9 GRANDEZAS DE LA MISERIA

Mientras el camión con su fúnebre huésped permaneció estacionado junto a la vereda del Servicio de Inteligencia, el Coronel no pudo pegar un ojo. Ordenó que se apostaran guardias día y noche y que se limpiaran los rastros de flores y de velas. Buscó en los diarios de la tarde algún relato sobre los estragos del incendio que le había impedido dejar a Evita entre las cisternas del palacio de las aguas: no encontró una sola palabra. Había ardido un depósito de aceites y de grasas, pero tres kilómetros al sur de Obras Sanitarias. ¿Qué sucedía con la realidad? ¿Era posible que ciertos hechos existieran para algunas personas y fueran invisibles para las otras? El Coronel no sabía cómo sosegar su cuerpo. A veces caminaba taciturno por los pasillos del Servicio y se detenía ante los escritorios de los suboficiales, mirándolos con fijeza. O bien se encerraba en la oficina a dibujar cúpulas de ciudades fantasmas. Tenía miedo de perder todo si se dejaba llevar por el sueño. No podía cerrar los ojos. El insomnio era también su incendio.


Al caer la noche del primer día, los relevos de la guardia descubrieron una margarita en el radiador del camión.

Los oficiales salieron a verla y dedujeron que la flor se les había pasado por alto en la inspección matutina. Nadie habría podido enredarla en la rejilla del radiador sin ser advertido. El ir y venir de los transeúntes era incesante; los guardias no apartaban los ojos del vehículo. Y sin embargo, no habían reparado en la margarita de largo tallo, con la corola henchida de polen.

Otra sorpresa sobrevino al amanecer siguiente. Sobre la calle, bajo los estribos del camión, ardían dos velas altas, torneadas. Las apagaba la brisa y la llama renacía sola tras una rápida chispa. El Coronel ordeno que las retiraran en seguida pero, ya entrada la noche, había otra vez flores esparcidas bajo el chasis, junto a un racimo de candelas que exhalaban luces apenas visibles, como deseos. Junto a la caja se arremolinaban unos toscos volantes mimeografiados, con una leyenda explícita: Comando de la Venganza. Y al pie: Devuelvan a Evita. Déjenla en paz.

Es una advertencia; se aproxima el combate, pensó el Coronel. El enemigo podía quitarle el cadáver esa misma noche, en sus narices. Si sucedía, iba a tener que matarse. El mundo se le caería encima. Ya el presidente de la república había preguntado: «¿La enterraron por fin?». Y el Coronel sólo le pudo decir: «Señor, aún no tenemos la respuesta». «No tarden más», había insistido el presidente. «Llévenla al cementerio de Monte Grande». Pero no se podía hacer eso. En Monte Grande era precisamente donde los enemigos irían a buscarla.

Decidió que esa noche iba a custodiar él mismo el ataúd. Se tendería dentro de la caja del camión, sobre una frazada de campaña. Ordenaría al mayor Arancibia, el Loco, que lo acompañara. Apenas unas cuantas horas, se dijo. Sentía miedo. ¿Qué importaba eso, mientras nadie lo supiera? No era miedo a la muerte sino a la suerte: miedo a no saber desde qué orilla de la oscuridad le caería el relámpago de la desgracia.

Distribuyó las guardias de tal modo que ya ningún azar pudiera filtrarse: dejó un hombre en la cabina del camión, al volante; dos vigías en la vereda de enfrente, vestidos de civil; dos más en las esquinas; uno debajo del chasis, acostado entre las ruedas. Ordenó que uno de los oficiales, apostado en las ventanas, observara el área con binoculares y describiera todo movimiento inusual. Las guardias debían relevarse cada tres horas, a partir de las nueve de la noche. Los hechos equivocados tienen un límite, se repetía el Coronel. Nunca suceden por segunda vez.


Era poco más de medianoche cuando el Loco y él se instalaron en el camión. Vestían uniformes de fajina. El vago presentimiento de que combatirían antes del amanecer los dejaba limpios de toda idea que no fuera la hueca, desolada idea de la espera. «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos», había leído el Coronel en alguna parte. ¿Los ojos de quién? Lo más penoso de la espera era desconocer al enemigo. Cualquiera podía llegar desde la nada y hacerles frente. Hasta en el fondo de ellos mismos se preparaba, quizás, un adversario secreto. El Loco llevaba las Ballester Molina con las que había fusilado a cientos de perros. Moori Koenig tenía, como siempre, su Colt. Adentro de la caja del camión, en el denso aire viciado, flotaban tenues aromas de flores. No se oían los ruidos de la calle: sólo el jadeo del tiempo, yendo hacia adelante. Se tendieron, callados, en la oscuridad. Al cabo de un rato, oyeron un zumbido hiriente, agudo, que parecía ir cortando el silencio con su filo.

– Son abejas -adivinó el Coronel-. Las atrae el olor de las flores.

– No hay flores -observó Arancibia.

Buscaron las abejas en vano, hasta que regresó el silencio. Cada tanto, se dirigían preguntas inútiles, sólo para oír la voz del otro. Ninguno se animaba a dormir. El sueño les rozaba la conciencia y se retiraba, como una nube cansada. Oyeron el primer relevo de los guardias. A intervalos, el Coronel daba tres golpes en el piso del camión y alguien -el hombre tendido bajo el chasis- respondía con tres golpes iguales.

– ¿Siente? -dijo de pronto el Loco.

El Coronel se enderezó. El silencio estaba en todas partes, desperezándose en el espacio sin fin de la oscuridad.

– No hay nada.

– Siéntala. Se está moviendo.

– No hay nada -repitió el Coronel.

– Las que enterramos eran las copias -dijo el Loco-. Ésta es Ella, la Yegua. Me di cuenta enseguida, por el olor.

– Todos huelen: el cadáver, las copias. A todos los han tratado con químicos.

– No. Este cuerpo respira. Tal vez el embalsamador le metió algo en las vísceras, para que se oxigene. A lo mejor tiene un micrófono.

– No es posible. Los médicos del gobierno vieron las radiografías. La difunta está intacta, como una persona viva. Pero no está viva. No puede respirar.

– Entonces, ¿es ella?

– Qué sé yo -dijo el Coronel-. Enterramos los cuerpos al azar.

– Oiga, otra vez. Ahí está. Oiga su aliento -insistió el Loco.

Si se aguzaba el oído, fluían ruidos como de sueño: coros de monjes en la lejanía, crepitaciones de hojas secas, el aleteo de un pájaro remando contra el viento.

– Es el aire, abajo -dijo el Coronel.

Con el mango de la bayoneta dio tres golpes en el piso, variando el ritmo: dos redobles rápidos, de tambor. Y luego de esperar unos segundos, otro golpe largo, desafiante. El hombre que estaba tendido bajo el chasis le respondió con cadencias iguales. Era la contraseña.

Una vez más se quedaron inmóviles, oliendo los residuos agrios del tiempo que pasaba. La oscuridad se iba devorando a sí misma y ahondándose en su caverna de topo. Sudaban, por la tensión de la batalla inminente. ¿Habría una batalla? La voz del Loco saltó como una chispa:

– Me parece que la Yegua no está, mi coronel. Creo que se ha ido.

– Déjese de macanas, Arancibia.

– Hace rato que no la oigo.

– Nunca la oyó. Eran alucinaciones. Cálmese.

La ansiedad del Loco iba de un Lado a otro del camión. Se la sentía tropezar con los bancos y las lonas.

– ¿Por qué no vemos si todavía sigue ahí, mi coronel? -propuso-. Esa mujer es rara. Puede hacer cualquier cosa. Siempre fue rara.

Pensó que tal vez Arancibia tuviera razón, pero no podía reconocerlo. Claro que es rara, se dijo. En una sola noche, yaciendo, sin mover un dedo, había sacado de su quicio quién sabe cuántas vidas. Ya ni siquiera él seguía siendo el mismo, como había dicho el capitán de navío. No podía equivocarse otra vez. Debía descartar todos los errores. Se aclaró la garganta. La voz con la que habló tampoco era la suya.

– No perdemos nada con revisar -dijo. Enfiló el haz de la linterna hacia el ataúd. -Quite la tapa lentamente, Arancibia.

Oyó el jadeo ávido del Loco. Vio sus manos alzando la madera con un deseo que iba en busca de algo más, algo que ya no estaba al alcance de nadie. No podía recordar a qué se parecía la escena, pero debía ser algo que ya había presenciado y quizá vivido muchas veces, algo tan primario y elemental como la sed o los sueños. Bajo la línea de luz, el perfil de Evita se recortó, súbito, en el vacío.

– Es igual a la luna -dijo el Loco-. Parece dibujada con una tijera.

– Mantenga la calma -ordenó el Coronel-. Esté alerta.

Se agachó hasta que su mirada coincidió con la línea del horizonte de la Difunta. Y entonces, fingiendo desdén, levantó el lóbulo sano de la oreja y examinó la herida estrellada con que la había marcado. Allí seguía, indeleble. Sólo él podía verla.

– Cúbrala otra vez, Arancibia. La intemperie no le hace bien.

El Loco arriesgó un silbo rápido, fino, de pájaro. No podía contenerlo.

– Fíjese, es Ella nomás -dijo-. Ya se le acabó todo. La jefa espiritual, la abanderada de los humildes. Ahora está más sola que un perro.


Volvieron a esperar en el desierto de la negrura. A ratos, oían la calma de sus respiraciones. Más tarde los entretuvo el ir y venir de las rondas, afuera. Cerca del amanecer llovió. El Coronel sucumbió al sueño o a la sensación de no estar ya en ninguna parte. Lo despabilaron unos trotes rápidos en la vereda y las voces de mando del capitán Galarza:

– ¡No toquen nada! El coronel tiene que ver esta calamidad.

Alguien golpeó a la puerta del camión. Moori Koenig se alisó el pelo y se abotonó la chaqueta. La vigilia había terminado.

El resplandor del día lo encandiló. Por la estrecha hendija que acababan de abrir vislumbró a Galarza, con las manos en la cintura. Algo estaba diciéndole, pero no entendió qué. Sólo siguió la línea de su índice que señalaba un rincón, bajo el chasis. Allí encontró lo que había temido durante toda la noche. Vio una ristra de velas encendidas, inmunes a la brisa y a los vapores de la lluvia. Vio las ráfagas de margaritas, alhelíes y madreselvas que acompañaban a la Difunta como si fueran los ángeles de su muerte, sólo que ahora eran muchas: dos redondas parvas de flores. Y entre las ruedas, con la cabeza sangrando, aún vivo, vio al sargento Gandini, a quien le había tocado el último turno de las guardias. Lo habían golpeado salvajemente. Tenía en la boca un manojo de papeles. El Coronel no necesitó leerlos para saber lo que decían.

Subió, frenético, a su despacho. Bebió un largo trago de aguardiente. Miró por la ventana la ciudad infinita: los techos planos, iguales, de los que sobresalen, a intervalos, los cuellos de ave de las cúpulas. Entonces, recordó que aún le quedaba el teléfono. Hizo un par de llamadas y mandó buscar al Loco.

– Se nos acaban los disgustos, mayor -dijo-. Vamos a llevar el ataúd a un cine. Ya hice los arreglos. Nos esperan.

– ¿Un cine? -se sorprendió Arancibia-. Al presidente le va a molestar la noticia.

– El presidente no va a saber nada. Cree que ya la hemos enterrado en Monte Grande.

– ¿Cuándo la llevamos?

– Ahora mismo. Hay que actuar rápido. Dígales a Galarza y a Fesquet que se apronten. Esta vez, vamos a trabajar solos.

– ¿Solos? -preguntó el Loco. La situación entera parecía un delirio en el que ninguna pieza encajaba con la otra. -En un cine, mi coronel, un lugar público. ¿Dónde la vamos a poner?

– A la vista de todo el mundo dijo Moori, con arrogancia-, detrás de la pantalla. ¿No era eso lo que Ella quería? Vino a Buenos Aires buscando un papelito en una película, ¿no? Ahora va a estar en todas.

– Detrás de la pantalla -repitió Arancibia-. Nadie se lo va a imaginar ¿Cuál es el cine?

El Coronel tardó en contestar. Miraba el cielo púrpura.

– El Rialto -dijo-, en Palermo. El dueño es un oficial de Inteligencia, retirado. Le pregunté qué había detrás de la pantalla. Ratones, -me dijo-. Sólo ratones y arañas.


De tanto mirar los carbones encendidos de los proyectores, los ojos se le habían vuelto amarillos y oblicuos. Estaban velados por una membrana sucia, como de vidrio, y las lágrimas se le deslizaban por las mejillas al menor descuido. Sin Yolanda, la hija, tal vez se hubiera matado. Pero el afecto esquivo de la nena y las películas que proyectaba en la sala del Rialto dos en la sección nocturna, -tres en la de damas o vermut- lo fueron distrayendo del suicidio.

En un colegio de frailes le enseñaron que la vida está dividida por un pliegue -un antes y un después-, que convierte a los hombres en lo que serán para siempre. Los frailes llamaban a ese momento «la epifanía» o «el encuentro con Cristo».

Para José Nemesio Astorga, alias el Chino, la primera ondulación del pliegue comenzaba la tarde en que conoció a Evita.

Recordaba con precisión el día y la hora. A las doce y diez del domingo 5 de septiembre de 1948, el dueño del Rialto le había ordenado que se presentara en la residencia presidencial de la calle Austria, donde debía proyectar un par de películas. «Hay un microcine ahí», le dijo. «Son equipos nuevos, de lujo». Los gremios cinematográficos estaban en huelga y las salas llevaban tres días cerradas, pero el Chino Astorga no podía negarse a trabajar. Estaba sometido a la voluntad del dueño los siete días de la semana. Era su compensación por las dos piezas descascaradas donde vivía, en los fondos del cine, con Lidia, su esposa, y la hija de año y medio.

Un automóvil del gobierno pasó a buscarlo a las tres. Quince minutos más tarde lo dejaron en el palacio de la calle Austria y lo introdujeron en la cabina estrecha del microcine, donde se alzaban ya dos altas columnas con los rollos de las películas. El aire era sofocante y el dulce olor del celuloide se arrastraba por las alfombras como un viejo criado. Ocho de los rollos correspondían a una película de la que Astorga no había oído hablar; tres eran ediciones de «Sucesos Argentinos». Por la mirilla observó la sala vacía, con veinte butacas. José Nemesio Astorga era un hombre metódico, que confiaba en la sabiduría de las cifras.

Un mayordomo le indicó que apagara las luces y empezara la proyección sin esperar a nadie. Entre los balbuceos de los títulos vio deslizarse una sombra, que tomó asiento en un extremo, junto a la salida. La película desconocida se llamaba La pródiga y sus estrellas eran Juan José Míguez y Eva Duarte.

Entre la Evita del film y la que todos conocían había un mundo de diferencias. Aquélla era una matrona hierática, de pelo oscuro e intensos ojos negros, que vestía siempre de luto, con altas mantillas bordadas. En los confines de lo que la matrona llamaba «mi cortijo» estaban construyendo una represa. Un incesante río de aldeanos se inclinaba a su paso, besándole los anillos y llamándola «madrecita de los pobres». La mujer retribuía tanta veneración regalando joyas, frazadas, husos para hilar, tropillas de ganado. Declamaba con voz ronca frases imposibles como: «Dadme una flecha y la clavaré en el corazón del universo», o: «Perdonad a los arzobispos, Dios y señor mío, porque no saben lo que hacen». Tanto por el tema como por el lenguaje, La pródiga era una película filmada en otro siglo, antes de la invención del cine.

Durante la proyección, la sombra no se movió de la butaca. Astorga la observaba a través de la mirilla, pero no podía discernir sus rasgos. La oía toser a veces o acompañar el derrumbe de la protagonista con suspiros y quejas. La confusa imagen de un suicidio apareció en la pantalla: la matrona se despedía del mundo, con un puñal o un frasco de veneno. Una voz quebrada se alzó entonces desde la platea:

– No prendás la luz, che. Seguí con los noticieros.

La reconoció. Era el mismo tono áspero de los discursos, la misma dicción indecisa entre el arrabal y la cursilería. A la luz despiadada de los «Sucesos Argentinos» pudo verla, por fin, tal como era en una realidad que se les escapaba a las películas: con el pelo alborotado y sujeto por la simpleza de una vincha, las manos ágiles y afiladas sobre la falda, el torso esmirriado bajo el vestido de entrecasa, la nariz larga y recta sobre el promontorio de los labios. Era Ella. La imagen a la que su esposa le rezaba cada noche antes de acostarse. Estaba ahí, a unos pasos.


El Chino conocía de memoria todas las entregas semanales de «Sucesos Argentinos» y jamás había visto la que ahora estaba proyectando. No tenía número de edición ni fecha de salida y las tomas estaban cortadas irregularmente: a veces eran muy largas y reproducían conversaciones enteras, o eran fogonazos rápidos sobre multitudes, rostros, detalles de vestidos. En los primeros tramos del noticiero, Evita estaba sola ante un escritorio, con papeles que desordenaba y volvía a ordenar. Un enorme bucle le caía sobre la frente. «Compañeras y amigas», recitaba. La voz era chillona y engolada. «Vengo a hablaros en defensa del sufragio femenino con el corazón de una muchacha provinciana, educada en la ruda virtud del trabajo…». La Evita de la sala movía los labios, repitiendo las palabras de la película, mientras sus dedos se adelantaban y retrocedían con un énfasis distinto al del libreto: la mímica transfiguraba el sentido de las palabras. Si la Evita de la pantalla decía: «Quiero contribuir con mi grano de arena a esta gran obra que está llevando a cabo el general Perón», la Evita de la platea inclinaba la cabeza, se llevaba las manos al pecho o las extendía hacia el auditorio invisible con tanta elocuencia que la palabra Perón se apartaba del camino y sólo se oía el sonido de la palabra Evita. Parecía como si, repasando los discursos del pasado, Ella ensayara los del futuro delante del extraño espejo de la pantalla, donde se reflejaba no ya lo que podía hacer sino lo que nunca más sería.

Las imágenes saltaban en desorden de una ceremonia oficial a otra. A veces, los diputados opositores aparecían en escenas fugaces protestando contra «esa mujer que mete las narices en todas partes, sin que nadie la haya elegido». Desde la platea, Evita apartaba las palabras con un vaivén desdeñoso de las manos. Se la vio al fin en la plaza de Mayo, un día soleado, agitando papeles ante la multitud y asomándose dudosa a un libreto cuya retórica la incomodaba como un corsé. «Mujeres de mi patria», decía. «Recibo en este instante, de manos del gobierno de la nación, la ley que consagra el derecho al voto de todas las mujeres argentinas». La otra Evita, desde la butaca, seguía repitiendo la misma frase con otra mímica, como en los ensayos del teatro.

Casi en seguida empezaron las imágenes del viaje a Europa. Evita caminaba por las playas de Rapallo, vistiendo una larga capa, zapatos de plataforma y anteojos oscuros de puntas levantadas, como los de Joan Crawford. Avanzaba sola bajo un cielo plomizo en el que chisporroteaban las gaviotas. La seguía un tropel de guardaespaldas. La cámara se alejó de pronto y atrapó su imagen lejana desde una terraza dominada por un letrero que tal vez anunciaba el nombre del hotel: Excelsior. Ella dejó la capa en la arena y se zambulló en el mar. Sus piernas aparecían a ratos entre las olas crespas. Un gorro blanco le desfiguraba la cabeza. En la playa no se veía un alma pero, al otro lado de las dunas, el horizonte estaba henchido de sombrillas.

Qué sola está, pensó el Chino. De qué le sirve todo lo que tiene.

El noticiero siguiente repetía las imágenes que se habían difundido a raudales durante el viaje a Roma: la entrada majestuosa de la Primera Dama por la via della Conciliazione en un coche tirado por cuatro caballos blancos, los ojos asombrados del cortejo ante las columnas de San Pedro y el obelisco de Calígula en la plaza central del Vaticano, la recepción de los cortesanos papales en el patio de San Dámaso, la marcha hacia el museo Pío Clementino entre guardias con jubones y lanzas, mientras un anciano caballero de calzones negros, con un parche en el ojo, señalaba al pasar los tapices de Rafael, el sarcófago de Baco, los zoológicos de mármol. Envuelta en una mantilla, Evita sonreía sin entender una palabra. El cortejo se detuvo ante una puerta altísima, de madera labrada. Detrás de los personajes asomaba la vaga geometría de unos jardines con fuentes. Todos, de pronto, guardaron silencio. Pío XII apareció bajo un arco de tinieblas y se presentó con la mano extendida. Evita se arrodilló y besó la jiba del anillo que la cámara, osada, dibujaba en primer plano. Con esa toma solían terminar todos los noticieros.

Esta vez, el cortejo se internó en la biblioteca del Papa y se detuvo ante manuscritos coptos, libros de horas, biblias de Gutenberg. La Primera Dama caminaba con la cabeza baja y, a diferencia de lo que había hecho en todas las demás escalas de la gira europea, no abría la boca. En el centro de la biblioteca se erguía una mesa ajedrezada con dos sillas rectas. A un ademán del Pontífice, ambos tomaron asiento: Ella tímida, con las rodillas juntas, sin apoyar la espalda.

«Parla, figlia mía. ti ascolto», dijo Pío XII.

Evita recitó, como en los radioteatros:

«Vengo del otro lado del mar con humildad, Santo Padre. Permitidme que os diga cómo son las bases de la sociedad cristiana que el general Perón está construyendo en la Argentina por inspiración de nuestro redentor y divino maestro».

«Nuestro Señor bendecirá esa obra», respondió Pío XII en castellano. «Todos los días rezo por mi amadísima Argentina,.

«Se lo agradezco tanto», dijo Evita. «Una oración del Santo Padre sube más rápido al delta,.

«No, hija mía», explicó Pío XII con una sonrisa sobradora. «El Señor escucha las plegarias de todos los hombres con la misma atención».

Junto a las puertas de la biblioteca, los guardias suizos mantenían en alto las alabardas. Una almidonada cofradía de cardenales, embajadores, monjas de corte y damas de honor aguardaba junto a los anaqueles, detrás de los caballeros de golilla y calzones cortos, que llevaban condecoraciones hasta en los puños de las camisas. Con un sigilo que la cámara puso en evidencia, el pontífice alzó uno de los meñiques: bajo la luz impiadosa de los reflectores, el dedo brotó afilado como una lengua de víbora. Debía tratarse de una señal. Dos monjas trotaron desde el otro extremo de la biblioteca con un arca dorada que rebosaba de regalos. Uno de los cardenales anunció en alta voz:

«Su Santidad ofrenda a la Primera Dama de la Argentina un rosario de Jerusalén con reliquias de la santa cruzada…» (Pío XII exhibió a la concurrencia una de las cajas, aliviada ya de su envoltorio por las monjas, mientras Evita tendía las manos y ensayaba una desairada reverencia.) «También Su Santidad desea condecorar a la Señora con la Medaglia d’Oro del Pontificato…» (Evita inclinó la cabeza quizá creyendo que el Papa iba a colgarle alguna cinta, pero éste expuso ante la delegación de embajadores y purpurados una moneda con su propia efigie y la dejó con displicencia en manos de la visitante, que balbuceaba: «Se lo agradezco en nombre de mi pueblo». Se perdieron sus palabras porque una de las monjas extrajo un lienzo del fondo del arca y se lo entregó al Pontífice, que lo desplegó diestramente ante la concurrencia.) «Ésta» (continuó el cardenal que servia como maestro de ceremonias) «es una reproducción casi perfecta de la obra de Jan van Eyck, "Il matrimonio degli Arnolfini", pintada sobre madera en 1434. La copia, hecha en óleo sobre tela por Pietro Gucci, data de 1548 y pertenece al tesoro vaticano. Quiero decir pertenecía, porque será donada al gobierno argentino…» (Las damas de honor aplaudieron quizá violando el protocolo; Evita mantuvo los ojos bajos.) «Los esposos de la pintura son Giovanni di Arrigo Arnolfini y Giovanna Cenami, hija de un mercader de Lucca. En torno se ven los objetos de la boda: una candela, unos zuecos, un perro.»

Sin moverse de la butaca, con las piernas cruzadas, Evita observaba hipnotizada la escena. Pío XII se había erguido y, tendiendo el lienzo a la Evita de la película, decía: «Este cuadro, hija mía, es la imagen perfecta de la felicidad matrimonial. El joven Arnolfini refleja fortaleza y protección, como los buenos maridos. Pese a su plenitud, Giovanna parece algo turbada, embarazada…» La Evita de la platea se quitó uno de los zapatos y soltó la vincha de su pelo. Parecía incómoda, lejos de sí, como si hubiera perdido un día de la vida. Mientras, la Evita de la película decía claramente: «Embarazada se ve que está, Santo Padre: como de siete meses». Pío XII esbozó una sonrisa malévola. El embajador argentino se alisó la calva engominada. Un par de cardenales tosió al unísono.

«El matrimonio aún no se había consumado, hija mía», la corrigió el Papa, con tono comprensivo. «Cuando van Eyck la pintó, Giovanna era virgen. Lo que te confunde es el cinturón alto, que le abulta el vientre, como lo exigía la moda de las doncellas en esa época. Pero el Señor bendijo a los Arnolfini con una prole numerosa. De todo corazón deseo que te bendiga también a ti.»

«Ojalá, Santo Padre», respondió Evita.

«Todavía eres joven. Puedes tener todos los hijos que quieras.»

«Quise, pero no vinieron. Tengo muchos otros, miles. Ellos me llaman madre y yo los llamo mis grasitas».

«Ésos son hijos de la política», dijo el Papa. «Yo hablo de los hijos que envía el Señor. Si los quieres, debes buscarlos con el amor y con la oración».

En la soledad de la platea, Evita rompió a llorar. Tal vez no fuera llanto sino tan sólo el relámpago de una lágrima, pero el Chino, que conocía a la perfección todos los signos que exhalaban las espaldas y las nucas de los espectadores, descifró la tristeza de Evita en el ligero temblor de los hombros y en los dedos que subieron, furtivos, hacia los ojos. La cámara, mientras tanto, había comenzado a desplazarse por los dormitorios de Rafael y por los apartamentos Borgia, pero Evita ya se había marchado de allí, dejando sólo la pesadumbre de su cuerpo vestido de tules: no estaba en la pantalla ni en la platea sino en algún secreto paisaje de Ella misma.

El Chino la vio caminar hacia un rincón de la platea y la oyó hablar por teléfono. Sus órdenes se confundían con la voz del locutor, y sólo pudo discernir unas pocas palabras:

«…estos dormitorios fueron parte de los departamentos donde vivió Julio II a partir de 1507… Si vos tenés los negativos, quemálos, Negro… las pinturas del techo, que representan la gloria de la Santísima Trinidad, fueron ejecutadas por Perugino… Lo que se quema no existe, Negro, lo que no se escribe ni se filma, se olvida.… el techo de la capilla se divide en nueve campos que Miguel Angel fue separando con pilares, cornisas, columnas… Que no quede vivo ni un pantallazo, ¿oíste?… el octavo campo representa el diluvio, el arca de Noé se puede ver a lo lejos, no fuercen la cabeza, todo se refleja en los espejos… Vos no te preocupés, nadie va a contar nada, si alguien habla se las va a ver conmigo… en el noveno campo la ebriedad de Noé… Quemálos y se acabó


La luz de la platea se encendió antes de que el Chino pudiera descubrir dónde estaba Ella. De pronto la vio, parada junto a la puerta de la cabina, observándolo con curiosidad.

– ¿Sos peronista vos? No te veo el escudo de Perón en la solapa -le dijo-. A lo mejor no sos peronista.

– Qué otra cosa puedo ser yo, señora -contestó el Chino, turbado-. Siempre llevo el escudo. Siempre lo llevo.

Mejor así. Hay que acabar con todos los que no son peronistas.

– No lo hice a propósito, señora. Se lo juro. Salí de mi casa sin pensar. Créame, siempre lo llevo, señora.

– No me digas señora. Decíme Evita. ¿Dónde vivís?

– Soy proyectorista del cine Rialto, en Palermo. Vivo ahí mismo, en unas piezas que están atrás del escenario.

– Yo te voy a buscar una casa mejor. Pasá un día de éstos por la Fundación.

– Yo voy, señora, pero quién sabe si me dejan entrar.

– Decí que Evita te mandó llamar. Ya vas a ver qué rápido te dejan.


No durmió aquella noche pensando en cómo sería una casa creada por el deseo y el poder de Evita. Discutió hasta el amanecer con su esposa Lidia sobre lo que debían decir cuando les entregaran el título de propiedad, y al fin convinieron en que lo mejor sería no pronunciar una sola palabra.


Hacia las once de la mañana, José Nemesio Astorga trató de llegar a las oficinas de la Fundación en busca de lo que Evita le había prometido. Ni siquiera pudo acercarse. La fila de postulantes daba dos vueltas completas a la manzana. Algunas voluntarias peronistas entretenían a la gente con folletos de propaganda para aliviar la espera, y a veces ofrecían sillas plegadizas a las madres que desnudaban sus enormes pechos florecidos y daban de mamar a niños que ya se tenían de pie.»Evita no ha llegado, Evita no ha llegado», anunciaban las voluntarias, vestidas con uniformes tiesos y cofias de enfermera.

Acercándose a una de ellas, el Chino le hizo saber que la Señora en persona le había dado una cita. «Lo que no sé es el día ni la hora», aclaró sin que le preguntaran.

– Entonces vas a tener que hacer cola como todo el mundo -dijo la mujer-. Aquí hay gente que está desde la una de la mañana. Además, nunca se sabe si la Señora viene o no viene.

Astorga se presentó a la una en punto de la madrugada siguiente, después de haber acompañado a Lidia y a Yolanda, la nena, hasta la casa de los suegros, que vivían en Banfield. «Estaré de vuelta como a las tres de la tarde», les dijo. «Espérenme en el cine».

– Para entonces, seguro que ya vas a tener buenas noticias- supuso Lidia.

Ojalá que sean buenas -dijo él.

Ante las puertas de la Fundación, descubrió que veintidós personas le habían ganado de mano. Por las calles desiertas se desperezaban las ovejas de la neblina y se las oía balar dentro de los huesos. La gente tosía y se quejaba de dolores reumáticos. Era un sarcasmo que la ciudad se llamara Buenos Aires.

El Chino había averiguado que Evita nunca llegaba (cuando llegaba) antes de las diez de la mañana. En la residencia, desayunaba tostadas con café entre las ocho y las nueve, hablaba por teléfono con los ministros y gobernadores y, ya rumbo a la Fundación, hacía una escala rápida en la casa de gobierno, donde conversaba durante un cuarto de hora con su marido. Se veían sólo a esas horas, porque Ella no regresaba de trabajar hasta las once de la noche, cuando él ya estaba durmiendo. Evita daba unas audiencias larguísimas, en las que averiguaba vida y milagros de los postulantes, les revisaba las dentaduras y se entretenía comentando las fotos de los hijos. Cada audiencia le llevaba por lo menos veinte minutos; a ese ritmo -calculó el Chino- pasarían siete horas y media hasta que le tocara el turno.

Antes del amanecer, el griterío de las criaturas se volvía intolerable. A intervalos se encendían hornitos a querosén, donde la gente calentaba la leche de las mamaderas y el agua para el mate. El Chino preguntó a las familias que aguardaban detrás si ya habían estado en vigilias parecidas.

– Es la tercera vez que venimos y todavía no hemos podido ver a Evita -dijo un hombre joven, de bigotes caídos, que hablaba sosteniendo con el índice una dentadura postiza demasiado holgada-. Viajamos más de diez horas en tren desde San Francisco. Llegamos a medianoche y nos tocó el número doce pero, cuando iban por el diez, el general llamó a la Señora con urgencia y nos dieron cita para el día siguiente. Dormimos en la calle.

Nos reportamos como a las tres de la mañana. Esa vez nos dieron el número ciento cuatro. Con Evita no se sabe. Ella es como Dios. O llega o desaparece.

– A mí me prometió una casa -dijo el Chino-. Ustedes, ¿a qué vienen?

Una muchachita escuálida, con piernas de pájaro, se ocultó detrás del joven de los bigotes, tapándose la boca. Ella tampoco tenía dientes.

– Queremos un ajuar de novia -contestó el hombre, adelantándose-. Ya hemos comprado el juego de dormitorio y yo tengo el traje con el que iban a enterrar a mi papá. Pero si ella no consigue vestido de novia, no hay forma de que el cura quiera casarnos.

Al Chino le hubiera gustado alentarlos, pero no sabía cómo.

– Hoy es nuestro día -dijo-. Hoy todos vamos a pasar.

– Dios le oiga -respondió la muchacha.

Aunque la fila ya doblaba la esquina y las últimas cabezas se perdían en la oscuridad, la multitud respetaba el orden de sus desgracias. El Chino oía narrar padecimientos tan intolerables que ningún poder humano, ni aun el de Evita, podría aliviar el incendio de aquellos deseos. Se hablaba de hijos raquíticos que languidecían en trincheras cavadas al pie de los basurales, de manos cortadas por las cuchillas de las vías del tren, de locos furiosos que vivían encadenados en cuchitriles de zinc, de riñones que no filtraban, de úlceras perforadas en el duodeno y de hernias a punto de reventar. ¿Y si aquellos dolores nunca tuvieran un fin?, se dijo Astorga. ¿Si el fin de aquellos dolores tardaba más que el fin de Evita? ¿Si Evita al fin de cuentas no era Dios, como todos pensaban?

La llegada de la mañana lo dejó perplejo, porque sus luces eran iguales a las de la noche: húmedas y cenicientas. Las voluntarias sirvieron café con bollos pero el Chino se negó a comer. El inventario de las desdichas humanas le había cerrado la garganta. Dejó que la imaginación vagara por ninguna parte, y durante las horas que siguieron tampoco sintió la realidad, porque le daba miedo verla cara a cara.

En algún momento la fila empezó a moverse. Las puertas de la Fundación se abrieron y los visitantes avanzaron por escaleras de madera lustrada de las que colgaban pendones con el escudo peronista. En el piso alto, aferrándose a las barandas, iban y venían amanuenses de pelo abrillantado y voluntarias con lápices en las orejas. La fila ascendió entre cortinas de terciopelo y llegó a una sala enorme, iluminada por lámparas de caireles. Parecía una iglesia. Al centro había un pasillo estrecho, flanqueado por bancos de madera, en los que esperaban familias que no habían hecho cola como los demás. El aire hedía a excrementos de recién nacidos, pañales sin lavar y vómitos de enfermos. El olor era obstinado, corno la humedad, y sus astillas quedaban aferradas a la memoria durante días enteros.

Al fondo, en el extremo de una larga mesa, Evita en persona acariciaba las manos de una pareja de campesinos, acercaba el oído a sus voces temblorosas y de vez en cuando echaba la cabeza hacia atrás, como si buscara las palabras inolvidables que habían ido a buscar esas personas tan simples. Llevaba el pelo recogido y un traje sastre a cuadros, como en las fotografías. A intervalos se quitaba, molesta, algún anillo o una de sus pesadas pulseras de oro y los iba dejando sobre la mesa.


Sucedían con toda naturalidad historias que en cualquier otro lugar hubieran sido imposibles. Dos hombres de pelo pajizo, encaramados en los bancos, pronunciaban discursos en un idioma que nadie sabía descifrar. Por detrás de las cortinas asomaban familias con retablos de abejas vivas que edificaban sus colmenas dentro de un jardín de tules: querían que Evita les aceptara el regalo antes de que las abejas completaran el trabajo. En las antesalas aguardaban los niños sobrevivientes de la última epidemia de poliomielitis, listos para desfilar en las sillas de ruedas donadas por la Fundación. Ante aquel raudal de interminables desdichas, Astorga agradeció a Dios la modestia de su vida, que no había sido manchada por ninguna infelicidad.

Un inesperado incidente interrumpió las rutinas de la mañana. Después de la pareja de campesinos, Evita había atendido a tres mellizos acróbatas, que deseaban casarse con las contorsionistas impúberes del mismo circo y necesitaban un permiso especial para la boda prematura. Cuando los despidió, una mujerona de greñas indomables denunció a los gritos que un empleado de la Fundación le había quitado la casa.

– ¿Eso es cierto? -dijo la Primera Dama.

– Se lo juro por el alma de mi esposo -contestó la mujer.

– ¿Quién ha sido?

Se oyó balbucear un nombre. La Señora se irguió, con las manos sobre el escritorio. Toda la sala contuvo la respiración.

– Que venga el Chueco Ansalde -ordenó-. Lo quiero aquí ahora mismo.

Las puertas que estaban a espaldas de la Señora se abrieron al instante y descubrieron un depósito donde se acumulaban bicicletas, heladeras y ajuares de novia. Entre las cajas, avanzó un hombre flaco y desgarbado, con las venas de la frente tan hinchadas que parecía un mapa del sistema circulatorio. Las piernas se le abrían en un óvalo perfecto. Estaba pálido, como si lo llevaran al patíbulo.

– Le quitaste la casa a esta pobre mujer -afirmó Evita.

– No, señora -dijo el Chueco-. Le di un departamento más chico. Ella estaba sola y vivía en tres piezas. Yo tengo cinco hijos que dormían amontonados en el living. Le pagué la mudanza. Le acomodé los muebles. Por desgracia le rompí una silla de mimbre pero ese mismo día le compré otra.

– No tenías derecho -dijo Evita-. No le pediste permiso a nadie.

– Por favor, Señora, perdóneme.

– ¿Quién te dio la casa que tenías?

– Me la dio usted, Señora.

– Te la di yo, ahora te la quito. Le devolves ya mismo el departamento a esta compañera y le ponés todas las cosas donde estaban.

– ¿Y yo adónde voy, Señora? -El Chueco volvió la mirada a la multitud en busca de solidaridad. Nadie abrió la boca.

– Te vas a la mierda, de donde nunca tendrías que haber salido -dijo Ella-. Que pase el que sigue.

La mujerona se arrodilló a besar las manos de Evita, pero Ella se las retiró con impaciencia. De pie junto a la puerta del depósito, el Chueco Ansalde no quería marcharse. Las mariposas del llanto le asomaban a la cara pero la vergüenza y la incertidumbre no las dejaban brotar.

– Uno de mis chicos está con bronquitis -suplicó-. ¿Cómo lo voy a levantar de la cama?

– Ya basta -dijo Evita-. Sabías en qué estabas metiéndote. Ahora sabrás cómo salir.

La intensidad de aquella indignación desconcertó al Chino. Se oían chismes sobre los malos humores de la Primera Dama, pero los noticieros sólo ofrecían imágenes benévolas y maternales. Ahora se daba cuenta de que Ella podía ser feroz. Se le formaban dos arrugas profundas en los costados de la nariz y en esos momentos nadie le sostenía la mirada.

Ahora se arrepentía de estar allí. Cuanto más avanzaba la fila, más miedo tenía el Chino de exponer su deseo. Iba a parecer un insulto entre la resaca de tragedias que dejaba la gente. ¿Qué le podía decir? ¿Que el domingo había proyectado para Ella unas pocas películas, en la residencia? Era ridículo. ¿Y si se olvidaba todo y regresaba a su casa? No tuvo tiempo de seguir pensando. Un voluntario le indicó que se adelantara. Evita le sonrió y le tomó las manos.

– Astorga -dijo con inesperada dulzura, consultando un papel-. José Nemesio Astorga. ¿Qué te hace falta?

– ¿No se acuerda de mí? -preguntó el Chino.

Evita no tuvo tiempo de contestarle. Dos enfermeras irrumpieron en el salón, dando gritos:

– ¡Venga, Señora! ¡Venga con nosotras! ¡Ha sucedido una desgracia terrible!

– ¿Una desgracia? -repitió Evita.

– Un tren ha descarrilado cuando estaba entrando en Constitución. Se volcaron los vagones, Señora, se volcaron. -Las enfermeras sollozaban. -Están sacando los cuerpos. Una tragedia.

De pronto, Evita perdió todo interés en Astorga. Le soltó las manos y se puso de pie.

– Vamos rápido, entonces -dijo. Se volvió hacia los voluntarios y les ordenó: -Tomen nota de lo que necesitan estos compañeros. Cítenlos para mañana. Los voy a recibir temprano. Ahora no sé si vuelvo. Con una tragedia de este tamaño cómo voy a volver.

Todo sucedía como en un sueño. Sin saber por qué, el Chino presto atención al laberinto de venillas azules que temblaban bajo la garganta de Evita. El salón se llenó de voces que parecían restos de un naufragio. En el fragor de la confusión, el olor a pañales sucios seguía abriéndose un lugar invencible, musculoso.

Evita desapareció en un ascensor mientras el Chino era arrastrado a las escaleras por una súbita estampida. Junto a una de las puertas, la novia sin dientes sollozaba, aferrada con fuerza a la cintura del novio. Caía la tarde. La ciudad estaba manchada por un sol viscoso pero la gente observaba el cielo y abría los paraguas, como si se protegiera de otros soles que estaban por caer.

El Chino tomó el subterráneo de Lacroze, bajó cerca del parque Centenario y caminó por las calles de Palermo Antiguo, entre las sombras pulposas de los paraísos y los gomeros que se inclinaban corteses ante la frescura de los zaguanes. Se entretuvo curioseando los pasillos cariados de los conventillos y luego se desvió por la calle Lavalleja, hacia el cine Rialto. Su padre le había contado que, antes de morir, todos los recuerdos y sentimientos de la vida regresan a las personas con el mismo deslumbramiento de la primera vez, pero ahora descubría que no era necesario morir para que sucediera. El pasado regresaba a él con la nitidez de un largo presente: los domingos de penitencia en el orfelinato, los fotogramas de celuloide con los que jugaba junto a la puerta de los cines, el primer beso de Lidia, los paseos en bote por el Rosedal, el vals "Desde el alma” que bailó la noche del casamiento, la carita de musgo de Yolanda hundiéndose por primera vez en el pecho temeroso de la madre. Sintió que su vida no le pertenecía y que, si alguna vez llegaba a pertenecerle, no sabría qué hacer con ella.

Desde lejos entrevió una aglomeración de vecinos ante las puertas clausuradas del Rialto. Los mecánicos del garaje Armenia Libre, que no salían de sus fosas alquitranadas ni siquiera cuando les llegaba el estrépito de un accidente, iban y venían con los mamelucos arremangados, entre las matronas que habían bajado en chancletas y con mantones tejidos sobre los hombros. Hasta el dueño del cine estaba allí, hablándole con suntuosos ademanes a una delegación de policías.

Astorga oyó llorar a su hija Yolanda, pero le pareció que las cosas sucedían en otra orilla de la realidad y que él sólo las miraba de lejos, con indiferencia. Si nunca le había sucedido nada, le pareció que tampoco nada podía ya sucederle.

Corrió hacia el cine sin sentir el cuerpo. Entre los alborotos de la tarde distinguió a Yolanda con el vestido desgarrado y la carita suspendida en una expresión de asombro que jamás iba a perder. Una vecina la llevaba en brazos y la mecía. De pronto entraron en su conciencia las imágenes aterradoras de Lidia y la nena viajando en el tren de Banfield y el descarrilamiento de los vagones en Constitución. Sintió que el aire cambiaba de color y caía desmayado por el peso de los malos presagios. El dueño del cine le salió al encuentro.

– ¿Dónde está Lidia? -preguntó el Chino-. ¿Ha pasado algo?

– Lidia viajaba en el último vagón -contestó el dueño-. Se quebró la nuca contra la ventanilla pero a la nena no le pasó nada, ¿viste? La nena está perfecta. Hablé con uno de los médicos. Dice que tu esposa no tuvo tiempo de sufrir. Todo pasó muy rápido.

– La llevaron al Argerich -interrumpió una de las vecinas-. Tus suegros están ahí, Chino, esperando la autopsia. Parece que Lidia casi perdió el tren en Banfield. Tuvo que correr para alcanzarlo. Si lo hubiera perdido, no habría pasado nada. Pero no lo perdió.


Le costó reconocer a Lidia en la cama del hospital, con la cabeza vendada como un gusano de seda. El golpe la había destrozado por dentro y su cara era la de siempre,

pero las facciones amarillas tenían formas de pájaro: curvas, huidizas. Era Ella y había dejado para siempre de ser ella: un ser ajeno, de otra parte, del que jamás se hubiera enamorado.

Por el trajín de las enfermeras y la alharaca de los policías se dio cuenta de que Evita seguía en el hospital, visitando a los heridos y consolando a los familiares de los muertos. Cuando entró en la sala de Lidia, el Chino estaba llorando, con la cara entre las manos, y no la vio hasta que ella le puso la mano en el hombro. Se cruzaron las miradas y por un momento él tuvo la impresión de que lo había reconocido, pero Evita le sonrió con la misma expresión compasiva que llevaba pegada desde el principio de la tarde. Una de las enfermeras le alcanzó la ficha de Lidia. La Señora le echó un vistazo y dijo:

– Astorga. José Nemesio Astorga. Veo que sos peronista y llevas el escudo en la solapa. Así me gusta, Astorga. No tenés que preocuparte. El general y Evita te van a pagar los estudios de tu nena. El general y Evita te van a regalar una casa. Cuando hayas pasado este mal trago, date una vuelta por la Fundación. Explicá lo que te ha ocurrido y decí que Evita te ha mandado llamar.

Fue en ese momento cuando el Chino sintió, en lo más secreto de las entrañas, la vibración de la que hablaban los frailes de su colegio: la epifanía, el pliegue que separaba la vida en un después y un antes. Sintió que las cosas empezaban a ser lo que serían ya para siempre, pero nada de eso rehacía el pasado. Nada llevaba el pasado al punto donde la historia podía volver a empezar.

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