—Cuando le conocí...






—Cuando le conocí estaba convencida de que había encontrado al príncipe azul que muchas muchachas de mi país soñamos; moreno, guapo, atlético, inteligente, generoso, simpático y, sobre todo, terriblemente apasionado. —Sus labios perfectos perdieron su perfección al cerrarse en un desagradable rictus de amargura para añadir al poco—: Caí en sus brazos sin importarme más que el rosario de orgasmos que me provocaba a todas horas, hasta que un buen día me di cuenta de que me encontraba embarazada justo cuando acababan de condenarle a pasar dos años en la cárcel por vender un edificio que no era suyo.

Erika Klose era aún una mujer lo suficientemente atractiva como para que no se pudiera dudar de que catorce o quince años atrás debió de ser una de esas bellezas nórdicas que suelen aparecer en las portadas de las revistas de moda y las vallas publicitarias de los grandes almacenes, pero su rostro mostraba ya no las clásicas huellas del tiempo, sino más bien las amargas huellas que la vida suele dejar en aquellos seres a los que se complace en maltratar.

—Lo lógico hubiera sido que en el momento en que nació Ingrid me hubiera vuelto a Múnich, pero no existe nada menos lógico que una persona enamorada y, por desgracia, yo lo estaba hasta el punto de no darme cuenta de que Roque era de ese tipo de hombres que destruyen cuanto tocan.

La escuchaba en silencio, sin poder apartar los ojos de su cansado rostro mientras permanecía con la vista clavada en la autopista por la que cruzaba en esos momentos una docena de rugientes camiones.

—No sé por qué razón las mujeres, por muy inteligentes que seamos, y yo no me considero ninguna estúpida, estamos convencidas de que a la larga podremos cambiar al hombre que amamos, sin darnos cuenta de que en realidad son ellos quienes nos cambian sin tan siquiera intentarlo... —Lanzó un hondo suspiro que más bien podía interpretarse como la aceptación de su propia ingenuidad—. Salió de la cárcel, juró reformarse, me hizo una segunda hija, y antes de que naciera ya estaba de nuevo entre rejas.

—¿Qué había hecho esta vez?

—Mejor pregunte qué no había hecho, porque lo cierto es que no existe nada ilegal en lo que Roque no estuviera dispuesto a involucrarse con tal de conseguir un dinero que a la noche siguiente se dejaba arrebatar en una mesa de póquer por una pandilla de jugadores de ventaja.

—¿Incluido el asesinato?

—Por lo visto sí.

—No le pregunto «por lo visto», sino por lo que usted cree. ¿Alguna vez se le pasó por la mente que su marido pudiera ser un pederasta, violador y asesino de niñas?

—¡Ni por lo más remoto! Era un ludópata ladrón, estafador, chantajista, extorsionador, mentiroso y borrachín, pero de algo estoy absolutamente segura: jamás le pondría las manos encima a una niña de la edad de sus hijas.

—En ese caso, ¿cómo se explica lo de su confesión?

—No me lo explico.

—¿No se lo explica, o no se lo cree?

—Ni me lo explico, ni me lo creo. Nadie convive catorce años con otra persona, es capaz de aceptar todos sus vicios, y no darse cuenta de algo tan aberrante. Tan solo un impotente necesita violar a una niña para excitarse, y le juro por mi vida que Roque era cualquier cosa menos impotente. Le bastaba con una simple insinuación para ponerse a punto. Jugaba a todas horas con sus hijas y jamás, escúcheme bien, ¡jamás!, advertí el menor gesto que no fuera el de auténtico amor de padre.

—¿En ese caso qué pudo ser lo que le ocurrió para que redactara de su puño y letra tan demoledora confesión? Porque la policía asegura que no hay duda sobre su autoría.

—Y no hay la menor duda. El juez me entregó una fotocopia del documento y conozco muy bien su letra; sin embargo, hay dos cosas que me llaman la atención.

—¿Que son?

—La primera, la forma en que está escrita; es, ¿cómo le diría yo?, demasiado correcta. Roque no hablaba así, y pese a que fuera abogado y se hubiera pasado media vida en los juzgados, no como defensor sino como acusado y «la práctica» le había permitido aprender mucho sobre leyes, no solía emplear unos términos, digamos, tan «apropiados».

—¿Y la segunda?

—Tal vez sea una estupidez —dijo—. Pero tal vez no. Al comienzo, escribe: «Yo, el abajo firmante, Roque Centeno, reconozco haber secuestrado, violado y asesinado...», etc. Pero es muy curioso; escribe «Cente no», dejando un espacio entre las dos primeras sílabas y la última, lo cual, que yo recuerde, no había hecho nunca al escribir su nombre. Eso le da un nuevo sentido a la frase. «Yo, Roque Cente, no reconozco haber secuestrado...», etc. ¿Entiende lo que le quiero decir?

—Lo intento, aunque se me antoja un tanto infantil y rebuscado... —Me vi obligado a reconocerme en verdad incrédulo ante la posibilidad de que un deleznable personaje hubiera sido capaz de tergiversar de un modo tan burdo su declaración de culpabilidad.

—Tenga presente que Roque siempre fue un hábil estafador al que le bastaba con cambiar de sitio un punto o una coma para cobrar un cheque falso o variar por completo el sentido de una frase. Era su oficio y quiero creer que en el último momento me envió ese casi imperceptible mensaje a sabiendas de que sería la única capaz de interpretarlo.

—Lo sigo considerando una tontería, pero no soy quién para opinar... ¿Qué piensa hacer al respecto?

Me observó absolutamente perpleja, como si la considerara la pregunta más idiota del mundo.

—¿Y qué quiere que haga? ¿Acaso se le ocurre que con tan ridícula prueba puedo convencer a nadie de su inocencia? El caso está cerrado, y para lo único que me sirve lo que le he contado es para tratar de convencerme a mí misma de que el padre de mis hijas no fue un asesino y violador sin entrañas.

—Si también le sirve de algo le confesaré que yo tampoco lo creo; tanto es así, que es por eso por lo que estoy aquí.

—¿Y qué es lo que pretende?

—Confirmar la teoría de que Roque Centeno podía ser muchas cosas, pero no un pederasta, que es lo que en definitiva ha dado el caso por cerrado. A mi modo de ver, detrás de todo esto hay alguien más; el auténtico culpable, que es el que en verdad me interesa.

—Pero usted no es policía... ¿o sí? —Ante mi muda negativa insistió—: ¿Entonces por qué lo hace?

—Motivos personales. Soy amigo de la madre de una de las niñas asesinadas.

—¿Amigo íntimo? Perdone, no es de mi incumbencia. Aparte de que considero que no hace falta tener ningún motivo especial para tratar de averiguar quién ha sido capaz de cometer unos crímenes tan espantosos. Mis hijas son aproximadamente de la edad de esas niñas.

Necesité un tiempo para decidirme a decir lo que pensaba, a punto estuve de no hacerlo, pero al fin consideré que si no hablaba tal vez tuviera que arrepentirme, y mucho, más adelante.

—Quisiera pedirle un favor... Me gustaría que durante una temporada se marcharan a un lugar donde nadie la conozca.

—¿Por qué?

—Por simple precaución. De lo que estoy absolutamente seguro es de que el verdadero culpable mantenía algún tipo de relación con su marido, y debía saber por tanto que tenía dos hijas de edades y aspecto similares a las que tanto le atraen. Semejante psicópata, porque sin duda lo es, tal vez considere el colmo de la sofisticación violar y asesinar a las hijas de un antiguo colaborador.

—¿Realmente lo considera un «colaborador»?

—Me temo que sí; y lo que es aún peor, «un colaborador necesario».

—¡Dios mío! Después de eso, ¿quién me va a poder decir que el amor es un sentimiento hermoso? La mayor parte de las veces el maldito amor nos destroza la vida; si no me hubiera enamorado de semejante macarra habría seguido siendo una modelo fotográfica magníficamente pagada hasta el día en que me hubiera casado con un millonario que lo único que me hubiera pedido es que me abriera de piernas de vez en cuando y saliera muy guapa en las fotos. En vez de eso, he tenido que sufrir todas las penas del infierno y ahora usted me pide que abandone mi casa porque corro el peligro de que asesinen a mis hijas.

—Tan solo es una medida de seguridad temporal; lo más probable es que esté exagerando porque admito que todo esto me está volviendo un tanto paranoico.

—Pues no cabe duda que ese tipo de paranoia debe ser contagiosa porque está consiguiendo aterrorizarme... Mis hijas son todo lo que me queda.

—En ese caso lo mejor que puede hacer es llevárselas de aquí... ¿Necesita dinero?

Me miró de reojo, como si fuera un marciano que acababa de bajar de un platillo volante.

—¡Qué cosas pregunta! ¿Qué cree que me dejó Roque además de deudas de juego? Tengo un miserable empleo de vendedora en una boutique y con lo que gano apenas consigo sacar a las niñas adelante, pero si me voy de Marbella no sé de qué demonios voy a vivir. Después de parir dos veces ya no soy lo que era.

—Le proporcionaré los medios para que puedan pasar una temporada «de vacaciones» en algún lugar discreto, pero necesito que recuerde si su marido le habló de alguien con quien mantuviera alguna relación poco corriente en estos últimos tiempos.

Negó segura de sí misma.

—Desde hace tres años apenas nos veíamos. Únicamente cuando venía a recoger a las niñas, y nunca me hablaba de lo que hacía, entre otras cosas porque sabía que no me gustaba que lo hiciera. Jamás, a todo lo largo de nuestra vida en común, mencionó un solo trabajo decente o un proyecto que no estuviera encaminado a engañar a alguien, y por lo tanto yo prefería no saber nada al respecto.

—Debe resultar muy difícil convivir con alguien así...

—¡No lo sabe usted bien! Sobre todo cuando se le quiere. Llegó un momento en que cuando más tranquila me sentía era cuando lo metían en la cárcel porque al menos sabía que no estaba planeando algo peor de lo que ya había hecho y por lo que pudieran acabar matándole. Y al final acabaron matándole.

—¿Y no tiene ni idea de quién pudo ser?

—¡En absoluto! Y es más, no me interesa, a no ser que se trate de un pederasta que pueda poner en peligro a mis hijas. Mal que me pese aceptarlo, fui tan estúpida como para enamorarme como una mema de un hombre que era carne de horca.

—Nadie manda en el corazón.

—¡No diga gilipolleces! No se trata de un asunto del corazón; es un asunto del coño. Y eso es lo que más daño me hace; la cabeza y el corazón me ordenaban cada día que lo abandonara, pero mi coño lo reclamaba cada noche. ¿Tiene una idea de lo que significa pasarse el resto de la vida avergonzándose por el hecho de no haber sido capaz de contener aquellas ansias de que me cogiera por la cintura y me arrojara sobre la cama? Mi obligación era pensar en mis hijas y en el daño que aquella situación les estaba haciendo, pero no me escuché a mí misma y al fin llegamos a esto... ¿Dónde cree que podemos escondernos?


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