La Haya, 3 de junio de 2006
La Haya, 3 de junio de 2006
«Un grupo holandés, que pretende ser aceptado como partido político bajo la denominación de Caridad, Libertad y Diversidad, propugna la legalización de la pederastia y las relaciones sexuales con animales.
»Uno de sus miembros fundadores, Ad Van-der-Berg, declaró que buscan rebajar de 16 a 12 años la edad penal para que los menores puedan mantener relaciones sexuales con adultos, pues considera que el fenómeno de la pederastia debe ser estudiado y discutido por la sociedad.
»Admite que su organización mantiene contactos con otra semejante, llamada Martijn, que sostiene de igual modo que los adolescentes puedan prostituirse sin que se les considere víctimas de abusos, y sea lícito practicar el bestialismo siempre que no se cause un daño innecesario a los animales.
»Por último, propugnan que se autorice a emitir por televisión programas y películas pornográficos en horario infantil con el fin de ir educando sexualmente a los niños.»
Tuve que releer una y otra vez la insólita e impactante noticia con el fin de convencerme de que no se trataba de una broma de mal gusto por parte de un aburrido corresponsal que no tenía nada mejor que contar, pero cuando al día siguiente la encontré reproducida y ampliada en otros medios de comunicación no pude por menos que aceptar que se trataba de un hecho cierto, y que en algún lugar del mundo, en este caso Holanda, existían seres humanos que consideraban como algo natural las más infames depravaciones.
Las ratas ya no se conformaban con vivir en lo más profundo de las hediondas cloacas; ahora pretendían mostrarse a la luz y exhibir sus miserias como algo digno y respetable.
¡Santo cielo!
¿Adónde íbamos a llegar?
Resultaría absurdo e injusto por mi parte negar que de joven no había sido un hombre especialmente permisivo con todo aquello que fuera diferente a mí; básicamente porque pertenezco a una generación a la que nos inculcaron desde muy jóvenes la idea de que la homosexualidad estaba considerada por Dios como el pecado nefando. Afortunadamente, al madurar, aprendí a pensar por mí mismo y no vomitar los dogmas con los que nos habían lavado el cerebro durante el franquismo y entendí que cada cual era muy libre de amar a quien y como más le apeteciera, y que no tenía ningún sentido discriminar a alguien por su inclinación sexual.
Sin embargo, lo que los hijos de la gran puta del mal llamado grupo de la Caridad, Libertad y Diversidad proponían se me antojaba de todo punto aberrante y no tenía nada que ver con los logros por las libertades que se habían conseguido durante el último cuarto del siglo XX. A los perversos miembros de esa secta, si por mí fuera, los hubiera empalado hasta la muerte sin la menor vacilación ni atisbo de remordimiento.
¿Acaso pretenden acostarse con nuestros hijos y que miremos hacia otra parte? ¡Si serán cabrones! ¿Y tirarse a un cabra o que se los tire un burro y nos parezca permisivo y lógico? ¡Hijos de puta!
Sea como sea, lo cierto es que casi a diario los medios de comunicación sacaban a la luz que se había desarticulado una nueva red de traficantes de pornografía infantil en la que se encontraban involucradas personalidades de todos los estamentos sociales, por lo que se podría pensar que la ignominiosa práctica se estaba extendiendo como un imparable cáncer que amenazara con afectarnos a todos.
Tan solo en el último año se había detenido a más de quinientas personas en España, algunas de ellas menores de edad, y por lo tanto no me sorprendió que el gobierno decidiera pedirle a un juez y ex ministro de economía de reconocido prestigio que se ocupara en exclusiva de tan espinoso problema, aglutinando en un único departamento oficial a los diversos organismos que hasta ese momento luchaban de una forma u otra, pero sin una efectiva coordinación, contra semejante lacra.
Durante un tiempo estuve meditando en la posibilidad de ponerme en contacto con él con el fin de ofrecerle mi experiencia en dicho campo, pero pronto llegué a la conclusión de que no podría tomarse en serio el hecho de que dicha «experiencia» se basara en la información que había recibido de unos cuantos difuntos. Aquel hombre merecía toda mi confianza y era de suponer que se le plantearían infinidad de problemas en su nuevo puesto, por lo que se me antojó inapropiado intentar complicarle aún más un trabajo ya de por sí suficientemente pesado y engorroso.
Jimena y Andrea continuaban apareciendo por el jardín a la espera del castigo de quien tanto daño les había causado, pero por mi parte empezaba a estar convencido de que con la desaparición de Roque Centeno había perdido toda posibilidad de sacar algo en limpio.
Por mucho que me esforcé solicitando su ayuda, ni Omaira ni el Monstruo habían vuelto a dar «señales de vida», y si de algo estaba seguro era de que cuanto más lo intentara menos caso me harían.
Hubo un momento en el que abrigué la esperanza de que el difunto Roque Centeno hiciera su aparición buscando «justicia», pero lo cierto es que no se dignó hacerlo, con lo cual se demostró una vez más que no soy una especie de médium capaz de convocar a los muertos, sino un infeliz al que los muertos acuden a incordiar cuando les viene en gana.
Únicamente, el agradecido Miguel López Garrido, cuyos problemas se estaban solucionando satisfactoriamente gracias al abogado enviado por Bartolomé Cisneros, acudía a visitarme con cierta frecuencia, pero pese a que se brindó a echarme una mano desde el otro lado del gran río, lo cierto es que nada tenía que ver con tan sucio asunto, por lo que no pudo proporcionarme un solo dato que fuera de utilidad.
La Bestia Perfecta me había vencido.
Al emprender la huida abandonando el «campo de batalla» había conseguido derrotarme, ya que para él conservar el anonimato y la libertad constituían un triunfo, mientras que a mí tan solo me hubiera servido de algo aniquilarle. Algún día volvería a violar y matar, de eso no me cabía la menor duda, pero lo más probable era que ni Jimena, ni Andrea, ni yo estuviéramos allí para intentar impedírselo.
No es de extrañar por tanto que me sintiera profundamente deprimido, máxime cuando advertía que mi relación con Alicia no progresaba de acuerdo a mis deseos. Le había ocultado el hecho de que, pese a su indiscutible confesión, Roque Centeno no era el verdadero asesino de su hija, pero a menudo me asaltaba la sensación de que lo presentía. Solíamos pasar juntos los fines de semana, unas veces en Cuenca y otras en Madrid, pero nunca compartimos una cama sabiendo como sabíamos que el mero hecho de intentar mantener una relación más íntima tenía la virtud de distanciarnos.
Siempre se ha dicho que un hombre y una mujer tan solo pueden ser auténticos amigos cuando se han cansado de acostarse juntos o uno de ellos es homosexual, pero he de admitir que en este caso demostré una vez más ser bastante atípico, porque lo cierto es que me encantaba estar con ella pese a que me horrorizaba la idea de volver a pasar por el traumático trance de otra noche como la del balneario de La Toja.
No es que también me hubiera vuelto frío y no la deseara, en absoluto, pero tan solo de pensar en las horas de arduos y estériles trabajos que me aguardaban en caso de que accediera a mantener una relación sexual «se me caían los palos del sombrajo».
—¡Cásate con ella!
—Tu madre no necesita un marido, pequeña. Ya tuvo uno y por lo visto con eso le basta; necesita un amigo, un hermano o un padre que la proteja de sí misma y no quiero pasarme el resto de mi vida haciendo ese papel. Aún no me siento tan viejo.
—Pero tú también necesitas compañía... No puedes dedicar el resto de la vida a resolver los problemas de los difuntos.
—¿Por qué no?
—Porque he descubierto que los muertos solemos ser bastante nómadas.
—¿Nómadas? ¿Qué quieres decir con eso de nómadas?
—Que vamos de aquí para allá sin saber la razón ni hacia dónde nos dirigimos. Algún día, cuando consigamos castigar a quien nos hizo daño, Andrea y yo nos iremos; vendrán otros a verte pero también será por poco tiempo y, por lo tanto, tu destino es quedarte solo.
—Lo tengo asumido.
—Pues no deberías asumirlo, y lo mejor que podrías hacer es casarte con mi madre. Los muertos deben estar con los muertos, y los vivos, con los vivos.
—¿Y si nunca consiguiéramos encontrar a la Bestia Perfecta? En tal caso tendríais que quedaros siempre aquí.
—Lo dudo, aunque te aseguro que no me importaría. Este jardín me gusta, no tengo ni la menor idea de adónde iré a parar más tarde e ignoro cuánto tiempo nos permitirían permanecer aquí en caso de que no tuviéramos éxito, pero estoy convencida de que acabaremos por encontrar a ese malnacido.
—¡Ya me explicarás cómo! Todos cuantos podían ayudarnos han desaparecido.
—Muertos hay muchos. Pronto o tarde alguno acudirá en nuestro auxilio.
—¡Confías demasiado en los muertos! —casi le grité porque estaba a punto de desaparecer tras un muro.
—¡Más que en los vivos...! —replicó en el mismo tono—. Más que en los vivos.
Transcurrió un largo mes sin que ocurriera nada.
Los «problemas» de Miguel López se habían arreglado de un modo casi definitivo, por lo que mi vida se reducía a observar cómo dos pequeñas difuntas aparecían y desaparecían por mi jardín mientras me ocupaba de atender a tres viudas: Alicia, Manuela y Erika.
Esta última se había establecido con sus hijas en un pueblo perdido y realmente precioso junto al nacimiento del río Mundo, en la Sierra de Cazorla, quizás uno de los lugares mas agrestes y apartados de la mano de Dios de nuestro país, y donde resultaba a mi modo de ver harto difícil que la Bestia Perfecta diera con ella por mucho que se empeñara.
Un amigo de Bartolomé Cisneros le había conseguido un buen empleo como encargada de su acogedor restaurante de montaña, donde, por cierto, se comía estupendamente, y las niñas parecían de lo más felices correteando como cabras por los frondosos bosques.
A Manuela le habían devuelto la casa y compensado con algún dinero, por lo que en realidad la única que continuaba preocupándome era Alicia, quien de tanto en tanto se sumía de nuevo en aquellos extraños letargos de los que me resultaba cada vez más complicado ayudarla a emerger.
A mi frustración como fracasado amante se unía entonces una frustración aún mayor por no sentirme capaz de hacerla regresar a la normalidad. Ni física ni espiritualmente le servía de nada, y no cabe duda que a nadie le hace gracia saberse inútil.
Mi ex esposa, Macarena, se había echado un novio que parecía más un saldo que un auténtico ser humano, que de lo único que hablaba con sincero entusiasmo era de sus innumerables enfermedades y de la cantidad de famosos doctores de todas las especialidades que le habían tratado en los veinte últimos años, así como de las increíbles bondades de las incontables clínicas en las que había estado ingresado a todo lo largo y ancho de la geografía nacional. Considero muy probable que cualquier día, tan recalcitrante enfermo, real o imaginario, decida practicarse su propia autopsia.
Con mi hijo casi definitivamente establecido en Indonesia, donde su exótica esposa estaba a punto de dar a luz a gemelos, me sentía solo, aburrido y decidido a dar por concluidas mis investigaciones, aceptando que jamás conseguiría atrapar a la Bestia Perfecta.
No obstante, las niñas continuaban en un jardín al que yo apenas me atrevía a salir porque en cierto modo experimentaba la injustificada pero inevitable sensación de que las había traicionado.
Esperaban justicia, no la habían obtenido y no podía hacer nada por remediar su decepción porque ya nadie acudía en mi ayuda y ni siquiera ellas eran capaces de ofrecerme alguna pista que me condujera a una escurridiza Bestia que había optado por ocultarse en lo más profundo de su oscura madriguera.
Perdí horas de sueño buscando en la red nuevas páginas de pederastas sin resultado alguno, y los esfuerzos de Bartolomé Cisneros tampoco dieron fruto pese a que María Luisa no cesaba de presionarle en su afán por intentar poner a buen recaudo a semejante engendro de la naturaleza.
En un par de ocasiones incluso me encerré en la cueva con la esperanza de que el espíritu del ermitaño Tavaré acudiera en mi auxilio o que cualquier otro de los que tiempo atrás me visitaban con tanta frecuencia decidiera regresar del lejano e ignoto lugar en que se encontraran, pero todo fue inútil.
Era como si un tortuoso sendero me hubiera conducido al borde de un abismo del que ni tan siquiera alcanzaba a distinguir el fondo.
¿Era aquel el final del camino?
¿Debía olvidarlo todo y regresar a mi viejo despacho en el ministerio a refugiarme una vez más tras montañas de informes sobre magnos proyectos que jamás llegaban a convertirse en realidad?
Me gustaría ser capaz de dejar constancia sobre una hoja de papel en blanco de la intensidad de los sentimientos de un ser humano —sea yo u otro cualquiera— cuando lleva largo tiempo luchando por lo que considera una causa justa pero descubre que se va adentrando paso a paso en una espesa selva al otro lado de la cual tal vez tan solo se abra un hediondo pantano en el que acabará por desaparecer tragado por el fango.
La impotencia que sentía a la hora de enfrentarme al intangible fantasma en que se había convertido la Bestia Perfecta se asemejaba, en cierto modo, a la que experimentara años atrás a la hora de enfrentarme a aquella otra bestia de igual modo feroz, implacable, intransigente e insensible: la inamovible burocracia institucional.
Los viejos e impasibles funcionarios del ministerio, muchos de los cuales se me antojaban capaces de llevarse cada día la poltrona a casa con el fin de impedir que se la arrebataran, habían acabado por conformar con el paso de unos años que parecían no haber pasado para ellos, tal maraña de hojarasca de papel que ni el más tupido bosque amazónico podría soñar con hacerle la competencia.
Cada despacho se había convertido en una pequeña fortaleza que detentaba una minúscula parcela de poder que defendía con uñas y dientes, y para conseguirlo sus ocupantes se apoyaban en el despacho vecino o el de cuatro puertas mas allá, conformando entre todos una especie de enmarañado «reino de taifas» o hidra de cien cabezas que ni el más valeroso ministro se atrevía a intentar decapitar convencido de que perecería en el intento.
De hecho, todos ellos habían acabado por perecer, visto que está sobradamente comprobado que en este mundo tan solo existen tres cosas que puedan considerase auténticamente inmortales: Dios, la corrupción y la burocracia.
Tal como aseguraba el dicho: «Si le concede poder a un mediocre, el mediocre no se convierte en poderoso; es el poder el que se vuelve mediocre.»
No es que me considere un hombre brillante; por el contrario, siempre me he considerado más bien gris y anodino, pero tras haber pasado más de media vida en aquel mundo de mediocres me horrorizaba la idea de regresar a él.
Tenía plena conciencia de que acabaría contagiándome.