lugar de aquel hermoso relato de la lucha de un anciano pescador contra el destino que tanto me había conmovido años atrás, me enfrentaba a la trascripción de una carta de su puño y letra que me revolvía las tripas.

Una vez me encontré con un kraut SS especialmente chulo.

A mi advertencia de que le dispararía si no renunciaba a la fuga me respondió: «No me dispararás porque tienes miedo de hacerlo y perteneces a una raza de bastardos degenerados. Además, viola la convención de Ginebra sobre prisioneros de guerra.» ¡La jodiste!, le respondí, y apreté tres veces el gatillo apuntándole al estómago. Luego, cuando se retorcía de dolor, le disparé a la cabeza y observé cómo el cerebro le salía por la boca y la nariz.

En otra carta contaba cómo le había disparado por la espalda con un arma de gran calibre a un muchacho que trataba de huir, y en un viejo artículo aseguraba que no existía cacería comparable a la caza del hombre.

Mato por placer —llegaba a decir—. Matar me proporciona placer estético y orgullo. Matar siempre ha sido una de las mayores diversiones de la raza humana.

¿Cómo era posible?

¿Cómo podía nadie rebajarse de ese modo, alguien al que la naturaleza había concedido el preciado don de la inteligencia y la capacidad de transmitir los más nobles sentimientos a otros hombres?

La maldad iba mucho más allá de lo que nunca hubiera imaginado. ¡Infinitamente más allá!

Si como el galardonado, admirado y envidiado premio Nobel aseguraba, había asesinado a sangre fría a un centenar de enemigos desarmados por «puro placer estético», no tenía por qué asombrarme ante las «ridículas hazañas» de una Bestia Perfecta que tan solo había matado a unas cuantas niñas a causa de incontenibles impulsos de tipo sexual. ¿Acaso era posible que hubiera admirado durante años a tan execrable personaje? ¿Tan equivocados podemos llegar a estar?

Recuerdo que años atrás me había impresionado de modo harto desagradable el relato que hacía en las Verdes colinas de África de cómo había preferido dispararle a los pulmones a un búfalo con el fin de disponer de tiempo para observar su agonía y poder escribir con más conocimiento de causa sobre ella. Se me antojó tan solo una exageración o tal vez una improcedente licencia literaria destinada a darle más fuerza a su relato, pero ahora, al leer aquellas olvidadas cartas, no podía por menos que aceptar que se trataba en verdad del relato de un sádico. Y el sadismo es, a mi modo de ver, el último escalón de la degradación. ¿Qué puede haber más allá del hecho de causar dolor por puro placer? ¿Qué clase de enfermedad mental nos lleva a semejantes extremos?

Me fui a la cama con la amarga sensación de haber sido engañado durante la mayor parte de mi vida, puesto que si ni siquiera se podía confiar en el autor de Adiós a las armas, no me parecía que quedase nadie a quien convertir en el faro que me señalara el camino más justo.

Tardé en dormirme.

A veces dudo que en verdad llegara a dormirme.

Desperté una hora antes del alba.

A veces dudo que en verdad llegara a despertarme.

Permanecí largo rato muy quieto, con todos los sentidos alerta, consciente de que algo extraño sucedía o tal vez un impalpable peligro me acechaba.

Al fin lo distinguí cuando alzaba muy lentamente la cabeza, que hasta ese momento había mantenido apoyada en las manos mientras los codos se apoyaban a su vez en las rodillas. Sin ese ligero movimiento probablemente no hubiera descubierto que se sentaba en la butaca de la esquina más próxima a la puerta de la terraza. Me erguí, apoyé la almohada en el cabezal de la cama, me recosté en ella y le observé con atención hasta que no me quedó la más mínima duda de que se trataba de él. Pero no dije nada.

En ocasiones, y estaba convencido de que aquella era una de ellas, resulta preferible esperar; si era él quien había decidido acudir sin ser llamado, debía ser él quien aclarara la razón de su presencia.

A la escasa luz que penetraba desde la terraza podía advertir que me miraba fijamente y por unos instantes me asaltó el temor de que decidiera marcharse sin aclararme la razón de su visita. Fue una espera muy larga.

Al fin, musitó:

—¡No es cierto! Al menos, no todo es cierto.

No aguardaba una respuesta, eso me consta; aquella simple aclaración tan solo constituía una introducción, o tal vez el paréntesis necesario para aclararse las ideas.

—No. No todo es cierto.

Nuevo silencio al que siguió lo que consideré un profundo suspiro.

—Mil veces me he preguntado los absurdos motivos por los que escribí algo de lo que me arrepentiría mientras viviese, y de lo que no sospechaba, ni por lo más remoto, que acabaría arrepintiéndome incluso después de muerto. ¿Estaba borracho una vez más? Es posible, aunque puede que no fuera por culpa del alcohol, sino del ambiente que me rodeaba; el éxito se sube con demasiada facilidad a la cabeza, y por aquellos días vivía inmerso en el mayor de los éxitos que nadie pudiera soñar: había triunfado como escritor y como hombre en unos momentos en los que el ejército del que formaba parte avanzaba imparable rumbo a Berlín aplastando sin misericordia al enemigo...

Trató de alisarse con los dedos la llamativa melena leonina, negó una y otra vez como si a él mismo le costara aceptar la verdad, y al poco el suspiro se repitió con la misma profundidad y amargura.

—Había narrado tantas veces y con tal lujo de detalles las atrocidades de los fascistas, cualquiera que fuera su nacionalidad, que supongo que a la larga me envenené de mis propias palabras hasta el punto de considerar que no eran seres humanos capaces de amar a sus madres, sus mujeres o sus hijos, sino tan solo máquinas que habían sido creadas artificialmente con el único fin de torturar y asesinar inocentes. Lo había visto años atrás en la España de Franco o en la Italia de Mussolini y ahora volvía a verlo en la Alemania de Hitler, por lo que no me importó en absoluto eliminarlos tal como se elimina a las serpientes que se cruzan en nuestro camino...

Se puso en pie, salió a la terraza y pude advertir que seguía siendo un hombretón de complexión poderosa, un ex boxeador de fuertes brazos y puños como mazas.

—¡Merecían la muerte! La mayoría merecía acabar frente a un pelotón y no me arrepiento por el hecho de haber ahorrado unas cuantas balas, pero ahora, tantos años después, reconozco que lo que no merecían era que me enorgulleciera por el hecho de haberles volado la cabeza.

Se volvió a mirarme para continuar:

—Tardé algún tiempo en comprender que mi petulancia me colocaba exactamente a su misma altura, lo que me convertía en un fascista más, pero bajo otra bandera. El mal es doblemente maligno cuando se hace alarde de él. ¿O no?

—Persigo a un hombre precisamente por eso. ¿Puede ayudarme a encontrarlo?

—¿Yo? Hace cuarenta y cinco años que estoy muerto, y ni siquiera puedo aclarar dónde he permanecido todo ese tiempo. Supongo que si esas malditas cartas no hubieran salido a la luz y usted no me hubiera mandado llamar, seguiría en el mismo lugar por el resto de la eternidad.

—Yo no le he mandado llamar.

—¿Ah no? ¿Quién entonces?

—No tengo ni la menor idea. Me consta que me acosté pensando en lo que había hecho, pero no se me ocurrió que pudiera hacer acto de presencia por eso. Nunca me había ocurrido anteriormente. De hecho, es el primer difunto famoso con el que hablo.

—¿Y a qué lo atribuye? ¿Cree que tiene algo que ver con ese hombre al que persigue?

—Lo dudo, puesto que usted mismo admite que no puede servirme de ayuda.

—Pensándolo mejor tal vez sí pueda.

—¿Cómo?

—Aún no lo sé. Pero entra dentro de lo posible que le encuentre con el fin de paliar de algún modo el mal que hice.

No respondí porque si quiero ser sincero debo admitir que lo que acababa de decir se me antojaba una soberana estupidez. Ningún vínculo de unión existía entre un escritor norteamericano fallecido hacía casi medio siglo y un pederasta español que por los datos que tenía estaba convencido de que aún seguía con vida.

—Existe... —dijo de improviso sorprendiéndome otra vez con aquel maldito don que tenían los difuntos de leerme el pensamiento cuando menos me apetecía—. Ese vínculo existe.

—¿Y es?

—La prepotencia. Mal que me pese debo reconocer que cuando a la crueldad se une la prepotencia entramos a formar parte del reducido pero «selecto» grupo con lazos de unión muy definidos. Ese es, sin duda, el lado más tenebroso de nuestra especie y sobre el que reconozco que debería haber combatido con más fuerza aunque nunca supe, o no quise hacerlo. Las circunstancias de la vida nos empujan a creernos omnipotentes, por lo que todo nos está permitido, y cuando nos damos cuenta de que no es así el mundo se nos viene abajo y acabamos por pegarnos un tiro.

—¿Fue por remordimientos?

—¡Ojalá lo hubiera sido! Eso le hubiera dado un sentido de grandiosidad al acto. A estas alturas estoy convencido de que lo hice por miedo.

—¿Miedo a qué?

—A no seguir siendo el que siempre había sido. Empezaba a deteriorarme tanto física como intelectualmente, y consideré que un hombre como yo, un espejo en el que tantos se miraban, no podía acabar siendo una ruina enferma y babeante.

—Aún estaba en condiciones de escribir cosas importantes.

—¡No es cierto! Mi tiempo había pasado y lo sabía; mi última novela no era digna de mí. Ni siquiera yo, como persona, era digno de mí como imagen. Tantas muertes inútiles me pesaban en la conciencia y de pronto llegué a la dolorosa conclusión de que me había convertido en un fraude.

—Todos somos en alguna medida un fraude, puesto que todos aparentamos ser lo que no somos.

—Pero es que yo era un gigantesco fraude; uno de los hombres más influyentes en la juventud de su tiempo, con fama de valiente, pero lo suficientemente cobarde como para matar a sangre fría de manera impune. Nunca estuve en primera línea empuñando un arma con el fin de encararme de frente al enemigo; los maté cuando ya no podían defenderse.

—Me cuesta aceptarlo incluso oyéndolo de sus propios labios.

—Y a mí me cuesta aceptarlo incluso oyéndomelo decir a mí mismo. Pero dejemos eso y hablemos de lo que en verdad importa. ¿Qué quiere saber acerca de ese animal al que busca?

—¿Quién es y por qué hace lo que hace?

—Cuénteme todo lo que sabe acerca de él.

Lo hice, aunque resultó evidente que la mitad de las cosas de las que le hablaba no podía entenderlas porque no tenía ni la más remota idea de en qué consistía colgar una página en internet.

—¿Realmente existe ese tipo de tecnologías? Si lo llego a saber no me hubiera pegado un tiro; valdría la pena haberlas conocido.

—Dudo que lo hubiera conseguido, o al menos tendría ya casi cien años cuando internet comenzó a desarrollarse de una manera válida.

—¡Lástima! Pero lo que saco en conclusión de todo esto es el hecho incuestionable de que por mucho que progrese la ciencia, las pasiones humanas siguen siendo las mismas y los degenerados no cambian con el paso del tiempo. Pederastas han existido siempre y continuarán existiendo hasta que de la raza humana no quede ni tan siquiera un leve recuerdo. ¡Veamos! —añadió como si de improviso se hubiera entusiasmado con el tema—. O yo no entiendo de hombres, o el punto débil de ese degenerado, aparte de los niños, es la soberbia.

—Uno ciertamente importante, sin duda.

—¡No se equivoque! Cuando alguien ha llegado al extremo de hacer gala de crímenes tan horrendos, es porque la soberbia se ha convertido en su peor enemigo.

—¿Lo dice por experiencia?

—Naturalmente. ¿Y sabe qué es lo que más ofende a una persona especialmente soberbia?

—Dígamelo usted que es el experto.

—Que alguien intente ponerse a su altura.

—¿También lo sabe por experiencia?

—¡También! Trate de imaginar lo que hubiera significado para mí, cuando aún vivía, que alguien se hubiera atrevido a robarme una novela y publicarla con su nombre. ¿Qué cree que habría hecho?

—Ponerle un pleito.

—¡Se equivoca! Eso es lo que sin duda habrían hecho mi editor o mi agente literario; por mi parte lo más probable es que le hubiera pegado un tiro.

—¿Por un simple plagio?

—A mi modo de ver, robar ideas es muchísimo más grave que robar dinero, por mucho que este sea; el dinero abunda y a menudo lo tienen los más mentecatos, mientras que las ideas escasean y tan solo pueden tenerlas los auténticamente inteligentes.

—En eso puede que tenga razón.

—La tengo, porque el dinero siempre puede recuperarse intacto, mientras que las ideas, cuando se usan, se gastan. Por eso insisto: ataque a ese prepotente tan malparido en su orgullo, róbele sus ideas, restriégueselas por las narices, y le garantizo que acabará por salir de su cueva.

Amanecía y desapareció con la primera claridad que se aventuraba por el balcón dejándome el amargo sabor de boca de no ser capaz de determinar si en verdad había estado allí o todo había sido fruto de una absurda pesadilla. Fuera una cosa o fuera la otra, lo que quedaba claro era el mensaje: a los soberbios les pierde su soberbia.

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