Salí a cenar y al cine...






Salí a cenar y al cine con Alicia tal como solíamos hacer con relativa frecuencia, y cuando le comenté que ese sábado no podría acompañarla porque tenía mucho interés en asistir a la conferencia que pronunciaría el ex ministro Bernardo Gil del Rey bajo el expresivo enunciado: «Razones del aumento de la pederastia en la última década», decidió acompañarme.

Le señalé que en aquellos momentos para mí era una cuestión de excepcional importancia saber cuanto pudiera sobre los pederastas, pero que no me parecía una buena idea que alguien tan involucrado como ella en un tema tan sórdido y espinoso se regodeara en sus sufrimientos, pero insistió señalando que quería hacerlo.

—De ese modo nunca conseguirás que tus heridas cicatricen.

—Precisamente lo que pretendo es que nunca cicatricen. Hacerlo sería tanto como traicionar la memoria de Jimena.

—Lo único que Jimena desea es que la olvides.

—Es fácil decirlo siendo hija, pero imposible hacerlo siendo madre.

¿Qué podía contestar?

Accedí de mala gana y en cuanto el orador, un hombretón de aspecto imponente, ojos muy claros y gruesas gafas de montura de oro que continuamente se ajustaba como si en realidad lo suyo fuera un tic nervioso más que una necesidad de ver mejor, comenzó a hablar en un tono de voz sonoro, pausado y rotundo, ambos nos sentimos atrapados tanto por la profundidad de sus conocimientos como por la claridad con que exponía sus argumentos.

Según Gil del Rey, la pederastia constituía una degeneración sexual tan antigua como nuestra propia especie y tenía sus orígenes en el hecho de que los niños descubrían por primera vez las diferencias entre ambos sexos en chicos y chicas de su misma edad.

Al parecer, en algunos de ellos ese prematuro y en ocasiones impactante descubrimiento les marcaba hasta el punto de que luego nunca llegaban a sentir verdadera atracción por las personas adultas que poco o nada tenían que ver con los primigenios y excitantes recuerdos que quedaron grabados para siempre a fuego en su memoria.

La memoria era, en opinión del ex ministro, el motor que rige la mayor parte de los actos de unos seres humanos que en el fondo no son mas que máquinas repetitivas incapaces de actuar si no poseen una información previa que les marque las pautas.

—En cuanto animales, tan solo tenemos conciencia de comer, beber, dormir o copular por puro instinto. Pero en cuanto a seres inteligentes, no sabríamos actuar si no hubiéramos almacenado en la memoria un archivo de datos imprescindibles a la hora de desenvolvernos. De la importancia, o más bien preponderancia, de esos datos, dependerá en gran parte nuestro comportamiento. Por ello, si en un momento dado de la infancia, y especial la pubertad, «algo» nos impacta de forma especial, es muy posible que marque las pautas de nuestro comportamiento futuro, sobre todo en lo que se refiere a las relaciones sexuales.

Bebió largamente del vaso de agua que tenía a su lado, recorrió con la vista el auditorio pese a que podría creerse que en realidad no veía a nadie, y al poco añadió:

—A los profanos suele llamarles la atención el hecho de que muchos de los niños que han sido maltratados, o de los que se ha abusado sexualmente, se conviertan a su vez en abusadores o maltratadores. Los profanos presuponen que en buena lógica deberían reaccionar negativamente ante unos hechos que años atrás les causaron daño, pero hemos comprobado que en muchas ocasiones no es así. Por desgracia aún no se han determinado las causas que provocan semejante reacción, pero de hecho se dan incluso en adultos que no tenían conciencia de que habían sido víctimas de malos tratos porque aún carecían de uso de razón. Quizás ello significa que la memoria es anterior al uso de la razón y esa es una línea de investigación en la que se está trabajando en la actualidad...

Permanecí allí, clavado en la butaca y absorto en todo cuanto el hombre que no cesaba de tocarse las gafas decía, hasta que alguien cruzó a mi lado y se dirigió directamente al estrado.

No le presté atención hasta que advertí que ascendía por los cortos escalones e iba a colocarse a la derecha de la mesa presidencial con el fin de inclinarse a observar más de cerca al solitario orador, que, sorprendentemente, daba la impresión de no haberse percatado de su presencia.

Me desconcertó que nadie más que yo pareciese darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, hasta que de improviso descubrí que la persona que había subido por la escalinata y se había acercado a la mesa era Jimena.

En ese preciso momento Bernardo Gil del Rey sufrió un estremecimiento, miró con ojos desvaídos, pero sin ver, a la intrusa, tartamudeó y se quedó en silencio, blanco como el papel y sosteniendo las gafas con mano temblorosa.

Se escuchó un murmullo de sorpresa y alarma.

El juez hizo un esfuerzo por recuperar la voz pero en esos momentos a sus espaldas hizo su aparición Andrea, y aunque resultaba evidente que no podía haberla visto, pareció presentirla, se volvió a medias, lanzó un gemido de dolor y se desplomó sobre la mesa permitiendo que las gafas se le escurrieran de entre los dedos, cayeran al suelo y rodaran por los escalones.

Ya no pude ver más; el público que tenía delante se había puesto en pie al tiempo que media docena de personas se precipitaban en auxilio del orador sacándolo de la sala por una puerta lateral.


—El mérito es tuyo porque si no hubieras acudido con mi madre a esa conferencia no habría acudido yo, y en ese caso nunca hubiera tenido la oportunidad de reconocerle porque existen millones de hombres, y ni siquiera los muertos podemos conocerlos a todos.

—¿Pero estás completamente segura de que es él?

—¿Cómo no iba a estarlo? —replicó como si fuera la pregunta más idiota que nadie pudiera haberle hecho nunca. Y probablemente lo era—. Me torturó y violó hasta cansarse para acabar por estrangularme mientras no cesaba de mirarme musitando que quería ver cómo se me escapaba el alma por la boca. ¿Se puede olvidar a alguien así?

—¡No! ¡Naturalmente que no!

—Tampoco lo olvidó Andrea, que acudió en cuanto la llamé.

Me volví hacia la esquiva criatura que al fin había aceptado aproximarse y que asintió sin la menor sombra de duda.

—Es él... Y también pretendía descubrir cómo se me escapaba el alma por la boca.

—¡Dios mío! Es una pesadilla aún peor de lo que había imaginado; ese hijo de la gran puta es tan astuto que ha conseguido que le pongan al cuidado de los corderos. De ese modo se asegura de que sus crímenes quedarán impunes.

—¿A qué clase de impunidad te refieres? —se alarmó Jimena.

—A la de la justicia ordinaria... Tal como están las cosas, no puedo acusar a la máxima autoridad en la lucha contra los pederastas de ser el más brutal y cruel de todos ellos.

—¿Y por qué no?

—Porque no tengo ni pruebas ni testigos.

—Pero yo te aseguro que es él. Y Andrea también.

—Y no lo pongo en duda, pero estáis muertas.

—¡Ya...! Eso es muy cierto; estamos muertas, y lo que opine un muerto importa menos que lo que opine un gato. Por lo que se ve, desde el momento mismo en que dejamos de respirar dejamos de tener derecho a la justicia.

—Eso no es cierto. La justicia no hace distinciones entre los derechos de los vivos o los muertos; lo que ocurre es que, por mera lógica, podéis ser parte «interesada» en ciertas causas, pero nunca testigos, a no ser, claro está, que hayáis declarado bajo juramento antes de expirar, lo que por desgracia no es vuestro caso.

—¿Pretendes decir con eso que la justicia niega la posibilidad de que exista un alma que continúa manifestándose incluso cuando el cuerpo ha comenzado a descomponerse? —intervino Andrea en una demanda tan directa que no pudo por menos que desconcertarme.

—Supongo que sí...

—Pero eso sería tanto como asegurar que la justicia niega la posibilidad de la vida eterna.

—Visto de ese modo...

—No hay otro modo de verlo. Y negar la existencia del alma y de la vida eterna es tanto como negar la existencia de Dios.

—Eso es ir demasiado lejos. Recuerda que el conjunto de leyes que a la larga componen lo que denominamos «justicia» fueron pensadas y establecidas por unos hombres que no podían ni debían plantearse cuestiones de orden puramente espiritual.

—¿Por qué no?

—Porque se supone que las leyes son iguales para todos, y son muchos los que no creen ni en el alma, ni en la vida eterna, ni en un determinado dios, se llame como se llame.

—Sin embargo...

—¡Escucha, pequeña! —le interrumpí—. No pienso ponerme a discutir temas para los que ninguno de los dos estamos lo suficientemente preparados, y que por si fuera poco contemplamos desde puntos de vista tan dispares como el de una niña muerta y un adulto vivo.

—En eso puede que tengas razón.

—¡Gracias por admitirlo! Y ahora vayamos a lo que importa, porque siempre he supuesto que lo único que ambas deseáis, al igual que yo, es que ese degenerado reciba su castigo. ¿Aún pensáis lo mismo?

—Naturalmente.

—En ese caso vamos a centrarnos en conseguirlo y olvidarnos del resto.

—Nosotras no podemos hacer nada al respecto —puntualizó Jimena Jimeno de inmediato—. Recuerda que carecemos de imaginación.

—¿Por qué?

—Porque la imaginación no es más que una forma de mentir, y siempre has sabido que a los muertos nos está prohibido mentir.

—Sorprendente teoría sin duda: «La imaginación no es más que una forma de mentir» —repetí como para mí mismo—. Tal vez sea cierto y si dispusiera de tiempo me encantaría analizar a fondo tan curioso concepto. ¿O sea que debo ser yo quien encuentre el medio de desenmascarar a ese degenerado?

—Evidentemente.

—Menuda papeleta.

Lo era sin duda alguna; la más difícil que se me había presentado nunca, porque por más que tuviera la certeza de que el intachable e insobornable Bernardo Gil del Rey era la temida y odiada Bestia Perfecta, no existía forma humana de demostrarlo.

Me tomarían por loco.

¿Lo estaba?

A buen seguro que únicamente tres personas lo dudarían: yo mismo, no del todo convencido de mi propia salud mental, y dos pequeñas difuntas.

El resto, millones de individuos honrados y respetables, no dudarían en pedir que me encerraran si se me ocurría la estúpida idea de acusar de asesinato a un respetable juez sin otro argumento que el testimonio de dos irreconocibles cadáveres infantiles.

Decidí, por tanto, no comentar el tema con Bartolomé Cisneros y María Luisa, menos aún con la siempre inestable Alicia, concentrándome en la imposible tarea de buscar el modo de implicar al ex ministro Bernardo Gil del Rey en unos crímenes que se consideraban caso cerrado, visto que un conocido delincuente se había hecho responsable de ellos de forma inequívoca.

¡Mierda!

Necesitaba meditar y hacerlo a solas.

Les supliqué a las niñas que se mantuvieran lejos de la casa durante el largo fin de semana que se avecinaba, y me encerré a estudiar el tema, armado de papel y lápiz como si en verdad se tratara de un problema aritmético de compleja solución.

¡Y tan compleja!

Según los datos que figuraban en las enciclopedias, Bernardo Gil del Rey había nacido en Madrid hacía cincuenta y cuatro años, pertenecía a una acomodada familia de notables juristas y había sido un alumno brillante a todo lo largo de su vida, destacando sobre todo en el campo del derecho y la administración de empresas.

Viudo desde hacía quince años, no tenía hijos, no se encontraba afiliado a ningún partido político pese a haber sido ministro, gozaba de una envidiable reputación tanto profesional como moral y no era dado a las apariciones en público, por lo que se sabía muy poco sobre su vida sentimental desde el día en que murió su esposa.

Notable melómano que no se perdía un concierto o una ópera y gran aficionado a la poesía, había publicado dos pequeños volúmenes de sonetos colaborando asiduamente en los suplementos literarios de diversos periódicos.

En resumen: un ciudadano ejemplar.

Todos esos datos se debían destacar en la columna del «debe», mientras enfrente, en la del «haber», se podía anotar que quien pretendía desenmascararle era un tipo emocionalmente inestable que basaba su argumentación en el testimonio de dos niñas muertas, y que en buena lógica debería residir de modo permanente en un psiquiátrico.

Si, como resultaba evidente, tan solo Bernardo Gil del Rey y yo sabíamos quién era en realidad, las fuerzas no se encontraban en absoluto igualadas.

A media noche del domingo llegué no obstante a una conclusión que se me antojó bastante razonable: yo estaba casi seguro de que, desde la muerte de Roque Centeno, nadie más conocía la verdad sobre la Bestia Perfecta, pero entraba dentro de lo posible que la Bestia Perfecta no estuviera tan segura de que fuera así.

¿Cuáles habían sido sus verdaderas relaciones con el difunto esposo de Erika?

¿Cómo y cuándo se conocieron?

¿Cuánto sabía, o se suponía que podía saber, Roque Centeno sobre su cómplice?

En mi opinión, Centeno tan solo debía haber actuado como brazo ejecutor encargado de raptar a las niñas, pero no existía forma humana de saber hasta qué punto mantenía una estrecha relación con Gil del Rey.

Algo en mi interior me dictaba que aquella bestia depredadora era demasiado inteligente para permitir que un maleante de tres al cuarto pudiera enviarle a la cárcel de por vida, por lo que la relación debía fluir en una sola dirección. No se me antojaba desencaminado suponer que el ex ministro hubiera tenido en un determinado momento fácil acceso al grueso expediente de un sinvergüenza al que tal vez acabó por seleccionar entre los miles de expedientes de los miles de maleantes que pasaban a diario por sus manos.

Si lo que se pretende es encontrar un cómplice para cometer un determinado delito, ¿qué mejor guía que los abarrotados archivos de la policía y los juzgados? Allí debían estar todos, con sus virtudes y sus defectos; con sus puntos fuertes, sus flaquezas y sus «especialidades» en cada rama de la delincuencia como si se tratara de las páginas amarillas de una guía telefónica, incluidas las direcciones particulares.

—¿Fue así como te encontró? —dije en voz alta como si creyera que Roque Centeno podía escucharme—. Dime, maldito cabrón hijo de puta, ¿fue así como te encontró?

No obtuve respuesta puesto que Roque Centeno no era de la clase de difuntos a los que se les hubiera otorgado el don de volver a la Tierra a pedir justicia, y debo reconocer que me avergoncé de un comportamiento que venía a corroborar que me encontraba excesivamente nervioso. A los muertos no se les podía llamar con el fin de hacerles preguntas; era necesario esperar a que acudieran a visitarte cuando se les antojara y te contaran lo que quisieran en el momento en que les apeteciera. Así eran y así había aprendido a aceptarlo.

No obstante, dando por sentado que como difunto aquel macarra no me servía de nada, entraba dentro de lo posible que me sirviera lo que había hecho en vida, o al menos lo que Bernardo Gil del Rey temiera que podía haber hecho. Tirarme un farol en aquella desquiciada y macabra partida de póquer era, a mi modo de entender, la única baza que podía jugar con unas ciertas garantías de éxito.

Telefoneé, por tanto, a Erika con el fin de suplicarle que acudiera a verme en cuanto pudiera tomarse un par de días libres y lo hizo a la semana siguiente, pero puedo decir que me resultó harto difícil hacerle comprender, sin verme en la obligación de contarle la increíble historia de que cuanto sabía lo sabía a través de la confesión de dos niñas muertas, que tenía la casi absoluta certeza de que un famoso juez de intachable reputación era el culpable de la muerte del padre de sus hijas.

—No lo entiendo.

—Ni aspiro a que lo entiendas. Lo único que te pido es que confíes en mí; ese hombre es un pederasta, violador y asesino, y lo único que pretendo es acabar con él de un modo u otro.

—¿Y si te equivocas?

—La responsabilidad será mía. Y de lo que puedes estar segura es de que, si reacciona como espero, significará que no me equivoco. Además, a la menor señal de duda lo dejaré en paz; como comprenderás no tengo el menor interés en cometer una injusticia.

Dudo y sospecho que más que dudas lo que tenía era miedo, pero cuando volví a la carga recordándole que estábamos refiriéndonos a alguien que tal vez intentaría hacer daño a sus hijas de la misma manera que se lo había causado a otras niñas acabó por claudicar.

—¿Qué quieres que haga exactamente?

—Telefonearle, presentándote como lo que en realidad eres, la viuda de Roque Centeno, e informarle de que has encontrado pruebas entre los papeles de tu marido que te hacen suponer que en realidad no cometió los crímenes de los que se autoinculpó, sino que al parecer le presionaron amenazando con matar a sus hijas, por lo que sospechas que el verdadero culpable es alguien muy importante que continúa en libertad.

—Ante algo de tanta envergadura lo lógico es que me pida que lo ponga en conocimiento de la policía.

—¡Evidentemente! En ese caso le respondes que no confías en la policía porque los documentos de Roque hacen referencia a que un alto cargo de esa misma policía está implicado en el tema, ya que todo demuestra que tenía acceso a sus archivos. Insiste en que esa es la razón por la que has preferido hablar directamente con él, que te merece mucha más confianza; al fin y al cabo es quien dirige todas las operaciones referentes a las actividades de los pederastas, y en el caso del tal Koriolano dio muestras de su eficacia.

—¿Y supones que se lo creerá?

—Si es culpable se lo creerá porque ningún criminal puede estar nunca absolutamente seguro de no haber dejado cabos sueltos. Se pondrá nervioso y necesitará averiguar cuáles son esos cabos con el fin de atarlos definitivamente. De lo contrario nunca podría dormir tranquilo.

—En eso puede que tengas razón. Alguien que comete semejantes salvajadas nunca puede dormir tranquilo.

—El principal enemigo de un ser humano es siempre su conciencia, aunque se trate, como en este caso, de alguien que carece de conciencia. No estamos hablando de «remordimientos» tal como la mayoría de nosotros entendemos el término, sino de «saber» que se ha hecho algo terrible y que puede acabar por pasarnos factura.

—Y en este caso se trata de una factura muy abultada. No tanto por lo que respecta a Roque, que por desgracia y a mi pesar era algo que se había buscado, sino por lo que se refiere a esas pobres criaturas que pensándolo bien he llegado a la conclusión de que probablemente no son sus únicas víctimas... Haré lo que me pides con una única condición.

—Lo que tú digas.

—Prométeme que si me ocurre algo te ocuparás de mis hijas.

—Como si fueran mías.


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