El Coronel llevaba meses atormentándose por haber dejado marchar a Evita. Nada tenía sentido sin Ella. Cuando bebía (y cada noche de soledad bebía más), se daba cuenta de que era una estupidez seguir llevándola de un lado a otro. ¿Por qué tenía que entregarla a gente desconocida para que la cuidara? ¿Por qué no le permitían hacerlo a él, que la iba a defender mejor que nadie? Lo mantenían lejos de su cuerpo, como si se tratara de una novia virgen. Era una estupidez, pensaba, tomar tantas precauciones con una mujer casada, ya mayor, que desde hacía más de tres años estaba muerta. Dios mío, cómo la extrañaba. ¿Era él quien daba las órdenes o eran otros? Se había perdido a sí mismo. Esa mujer o el alcohol o la fatalidad de ser un militar lo habían perdido.
Dios mío, la extrañaba. Sólo la había visitado tres veces en el verano y la primavera, pero jamás a solas: Arancibia, el Loco, estaba siempre allí, al acecho de los signos sutiles que alteraban el cuerpo. «Fíjese, Coronel, hoy está más oscura», decía. «Vea cómo se le ha inflamado la arteria plantar, cómo le sobresalen los tendones del extensor en los dedos. Quién sabe si esta mujer sigue viva.» Sentía una sed atroz. ¿Qué le estaba pasando? Tenía sed todo el tiempo. No había fuego ni alcohol que le quitara la sed de las insaciables entrañas.
Ya había pasado lo peor, pensaba. Nunca, sin embargo, nada era lo peor. Había sufrido al verla yaciendo entre muñecas, detrás de la pantalla del cine Rialto. La delgada capa de polvo que lamía el ataúd bajaba de vez en cuando hasta el cuerpo: al levantar la tapa, el Coronel había encontrado un tenue lunar de polvo en la punta de la nariz. Lo limpió con su pañuelo y antes de marcharse recomendó al proyectorista: «Airee esta pocilga. Ahuyente a los ratones con venenos. Mire si todavía, en un descuido, los bichos se comen a la difunta».
A la semana siguiente, sucedió lo que más había temido: el cuerpo amaneció rodeado de flores y de velas. No encontró cartas de amenaza: sólo un par de fósforos al lado del cajón. Era una pesadilla. Tarde o temprano la descubrían. ¿Quién, quiénes? El enemigo no aflojaba: parecía estar movido por una obsesión más honda que la suya.
Entre una y otra mudanza recurría, muy a su pesar, al embalsamador. Lo llamaba para que dijera si el cuerpo seguía intacto. Casi no hablaban. Ara se calzaba el guardapolvo y los guantes de goma, se encerraba dos o tres horas con la difunta, y al salir dictaminaba siempre lo mismo: «Está sana y salva, tal como la dejé».
Cada mañana, al entrar en su despacho, el Coronel anotaba en fichas los movimientos del cadáver. Quería que el presidente supiera cuánto había hecho para protegerlo de la adversidad, del fanatismo y de los incendios. Llevaba la cuenta de las horas en que la nómade iba y venía por la ciudad, sin puntos de llegada ni de partida. No había lugar seguro para Ella. Cada vez que la anclaban en alguna parte sucedía algo terrible.
Una vez más, el Coronel estudió sus fichas. Desde el 14 de diciembre de 1955 al 20 de febrero de 1956, la difunta estuvo tras la pantalla del cine Rialto: la habían dejado una noche de lluvia repentina y habían tenido que llevársela en pleno día, después de otra tormenta. El camión donde la retiraron quedó atascado en las honduras de la calle Salguero, bajo el puente del ferrocarril. Una carreta de mulas lo había remolcado. «El conductor me cobró sesenta pesos», anotó el Coronel en una de las fichas. «Esperé a que el carburador estuviera seco y dejé a Persona en la esquina de Viamonte y Rodríguez Peña las noches del 20 y 21 de febrero». En las fichas la llamaba a veces Persona, a veces Difunta, a veces ED o EM, abreviando Eva Duarte y Esa Mujer. Cada vez era más Persona y menos Difunta: él lo sentía en su sangre, que se enfermaba y cambiaba, y en otros como el mayor Arancibia y el teniente primero Fesquet, que ya no eran los mismos.
Desde el 22 de febrero hasta el 14 de marzo -leyó en las fichas-, Evita había yacido en paz en los depósitos militares de la calle Sucre 1835, sobre las barrancas de Belgrano. «La caja con el cuerpo, que entre nosotros llamamos "el cofre armero", está en la segunda línea de anaqueles, al fondo del galpón, entre martillos, vástagos de martillos, pasadores, cerrojos y agujas percutoras descartadas de una partida de pistolas Smith amp; Wesson. Nadie toca las cajas desde hace por lo menos cuatro años.» Entre el 10 y el 12 de marzo, Vigilancia descubrió a dos suboficiales, el cabo primero Abdala y el sargento Llubrán, observando de cerca el ataúd. «La mañana del 13», decía la ficha siguiente, «me apersoné en el depósito de Sucre para la inspección de rutina. Advertí en el cajón una hendidura o marca efectuada con navaja, en forma de media luna o letra ce, y a la derecha una raya diagonal, cuyo extremo inferior llega a la base de la ce, y que quizá sea la mitad de una letra ve sin terminar. ¿Comando de la Venganza? Galarza y Fesquet suponen que las hendiduras son raspones casuales. Arancibia, en cambio, coincide con mi opinión: la Difunta ha sido detectada. Ordeno que de inmediato sean detenidos los suboficiales Llubrán y Abdala y que se los someta al interrogatorio más severo.
No dicen nada. Ahora debemos trasladar a la Difunta en una nueva caja, dado que la anterior está marcada…
Desde entonces, la nómade no había cesado de desplazarse, cada vez por períodos más cortos. Adonde quiera migraba el cuerpo, lo seguía su cortejo de flores y de velas. Aparecían de súbito, a la primera distracción de los guardias: a veces una sola flor y una sola vela, nunca apagada.
El Coronel recordaba muy bien la mañana del 22 de abril: la nómade tenía un aspecto exhausto después de tres semanas de errancia en camionetas, ómnibus del ejército, sótanos de batallones y cocinas de distritos militares.
Ya se había resignado a sepultarla en el cementerio de Monte Grande cuando Arancibia, el Loco, ofreció una solución de providencia: ¿y si la guarecían en su propia casa?
El Loco vivía en el barrio de Saavedra en un chalet de tres plantas: en la de abajo se desplegaban el living comedor, el cuarto de servicio y la cocina, con una puerta que descendía al garaje y al jardín; en la otra, el dormitorio matrimonial, el de huéspedes y un baño. Frente al primero de los cuartos se abría una puerta que daba a la bohardilla: allí guardaba el Loco sus archivos, los mapas de la Escuela de Guerra, una mesa de arena con soldados de plomo que seguían librando la interminable batalla del Ebro y el uniforme de cadete. Esa bohardilla, pensaba, era el lugar ideal para esconder a Evita.
¿Y la esposa? El Coronel examinó el parte médico: «Elena Heredia de Arancibia. Edad: 22 años. En estado de gravidez: octava semana de embarazo».
Ahora ya ni siquiera recordaba el orden en que habían sucedido los hechos. El cuerpo fue trasladado a Saavedra la madrugada del 24 de abril, entre las tres y las cuatro. Yacía en una caja de nogal sin lustrar, oscura, simple, con sellos oficiales estampados a fuego: «Ejército Argentino… Bajo una luz tenue, de cuarenta vatios, el Loco y él habían trabajado hasta las seis en el garaje grasiento, que olía a moho y a tabaco barato. A intervalos escuchaban los pasos apagados de la esposa.
Eran sólo dos hombres cansados cuando subieron la pesada caja a la bohardilla, tropezando con las estrechas curvas de la escalera y las barandas demasiado altas. El Coronel oyó a la esposa yendo y viniendo por el dormitorio, la oyó gemir y llamar con voz ahogada, como si tuviera un pañuelo en los labios:
– Eduardo, ¿qué pasa, Eduardo? Abrí la puerta, por favor. Me siento mal.
– No le haga caso -murmuró el Loco en el oído del Coronel-. Es una malcriada.
La esposa seguía gimiendo cuando izaron por fin la caja y la dejaron entre los mapas. La luz pálida del amanecer entraba por las ranuras de la ventana. El Coronel se sorprendió por el orden escrupuloso de los objetos y reconoció el momento en que Arancibia había interrumpido la batalla del Ebro en la mesa de arena.
Tardaron otro largo rato en cubrir a la Difunta con parvas de legajos y expedientes. A medida que las hojas iban apagándolo, el cuerpo se defendía lanzando señales tenues: un hilo muy delgado de olores químicos y un reflejo que, al flotar en el aire quieto, parecía incubar una redecilla de nubecitas grises.
– ¿Siente? -dijo el Loco-. La mujer se ha movido.
Retiraron los papeles y la observaron. Estaba quieta, impávida, con la misma sonrisa leve que tanto inquietaba al Coronel. Se quedaron mirándola hasta que la mañana se les confundió con la eternidad. Entonces volvieron a cubrirla con su mortaja de papeles.
A ratos les llegaba el quejido de la esposa. Oían frases desgarradas, sílabas que tal vez dijeran: «Sed, duardo. Sed, agua», nada claro. Los sonidos daban vueltas ciegas de moscardón, sin resignarse a partir.
Había dos cerraduras en la pesada puerta de nogal de la bohardilla, al pie de la escalera. Arancibia mostró las llaves de bronce, largas, antes de introducirlas en las ranuras y girar.
– Son las únicas -dijo-. Si se pierden, hay que voltear la puerta.
– Es una puerta cara -opinó el Coronel-. No me gustaría romperla.
Eso había sido todo. Se había marchado y, en el mismo instante, había empezado a extrañarla.
Durante las semanas que siguieron el Coronel se esforzó seriamente en olvidar la soledad y el desvalimiento de Evita. Está mejor como está ahora, se repetía. Ya no la asedian los enemigos ni hay que protegerla de las flores. La luz de la ventana se desliza por su cuerpo al atardecer. ¿Y él que ganaba con eso? La ausencia de Evita era una tristeza difícil de soportar. A veces encontraba, pegados en las paredes de la ciudad, restos de afiches con su cara. En jirones, manchada, la Difunta sonreía sin inteligencia desde ese ningún lugar. Dios mío, cómo la extrañaba. Maldecía la hora en que había aceptado el plan de Arancibia. Si lo hubiera examinado un poco más le habría encontrado fallas. Y Ella estaría escondida en algún rincón de su despacho. Podría levantar la tapa de la caja en ese mismo instante y contemplarla. ¿Por qué no lo había hecho? Dios mío, cómo la odiaba, cómo la necesitaba.
Anotaba en sus fichas las nadas que sucedían:
7 de mayo. Mandé a lustrar las bolas y las espuelas. No pasó nada. //11 de mayo. Me encontré con Cifuentes en la Richmond. Tomé siete claritos. No conversamos de nada. /13 de junio. Fui a misa de diez en el Socorro. Vi a la viuda del general Lonardi. La encontré un poco decaída. Amagué saludarla. Me torció la cara. Domingo, en el Servicio: no había nadie.
El 9 de junio, poco antes de la medianoche, oyó una escuadrilla de aviones de transporte que volaba rumbo al sur. Se asomó la ventana y le extrañó no ver luces en el cielo: sólo el fragor de las hélices y la oscuridad helada. Entonces sonó el teléfono. Era el ministro de ejército.
– Se alzó el tirano, Moori -dijo.
– ¿Ha vuelto? -preguntó el Coronel.
– Cómo se le ocurre -dijo el ministro-. Ése no vuelve más. Se alzaron unos pocos dementes que siguen creyendo en él. Vamos a decretar la ley marcial.
– Sí, mi general.
– Usted tiene una responsabilidad: el paquete. -el presidente y los ministros llamaban a la Difunta «el paquete”-. Si alguien trata de quitárselo, no dude ni un instante. Fusílelo.
– La ley marcial -repitió el Coronel.
– Eso: no dude.
– ¿Dónde han dado el golpe? -preguntó el Coronel.
– En La Plata. En La Pampa. No tengo tiempo de explicarle. Muévase, Moori. La llevan de bandera.
– No entiendo, mi general.
– Los rebeldes llevan una bandera blanca. En el medio hay una cara. Es la de ella.
– Sólo un detalle más, mi general. ¿Hay nombres? ¿Han identificado a los delincuentes?
– Usted debiera saberlo mejor que yo y no lo sabe. En una plaza de La Plata han encontrado panfletos. Los firma un tal Comando de la Venganza. Eso explica bien claro de qué gente se trata. Quieren venganza.
Antes de salir, oyó las órdenes de combate. Cada cinco minutos las leían por radio: “Se aplicarán las disposiciones de la nación en tiempos de guerra. Todo oficial de las fuerzas de seguridad podrá ordenar juicio sumarísimo y penas de fusilamiento a los perturbadores de la seguridad pública”.
El Coronel se puso el uniforme y ordenó que veinte soldados lo acompañaran a Saavedra. Sentía la garganta seca y el pensamiento enmarañado. Vio las heridas de las estrellas en el cielo limpio. Se alzó el cuello del capote. El frío era atroz.
Montó un puesto de guardia a la entrada de los chalets y dispuso rondas de tres hombres por las escasas calles del barrio. Se ocultó en una esquina, bajo un porche, y miró cómo pasaba la noche. Entre dos azoteas blancas encontró la silueta de la bohardilla. Evita estaba allí y él no se animaba a subir y a mirarla. Debían de estar siguiéndolo. Adonde el vaya -dirían los del Comando de la Venganza- ha de estar Ella. ¿Cómo la llamarían? Al Coronel le intrigaban los infinitos nombres que le daba la gente: Señora, Santa, Evita, Madre mía. Él también la llamaba Madre mía cuando el desconsuelo se posaba en su corazón. Madre mía. Estaba allí, a unos pasos, y no podía tocarla. Pasó dos veces frente al chalet del Loco. Había una luz en lo alto: azul, velada, una luz de vapores. ¿O eran ideas? Un río de sonidos le llegaba desde alguna parte y no sabía de dónde: «Esta es la luz de la mente, fría y planetaria. Los árboles de la mente son negros. La luz es azul».
Alguien lo tomó del brazo al amanecer. Era el Loco. Parecía recién bañado. El pelo relucía bajo una coraza de gomina fresca.
– Voy a relevarlo, mi coronel -dijo-. Ya ha terminado todo.
– ¿Qué hace aquí, Arancibia? Debería estar en su casa, cuidándola.
– Ella se cuida sola. No necesita a nadie. Cada día vive más.
No era la primera vez que lo decía: «Cada día vive más». Son frases propias de este país, pensaba el Coronel. No se podrían oír en otra parte: «Cada día vive más. Cada día canta mejor».
– ¿Cómo sabe que ha terminado todo? -preguntó.
– Llamé al comando en jefe. Nadie resiste. Ya han fusilado a quince. Nadie va a quedar vivo. El presidente quiere un escarmiento.
– Mejor así. Que los maten a todos -dijo el Coronel. Metió las manos en los bolsillos del capote. Sintió el peso de la oscuridad en la garganta sedienta. Casi no le quedaba voz cuando habló otra vez:
– A lo mejor tenemos que mover el cuerpo, Arancibia. A lo mejor ya saben que está acá.
– Nadie sabe -dijo el Loco-. Es la primera vez en meses que no lo encuentran. No hubo una sola flor, una sola vela.
El Coronel quedó un rato en silencio.
– Tiene razón -dijo al fin-. No saben dónde está.
¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces: un mes, cuarenta días? Se le había enfermado el corazón de tanto extrañarla. Y todo para qué: tanta desolación ya no servía de nada. En el momento menos esperado había ocurrido lo terrible.
Más de una vez había tratado de resignarse leyendo lo que sobrevivía de aquella historia en el relato de Margarita Heredia de Arancibia, la doble cuñada del Loco: dos hermanas casadas con dos hermanos. Seguía leyendo lo que ya sabía casi de memoria. Margarita o Margot había declarado más de tres horas ante el juez militar, y el resumen de la versión taquigráfica estaba ahí, en las fichas. El Coronel había apuntado en los márgenes de la primera hoja un detalle que le llamó la atención: cada vez que se refería a sí misma, la testigo hablaba en tercera persona. Donde estaba escrito “Margot y su hermana”, se debía leer «Yo y mi hermana», o «Yo y Elena». Era de lo más raro. Sólo en las frases finales de la declaración, Margarita resbalaba hacia su propio yo con cierta vergüenza, como si no se le pesara la idea de ser otra vez ella misma.
»Margot y su hermana Elena vienen de una familia muy sana, los Heredia. Ambas descienden en línea directa de Alejandro Heredia, uno de los gobernadores federales más ilustres de Tucumán. Han sido educadas en el temor de Dios, el amor a la patria y la defensa del hogar por encima de todo. Sólo a la luz de estos valores se entiende por qué sucedió lo que sucedió.
»Margot fue la primera en casarse. Eligió a un militar buen mozo y culto, de origen santiagueño, con el que fue muy feliz los primeros dos años del matrimonio. La única mancha en la pareja era que el esposo, Ernesto Arancibia, entonces capitán, se negaba a tener familia. Margot, muy desdichada, entró en sospechas e hizo algunas averiguaciones. Se enteró entonces que dos de los tíos maternos de Ernesto eran débiles mentales y estaban internados en un hospicio. También supo que el hermano menor de Ernesto, llamado Eduardo, había caído enfermo de meningitis a los siete meses de edad y que aún sufría secuelas nerviosas. Dedujo entonces que si Ernesto no quería hijos era por miedo a que nacieran con taras.
»Margot tuvo la desgracia de conocer estos detalles cuando su hermana Elena estaba ya comprometida con Eduardo Arancibia y faltaban dos meses para la fecha del enlace. Sin saber qué actitud adoptar, Margot buscó el consejo de su madre, con la que fueron siempre muy unidas. Con sabiduría cristiana, la madre dijo que ya era tarde para hacer una revelación tan grave, y que debían evitarse enemistades entre la familia Heredia y la familia Arancibia. "No veo por qué negarle a Elenita", -dijo, "el destino que ya tiene Margot".
»Eduardo era también capitán en esa época y le llevaba doce años a su prometida. Había superado sin problemas los exámenes médicos del colegio militar y el único signo de la meningitis era su carácter cambiante, casi lunático, que Elena sobrellevaba con buen humor. A los dos los junta un catolicismo fervoroso. Comulgaban todos los domingos y formaban parte de la milicia angélica, que es muy exigente con la ortodoxia y los preceptos. Margot temía que su hermana Elena quedara embarazada tarde o temprano. Esa fatalidad no tardó en suceder»
«Elena informó a Eduardo de su embarazo el 10 de abril. Afectado quizá por la noticia, el esposo tuvo esa misma tarde unas convulsiones terribles: los músculos del ojo izquierdo se le pusieron rígidos. Le diagnosticaron una ligera irritación de la duramadre, derivada de la meningitis infantil.
"Aunque Eduardo se repuso muy pronto de su dolencia, Margot advirtió que el ojo izquierdo se le ponía rígido cuando estaba nervioso. Se volvió también extraño y taciturno.
»Así llegamos a finales de abril. La hermana de Margot, que llevaba ya más de una semana con vómitos y trastornos sin importancia, tuvo una pérdida alarmante de sangre. Se le recomendó absoluto reposo. Su madre insistió en acompañarla, pero Eduardo se opuso. Argumentó que debía recibir en su casa a unos oficiales del Servicio de Inteligencia y separar con ellos algunos documentos confidenciales que iban a guardar en la bohardilla. Parecía muy ansioso y Elena, con su sexto sentido de mujer, malició que algo raro sucedía.
»A pesar de lo que Eduardo había prometido, esa noche no fue a cenar. A Elena se le agravaron las pérdidas y trató de hablar por teléfono con Margot o con su madre para que la trasladaran en una ambulancia. No queda permanecer ni un minuto más desvalida en su propia casa. Cuál no seria su angustia cuando descubrió que el teléfono estaba descompuesto. Dos o tres veces hizo esfuerzos para levantarse, pero sentía una gran debilidad y tenía miedo de abortar. Entre las diez y las once de la noche pudo al fin dormirse. Horas después la despertaron unos ruidos muy fuertes localizados en el garaje. Oyó la voz de su marido y también identificó la del coronel Moori Koenig. Los llamó varias veces y hasta se puso a golpear el piso de su cuarto con una silla, pero ninguno de los dos tuvo la consideración de contestarle.»
«Después los sintió acercarse. Transportaban algo pesado y cada dos o tres pasos se detenían. Elena decidió salir. Se movía con lentitud, agarrándose el vientre para contener la sangre. Así llegó a la puerta. Trató de abrirla y con la desesperación que es de imaginar, descubrió que estaba cenada desde afuera.
»La debilidad la derribó. Sin saber qué hacer, espió por el hueco de la cerradura. La hermana de Margot siempre había sido sumamente discreta pero aquélla era una situación de fuerza mayor. Vio a su esposo y al coronel Moori Koenig llevar a la bohardilla, con suma dificultad, una caja que parecía un ataúd. En vano les suplicó Elena que le dieran un vaso de agua. Sentía una debilidad extrema y una sequedad atroz en la garganta. Por fin se desvaneció.
»Ni Margot ni su madre pudieron saber cuántas horas yació la pobre sin conocimiento. A eso de las diez de la mañana, Eduardo las llamó desde el hospital militar Elena había sido internada con una ligera deshidratación y, a pesar de los temores de la familia Heredia, tanto ella como su hijo estaban gracias a Dios fuera de peligro.
»Alarmada por el estado de completa postración en que la encontró, la madre le fue arrancando la historia de la terrible noche. A medida que se enteraba de los detalles, aumentaba su indignación. Sin embargo, cuando Elena le dijo que no quería vivir más con Eduardo y le suplicó que le permitiera regresar a la casa paterna, la madre le recordó las obligaciones que había contraído ante el altar.»
«Las actitudes de Eduardo se fueron volviendo más y más extrañas a medida que pasaban las semanas. Permanecía muchas horas en la bohardilla, encerrado con llave, y cuando veía a Elena ni siquiera le preguntaba por su salud. También ella había cambiado. La ansiedad le provocaba un incesante deseo de comer dulces. Estaba tan gorda que casi parecía otra persona.
»En mayo se le dio a Eduardo por la egiptología. Llenó la casa de tratados sobre las momias del Museo Británico y empezó a levantarse en medio de la noche para subrayar fragmentos de un Libro de Muertos. Elena advirtió que las secciones marcadas enseñaban cómo dar de comer y cómo enjoyar a cuerpos que estaban ya en el otro mundo. Más extraño todavía se volvió Eduardo durante la semana y media que pasó leyendo Sinhué el egipcio, la novela de Mika Waltari que había estado de moda dos o tres años antes. Una mañana de domingo, poco antes de ir a misa y mientras su marido estaba duchándose, Elena se atrevió a hojearlo. En una de las páginas, Eduardo había escrito "Eso! Eso!" con un lápiz rojo.
»Y ahora, señor juez, Margot desea leerle unas pocas líneas de esa novela, para que conozca usted los abismos de locura en los que había caído Eduardo Arancibia.»
«De Sinhué el egipcio, libro cuarto, titulado "Nefemefernefer", capítulo 4: El júbilo de los embalsamadores llegaba a su colmo cuando recibían el cadáver de una mujer joven (…) No la arrojaban en seguida al aljibe. Se la jugaban a la suerte y la hacían pasar la noche en la cama de uno de ellos (…) Se justificaban contando que cierta vez, durante el reinado del gran rey, habían llevado a la Casa de la Muerte a una mujer que se despertó durante el tratamiento, lo cual fue un milagro (…) No había deber más piadoso para los embalsamadores que tratar de repetir el milagro dando calor con sus espantosos cuerpos a las mujeres que les llevaban.»
«Avergonzada e inquieta, Elena comentó a Margot las lecturas sacrílegas que ocupaban la mente de su marido. La hermana dedujo de inmediato que la clave del secreto se encontraba en la bohardilla y se ofreció a subir con ella para ver de qué se trataba. Elena le explicó que eso era imposible: Eduardo había clausurado la puerta con dos cerraduras y sólo él tenía las llaves. Además, le había prohibido de modo terminante que subiera. "A lo mejor anda con otra mujer", le dijo Margot a su hermana sin pensar en lo que podían significar esas palabras. "A lo mejor esconde ahí cartas de amor o quién sabe qué otras infamias". Esa insinuación provocó gran dolor en Elena, pero también el deseo de aclarar cuanto antes el secreto. "Margot, ayudáme, le dijo a su hermana. "Se me cruzan toda clase de ideas por la cabeza. Hasta tengo miedo de que Eduardo sea un Barba Azul".
»Margot decidió consultar a un cerrajero del Colegio Militar y, con la ayuda de éste, sacó los moldes de las dos cerraduras. Las llaves eran grandes, pesadas, con muescas curvas, y el operario tardó casi una semana en lograr que encajaran bien.
»Las hermanas estuvieron listas para subir a la bohardilla el 2 o el 3 de julio. En su confesión del domingo, que era el primer día del mes, Elena decidió contarle toda la historia a su guía espiritual, un padre salesiano ya muy mayor. El sacerdote insistió en que obedeciera al marido y no violara un secreto tan importante. Elena salió del confesionario desgarrada por la duda y aquel mismo domingo pidió el consejo de su madre. Fue una larga discusión. La madre coincidió en que era imperioso averiguar la verdad porque Elena podía perjudicar su embarazo si continuaba con aquella tensión nerviosa. Margot, que estaba de acuerdo con la madre, insistió en que su hermana no podía subir sola a la bohardilla y se ofreció una vez más a acompañarla. Elena no dejaba de llorar y de repetir la orden que le había dado el confesor.»
«Muchos trapos salieron al sol en la conversación que la familia Heredia tuvo ese domingo. Margot supo que Eduardo había recibido una o dos veces la visita del doctor Pedro Ara, un diplomático y médico español que tenía fama mundial como embalsamador. Los dos se encerraban varias horas en la bohardilla y en una ocasión hasta hirvieron jeringas e instrumentos médicos. Quedó muy alarmada al oír esa historia. Por más vueltas que le daba al asunto, no podía imaginar qué se estaba tramando.
»Al fin, oyendo las súplicas de su familia, Elena aceptó averiguar qué pasaba, pero impuso una condición inflexible: subiría sola, Quería decidir por sí misma, con el único auxilio de su confesor, cómo enfrentar a Eduardo si le descubría una amante.
»Los días siguientes fueron de terrible inquietud para Margot. Tenía malos presentimientos. Una noche le dijo a Ernesto, su marido: "Me parece que lo de Elena y Eduardo ya no va más". Pero él no hizo preguntas.
»Así llegamos al viernes 6 de julio de 1956. Esa noche, Eduardo debía cumplir su guardia semanal en el Servicio. Era un turno de doce horas, que comenzaba a las siete de la tarde. Elena podía disponer de toda la noche para subir a la bohardilla. Había escondido las llaves en el corpiño y hasta dormía con ellas. Era el mejor lugar, porque no tenía relaciones con su marido desde que se confirmó el embarazo. De todos modos sentía miedo. Más de una vez Eduardo se había presentado de improviso en la casa durante su turno de guardia y se había encerrado en la bohardilla sin decir palabra. Elena pensaba actuar rápido. No tardaría más de una hora en revisar los viejos mapas y el extraño cajón de madera. Así se lo dijo a Margot la última vez que hablaron por teléfono.»
«Esa medianoche no se borrará nunca de la memoria de Margot. Estaba durmiendo en su casa de la calle Juramento, donde todavía vive, cuando la despertó el timbre del teléfono.
»Era Eduardo. Hablaba con una voz enferma, descompuesta. "Ha sucedido una tragedia", le dijo a su hermano. "Vení a mi casa ya mismo Que nadie te acompañe, nadie."
»Margot, que tenía la oreja pegada al auricular, se puso como loca. "Preguntále qué pasa", le dijo a su marido.
»"Elena, Elenita, una tragedia, está herida", dijo Eduardo llorando. Y cortó.
»Por supuesto, Ernesto dio de inmediato parte al coronel Moori Koenig, que era el superior de Eduardo, y se vistió para salir. Con el corazón oprimido por la suerte de su hermana, Margot insistió en ir ella también. El viaje a Saavedra se hizo eterno. Al llegar, pensaron que tal vez habían soñado la llamada, porque el chalet estaba a oscuras y el silencio era absoluto. Pero dos personas nunca sueñan el mismo sueño, aunque estén casadas.
La puerta a la calle estaba abierta. En la planta alta, Eduardo se abrazaba desconsolado al cuerpo ya sin vida de Elena.
»Qué sucedió realmente es un secreto que la hermana de Margot se llevó a la tumba. Los vecinos creyeron oír una discusión, gritos y dos disparos. Pero en el cuerpo de Elena había sólo una bala, que le atravesó la garganta. Eduardo acepta que él hizo los disparos. Ha dicho que en la oscuridad de la bohardilla confundió a Elena con un ladrón. Su arrepentimiento parece sincero y la familia Heredia ya lo ha perdonado. Pero lo que Margot vio esa noche es tan increíble que duda de todo: duda de sus sentidos, duda de sus emociones y también duda, por supuesto, del hombre que sigue siendo su cuñado.»
Ficha 9
«Mientras Ernesto reconfortaba a Eduardo, Margot vio un resplandor azul en la bohardilla y trató de apagarlo. Aunque movió varias veces la llave de la luz, no pudo: el resplandor siguió ahí. Decidió entonces subir. La escalera estaba llena de sangre, y Margot tuvo que aferrarse a la pared para no resbalar. En ese momento pensó que su primer deber con la hermana muerta era limpiar la sangre, pero lo que vio en la bohárdilla hizo que olvidara por completo esa cristiana intención.
»El resplandor azul brotaba de la caja de madera y proyectaba una forma transparente y muy trabajada, que parecía un encaje fantasmal o un árbol deshojado. El doctor Ara, que visitó la casa de Elena ese mismo día, dedujo que yo había visto, que Margot había visto no una luz sino el mapa de la enfermedad llamada cáncer, pero no atinó a explicar qué clase de fuerza mantenía esa imagen en el aire. Alrededor de la caja estaban desparramados miles de papeles y carpetas, y en todos había manchas de sangre. Me acerqué aterrada. Recuerdo que mi boca estaba seca y que de pronto me quedé sin voz. Entonces la vi. Sólo la vi un instante pero es como si todavía estuviera viéndola y Dios me hubiera condenado a verla para siempre.
»Desde que la vi supe que era Evita. No sé por qué la habían llevado a la casa de Elena ni quiero saberlo. Ya no sé lo que quiero saber y lo que no. Evita estaba tendida en la caja, serena, con los ojos cerrados. El cuerpo, completamente desnudo, era azul, no de un azul que pueda explicarse con palabras sino transparente, de neón, un azul que no era de este mundo. Al lado de la caja había un banco de madera que sólo podía servir para velar a la muerta. había también manchas horribles, no sé qué, porquerías, Dios me perdone, Eduardo había estado con el cadáver todas esas semanas.
»La realidad es un río. Los hechos llegan y desaparecen. Todo sucedió como un fogonazo, en pocos segundos. Caí desvanecida. Quiero decir: Margot cayó. Se despertó en el cuarto a oscuras, la luz azul se había evaporado, sus manos y sus ropas estaban llenas de sangre.
»Así bajó y se lavo como pudo. No tenía vestidos para cambiarse y se puso uno que era de Elena, de lanilla, con aplicaciones de terciopelo. Desde el baño oyó al coronel Moori Koenig que llegaba. También oyó decir a Ernesto, su marido: "Esta historia no debe trascender. No debe salir del ejército". Y oyó que Moori Koenig lo corregía: "Esta historia no debe salir de esta casa. El mayor Arancibia le disparó a un ladrón. Eso fue todo: un ladrón."
Eduardo sollozaba. Al verme con el vestido de su esposa, palideció. "Elena", balbuceó. Y después dijo: "Elita". Me le acerqué: "Eva, Evena", repitió, como si me llamara. Sus ojos estaban fijos en ninguna parte, el ser se le había ido. Repitió esa letanía toda la noche: "Evena, Evita".
»El coronel Moori Koenig me pidió que lavara el cuerpo de mi hermana y lo preparan para la capilla ardiente, la mortaja. Lloré mientras lo hacía. Le acaricié el vientre, los pechos hinchados. El vientre se le hundía, doblado por el peso de la criatura muerta. Ya estaba casi rígida y me costó abrirle los dedos para poder entrelazarlos. Cuando por fin lo conseguí, noté que tenía aferradas las llaves de la bohardilla, las dos llaves estaban manchadas de sangre como en el cuento de Barba Azul.»
En las semanas de vigilias y averiguaciones que siguieron, el cuerpo del Coronel cambió. Le salieron bolsas oscuras bajo los ojos y unas estrellas de várices en los tobillos. Mientras llevaban a la Difunta de un lado a otro, sentía mareos y acideces que no lo dejaban dormir. Cada vez que se veía reflejado en las ventanas de su despacho se preguntaba por qué. Qué me puede estar pasando, decía. El 22 de enero voy a cumplir cuarenta y dos años. Un hombre que se vuelve viejo a mi edad es porque no sabe vivir o porque tiene ganas de morir. Yo no tengo ganas de morir. Esa mujer es la que me quiere ver muerto.
Durante toda la noche del 6 de julio había tratado de ocultar el crimen. Al amanecer se dio cuenta de que no podría. Los vecinos habían oído una discusión entre Elena y Eduardo y después los disparos. Todos hablaban de dos disparos pero el Coronel sólo veía el rastro de uno: la bala que tenía Elena en las honduras de su garganta.
– Nadie supo jamás la verdad de lo que había pasado -me dijo Aldo Cifuentes casi treinta años después-. Moori Koenig se había hecho una idea pero le faltaban partes del rompecabezas. El error fue dejar a la Difunta en la bohardilla de Arancibia. El cuerpo inmóvil había ido seduciendo al Loco día tras día. Sólo pensaba en volver a su casa para poder contemplarlo. Lo había desvestido. Al lado del cajón puso un banquito de madera donde vaya a saber qué hacía. Debía escrutar los detalles del cuerpo: las pestañas, la curva fina de las cejas, las uñas de los pies, que seguían pintadas con un esmalte transparente, el ombligo abultado. Si antes la había sentido moverse, cuando estaba a solas con Ella tal vez la creía viva. O esperaba que resucitara, como lo indican sus lecturas de Sinhué el egipcio.
Los vecinos declararon que entre las nueve y las diez de la noche hubo una discusión a gritos. Un mayor retirado que vivía enfrente de los Arancibia oyó decir al Loco: «¡Te agarré, hija de puta!». Y a Elena, que lloraba: «No me matés, perdonáme».
A las seis de la mañana llegó el juez militar. A las siete, el ministro de ejército ordenó que el doctor Ara examinase el cadáver. El embalsamador no advirtió nada irregular. Una semana antes había estado en el chalet, inyectando soluciones de timol en la arteria femoral. Moori Koenig se indignó con Ara por haber tocado a la Difunta sin su permiso ni conocimiento. «El mayor Arancibia me dijo que era usted quien lo pedía», explicó el embalsamador. «Me dijo que el cuerpo cambiaba de posición cuando lo dejaban solo y que ustedes no sabían por qué. Hice un examen escrupuloso del cadáver. Tiene pequeñas hendiduras, se advierte que lo han zarandeado mucho. Pero, en lo esencial, no ha cambiado desde que me lo quitaron.» Su tono era, como siempre, sobrador, mordiente. Moori Koenig se contuvo para no pegarle una trompada. Salió de la casa del crimen con una depresión atroz. A las diez de la mañana, llamó a Cifuentes por teléfono para invitarlo a beber. Tenía la voz desfigurada por el alcohol y en medio de una frase se alejó del tubo y balbuceó estupideces: «Evena, Elita».
Durante el velatorio de Elena y los rezos de nueve noches por el descanso de su alma, el cuerpo de Eva Perón siguió en la bohardilla, protegido por las crestas de legajos y documentos. había dos muertas en la casa pero nadie podía hablar de ninguna. Los hechos avanzaban a la deriva, como si buscaran un lugar y no tuvieran cabida. El 17 y el 18 de julio, Eduardo Arancibia fue sometido a juicio en los tribunales del ejército. Sus defensores lo alentaron en vano a que suplicara clemencia: no habló, no pidió disculpas, no respondió a las preguntas impacientes del juez. Sólo al atardecer del segundo día se quejó de llamas en la cabeza. Gritó, con irreverencia: «!Me duelen las llamas! Evina, Evena, ¿dónde te has metido?». Fue sacado a la fuerza. No estaba en la sala del juicio cuando lo condenaron a prisión perpetua en la cárcel de Magdalena. Por decoro o por escrúpulos de secreto, el juez decidió que el caso fuera archivado con una carátula falsa: Homicidio por accidente.
En esos días, la Difunta regresó a la errancia que le causaba tanto daño: de uno a otro camión, en calles que nunca eran las mismas. La desplazaban al azar por la ciudad lisa, interminable: la ciudad sin trama ni pliegues. Como el Coronel no se apartaba de su infierno de alcohol, el capitán Milton Galarza tomó las riendas del Servicio: diseñó los desplazamientos de la Difunta, le compró un sayal nuevo, cambió el orden de las guardias. A veces, cuando veía el camión con el cuerpo bajo las ventanas de su oficina, lo saludaba con algún balido del clarinete que desquiciaba a Mozart o a Carl Maria von Weber. Una mañana, le informaron que habían encontrado velas cerca de la ambulancia donde estaba confinado el cuerpo. Podían ser casuales: eran tres velas chatas, encendidas al pie de un monumento en la plaza Rodríguez Peña. Los soldados de guardia, que ya reconocían los signos, no habían oído nada fuera de lo común. Galarza decidió que, de todos modos, había llegado el momento de cambiar «el cofre armero». Mandó comprar una caja de pino basto, sin adornos ni manijas, y a los costados hizo pintar, con letras de embalaje: «Equipos de radio. LV2 La Voz de la Libertad.
En su despacho, a solas, el Coronel se entregaba cada vez más a la tristeza, al sentimiento de pérdida. Desde que recibía en su casa cartas anónimas y llamadas de amenaza, no se acercaba a Evita. No podía. «Si te vemos con Ella te arrancamos los huevos», decían las voces. Nunca eran las mismas. «¿Por qué no la dejás en paz?», repetían las cartas. «Te seguimos día y noche. Sabemos que donde estés vos va a estar Ella». Le daban órdenes: «Te damos plazo hasta el 17 de octubre para entregar el cuerpo a la CGT»; «Te prohibimos que la llevés al SIE». No soportaba obedecer y sin embargo obedecía. La extrañaba. Si la tuviera cerca de mí, pensaba, no sentiría tanta sed. Nada lo saciaba.
Había cambiado tres veces su número de teléfono pero el enemigo siempre lo encontraba. Una madrugada llamó una voz de mujer y, atontado, le pasó el tubo a su esposa. Ella lo soltó, gritando.
– ¿Qué te ha dicho? -preguntó él-. ¿Qué quieren los hijos de puta?
– Dice que hoy, a las doce, nos van a reventar la casa. Que nos han envenenado la leche de las chicas. Que me van a cortar los pezones.
– No le hagás caso.
– Quiere que devuelvas a esa mujer.
– ¿Qué mujer? Yo no sé nada de ninguna mujer.
– La madre, dijo. Santa Evita, dijo. Madre mía.
A las doce estalló un cartucho de dinamita en el palier. Saltaron las ventanas, los jarrones, la vajilla. Las esquirlas de vidrio hirieron en el pómulo a la hija mayor. Tuvieron que llevarla al hospital: doce puntos de sutura. Podían haberla desfigurado sin remedio. Persona le había hecho más daño que nadie, y sin embargo la extrañaba. No dejaba de pensar en ella. De sólo recordarla sentía ahogos, espasmos en el pecho.
A mediados de agosto cayó una tormenta que adelantaba la primavera y el Coronel decidió que su larga sumisión a la fatalidad ya no tenía sentido. Se afeitó, se dio un baño de inmersión que duró más de dos horas y se puso el último uniforme sin estrenar que le quedaba. Luego salió a la lluvia. La Difunta seguía estacionada en la calle Paraguay, frente a la capilla del Carmen: dos soldados vigilaban la calle; otros dos protegían el ataúd, dentro de la ambulancia. El Coronel les ordenó subir al vehículo y manejó hasta la esquina de Callao y Viamonte. Dejó a Persona allí, delante de sus ojos, al pie de su despacho.
Ahora, se dijo, no habría enemigo que pudiera enfrentarlo. A Cifuentes, que lo visitó aquella tarde, le confió que había cercado la ambulancia con una valla de quince hombres: seis cubrían otros tantos ángulos desde las ventanas de los edificios, uno esperaba oculto bajo el chasis con el arma de reglamento desenfundada, los demás se apostaban en la vereda, adentro del vehículo, adelante y atrás.
Creí que se había vuelto loco -me dijo Cifuentes-. Pero no estaba loco. Estaba desesperado. Me dijo que iba a domar a la Yegua antes de que Ella acabara con él.
Así esperó. Vestido de uniforme, sentado junto a la ventana, con la mirada fija en la ambulancia y sin probar una gota de alcohol: esperó toda la noche del 15 de agosto y el apacible día que siguió, sin que nada pasara. Esperó, extrañándola y a la vez odiándola, seguro de que por fin la vencería.
Al anochecer del jueves 16 las nubes ya se habían disipado y sobre la ciudad se posó un aire tieso, glacial, que crujía cuando lo atravesaban. Poco antes de las siete desfiló por la avenida Callao la procesión de San Roque. El Coronel estaba de pie ante la ventana cuando las patrullas de policía desviaron el tránsito hacia el este y oyó la música sacra de los trombones. La efigie del santo y de su perro se elevaban apenas sobre el oleaje de hábitos negros y violetas. Los promesantes llevaban cirios, guirnaldas de flores y grandes vísceras de plata. «Qué ganas de perder el tiempo», dijo el Coronel. Y deseó que lloviera.
Era uno de esos momentos en que la tarde está indecisa, según me dijo Cifuentes: la luz oscila entre el gris, el púrpura y el naranja como una vaca boba. Moori Koenig volvía a su escritorio para repasar las fichas de Margot Arancibia cuando un estrépito de bocinas lo detuvo en seco. Afuera, Galarza gritaba órdenes roncas de las que el Coronel no entendía una sola palabra. Los soldados corrían, ciegos, por la calle. Un mal presagio se le clavó en la garganta, contó Cifuentes. Moori Koenig había sentido siempre los presagios en los socavones de su cuerpo como si fueran agujas o quemaduras. Se precipitó a la calle. Llegó a la esquina de Callao a tiempo para ver, en la súbita noche, treinta y tres velas chatas que brillaban en hilera, al pie de las fachadas. De lejos parecían espuma o la estela de un barco. Dentro de un zaguán encontró una corona fúnebre de alverjillas, pensamientos y nomeolvides, atravesada por una cinta con letras doradas. Resignado, leyó el casi previsible mensaje: Santa Evita, Madre nuestra. Comando de la Venganza.
Media hora después, el capitán Galarza había completado el breve interrogatorio a los presbíteros que encabezaban la procesión y a las devotas de hábitos marrones que los seguían. La hipnosis de las oraciones y los vaivenes del incienso habían cegado a todos. No recordaban nada fuera de lo común: ninguna ofrenda funeraria ni cirios que no fueran los que se vendían en las parroquias. En la avenida Córdoba, unos pocos promesantes de hábitos violetas se habían rezagado para auxiliar a una monja extenuada, dijeron, pero en las procesiones abundaban esos percances. Nadie recordaba las facciones de nadie.
El Coronel estaba fuera de sí. Dos veces entró en la ambulancia y encaró a Persona con un vozarrón entrecortado por la furia: «Me la vas a pagar, me la vas a pagar». Fesquet le oyó repetir maldiciones en alemán, pero retuvo sólo una pregunta que parecía una súplica: «Bist du noch da?». Y luego: «Keinergeht weiter» («¿Todavía estás ahí?». Y luego: «No vas a ir mas lejos…»)
Caminaba de un lado a otro con las manos a la espalda, apretándose las muñecas con una firmeza helada, desentendiéndose del frío que era también implacable. Por fin se detuvo. Llamó a Galarza.
Suban a esa mujer a mi despacho -ordenó.
El capitán lo miró con extrañeza. Tenía el labio de abajo partido en dos: tal vez el frío, pensó Moori Koenig, sorprendido de que en los momentos de tensión lo alcanzara esa clase de pensamientos; tal vez el clarinete.
– ¿Y el secreto, mi coronel? -preguntó Galarza-. Vamos a violar el reglamento.
– Qué carajo de secreto -contestó Moori Koenig-. Ya todo el mundo sabe. Súbala.
– En el comando en jefe se van a molestar -le advirtió Galarza.
– No me importa nada. Piense en todo el mal que Ella nos ha hecho. Piense en la pobre mujer de Arancibia.
– Más daño nos puede hacer si la dejamos entrar.
– Súbala, capitán. Yo sé lo que hago. Súbala ahora.
La caja era liviana, o parecía más liviana que las tablas de pino de que estaba hecha: cabía de pie en la jaula del ascensor y así subió cuatro pisos, hasta el despacho del Coronel. La dejaron debajo de un combinado Gründig cuyo color era también de miel clara.
Los tres objetos que coincidían en esa orilla de la habitación no sabían qué hacer el uno con el otro, como alguien que quiere dar una palmada y no encuentra su otra mano: arriba el boceto a lápiz y témpera de Kant en Konigsberg, debajo el combinado Grúndig que nadie había estrenado, y al pie la caja de LV2 La Voz de la Libertad, donde yacía Ella con su voz inaudible pero rotunda, fatal, más libre que ninguna voz viva. El Coronel se quedó un rato largo contemplando esa frontera clara del cuarto mientras el aguardiente descendía por su garganta en rápidas cascadas. Quedaba bien, sí, a primera vista nada desentonaba, sólo a ratos se escapaba un hilo del olor químico que él tan bien conocía. Quién iba a darse cuenta. Sentía sed de mirarla, sed de tocarla. Cerró la puerta con llave y desplazó el cajón hacia un lugar del cuarto que siempre haba estado vacío. Abrió la tapa y la vio: algo desarreglada y encogida por el viaje en ascensor, pero aún más temible que cuatro meses atrás, cuando la había dejado en la bohardilla del Loco. Aunque estaba helada, Persona se las arreglaba para sonreír de costado, como si estuviera por decir algo a la vez tierno y espantoso.
– Sos una mierda -le dijo el Coronel-. Por qué te fuiste tanto tiempo.
Sentía amargura: un sollozo inoportuno le trepaba por la garganta y no sabía cómo detenerlo.
– ¿Te vas a quedar, Evita? -le preguntó-. ¿Vas a obedecerme?
El brillo azul de las profundidades de Persona parpadeó, o él creyó que parpadeaba.
– ¿Por qué no me querés? -le dijo-. Qué te hice. Me paso la vida cuidándote.
Ella no contestó. Parecía radiante, triunfal. Al Coronel se le cayó una lágrima y al mismo tiempo lo alcanzó una ráfaga de odio.
– Vas a aprender, yegua -le dijo-, aunque sea a la fuerza.
Salió al pasillo.
– ¡Galarza, Fesquet!-llamó.
Los oficiales llegaron corriendo, con el presentimiento de un desastre. Galarza se paró en seco junto a la puerta y no dejó avanzar a Fesquet.
– Mírenla -dijo el Coronel-. Yegua de mierda. No se deja domar.
Cifuentes me contó años después que nada le había impresionado tanto a Galarza como el áspero olor a orina de borracho. «Sintió unas ganas terribles de vomitar», me dijo, «pero no se animó. Le parecía que estaba dentro de un sueño».
El Coronel se quedó mirándolos sin entender. Alzó el mentón cuadrado y ordenó:
– Méenla.
Como los oficiales seguían inmóviles, repitió la orden, sílaba por sílaba:
– Vamos, qué esperan. Pónganse en fila. Méenla.