Había pasado, en efecto,...






Había pasado, en efecto, demasiado tiempo; casi un mes desde que desaparecieran las pequeñas, y me revolvía el estómago admitir que por mucha paciencia que tuviera y por mucho que le apeteciera regodearse en la simple vista de su futura víctima, ningún depravado resistiría tanto tiempo a sus impulsos.

Decidí, por tanto, que debería actuar pese a que aún no estuviera absolutamente seguro de que el Princess III fuera el barco que buscaba.

Le dejé a Bernardo Gil del Rey agua y comida para una semana, volé a Palma de Mallorca y contraté los servicios de un helicóptero con la excusa de que una revista náutica me había encargado fotografiar las costas baleares así como a los innumerables yates que pululaban por aquellas fechas en sus múltiples, tranquilas y transparentes calas.

Por suerte disponía de un más que sofisticado equipo fotográfico fruto de mi vieja afición a la ornitología, a la vista de lo cual no levanté la más mínima sospecha en el momento de subir al aparato cargado con un sinfín de cámaras.

Excuso decir que la mayor parte de las miles de fotografías que fingía tomar las estaba haciendo sin negativo, y tan solo cuando hacía su aparición un barco que en verdad me interesaba utilizaba una cámara digital con teleobjetivo de alta definición.

Cuando se me terminó el dinero telefoneé a Bartolomé Cisneros, que en menos de una hora me envió una transferencia que me permitiría continuar en el aire dos semanas más en caso de que fuera necesario.

Pero no lo fue.

Al sexto día, y tras coronar la cima del diminuto islote de Sa Dragonera, casi frente al puerto de Andraix, apareció ante nosotros, anclado en el centro de una minúscula ensenada a la que tan solo se podía acceder por mar, un altivo velero de unos veinticinco metros de eslora, sobre cuya cubierta dos mujeres y un hombre tomaban el sol totalmente desnudos mientras un segundo hombre buceaba junto a las rocas de la costa.

Pero ni rastro de dos niñas.

Ordené al piloto que girara en torno al barco aunque no demasiado cerca, y el teleobjetivo de la cámara me permitió leer con absoluta claridad el nombre impreso en letras rojas en el espejo de popa: Princess III.

Seguimos viaje bordeando en dirección norte la costa oeste de Mallorca, continué con el paripé de hacer un sinfín de fotos falsas, y al regresar a Palma le comuniqué al piloto que ya contaba con suficiente material,

—¿Suficiente material? —se escandalizó—. ¡Con eso tiene para ilustrar cien libros sobre barcos! ¡Menudo derroche!

—Cuando se quiere conseguir una foto extraordinaria es necesario tirar miles de fotos ordinarias —repliqué muy serio—. Y yo únicamente entrego fotos extraordinarias.

Debió de quedarse pensando que al menos me pagarían treinta mil euros por cada una de ellas o de lo contrario no me saldrían las cuentas, pero al fin y al cabo no me importaba en absoluto lo que pudiera pasar por la cabeza de aquel buen hombre aunque fuera, eso sí, un excelente piloto.

Lo primero que hice a continuación fue encaminarme al puerto de Andraix, en el que un amable anciano, el patrón Joanet Perdigó, accedió a alquilarme una vieja barca de pesca que ya apenas usaba.

Con dos semanas de alquilarla a semejante precio hubiera podido comprarse una nueva, pero lo que a mí me importaba en aquellos momentos no era el precio, sino la urgencia, y sobre todo el hecho de que admitiera el depósito de garantía en metálico y sin hacer ni una sola pregunta.

Con la primera claridad del alba «levé anclas» y a los pocos minutos, en cuanto abandoné la protección de la acogedora bahía, me encontraba vomitando a los pies de los impresionantes farallones del cabo de La Mola.

El mar no es mi elemento, nunca lo ha sido, ni nunca lo será.

Por fortuna en cuanto comenzó a calentar el sol se aplacó el viento, con lo que el mar comenzó a calmarse y el estómago dejó de molestarme sobre todo cuando, a los quince minutos, la isla me protegió del suave oleaje que llegaba de poniente.

Sa Dragonera no es más que un desolado peñasco de unos cuatro kilómetros de largo por apenas uno de ancho que por el oeste cae verticalmente al mar desde una altura que supongo debe de ser de poco más de cuatrocientos metros, mientras que por el lado que da a Mallorca desciende en una pendiente menos abrupta formando varias calas de aguas cristalinas.

No se advertía más signo de vida que un faro en la punta sur, algunas embarcaciones de pesca y cuatro o cinco yates que al parecer habían pasado allí la noche.

El corazón me dio un vuelco al advertir que el Princess III no se encontraba ya en la ensenada en la que lo había visto el día anterior, y admito que pasé unos minutos angustiosos hasta que al fin lo distinguí en otra cala un poco más pequeña a casi un kilómetro de distancia, hacia el norte.

No se distinguía a nadie sobre cubierta.

Al parecer sus ocupantes disfrutaban de sus vacaciones y por lo tanto se levantaban tarde.

Eché el ancla a unos quinientos metros de su popa, cebé, más mal que bien, media docena de anzuelos con las sardinas que amablemente me había proporcionado el patrón Perdigó, y los lancé al agua con escasas esperanzas de atrapar algo.

Para mi sorpresa de inmediato comencé a capturar lo que más tarde averigüé que eran sargos, serranos, cabrillas y roncadores, ¡la suerte del principiante!, y me entusiasmé a tal punto que se me pasó el tiempo y no volví a la realidad hasta advertir que dos de los ocupantes del yate se habían lanzado al agua y nadaban mansamente hacia las rocas.

Se trataba de un hombre y una mujer; él de unos cincuenta años, rubio y de complexión robusta, y ella mucho más joven y con una figura realmente atractiva en su absoluta desnudez.

Sobre cubierta, la otra pareja desayunaba a la sombra de un toldo.

Continué pescando fingiendo que lo único que me interesaba en aquellos momentos se encontraba bajo el agua.

Al cabo de media hora, el hombre que continuaba en el barco se lanzó de cabeza al mar y acudió nadando con fuertes brazadas para acabar acodándose a la borda con el fin de echar un vistazo al fondo de la embarcación:

—¡Buenos días! —saludó con un marcado acento francés—. Veo que se le está dando bien la mañana. ¿Qué cebo utiliza?

—Sardina.

—¡Qué raro! —exclamó sorprendido—. Yo casi nunca consigo pescar nada pese a que también suelo utilizar sardina.

—¡La experiencia...!

—¡Ya! ¿Me vende unos cuantos?

Fingí dudar unos instantes, pero al fin señalé:

—Se los cambio por un par de cervezas frías. Se me olvidaron.

—Le espero a bordo.

Regresó al velero y yo continué con mi «trabajo» aparentando una vez más que no tenía el menor interés por visitar una embarcación en la que no se advertía presencia alguna de niñas.

¿Me había equivocado?

El solo hecho de pensar que había empleado tanto tiempo, esfuerzo y dinero en perseguir el fantasma de un barco en el que al parecer dos inocentes parejas disfrutaban de unas tranquilas vacaciones tuvo la virtud de ponerme de mal humor, y como si ese humor fuera capaz de traspasar la superficie del agua y llegar al fondo, al poco los peces dejaron súbitamente de picar.

Al parecer se les había pasado la hora del desayuno, y admito que desde aquel día he estado tratando de averiguar inútilmente por qué demonios aquellos malditos bichos que minutos antes parecían tener un hambre voraz se veían asaltados de pronto por una absoluta desgana.

Las sardinas eran las mismas, los anzuelos eran los mismos e idéntica la profundidad, pero en aquellos momentos allá abajo no parecía quedar nadie.

Misterio.

Cuando llegué al convencimiento de que nada más me quedaba por hacer en un mar tan desierto, puse el motor en marcha y me aproximé al Princess III, donde me recibieron amablemente y con una cerveza helada en la mano.

Sus cuatro ocupantes estaban ahora a bordo.

Y vestidos.

Al menos cubiertos con toallas.

Les entregué ocho de mis peces, dos por cabeza, acepté las cervezas y unos canapés de salmón y caviar, y me disponía a reemprender la marcha cuando al fin conseguí verlas.

Se encontraban sentadas en proa, arrebujadas las unas contra las otras, completamente desnudas, y me miraban fijamente con aquella turbia mirada tan propia de los difuntos.

Eran al menos doce, todas de menos de siete años.

Una de las mujeres siguió la dirección de mi mirada, pareció sorprenderse y al poco inquirió en inglés:

—¿Le ocurre algo?

Tardé un siglo en responder a duras penas:

—Nada, gracias.

—Pero es que se ha quedado blanco; se diría que ha visto un fantasma.

—Debe de ser que la cerveza estaba demasiado fría y me ha caído mal.

—¿Quiere subir a bordo y descansar un rato?

—¡No, gracias! Ya es hora de irme. ¡Adiós!

—Adiós.

Me alejé de aquella diabólica embarcación y cuando me volví a mirarla por última vez advertí que los cuatro adultos me observaban, pero que de igual modo me observaban las niñas, y en sus ojos, por lo general tan inexpresivos, pude leer con absoluta claridad lo que me estaban pidiendo.

Continué mi marcha y fui a buscar refugio en una profunda ensenada triangular que se abre al sur del islote, justo bajo el faro.

Lloré largo rato.

Lloré de pena, de rabia y de impotencia.

Lloré por el simple hecho de haber dado la mano y compartido una cerveza con cuatro seres humanos que no merecían semejante denominación.

Cuando al fin conseguí tranquilizarme nadé hasta la punta desde la que podía distinguir toda la costa oriental de Sa Dragonera con el fin de cerciorarme de que el Princess III no levaba anclas.

No puedo, aunque supongo que más bien debería decir no quiero, describir lo que pasó por mi mente y mi corazón aquel tenebroso día, tal vez el más amargo y aciago de una vida que ha conocido más amarguras que alegrías.

Una docena de niñas descansaban en las profundas tinieblas del mar por el simple hecho de que aquellas cuatro criaturas del averno disfrutaban abusando de ellas.

Prefiero no seguir escribiendo sobre ese tema.

Nada de lo que diga puede expresar la inmensidad del odio que se había adueñado de mi alma.

El sol continuó su camino, más lento que nunca.

Pero al fin llegó un rojizo atardecer al que siguió la noche.

Una noche serena, estrellada, silenciosa.

Aguardé durante horas.

Yo era en aquellos momentos el único hombre sobre la faz de la tierra.

Tenía la extraña sensación de que el mundo, la totalidad del universo que se alzaba sobre mi cabeza, permanecía inmóvil pendiente de mis actos.

Al fin puse la embarcación en marcha, me dirigí de nuevo al norte y cuando me estaba aproximando a la entrada de la diminuta bahía apagué el motor y continué a remo.

Me aproximé como un fantasma y quiero suponer que la naturaleza se alió conmigo, porque una espesa nube llegó del este, ocultó las estrellas y permitió que las tinieblas fueran tan densas que nadie hubiera sido capaz de distinguirme a tres palmos de distancia.

Los últimos metros los recorrí tan despacio que el tiempo se me antojó infinito, pero al fin el costado del blanco velero hizo su aparición ante la proa.

Sujeté las embarcaciones para que no golpeara la una contra la otra, afirmé un cabo a un obenque y salté a bordo sin realizar un solo gesto brusco.

Con un pedazo de gruesa cuerda que llevaba a la cintura até entre sí los tiradores de la puerta de la camareta y a continuación me deslicé hasta proa con el fin de afirmar igualmente desde fuera el tambucho por el que se introducían las velas.

Convencido de que no existía ninguna otra salida me apliqué a la tarea de rociar con el fueloil del motor de mi embarcación la vieja cubierta de madera reseca.

Las niñas me observaban atentas y en silencio.

Salté de nuevo a la barca, le prendí fuego a un pedazo de estopa y lo lance sobre aquella nave maldita.

A los pocos minutos ardía como yesca.

Me alejé unos metros y observé la inmensa hoguera.

Las niñas sonreían pese a estar muertas.

Se escucharon gritos, desesperados golpes, luego alaridos, llamadas de auxilio y al poco la ruptura de los cristales de uno de los pequeños ventanucos laterales.

Un hombre aullaba tras él intentando salir, pero resultaba evidente que ningún cuerpo adulto cabía por un espacio tan pequeño.

¡Dios, qué espectáculo!

¡Qué a gusto me sentía conmigo mismo!

A la luz de las llamas el hombre alcanzó a verme, nuestras miradas se cruzaron y pareció comprender la razón por la que iba a morir achicharrado porque casi al instante dejó de gritar, movió a un lado y otro la cabeza y desapareció de mi vista.

El infierno los alcanzó incluso antes de haber muerto.

Se abrasaron.

Al cabo de unos minutos el velero que había sido mudo testigo de tanta aberración y tanto sufrimiento comenzó a hundirse de popa.

Las niñas siguieron en cubierta, ajenas a las llamas, hasta que el mar se las tragó.

Me despidieron con un agradecido gesto de la mano.

Les dije adiós y me alegró saber que al fin descansarían en paz.

La nube se alejó para que las estrellas pudieran cerciorarse de que se había hecho justicia.

Al fin sobre el tranquilo mar no quedaron más que unas cuantas tablas chamuscadas.

No me arrepiento.

Por mil años que viva no me arrepentiré jamás.

Загрузка...