Volví a buscar un cibercafé...
Volví a buscar un cibercafé cualquiera para introducirme en la página de la Bestia Perfecta que ahora se encontraba vacía, y utilizar todos los conocimientos de informática que había aprendido durante los últimos meses hasta conseguir «colgar» la fotografía, naturalmente trucada, de una niña rubia de unos trece años, desnuda y con los ojos dilatados por el terror.
Ni los muertos me quieren entre ellos.
De nuevo estoy aquí con más ansias que nunca.
Este que veis es mi nuevo regalo,
el más dulce, quizás, el más sabroso.
Tan solo tenía un defecto que le costó la vida:
se convirtió en mujer antes de tiempo.
¿Quién querría a una mujer cuando aún existen niñas?
¿Quién aspira a las sobras de un banquete?
¿Quién prefiere la podredumbre a la inocencia?
¿Quién el suspiro de placer al grito desgarrado?
No yo.
Ni tampoco vosotros, que me continuáis siendo fieles.
De nuevo estoy aquí.
Y os haré estremecer de placer con la grandeza de mi obra.
LA BESTIA PERFECTA
Tan solo quedaba esperar y confiar en que mi visitante nocturno tuviera razón y la egolatría de mi enemigo fuera mayor que su prudencia. Una semana tardó en llegar la respuesta que esperaba:
La Bestia Perfecta ha muerto.
Se suicidó en el interior de su coche hace ya meses.
Disfruté haciéndole esperar tres días:
Eso es lo que quería que creyeran.
Pero sigo vivo y con más hambre de carne joven que nunca.
Pronto os ofreceré otra hermosa sorpresa.
¡Permaneced atentos! Sabéis bien que nunca defraudo.
LA BESTIA PERFECTA
¿Qué piensa alguien, tan pagado de sí mismo, cuando descubre que un advenedizo intenta ocupar su lugar?
Poco importa que semejante lugar sea un trono de auténtica inmundicia; al fin y al cabo es un trono por el que ha luchado a base de cometer los más execrables crímenes.
La auténtica Bestia Perfecta debía estar furiosa.
Y doblemente furiosa al comprender que lo que consideraba un astuto truco, hacer que otro cargara con sus culpas, no había dado resultado.
¿Quién era yo?
¿De dónde sacaba una información que únicamente los muertos conocían?
¿Por qué razón había decidido de pronto suplantarle?
¿Qué conseguía poniéndome en peligro?
Estoy convencido de que un sinfín de preguntas cruzarían por su mente en aquellos momentos, y sabido es que la duda es el principal enemigo de todo ser humano inteligente.
Insisto en que quien cree haber dominado una determinada situación durante largo tiempo no soporta que esta se le pueda ir de las manos sin experimentar una profunda frustración, más aún cuando al poco tiempo apareció un nuevo e inesperado mensaje en la red de alguien con el que ni él ni yo contábamos:
Nunca he querido intervenir limitándome a ser un testigo agradecido
por las muchas horas de increíble placer que se me han proporcionado,
pero empiezo a no entender nada de cuanto ocurre, aparte de que
sospecho que la última fotografía es un burdo montaje.
¿A qué estáis jugando?
KORIOLANO
La intervención de un absoluto desconocido venía a complicar aún más las cosas y al día siguiente llegó la respuesta.
Sin duda es un montaje, porque el que ahora se hace pasar por
la Bestia Perfecta no es más que un impostor.
Me consta que él nunca hubiera actuado así.
Todo el material que proporcionó era auténtico.
Decidí echar más leña al fuego:
¿Cómo lo sabes si nunca me has conocido y aseguras que he muerto?
¿Acaso estabas presente cuando violé a esas niñas?
Roque Centeno no era más que un estúpido que trabajó para mí
hasta que decidí que resultaba más útil muerto que vivo.
LA BESTIA PERFECTA
El llamado Koriolano pareció dar por concluida la discusión:
No sois más que un par de cretinos enfrascados en un juego dialéctico
que me aburre, y lo único que conseguirá es mandaros a la cárcel.
Por lo que a mí respecta, podéis iros a la mierda.
Si no sois capaces de proporcionar material nuevo me ocuparé yo.
Y será en vivo y en directo, sin posibilidad de fraude.
Aquella era, a mi modo de entender las cosas, una gran victoria, visto que a la auténtica Bestia Perfecta se le revelaba uno de sus incondicionales, y serían muchos los que acabarían pasándose a las filas del tal Koriolano si cumplía su promesa de proporcionarles «material» de primera mano «en vivo y en directo».
¿Qué se siente cuando todo lo que se ha conseguido tras años de esfuerzo se derrumba sin que se alcance a entender las razones?
Aquel hijo de mala madre se había empeñado en levantar un imperio de impunidad, soberbia e infinita maldad del que evidentemente se sentía orgulloso, pero de pronto advertía que se venía abajo como si las termitas estuvieran royendo las paredes de un castillo que siempre consideró de piedra pero que le estaban resultando de madera.
¡No era posible! ¡Pretendían destronarle!
¿Pero quién, y por qué?
Debía saber a ciencia cierta que tan solo sus víctimas estaban en disposición de acosarle, pero en buena lógica su mente no concebía que lo estuvieran haciendo desde la tumba, ya que es cosa más que sabida que los muertos no hablan. De aceptar que hablaban tendría que aceptar que se estaba volviendo loco y a mi modo de ver la Bestia Perfecta era un hombre demasiado seguro de sí mismo como para imaginar siquiera tal posibilidad.
¿Pero qué otra posibilidad existía?
Me envió un nuevo mensaje:
¿Qué es lo que quieres?
Mi respuesta debió de enfurecerle aún más:
A ti por negar que soy La Bestia Perfecta.
Te encontraré, te violaré y colgaré la foto de tu cadáver
en la red pese a que a nadie le excite tu sucio y viejo
culo ensangrentado.
De nuevo intervino Koriolano y no cabe duda de que no carecía de un cierto y macabro sentido del humor:
No contaminéis esta hermosa página con un viejo
culo, ensangrentado o no. Ni con nuevos cadáveres.
Lo único que proporcionaré a quienes me sigan será
pasión y belleza. La Bestia Perfecta ha muerto.
¡VIVA KORIOLANO!
O yo aún no sabía nada acerca de mi enemigo, o aquello era más de lo que estaba dispuesto a soportar porque no solo le estaban desbancando sino que además le amenazaban y se burlaban de él.
Me pregunté si al fin se decidiría a confesar que había engañado a sus seguidores haciéndoles creer que había muerto. En buena lógica un auténtico líder no podía permitirse el lujo de decepcionar de ese modo a sus fieles, sobre todo tras haber comprobado que ya habían hecho su aparición sus «herederos». La única opción que le quedaba era guardar silencio y tragar bilis.
A estas alturas debo admitir que aquel absurdo «juego dialéctico» me divertía aunque me viera obligado a admitir que no avanzaba gran cosa a la hora de intentar acabar con un asesino violador de niñas.
Lo que tenía que hacer, en lugar de hablar tanto, era sacarlo de la tenebrosa red en que había conseguido ocultarse y en la que no quería que siguiera refugiándose eternamente.
En cierto modo nuestros choques constituían casi un combate de «realidad virtual» semejante a los que tanto apasionan a los chavales, que disfrutan matando unos horrendos monstruos que resucitan una y otra vez hasta que se aprieta un botón y la pantalla funde en negro.
A veces tengo la sensación de que un gran número de seres humanos se están convirtiendo en una especie de prolongación de los ordenadores, eligiendo vivir en un ciberespacio en el que se sienten más seguros que en un mundo real que cada día les resulta más hostil y desolado. Los hay que incluso se enamoran y mantienen relaciones sexuales a través de una pantalla aun a sabiendas de que lo que les está contando su interlocutor es falso, al igual que son falsas la mayor parte de las imágenes que les envían. La gran ventaja respecto a la vida real es que la vida real nunca ofrece la oportunidad de apretar una tecla y desconectarse hasta que se desee regresar sin que nada ni nadie obligue a ello.
Todo lo bueno y todo lo malo, toda la historia y todos los conocimientos, juegos incluidos, se ocultan en estos momentos en las tripas de un módulo de apenas medio metro de altura, y el hecho de obligar a que se proyecte en una pantalla fascina cada día a más personas que en un instante pueden trasladarse al corazón de una ciudad lejana, a un fabuloso museo londinense o una espesa selva. Música, cine, libros, documentales o hermosas mujeres surgen de la nada como por arte de magia, pero de igual modo puede emerger el horror de las imágenes de niñas violadas y asesinadas porque no existe nada, nada en absoluto, que un ser humano haya sido capaz de crear, que otro ser humano no sea capaz de corromper.
Acurrucado entre la nevera y el aparador, apenas se le veían más que las piernas, unos enormes zapatos manchados de barro y una grasienta gorra de color indefinido que le caía sobre los ojos. Resultaba evidente que intentaba esconderse por mucho que tuviera constancia de que yo le había visto desde el momento mismo en que puse a calentar la leche y las tostadas. Permití que continuara allí, mientras desayunaba echándole un vistazo al periódico pero sin hacerle el menor caso, sabiendo como sabía por una larga experiencia que si quería explicarme la razón de su visita lo haría cuando le apeteciera, y si no quería hacerlo de nada valía intentarlo.
Algunos muertos son así, «gente de paso». En cierta ocasión, una señora escuálida se pasó una semana despatarrada en un sofá, haciendo calceta, pero cuando terminó la manga del jersey que tenía entre manos desapareció y hasta la fecha. Los que así se comportan suelen ser difuntos indecisos sobre la validez de las demandas que habían decidido presentar, o simples desorientados que necesitan tiempo hasta hacerse a la idea de que se encuentran en otra dimensión y ya no tienen a quién regalarle el jersey que están tejiendo.
Casi llegué a olvidarme del intruso, inmerso como me encontraba en la lectura de la crítica de una película, cuando de pronto comentó con una vocecita impropia de un hombre de su complexión y estatura:
—Ese soy yo.
Incliné ligeramente el periódico con el fin de observarle e inquirir:
—¿Qué has dicho?
—Que ese soy yo —repitió en el mismo tono.
Le di la vuelta al diario, contemplé la fotografía en que aparecía un hombre con un niño en brazos, e intenté comparar su rostro con mi visitante, al que apenas se le veían más que los ojos, y que se limitó a inquirir:
—¿Qué dice?
Leí en voz alta, admito que en cierto modo impresionado:
—El asesino de cinco niñas en la escuela amish dejó una nota escrita en la que aseguraba que lo hacía «porque estaba enfadado con Dios». —Le observé con renovada atención—: ¿Realmente eres tú?
—Lo soy.
—¿Y es cierto?
—Lo es. Estaba muy enfadado con Dios.
—No me refiero a eso; me refiero a si es cierto que asesinaste a cinco niñas.
—No lo sé... —se limitó a responder casi como un autómata—. Disparé contra varias pero ignoro cuántas murieron.
—¡Por Dios! ¿Qué culpa tenían esas pobres criaturas?
—Pretendían que las violara, pero yo me resistí.
—¡¿Cómo has dicho?!
—Que eran unas puercas que querían que las violara; a las niñas les gusta que yo las viole, pero no quería hacerlo más. Por eso las maté.
—Sin embargo aquí dice que irrumpiste armado en una escuela de la secta amish, que tienen fama de ser la gente más pacífica del mundo, echaste por la fuerza a las profesoras y a los niños, esposaste a las niñas y cuando al cabo de varias horas la policía te acorraló disparaste contra ellas y te suicidaste.
—Mienten. No fue así.
—¿No fue así? ¿Entonces cómo fue?
—Las niñas lo organizaron todo, me mandaron llamar y las cosas se complicaron cuando me negué a hacer lo que pedían.
—¿Sabes una cosa? Como sé por experiencia que los muertos no pueden mentir, tan solo pueden ocurrir dos cosas: o no estás muerto, o tan loco que realmente te crees lo que estás diciendo.
—Estoy muerto. E insisto en que esa es la única verdad: ellas lo organizaron todo.
Por si no me bastara con el absurdo hecho de que de tanto en tanto acudieran a visitarme los difuntos, ahora tenía que enfrentarme al disparatado hecho de tener que lidiar con uno que además de muerto estaba loco.
Al analizar la noticia del periódico se llegaba a la conclusión de que no cabía la menor duda de que quien era capaz de perpetrar semejante matanza era un peligroso perturbado, pero nunca se me había pasado por la cabeza la idea de que una enfermedad mental de tan terribles proporciones pudiera prolongarse hasta más allá de la tumba.
¿Y por qué no?
Si te entierran alto o bajo, gordo o flaco, joven o viejo, es de suponer que de igual modo te enterrarán enfermo o asesinado, loco o cuerdo.
¿Pero cómo intentar dialogar con un chiflado que se había suicidado pero parecía convencido de que un grupo de inocentes chiquillas pretendían que las violara por la fuerza?
El lechero Charles Carl Roberts había confesado recientemente que deseaba vengar la muerte de un bebé prematuro que había dado a luz su mujer nueve años atrás. También había comentado a algunos amigos y familiares que vivía atormentado porque continuamente le asaltaba la idea de que había abusado de varias niñas siendo un adolescente. No obstante, carecía de antecedentes penales y las niñas a las que se refería negaron los hechos. También se ha sabido que Roberts había elegido el colegio porque lo consideraba «un blanco fácil» ya que carecía de electricidad y teléfono.
La nota de prensa se extendía en detalles que demostraban que el siniestro personaje encajonado entre la nevera y el aparador de mi cocina lo había calculado todo con desconcertante minuciosidad y sangre fría.
Al contemplarle allí acurrucado me recordaba la foto de una momia inca que había visto en la portada de una revista, y al comprender que parecía haberse ausentado inquirí:
—¿Qué es lo que quieres de mí?
Tardó mucho en responder y al fin su voz surgió como de entre las piernas.
—No lo sé.
—En ese caso, ¿qué haces aquí?
—Tampoco lo sé.
—¡Pues sí que estamos buenos! ¿No tienes otro lugar adonde ir?
—Aquí estoy bien.
Apoyó la frente en las rodillas y se sumió en una especie de letargo, por lo que al cabo de un rato llegué a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era dejarle allí, como si se hubiera convertido en una parte del mobiliario. Había aprendido tiempo atrás que ciertos difuntos son como niños caprichosos o animalitos que actúan por una especie de instinto que no nos es dado entender a los que aún respiramos.
Subí a mi despacho, me conecté a internet y busqué toda la información que pudiera existir sobre el caso.
No era mucha; por lo visto, el tal Charles Carl Roberts había sido una persona absolutamente normal, buen padre y buen marido, hasta que tomó la insólita e inesperada decisión de convertirse en asesino múltiple. Ni siquiera su esposa, con la que al parecer no había tenido nunca una discusión o una palabra más alta que la otra, podía explicarse la razón por la que había cambiado de actitud de forma tan radical.
No pude por menos que preguntarme si la locura podía presentarse de pronto, como un cáncer o un simple catarro, sin haber mostrado con anterioridad signo alguno que hiciera sospechar su existencia. Sin saber por qué, siempre había supuesto que el deterioro mental debía hacer su aparición de un modo lento y paulatino para ir apoderándose poco a poco de la mente hasta desembocar en una crisis en la que podía ocurrir cualquier cosa... ¡Pero aquello! Que alguien en apariencia normal se convirtiera en maníaco asesino de la noche a la mañana se me antojaba increíble pese a que en mi cocina se encontrara lo poco que quedaba de un simple lechero que de improviso se había transformado en un monstruo sin que al parecer él mismo conociera la auténtica razón de semejante cambio.
El cerebro humano es la más sofisticada y perfecta de las máquinas, pero al propio tiempo, o quizá por esa misma razón, en ocasiones se convierte en la más indescifrable.
La incapacidad de los difuntos para mentir me había permitido conocer cómo eran ciertos seres humanos cuando carecían de un sistema de defensa con el que solemos proteger nuestra intimidad, pero lo que había descubierto no siempre me había satisfecho, hasta el punto de que llegué a la dolorosa conclusión de que si se nos despojara del don de fingir el mundo se convertiría en un infierno.
Años atrás había leído una curiosa novela en la que por alguna extraña razón, que no recuerdo, un tranquilo y pacífico pueblo sufría de improviso lo que podría considerarse una invencible epidemia de sinceridad, lo que acababa con la convivencia entre íntimos amigos e incluso entre padres e hijos. La conclusión a la que el autor llegaba era muy sencilla: por mucho que se la alabe y se ondee como bandera, la verdad no siempre es buena porque la mayoría de los seres humanos suele preferir una dulce mentira.
A veces he llegado a plantearme qué clase de verdades sobre mí preferiría no conocer, y me asusta comprobar que son demasiadas. El hábito de mentir llega a tales extremos que con frecuencia nos mentimos a nosotros mismos sin atrevernos a aceptar que lo estamos haciendo a conciencia.