14 LA FICCIÓN QUE REPRESENTABA

Ya al sexto día de navegación, la estrechez del camarote lo asfixiaba. Más insoportable, sin embargo, era la compasión de los tripulantes. Todas las madrugadas, el oficial con el que descendía a la bodega lo saludaba con la misma pregunta:

– ¿Se está sintiendo mejor, señor Magistris? ¿Descansa bien?

– Sí -respondía él-. Mi sento bene.

Sufría, pero no quería decirlo. Los ardores de la herida lo despertaban en la noche. Y la visión del ojo izquierdo empeoraba: si se cubría el ojo sano, el mundo pasaba a ser una red de nubes cambiantes, de agitados puntos luminosos, de sombras con estrías amarillas. Sin embargo, no podía mostrar ningún desfallecimiento. Apenas lo viera débil, el enemigo iba a dar el zarpazo. El enemigo podía ocultarse en cualquier parte: a bordo del barco, en las escalas de Santos y Recife, entre los estibadores del puerto de Génova. Oía respiraciones apagadas al otro lado de la puerta y, en el camino a la bodega, sentía el sobresalto de unos pasos que se evaporaban. Alguien acechaba sus movimientos: de eso estaba seguro. No lo habían atacado aún pero lo harían: faltaba mucho para terminar el viaje.

Bajaba a la bodega entre las cuatro y las seis de la mañana: jamás a la misma hora, jamás por los mismos pasillos. El ataúd de María Maggi se apoyaba sobre un pedestal de hierro, junto al casco, en la proa. Lo disimulaban los muebles de un diplomático y los archivos de Arturo Toscanini, que habían sido embarcados en Santos. Se quedaba diez o quince minutos de pie ante el cajón, con la cabeza baja, y luego se marchaba. Cada madrugada persistía un poco más en la vigilancia. Le parecía que el cuerpo de la Difunta lo llamaba con disimulo, en sordina. Si hubiera sido creyente habría podido decir que era una llamada sobrenatural. Apenas se acercaba al ataúd, lo rozaba el relámpago de una respiración helada. Temeroso, abría las cerraduras de combinación y levantaba la tapa: ésas eran las órdenes. Ella nunca estaba igual: el extraño cuerpo tenía una eternidad inquieta, inestable. Como el ataúd era enorme y Ella tendía a flotar, la habían inmovilizado con ladrillos: el polvo bermejo teñía lentamente el pelo, la nariz, los párpados. Y aún así, brillaba. Ya el embalsamador, en el puerto, se lo había advertido con una frase estrábica: «Esa mujer brilla tanto como la luna de su voz derecha». Luna o alga o desgracia, la Mujer era fosforescente en las tinieblas de la bodega.

A veces, para disipar las pesadillas del descenso, el pasajero De Magistris se quedaba conversando con el oficial que lo acompañaba hasta la entrada de la bodega. Ya el primer día, el oficial le preguntó por la muerte de la esposa. Respondió con la versión que habían fraguado en el Servicio de Inteligencia y que él había ensayado interminablemente, ante el ministro de ejército y ante su nuevo jefe, el coronel Tulio Ricardo Corominas. «Viajábamos», decía, «en un Chevrolet nuevo. íbamos hacia el sur. Era el amanecer. Mi mujer se había dormido. A la altura de Las Flores se reventó una goma y el auto se descontroló. Chocamos contra un poste. A Ella se le fracturó el cráneo: murió en el acto. Yo volé a través del parabrisas.»

De Magistris era alto, imponente, algo encorvado. Una larga herida le rayaba la frente, el ojo izquierdo, la mejilla. Parecía que la hendidura del labio inferior fuera una prolongación de la cicatriz, pero no: se trataba de su única marca voluntaria. La había adquirido tocando el clarinete. Aún llevaba enyesado uno de los brazos y tenia roto el puente de la nariz. Ningún sufrimiento, sin embargo, decía, era comparable al de la pérdida de su mujer. Habían nacido en Génova. Sus familias emigraron en el mismo barco a Buenos Aires. Crecieron juntos, en Berazategui. Ambos soñaban con regresar un día a la ciudad que jamás habían visto y de la que sin embargo conocían cada plaza, cada monumento: la capilla de San Juan Bautista, el valle de Bisagno, el campanario de Santa María di Carignano, desde donde se divisaban las fortificaciones, el puerto, el azul del Tirreno. Había decidido enterrarla allí, entre aquellos paisajes.

De Magistris repetía la historia con acento dolido, verosímil. El accidente había ocurrido, por supuesto, pero no era obra del azar sino, tal vez, del Comando de la Venganza. En los hechos verdaderos no había el amor que él invocaba: sólo había odios.


Después del bochornoso arresto de Moori Koenig, el destino de Evita había tenido al gobierno militar sobre ascuas. Si alguien publicaba el relato de las profanaciones, advirtieron los asesores, el país podía arder. Era preciso enterrar cuanto antes ese cuerpo de pólvora.

La orden llegó al escritorio del capitán Galarza una noche de noviembre. Estaba escrita a mano por el presidente, en una esquela con el escudo patrio. «“Ya no toleraré más demoras», decía. «Sírvase enterrar cuanto antes a esa mujer en el cementerio de Monte Grande…»

Aquélla, pensó Galarza, iba a ser la misión de su vida. A las dos de la mañana hizo llevar el ataúd a un camión militar. Lo protegió con un pelotón de seis soldados. Fesquet le había ofrecido acompañarlo, pero él no quiso. Prefería la soledad, el secreto.

Manejó despacio, con extrema precaución, sorteando los badenes y las jibas súbitas del adoquinado. Atravesó los frigoríficos, las playas de maniobras del ferrocarril del sur, los arrabales desiertos de Banfield y Remedios de Escalada. Calculó que a fin de año, su destino sería otro: ascendería a mayor, lo trasladarían a un regimiento lejano. Nunca viviría nada comparable a lo que estaba viviendo ahora y, sin embargo, no podría contarlo. La historia iba de su mano, pero su mano no iba a dejar ninguna huella.

Cerca de la estación de Lomas, un camión cisterna salió de las penumbras y se le arrojó encima. Sólo sintió el golpe limpio, que arrancó el paragolpes trasero y clavó la trompa de su vehículo en un poste. Atinó a desenfundar el revólver y a incorporarse. Si le quitaban a la Difunta sería su fin y quizás el fin de la Argentina. La sangre lo cegaba. El miedo a que el dolor acabara con él lo orientó hasta la puerta trasera del camión. La abrió, por desesperación o por instinto, y perdió el sentido.

Despertó en el hospital. Dos de los soldados, le dijeron, habían muerto. Otros dos tenían heridas peores que las suyas. Persona, para variar, estaba ilesa: sin una llaga, impasible entre los velos almidonados de la mortaja.

Volvió a encontrarla en el despacho del jefe del Servicio, adonde la habían llevado, ya sin sigilos, la noche del accidente. Yacía en el mismo cajón de pino basto con letras de embalaje -"Equipos de radio. LV2 La Voz de la Libertad»-, debajo del combinado Grúndig. En el despacho, ahora, no entraba la luz del día. Para disuadir cualquier ataque, Corominas había ordenado sellar con planchas de acero las ventanas que daban a la calle. El escritorio estaba flanqueado por dos grandes banderas. En vez del boceto a lápiz de Kant paseándose por Konisberg, una miríada de próceres de la independencia construía un largo friso en las paredes. Para esquivar las tentaciones de la imaginación, el nuevo jefe nunca se quedaba a solas con el cadáver: uno de sus hijos estudiaba o dibujaba mapas de batallas en la mesa de reuniones. Si algún oficial llegaba en busca de órdenes, el adolescente se retiraba al cuarto contiguo. Metódico, prolijo, Corominas perfumaba el despacho con lavanda de Atkinsons para anular el tenaz perfume del cuerpo escondido, y conjuraba la claridad azul que parecía fluir del ataúd con un reflector de quinientos vatios, que vaciaba sobre el Grúndig una imperiosa luz amarilla.

Entre diciembre y febrero, Galarza había afrontado varias cirugías consecutivas. Aún no se había librado de los yesos y vendas cuando Corominas lo citó un domingo en el Servicio. El otoño se anunciaba con una marea de hojas rojizas y lluvias violentas. La ciudad estaba melancólica y estaba hermosa. La melancolía era su hermosura. Nadie caminaba por Callao ni por Viamonte, siempre tan llenas de gente. Con extrañeza, oyó en esa orilla mediterránea de Buenos Aires la sirena de un barco.

En el relámpago del accidente, Galarza había perdido a la vez la carrera, la salud y la confianza en sí mismo. Los vidrios del parabrisas lo habían desfigurado. Un corte profundo en los músculos flexores le impedía mover la mano izquierda. Su esposa, a la que había compadecido y despreciado, ahora lo compadecía a él. Ninguno de los destinos con los que había soñado se cumplieron: no había ascendido a mayor, estaba obligado a retirarse del ejército, los fantasmas de los tobas y mocobíes a los que había matado en Clorinda le atormentaban las noches. Había odiado a Perón aun antes de que fuera Perón; había conspirado para matarlo un vergonzoso día de 1946. Ahora, ya no pensaba en él-. Sólo odiaba a Persona, que había tejido la red de su desgracia.

Le sorprendió que la reunión incluyera a Fesquet. No lo veía desde las vísperas del accidente. El teniente había adelgazado mucho, usaba anteojos de aros metálicos, se dejaba crecer unos bigotes anchos. Corominas, de pie, se apoyaba sobre un bastón. Una coraza de yeso le tensaba la casaca.

Desplegó un mapa. Tres ciudades europeas estaban marcadas con puntos rojos. En otra, Génova, había un círculo azul. El coronel -este coronel- tenía los ojos encapotados y la mirada filosa.

– Vamos a enterrar para siempre a la Difunta -dijo-. Le ha llegado la hora.

– Ya lo hicimos -dijo Galarza-. Quisimos hacerlo más de una vez. No se deja.

– ¿Cómo que no se deja? Está muerta -dijo Corominas-. Es una muerta como cualquier otra. La Orden de San Pablo le ha preparado una sepultura lejos de acá.

– De todos modos, quedan las copias del cadáver -apuntó Fesquet-. Tres copias. Son idénticas.

– Quedan dos copias -corrigió Corominas-. La marina exhumó la del cementerio de Flores y la sacó del país.

– Era la mía -dijo Galarza-. Fue la que yo enterré.

– A estas alturas ha de estar en Lisboa -siguió el jefe, y señaló uno de los puntos del mapa-. La segunda va a salir para Rotterdam a fin de mes. Como la primera, tiene una identidad falsa pero creíble. Los documentos están en orden. En cada puerto hay familiares esperándolas. Esta vez no hay errores, no hay supersticiones.

– Falta saber qué hará el Comando de la Venganza -dijo Galarza.

– Dos tipos de ese Comando se presentaron en Lisboa -informó Corominas-. Querían el ataúd, sin saber que la muerta era una copia. Ellos también tenían documentos en regla. La policía portuguesa los descubrió. Escaparon. Ya nunca más nos van a molestar. Están siguiendo la pista falsa.

– No se sienta seguro -dijo Galarza-. Esos hombres saben lo que están buscando. Tarde o temprano van a llegar.

– No van a llegar. Este que ve usted ahí es el cuerpo de la Difunta -dijo Corominas. Estiró uno de los brazos y apagó la luz teatral que caía sobre el Gründig: -El cuerpo verdadero. Desde el accidente de la avenida Pavón no se ha movido de acá. Antes de ayer, el embalsamador lo examinó de pies a cabeza. Estuvo más de una hora. Le inyectó ácidos y le renovó los esmaltes. Fue tan minucioso que descubrió una marca casi invisible, en forma de estrella, detrás de la oreja derecha. Yo la vi. Se la hicieron cuando ya estaba embalsamada.

– El coronel Moori Koenig -supuso Galarza.

– Tiene que ser él. La obsesión por la Difunta no se le ha calmado, pero ahora está lejos. En febrero salió para Bonn. El gobierno lo nombró agregado militar en Alemania Federal. Todavía hay generales que lo apoyan o le tienen miedo. Es un tipo peligroso. Cuanto antes lo apartemos del operativo será mejor. Si vuelve a joder, Fesquet y yo lo vamos a hacer entrar en vereda.

Fesquet cruzó y descruzó las piernas, incómodo. El Coronel prendió un cigarrillo. Los tres comenzaron a fumar en el vacío de un silencio torpe, dominical.

– Moori Koenig está enfermo -dijo Fesquet-. La lejanía de la Difunta lo ha enfermado. Me amenaza. Quiere que le lleve el cuerpo.

– ¿Por qué no lo manda a la mierda? -dijo Galarza.

– Son amenazas muy graves -explicó Corominas-. Extorsiones. Debilidades del pasado que quiere sacar a la luz.

– No se deje asustar, Fesquet.

– Voy a terminar esta misión y después voy a pedir el retiro -dijo el teniente. Una repentina palidez lo desdibujaba. Toda su vida estaba allí, a la intemperie, entre aquellos dos hombres que tal vez fueran implacables, y de los que él no esperaba perdón. No lo necesitaba. Sólo quería marcharse.

– Es lo mejor -dijo Corominas-. Se va con la frente alta.


Así era como había comenzado el viaje. Galarza debía embarcarse con el cadáver el 23 de abril, en el Conte Biancamano. Fingiría ser Giorgio de Magistris, el viudo desolado de Marta Maggi. Fesquet partiría la noche siguiente en el Cap frió hacia Hamburgo. Se llamaría Enno Kóppen y la falsa difunta -la última copia de Persona- iría de contrabando, en el cajón de equipos de radio donde ahora estaba la verdadera. La cubrirían con cables, micrófonos, carretes de grabadores. El doctor Ara repetiría en el cuerpo de vinil y cera la serial estrellada de la oreja y tatuaría en la nuca un cortísimo vaso capilar.


Persona era perfecta, pero lo que pasaba con Ella rara vez lo era. El ataúd que le compraron para la travesía era inmenso y llegó tarde al Servicio. Llevaba dos cerraduras de combinación y era imposible reemplazarlo. El cuerpo flotaba entre las telas suntuosas del tapizado.

– El mar la va a zarandear -observó Galarza-. Va a llegar muy golpeada.

Trataron de inmovilizarla con diarios y papeles de embalar, pero Fesquet advirtió a tiempo que ese ataúd era el último: yacería en él, desconocida, en un mausoleo perpetuo. Galarza ordenó entonces a los suboficiales de la guardia que acarrearan rocas y adoquines desde cualquier galpón de materiales. No los había en diez cuadras a la redonda. Resignados, rodearon al fin el cuerpo con un relleno tosco, de maderitas y ladrillos. Corominas, que aún convalecía de una operación en las vértebras, se contentaba con vigilar el equilibrio de los pesos. Fesquet completó solo el trabajo, con torpeza, sin saber cómo cubrir los huecos y las líneas de aire que iba dejando su penosa construcción.

– Parece mentira -dijo Corominas-. Este Servicio es el orgullo del ejército, pero cuando hay un trabajo importante tienen que hacerlo tres inválidos.


El polvillo bermejo de los ladrillos invadió el despacho del nuevo jefe y tardó días en asentarse. La lenta lluvia de polvo, tenue y acre, les recordó que Ella se había marchado al fin, y que tal vez fuera para siempre.

Eran casi las siete de la tarde cuando Galarza llegó solo al puerto, en una carroza fúnebre. Lo esperaban, nerviosos, el cónsul italiano y un cura ya vestido con la estola del responso y la cenefa enlutada.

– Questo era il suo padre? -preguntó el cónsul, señalando el ataúd.

– Mi esposa, que en paz descanse -contestó Galarza.

– Accidenti, com era grossa! -observó-. Incredibile.

Sonaron las campanas del barco y la sirena dejó caer una queja rápida, profunda. Dos inspectores de aduana ordenaron pesar el ataúd y como apenas quedaba tiempo, el cura rezó el responso mientras estaban izándolo en la balanza. La aguja marcó cuatrocientos kilos.

– Es demasiado -dijo uno de los inspectores-. Estos cajones rara vez pesan más de doscientos. ¿Era muy gordo?

– Gorda -replicó el cónsul.

– Más sospechoso todavía si era mujer. Van a tener que abrir.

El cura puso los ojos en blanco y alzó los brazos a las altas cúpulas de hierro de la dársena.

– No pueden hacer eso -dijo-. Sería una profanación. Yo conocía a esta señora. La santa iglesia sale de garante.

– Son las normas -insistió el inspector-. Si no las cumplimos, nos echan. Perón y Evita ya no están más en el gobierno. Ahora no hay contemplaciones.

La sirena del barco lanzó un nuevo lamento, más agudo, más largo. Todas las luces de a bordo se encendieron. En el muelle, alguna gente agitaba pañuelos. Cientos de pasajeros se asomaban a la cubierta. El Conte Biancamano parecía a punto de partir, pero los estibadores aún llevaban baúles a la bodega.

– No lo hagan -repitió el cura, con acento teatral-. Lo pido por Dios. Sería un sacrilegio. Los van a castigar con la excomunión.

Hablaba con tal énfasis que sólo podía ser, supuso Galarza, un emisario del Servicio: tal vez el mismo que había tramado con la Orden de San Pablo el entierro del cuerpo lejos de acá, al otro lado del mundo».

– No se preocupe, padre -dijo el viajero-. Los inspectores son comprensivos.

Caminó con ellos hacia un mostrador destartalado y les entregó la póliza del viaje: número 4, con destino final en via Mercali 23, Milano. Debajo, deslizó dos billetes de mil pesos.

– Por las molestias -dijo.

El inspector que llevaba la voz cantante embolsó los billetes y decidió, imperturbable:

– Si es así, váyase. Por esta sola vez, lo dejamos pasar.

– No va a haber otra dijo Galarza, sin resistir la tentación de una última broma-. Mi esposa no va a morir por segunda vez.

Pensó, al subir por la planchada, que Evita había pasado por varias muertes en los últimos dieciséis meses, y a todas esas muertes había sobrevivido: al embalsamamiento, a los secuestros, al cine donde había sido una muñeca, al amor y a las injurias del Coronel, a los insensatos delirios de Arancibia en el altillo de Saavedra. Pensó que Ella moría casi a diario, como Cristo en el sacrificio de las misas. Pero no pensaba repetírselo a nadie. Todas las sinrazones de la fe, creía, habían servido sólo para empeorar el mundo.

Ahora despertaba cada mañana con pesadillas de claustrofobia. El único alivio a la intolerable rutina de la travesía era la discoteca del capitán, donde se mezclaban los fuegos artificiales de la Boston Pops con pequeños aires de Purcell que Galarza había ejecutado alguna vez en el clarinete. En el precario tocadiscos que le llevaron al camarote oía todas las tardes el allegretto de la séptima sinfonía de Beethoven. Cuando la melodía se apagaba volvía otra vez a oírla, sin fastidio ni cansancio: el vuelo ceremonial de aquella música se encrespaba dentro de él como el cuerpo de allá abajo, crecía y se endulzaba y se estremecía con la misma insolencia majestuosa.

En el puerto de Santos, una delegación de la Sociedad Wagneriana depositó a bordo un largo baúl de madera con manuscritos de Toscanini. Eran anotaciones y retratos que el maestro había dejado a su paso por Brasil, setenta años antes. Hubo una rápida ceremonia en cubierta, junto la entrada de la bodega: una orquesta improvisada tocó la marcha fúnebre de la Eroica y el «Libera me» de Verdi. De pie ante el ataúd de Evita, Galarza no se perdió detalle del homenaje. Llevaba una Beretta en el bolsillo y pensaba usarla sin contemplaciones si alguien se le acercaba con una vela encendida o un ramillete de flores. Ya estaba harto de los ardides que el Comando de la Venganza había empleado para honrar a la Difunta. Cerró la mano sobre la pistola cuando los músicos abrieron los estuches de los instrumentos y estudió las caras, en busca de algún indicio sospechoso. Nada pasó, sin embargo. Las melodías, incompletas, se evaporaron rápido en el aire sofocante.

Apenas los visitantes se retiraron, a Galarza lo acosó la idea de que en la caja de manuscritos habían escondido una bomba incendiaria. El capitán en persona tuvo que bajar y abrirla, cuando ya el barco navegaba rumbo a Río de Janeiro. Sólo encontraron partituras anotadas, cartas de adolescente y fotos amarillas.

Toscanini había sido enterrado con gran pompa el 18 de febrero, relató el capitán esa noche, durante la comida. Más de cuarenta mil personas esperaron el paso del cortejo fúnebre frente a la Scala de Milán. «Yo», dijo, «fui una de ellas. Lloré como si se tratara de mi padre». Después del responso, las puertas del teatro se abrieron y la orquesta de la Scala ejecutó el segundo movimiento de la Eroica, el mismo que, con delicadeza, le habían dedicado los músicos de Santos. Una imponente procesión había seguido entonces a la carroza, adornada con palmas y penachos de luto, hasta las bóvedas del cementerio Monumental.

– Recuerda cuánto pesaba el ataúd? -preguntó Galarza, de improviso.

Una de las comensales protestó. No era un tema para la hora de comer, dijo. Sin darse por aludido, el capitán contestó, con seriedad:

– Ciento setenta y tres kilos. Salió en todos los diarios.

No he olvidado la cifra porque es la del día de mi cumpleaños: el día diecisiete del mes tres.

– Sería muy flaco -opinó Galarza.

– Piel y huesos -dijo el capitán-. Dése cuenta que murió casi a los noventa años.

– A esa edad ya ni siquiera se piensa -apuntó una de las señoras.

– Toscanini pensaba tanto -la corrigió el capitán- que tuvo una trombosis cerebral. Y aun así, madame, recuperó la conciencia. En la agonía, hablaba con músicos imaginarios. Les decía: Piú morbido, prego. Ripetiamo. Piú morbido. Ecco, bravi, cosi va bene, como cuando dirigía la Eroica.


Después de cruzar la línea del ecuador, Galarza comenzó a sentirse, sin razón alguna, menos solo. No le gustaba leer, no lo distraían los paisajes, odiaba el sol. Su único entretenimiento era bajar a la bodega y conversar con Persona. Llegaba antes del amanecer y más de una vez se quedaba hasta después de la salida del sol. Le refería las incontables enfermedades de su mujer y la infelicidad de una vida sin amor»Te hubieras separado», le decía Persona. «Hubieras pedido perdón». Oía fluir la voz entre las torres de la carga o al otro lado del casco, en el mar. Pero cuando regresaba al camarote se repetía que la voz sólo podía estar adentro de él, en alguna hondura del ser que desconocía. ¿Y si Dios fuera una mujer?, pensaba entonces. ¿Si Dios moviera sus pechos dulcemente y fuera una mujer? Eso a quién le importaba. Dios podía ser lo que quisiera. Nunca había creído en El, o en Ella. Y no era el momento de empezar.

El segundo sábado de mayo divisaron a lo lejos la costa de Córcega. El viaje llegaba a su fin. Poco después de la medianoche, Galarza llevó el tocadiscos a la bodega, lo dejó bajo el pedestal del ataúd, y se acostó en la misma posición de la Difunta, con los dedos entrelazados sobre el pecho. La música del allegretto lo invadió con una paz que compensaba todas las tristezas del pasado, la música dibujó llanuras y remansos y bosques de lluvia en el desierto de sus sentimientos. La amaba: se dijo. Amaba a Persona, y la odiaba. No tenía por qué haber, en eso, la menor contradicción.


El Cante Biancamano atracó en Génova a las ocho de la mañana. El palacio San Giorgio estaba engalanado con enjambres de escarapelas y gallardetes; el gran faro tenia la luz inútilmente encendida. Mientras tendían la planchada y descargaban los equipajes, Galarza divisó, en la plaza de la aduana, una formación militar. Dos caballeros de uniforme y bicornios emplumados empuñaban espadas o bastones junto a una carroza de caballos. La banda de los bersaglieri ejecutaba el «Va, pensiero», de la ópera Nabucco, cantado por un coro invisible. Entre las estatuas de la plaza iban y venían bandadas de monjas con las tocas rígidas de almidón. Un cura de palidez alarmante escrutaba la cubierta del barco con unos gemelos de teatro. Cuando descubrió a Galarza, lo señaló con el índice y le pasó los gemelos a una de las monjas. Luego, corrió hacia el muelle y le gritó una frase que se perdió en el alboroto de los maleteros. Tal vez dijera «Noi siamo dell’Ordine di San Paulo»; tal vez «Ci vediamo domani a Rapallo». El viajero estaba mareado, confundido. Se había preparado para la travesía pero no para las sorpresas de la llegada. Oyó, de pronto, un redoble de tambores. Hubo un instante de silencio. El cura se inmovilizó. Los caballeros de bicornio levantaron con marcialidad los bastones. Uno de los oficiales de la nave, que pasaba cerca de Galarza, frenó su marcha e hizo la venia.

– ¿Qué pasa? -le preguntó el viajero-. ¿Por qué hay tanto barullo?

– Zilto! -dijo el oficial-. ¿No ve que están por desembarcar los manuscritos del maestro?

Una avalancha de trompetas desplegó la marcha triunfal de Aída. Como si obedeciera la señal de los primeros compases, el ataúd de Evita fue deslizándose por una cinta rodante desde la bodega hacia el muelle. Estalló una salva de fusilería. Ocho soldados con morriones de luto alzaron la caja y la depositaron penosamente en la carroza, donde la cubrieron con la bandera italiana. Los caballeros empuñaron las riendas y la carroza comenzó a alejarse. Todo sucedió tan rápido y la música fue tan envolvente, tan fragorosa, que nadie vio las señas desesperadas de Galarza ni oyó sus protestas:

– ¿Adónde se llevan eso? Eso no es de Toscanini! ¡Es mío!

También el cura y las monjas se habían evaporado en la muchedumbre. Prisionero en la cubierta, cercado por sillas de ruedas, cajas y baúles que eran desplazados hacia la planchada con lentitud desesperante, Galarza no conseguía abrirse paso. Divisó al capitán demasiado lejos, en el puente, despidiéndose del rebaño de pasajeros, y trató de llamar su atención. No le salía la voz.

Después de tres o cuatro eternos minutos, el ataúd reapareció entre los galpones de los almacenes generales. Lo adornaban unos pocos ramos de flores pero, por lo demás, todo estaba igual que antes, como si regresara de un paseo inofensivo. Sólo Galarza estaba desquiciado, enfermo de pánico. Uno solo de los caballeros guiaba la carroza; el otro trotaba detrás, con el bastón aún en alto, junto al cura y al cortejo de monjas. Al entrar en el muelle, todos los personajes se colocaron disciplinadamente en los mismos lugares que ocupaban cuando el barco estaba llegando: la banda de bersaglieri, los soldados, los cargadores de baúles. Sólo algunos de los pasajeros, desatentos, se alejaban con sus familias. Hubo un raro paréntesis de silencio y, antes de que se alzara, vibrante, la marcha triunfal de Aida, se oyó exclamar a uno de los oficiales:

Guarda un po! Che confusione!

– Un error garrafal -confirmó un tripulante, detrás de Galarza.

Diez o doce marineros comedidos retiraron de la carroza el ataúd de Evita. Lo desabrigaron de la bandera y lo depositaron con desdén sobre los adoquines del muelle, mientras el cajón de los manuscritos de Toscanini se deslizaba solemnemente por la cinta rodante. Galarza aprovechó el desconcierto que sucedió a las descargas de fusilería para bajar corriendo por la planchada.

Antes de que pudiera acercarse al ataúd que casi había perdido, el cura salió de algún lugar que estaba oculto por la carroza y le puso una mano en el hombro. Galarza se lo quitó de encima con el codo sano y, al volverse, tropezó con una expresión beatífica.

– Lo estábamos esperando -dijo el cura-. Soy el padre Giulio Madurini. Qué le parece lo que ha pasado. Por poco se arruina todo.

Hablaba con un acento argentino impecable. Galarza sospechó.

– ¿Dios? -le dijo. Los del Servicio habían decidido usar la misma contraseña del Coronel, que era también la del golpe contra Perón.

– Es justo -respondieron el cura y las monjas a coro, con el tono de los que rezan las letanías.

También las monjas debían ser parte de la trama urdida por Corominas porque se hicieron cargo de todo. Retiraron el equipaje de Galarza y contrataron a una cuadrilla de estibadores para transportar el ataúd hasta un ómnibus de parroquia. A pesar de su volumen, Persona entró sin dificultad en el enorme espacio que había debajo de los asientos.

– Qué tamaño -dijo con admiración el cura-. No me la imaginaba tan grande.

– No es Ella -explicó Galarza-. Tuvimos que rellenar el cajón con piedras y ladrillos.

– Mejor así. Parece un macho. Un hombre hecho y derecho.

De cerca, Madurini tenía un sorprendente parecido con Pío XII: la misma tez cerúlea, los mismos dedos largos y afilados que se movían en cámara lenta, la misma nariz de águila sobre la que se encaramaban unos anteojos redondos, de aros metálicos. Se instaló al volante del ómnibus e indicó a Galarza que ocupara el asiento de al lado. Las monjas se arremolinaron en los de atrás. Parecían excitadas. No dejaban de parlotear.

– Creí que me habían robado -dijo Galarza, con alivio-. Se me secó la garganta.

– Fue una confusión estúpida -opinó el cura-. Nadie tuvo la culpa. Con un cajón de semejante tamaño, cualquiera se equivoca.

– No la perdí de vista en todo el viaje. Quién iba a pensar que por un momento de distracción, al final…

– No se caliente más. Las hermanas frenaron a los de la carroza y les explicaron todo.

Después de atravesar los pasos escarpados de los Apeninos, el cura se desvió por un camino de tierra. A los costados se desperezaban trigales y campos de flores. Unos pocos molinos trituraban a lo lejos sus propias sombras esqueléticas.

– ¿Alguien lo siguió, padre?

– Llámeme Alessandro. Los del Servicio me mandaron un documento falso. Hasta que termine esta historia me llamo Alessandro Angeli.

– De Magistris -dijo Galarza-. Giorgio de Magistris. -Lo reconocí en seguida, por la cicatriz. Es impresionante.

Llegaron a Pavia poco antes de las doce. Se detuvieron media hora en una hostería junto a la estación de trenes donde el cura orinó entre suspiros y devoró dos platos desmedidos de fideos con hongos. Luego desapareció con el ómnibus en un campo de arroz y regresó acalorado.

– No hay peligro -dijo-. ¿Alguien lo siguió en el barco, Giorgio?

– No creo. Estuve atento. No vi nada raro.

– Ahora tampoco hay nadie. Quedan cuarenta kilómetros planos. Tenemos que atravesar un bosque.

– ¿Adónde vamos ahora? -preguntó Galarza. Quería estar seguro.

– Las pólizas de embarque dicen que la Difunta debe ser entregada a Giuseppina Airoldi, de via Mercali 23, Milán. La hermana Giuseppina viene aquí atrás, y tiene su domicilio en este ómnibus. Podemos llevar el cuerpo donde queramos.


Era un sábado cálido. Por las estrechas calles cercanas a la puerta Garibaldi, en Milán, caminaban mujeres en bata, arrastrando las chancletas, con las sienes estremecidas por pequeños abanicos de arrugas. Los pájaros chillaban con desafino y se lanzaban sobre el ómnibus desde la cresta de las araucarias. Poco después de las dos se detuvieron ante las columnas del cementerio Monumental. A través de las rejas asomaban las tumbas del Famedio: en el centro, la estatua de Manzoni suspiraba entre ángeles negros de alas quebradas.

Caminaron entre hileras de cipreses hasta el límite oeste del cementerio. Los monumentos se iban degradando del mármol a la piedra y de insolentes cúpulas góticas a crucifijos sin pretensiones. En el jardín 41 sólo había lápidas. Madurini se había puesto en el ómnibus la sotana y los ornamentos funerarios y ahora rezaba, con voz monótona, los latines del responso. Una de las monjas agitaba el incensario. Persona fue deslizada a duras penas hacia la fosa de cemento de su próxima eternidad. Mientras los enterradores batallaban con el ataúd, Madurini sopló al oído de Galarza:

– Tiene que llorar, Giorgio. Usted es el viudo.

– No sé cómo. Así, tan de repente.

Sobre la tumba contigua estaba apoyada la lápida de mármol gris que iban a emplazar sobre el foso. Galarza leyó: Marta Maggi de Magistris 1911-1941. Giorgio a sua sposa carissima.

Todo se ha terminado, pensó Galarza. No la voy a ver más. Sintió alivio, sintió pena, y los sollozos acudieron sin esfuerzo a su garganta. No lloraba desde que era niño, y ahora que el llanto invadía sus ojos con una sed áspera y dolorosa, le parecía una bendición.


Hacía ya casi un mes que el Coronel esperaba el cuerpo. Un domingo a la noche, Fesquet y dos suboficiales habían recuperado la copia enterrada en la iglesia de Olivos, sustituyéndola por el original. «El 24 de abril, esa mujer sale en el Cap frió», le informaba el teniente en un radiograma cifrado. «Llega el 20 de mayo al puerto de Hamburgo. Va consignada a nombre de Karl von Moori Koenig, radioaficionado. El cajón es de pino, recuerde, con la leyenda LV2 La Voz de la Libertad.» Pero el mensaje siguiente lo inquietó: «Embarco en el Cap frió. Yo mismo llevo el cuerpo».

Por un lado, le alegraba que las amenazas a Fesquet hubieran surtido efecto. Más de una vez le había escrito que estaba dispuesto a denunciarlo como maricón ante un consejo de guerra. No se jactaba: lo haría. Por otro lado, las cosas habían ido demasiado lejos. Fesquet había desertado. De otro modo, ¿con permiso de quién viajaba en el Cap frió? Quizá la desesperación lo había vuelto loco. O fingía una enfermedad. Quién sabe, quién sabe, se desesperó el Coronel. Ni siquiera podía ya detenerlo y ordenarle que regresara: se había puesto fuera de su alcance. Vaya a saber si, en esos extremos de la desesperación, los reflejos de Fesquet seguían intactos. Mandó al Cap frió un par de telegramas preguntándole, en clave: ¿Se ha fijado si alguien lo sigue? ¿Ha tomado precauciones para que nadie se acerque al ataúd, en la bodega? ¿Quiere que le consiga un parte médico para que pueda regresar al Servicio? Repitió los telegramas durante tres días, pero nadie le contestó.

Su vida entera estaba en ese barco. Bonn, en cambio, le parecía una pérdida de tiempo. Había alquilado los dos pisos altos de un edificio señorial, sobreviviente de la guerra. Los vecinos de las plantas bajas eran también funcionarios de la embajada: vivía en un mundo cerrado, sin escapatoria, en el que cada quien conocía de antemano todas las frases que dirían los otros. A veces, el Coronel se aliviaba de sus deberes -que consistían, sobre todo, en traducir de los diarios alemanes las noticias militares para enviarlas a Buenos Aires como si reflejaran sus propias investigaciones-, entrevistándose en secreto con vendedores de armas y confidentes de los países del Este. Bebían juntos y hablaban de viejas batallas perdidas, sin recordar cuando habían sucedido. Hablaban de todo, menos de la verdad.

A falta de otras distracciones, el Coronel asistía, resignado, a las fiestas casi diarias de los diplomáticos. Entretenía a las señoras con historias procaces del «tirano prófugo», al que imaginaba engordando en los calores de Venezuela. Le parecía inverosímil que todavía despertara pasiones: la última de sus mujeres lo había alcanzado en Panamá y aún lo perseguía en Caracas. Era una bailarina de flamenco, treinta y cinco años menor, que tocaba el piano a dúo con Roberto Galán.

El Coronel no toleraba que Evita hubiera amado a ese anciano con locura: El es mi sol, mi cielo, todo lo que yo soy le pertenece, decía su testamento. Todo es de él, empezando por mi propia vida, que le entregué con amor y para siempre, de una manera absoluta. Qué ciega debía ser Ella, se dijo el Coronel, qué ciega o huérfana o desamparada para lamer con tanta sed la única mano que la había acariciado sin rebajarla. Pobrecita, qué tonta y qué grandiosa, se repetía. Quiero que sepan en este momento que lo quise y lo quiero a Perón con toda mi alma. ¿Y eso, de qué servía? Él la había traicionado, la había dejado en manos del embalsamador cuando lo derrotaron; él era el culpable de que su cuerpo anduviera nómade por el mundo, codiciado, insepulto, sin identidad ni nombre. ¿Qué era Persona ahora en el Cap Frío? Un trasto. La Jefa Espiritual de la Nación era un equipo de radio. Si se hundía el barco, nadie pensaría en salvarla. sería el excarnio eterno del ex déspota. Al Coronel lo atormentaban esos pensamientos, pero no los decía. En las fiestas, sólo quería mostrarse despreocupado.

Los domingos, para escapar de los rezongos de sus hijas, se guarecía en la embajada, donde recibía los informes de los agentes que vigilaban el exilio de doña Juana. Enlutada, forzada a una vida de clausura en Santiago de Chile, la madre salía tan sólo para visitar el casino de Viña del Mar, donde los croupiers la reconocían de lejos y le abrían sitio en las mesas de juego. Se había teñido el pelo blanco con ligeros reflejos celestes y pasaba las mañanas interrogando a los adivinos del barrio de Providencia. Dos enigmas no la dejaban dormir tranquila: el paradero de Evita y las veces que se repetiría la segunda docena en el juego de esa noche.

Uno de los adivinos era informante del Coronel. Había conquistado la confianza de doña Juana leyendo, en dos ases de tréboles y una dama de diamantes, que Evita descansaba al fin en terreno sagrado. “Su hija yace bajo una cruz de mármol”, le había dicho, en estado de trance. Pocas horas después de esa profecía, el presidente argentino interrumpió un desconsiderado silencio de casi dos años y contestó las cartas de súplica de la madre: «Distinguida señora, sé que su hija recibió ayer cristiana sepultura. Usted ya nada tiene que temer. Es dueña de regresar a Buenos Aires cuando lo desee. Nadie la va a molestar. En ello empeño mi palabra de honor».

Pero los partes cifrados que el espía chileno enviaba a la embajada de Bonn eran todos insulsos e innecesarios. Copiaban los monólogos de doña Juana sobre la infancia de Evita en Los Toldos, porque la memoria de la madre se había detenido en esa franja de la vida y no había estímulo que la moviera de allí. Hablaban de las higueras y paraísos donde Persona fingía que era trapecista de circo, y de los bastidores de hojas de mora donde criaba gusanos de seda. Para qué tantas historias inútiles, se decía el Coronel. Lo que Ella fue no está en esos pasados. No está en ningún pasado porque Ella iba tejiéndose a sí misma todos los días. Existe sólo en el futuro: ésa es su única fijeza. Y el futuro se acerca en el Cap frió.


Lo primero que el Coronel hacía por las mañanas era seguir en un mapa el derrotero del barco. Le había perdido el rastro en Joao Pessoa y había vuelto a encontrarlo en las Azores. Con una línea roja marcaba los días de carga y de descarga, con una verde los de navegación. Enloquecía a los cónsules con telegramas y pedidos de informes sobre los pasajeros argentinos que iban a bordo y sobre las velocidades con que el Cap frió se desplazaba de un puerto a otro. Casi enfermó de ansiedad cuando la nave se detuvo tres días en Vigo para reparar una abolladura de la hélice y cuando perdió una mañana en El Havre por un malentendido con los permisos de aduana. El 18 de mayo recibió, al fin, este radiograma en clave del teniente Fesquet: «El Cap frió ancla en Hamburgo el martes 21 a las tres de la tarde. Lo espero desde las cinco y media en el muelle número 4 de St. Pauli. Tome precauciones. Me siguen».

En vez de la zozobra que esperaba lo invadió una paz profunda. Persona ya está a mi alcance, se dijo. Nunca, por nada, vamos a separarnos. Ni siquiera se detenía a pensar qué haría con Ella, en qué vida nómade o de estepa se enredarían los dos. Sólo quería poseerla, volverla a ver.

Alquiló por tres meses una ambulancia Opel con bandas metálicas en el piso de la cabina y un asiento plegable en el que podría sentarse a contemplar el ataúd todo lo que quisiera.


Entre su casa y el edificio de la embajada había una tierra de nadie donde los diplomáticos y los oficiales de la policía estacionaban a veces sus automóviles. El Coronel ordenó demarcar con rayas de pintura blanca el espacio situado bajo la ventana de su dormitorio y clavó una leyenda de advertencia: Krankenwagen. Parken verboten. «Ambulancia. Prohibido estacionar». Una noche, ya tarde, la esposa le preguntó cómo harían para afrontar tantos gastos.

– Nadie se da estos lujos -le dijo-: una ambulancia. Para qué la queremos. Somos personas sanas.

– No es asunto tuyo -contestó el Coronel-. Andá a dormir.


– Qué pasa, Carlos -insistió ella- ¿Por qué no me decís lo que te pasa?

– Nada que te interese. Son secretos míos: del trabajo.


Salió hacia Hamburgo el lunes 20 por la mañana. Ansiaba llegar temprano a su destino, estudiar las salidas de la ciudad, la topografía del puerto, las costumbres del tránsito. Se inscribió como Karl Geliebter en un hotel modesto de la Max Brauer Allee, frente a la estación de Altona. Firmó en el libro de registros con una caligrafía que se curvaba amorosamente hacia la derecha y los conserjes repitieron con sorpresa su apellido: Geliebter, el Amante. Era primavera y hasta en los túneles ciegos del subterráneo se respiraban los alborotos del polen y las glorias de los laureles y de los castaños. La ciudad olía a mar y el mar olía a Persona: a su vida salobre, química, dominante.

«Tome precauciones. Me siguen», le había escrito Fesquet.

Nunca el Coronel se había preparado tanto como esta vez para enfrentar al adversario. Conocía ya de memoria sus estrategias de engaño. Llevaba una pistola Walther en el cinturón y, en el bolsillo, dos cargadores de repuesto. Si Fesquet viajaba inerme, le entregaría una Beretta.

Al caer la noche, se extravió en un laberinto de callecitas que se llamaban Sendero de las Vírgenes, Mar de Placeres, Monte de Venus. De las oquedades de las casas brotaban marineros, turistas de pantalones cortos y viejos que alzaban la nariz hacia las ventanas, rayadas por lanzas de neón. Desembocó sin darse cuenta en la enorme Reeperbahn, por la que se paseaban mujeres y perros. Las mujeres dejaban caer cigarrillos y se agachaban a recogerlos, con los sentimientos al aire. Putas, se repetía el Coronel. A ver si salgo de este hervor. Pero ellas se le cruzaban en el camino y lo llamaban: Schdtzchen, Schdtzchen!

Al fin encontró la plaza de Hans Albers y, apoyado en un banco de piedra, recobró el aliento. La penumbra era fresca y en algún zaguán estaban cocinando un guiso.

Alrededor de la plaza se desteñían los letreros de hoteles antiguos, con ventanas que destilaban luces rojas. Junto a la puerta del hotel Keller, tres mujeres apoyaban en el zócalo sus pies indiferentes. Las tres esgrimían boquillas desnudas y miraban con desdén hacia la nada. No se movían, pero el Coronel sintió que sus grandes ojos fijos acechaban las idas y vueltas de las víctimas. Parecían salidas de una misma placenta, derrotadas tal vez por una misma vida. De lejos, tenían un aire a Ella: se la recordaban. A lo mejor podía hablarles, saber qué desventuras las habían llevado allí.

A la izquierda del Keller, una vidriera se inundó de luces amarillas. Exhibía guantes de púas, látigos, consoladores a pilas y máquinas de placeres artificiales. Un Volkswagen pasó ante el Keller y frenó con brusquedad. El Coronel se ocultó detrás de un árbol y observó la escena.

El que manejaba el Volkswagen era un hombre joven, con el pelo cortado en redondo, como un paraguas abierto. Sacó un brazo y señaló a la más alta de las mujeres. Ella ni siquiera se dignó mirarlo. Seguía sumida en su silencio, con un pie en alto, sobre el zócalo, mostrando las rodillas ahusadas. Dos personajes corpulentos, que debían ser rufianes, se acercaron al auto. Comenzó un diálogo de pocas palabras, que iban y venían como bofetadas. Ninguna de las mujeres se interesó en la puja: estaban allí ajenas al rocío de la noche y a las pasiones que despertaban. Al fin, el hombre de peinado redondo entregó a los rufianes un fajo desmedido de billetes y bajó del auto. Examinó brevemente a la mujer que había comprado, le estiró la pollera y enderezó como un padre la pierna doblada. Luego la tomó en sus brazos y, sin esfuerzo, la acostó en el asiento trasero. Todo había sido tan rápido, tan cargado de una violencia invisible, que el Coronel sintió miedo de echar a perder la noche y se alejó a paso rápido.

Era ya hora de volver al hotel, se dijo. Pediría en la habitación una cena liviana y repasaría los movimientos del día siguiente. Si todo resultaba bien, podría llegar a Bonn antes de la medianoche. Esperaría el amanecer del miércoles en la ambulancia. Nunca más se alejaría de Evita.


Quiso volver a la Reeperbahn pero en el delta de calles oscuras no encontraba el camino. Vio un muro alto en el que se abría, escondida, una verja de hierro. Por la entrada se paseaba un gigante que, a pesar de la brisa cálida, llevaba impermeable y sombrero hongo. Llamó en voz baja al Coronel, varias veces:

– Komm her! Komm her! -Tenía una vocecita fina, de contralto, que parecía estar en su garganta por equivocación.

– No puedo se disculpó el Coronel-. Necesito llegar cuanto antes a la Reeperbahn.

– Pase -dijo el gigante-. Por aquí acorta el camino.

Más allá de la verja se abría una calle estrecha, la Herbertstrasse, flanqueada por balcones y ventanas de acuario. Detrás de los vidrios navegaban mujeres con los pechos al aire. Todas se veían muy entretenidas cosiendo festones de encaje en las bombachas minúsculas con que disimulaban sus encantos, y sólo prestaban atención a los caminantes cuando ellos, alejándose, entrecerraban los ojos y les estudiaban las anatomías. En esos casos, las figuras fantasmales volteaban la cabeza con lentitud y extendían las manos en ademán de súplica o de amenaza. Sobre los acuarios se derramaban luces ultravioletas y canciones luteranas en alemán antiguo. Alíes geht und wird verredet, creyó oír el Coronel. Alíes geht. Si algún paseante se acercaba a las ventanas para hablar, las mujeres abrían unas puertitas invisibles en los vidrios y asomaban unos labios o dedos de espectro.

Después de recorrer toda la calle, el Coronel trató de franquear una segunda verja, pero otro gigante le cerró el paso. También llevaba impermeable y sombrero hongo. Salvo porque tenía hundido el puente de la nariz, era idéntico al anterior.

Du kannst nicht -lo detuvo, con la misma voz de contralto.

– ¿Por qué no puedo pasar? Voy a la Reeperbahn. Me dijeron que éste era el camino más corto.

– No nos gustan los mirones -dijo el gigante-. Acá se viene a gozar, no a mirar.

El Coronel lo examinó de arriba abajo, impávido, y sin pensar en las consecuencias, lo apartó con un gesto desdeñoso. Temió por un momento que el gigante lo golpeara en la nuca, pero no pasó nada: sólo las luces de neón de la avenida, las oleadas de marineros que desembarcaban en las playas de putas y la inexpresable felicidad de que el día siguiente estaba ya a la vuelta de la esquina.

Durmió con tanta placidez que volvió a soñar uno de los sueños perdidos de la adolescencia. Caminaba por una luna de ceniza bajo un cielo en el que brillaban seis o siete lunas enormes, también grises. A veces cruzaba una ciudad de minaretes y puentes venecianos, otras veces corría entre desfiladeros de silice y cavernas de murciélagos y relámpagos, sin saber jamás qué estaba buscando pero deseoso de encontrar cuanto antes eso que desconocía.

Antes de que amaneciera se levantó, compró los diarios y los leyó en un café de la estación de trenes. En la sección de entradas y salidas de barcos anunciaban la llegada del Cap frió, pero los horarios nada tenían que ver entre sí: uno mencionaba las 7:55; otros las 4:20 o las 11:45; ninguno aclaraba si se trataba de la mañana o de la tarde. No era posible que el barco hubiera llegado ya pero, al mismo tiempo, la idea de un desastre fortuito no lo dejaba en paz. Corrió al hotel, pagó la cuenta y condujo la ambulancia hacia el puerto. No tenia tiempo de afeitarse ni de bañarse para Persona. No le quedaba calma en el corazón.

Estacionó en la Hafenstrasse, frente al muelle número cuatro. Era difícil orientarse en aquel horizonte entretejido por grúas y mástiles en constante trasiego. Corrió hacia los altos arcos románicos de la entrada del muelle, en busca de oficinas donde alguien descifrara los malabarismos del horario. Dos oficiales soñolientos conversaban junto a los estantes de herramientas, contemplando la corriente plácida del Elba. Había amanecido rápido y la blanca luz del Elba estaba en todas partes, pero el sol, una vez alcanzada su posición imperial, se mantenía inmóvil en el cielo, sin permitir que avanzara la mañana. El Coronel preguntó si sabían algo del Cap frió. Uno de los hombres contestó, con sequedad:

– Lo esperan a las tres -y le volvió la espalda.

Regresó a la ambulancia. El tiempo seguía clavado en su quicio, indiferente. Las patrullas de la policía le llamaron la atención un par de veces y le pidieron que se fuera. El Coronel exhibió sus credenciales diplomáticas.

– Tengo que estar acá -les dijo-. Espero a un muerto.

– A qué hora -preguntaron.

– A las doce -mintió la primera vez. Y la segunda: -A las doce y cuarto.

Agotó en seguida su ración de ginebra. La sed lo atormentaba pero no pensaba moverse. En algún momento, el cansancio lo adormeció. Los barcos liban y venían entre las hordas de gaviotas, y de vez en cuando la cabeza de las chimeneas asomaba sobre las cúpulas del muelle. En el sopor, entrevió un mástil arrogante y fiero como el verano de Buenos Aires y oyó la queja de una sirena. Un Opel azul con cruces de ambulancia frenó de golpe ante el muelle cuatro. Dos hombres robustos, que también llevaban sombreros hongos, dejaron las puertas abiertas y retiraron de la playa de maniobras un fardo largo, que depositaron con prudencia en el vehículo. Las cosas sucedieron lentamente, como si vacilaran en suceder, y el Coronel las veía pasar sin saber en qué orilla de su ser estaba, si en el de ayer o en el del día siguiente. Vio la una y media de la tarde en el reloj de la Hafentor y al mismo tiempo vio a Fesquet, bajo el arco románico del muelle. El teniente primero Gustavo Adolfo Fesquet miraba a un lado y otro de la calle con una expresión de pérdida o derrota. Las personas y el tiempo estaban fuera de lugar; el Coronel también se sintió ajeno, en un declive de la realidad que tal vez no le correspondía. Corrió hacia el muelle con la memoria llena de imágenes inútiles: huesos, globos terráqueos, vetas de metal.

– ¿Qué hace acá tan temprano, mi coronel? -lo saludó Fesquet. Estaba más flaco; tenía el pelo teñido de rubio. El Coronel no le contestó. Dijo:

– Usted vino en otro barco, teniente. No vino en el Cap frió.

– El Cap frió está en el atracadero. Mírelo. Entró en el puerto hace una hora. Todo ha salido mal.

– No puede haber salido mal -dijo el Coronel-. ¿Dónde está Ella?

– Se la llevaron -balbuceó Fesquet-. Una desgracia. Qué vamos a hacer ahora.

El Coronel le puso las manos en los hombros, y con una voz de hielo, extrañamente pura, le dijo:

– No puede haberla perdido, Fesquet. Si la perdió, le juro que lo mato.

– Usted no entiende -contestó el teniente-. Yo no tuve nada que ver.

Alguien debía estar preparando todo desde hacia tiempo, le explicó Fesquet, porque los hechos habían sucedido limpios e inesperados. Antes de que bajaran los pasajeros, el capitán había ordenado que descargaran el equipaje. Lo primero que salió de la bodega fueron dos arcones de madera y la caja con los equipos de radio. Nadie sabía quiénes o cómo se habían llevado la caja. Y los oficiales del Cap frió sólo podían ayudarlo después de terminar con las burocracias del desembarco.

– Hay que tener paciencia -dijo Fesquet-, y esperar al capitán.

El Coronel se sumió en un estupor que presagiaba las peores tormentas. Observaba la indolente fila de ancianos que descendía por la planchada del barco, el revoloteo tartamudo de las gaviotas, el herrumbre de la siesta, y a ratos repetía, con una voz cansada, que no fluía hacia fuera sino adentro de su cuerpo:

– La perdió. La perdió. Yo lo mato.

Era una escena estúpida, de ésas que la realidad nunca quiere que sucedan: el Coronel apoyaba su pesado cuerpo sobre los pilares del muelle, y Fesquet lo miraba con una compasión que no debía sentir, inmóvil, con las manos en los bolsillos.

Por fin se les acercó el capitán y les dijo que lo acompañaran a las oficinas. En las escaleras repitió, disgustado:

– Equipos de radio, equipos de radio. Se los lleva la mafia.

Llegaron a un galpón de vidrio y vigas de hierro que olía a pescado seco. El capitán los orientó entre los mostradores donde se acumulaban las listas de carga de los barcos que iban llegando. Era una pesadilla de papeles maltratados por la minuciosa caligrafía de los alemanes. Tardaron un largo rato en dar con las órdenes de aduana del Cap frió y más aún con la del impostor: «Herbert Strasser, por mandato de Karl von Moori Koenig…

– Moori Koenig soy yo -dijo el Coronel-, pero no conozco a ningún Strasser.

El nombre le sonaba, sin embargo. Lo había oído no hacía mucho, en alguna parte.

– Esto es todo lo que se puede saber -dijo el capitán-. Hagan ahora la denuncia en la policía.

El Coronel hundió su cabeza como una tortuga. Tenía que acostumbrar sus pensamientos a la realidad hostil. Dijo:

– Para qué perder el tiempo. Yo sé quién se la llevó. Fesquet lo miró con desconfianza.

– ¿Quién?-preguntó.

– Fue un Opel azul. Tenía cruces blancas pintadas en las puertas, como una ambulancia. Si se piensa con lógica, ahora están en viaje a la frontera.

Hablaba en alemán y en castellano a la vez, con una sintaxis que no era de ninguna lengua. Quién sabe qué entendían el capitán del Cap frió y el teniente Fesquet: al Coronel ya nada le importaba.

– Hay que alcanzarlos dijo Fesquet.

El capitán del barco repetía:

– Herbert Strasser. Quizá no es un nombre. Quizás es un pueblo, en Westfalia. O una calle, en Alemania.

– Una calle en Hamburgo -dijo de pronto el Coronel.

Was nimmt man hinuber? -observó el capitán-. ¿Qué llevaría uno a ese lugar, Herbertstrasse? Putas, muñecas. Nadie quiere ahí equipos de radio.

El Coronel se quedó mirándolo. Sintió el frío de la Walther en las costillas. Dijo:

– Sé dónde está la calle. Voy a buscarlos. ¿Usted viene, teniente? Traiga su equipaje.


La ambulancia tardó en arrancar. Sobre el río, el sol amarillo se puso colorado. Era todavía temprano pero ya en todas las esquinas desfilaban las lentas corrientes de las putas: las de ese atardecer eran fuertes y desafiantes y no temían a los castigos de la luz. El Coronel manejó a través de pasajes que en nada se asemejaba a los de la noche: la Reeperbahn, que sólo pocas horas antes se había mostrado tan esquiva, ahora le salía siempre al cruce. Al fin dio con la plaza de Hans Albers. El Opel adversario, azul, estaba estacionado frente al hotel Keller.

– Son ellos -dijo el Coronel.

– Tal vez estén en el hotel -opinó Fesquet.

– No. Están en la Herbertstrasse. Lo han dejado acá porque en esa calle no se puede parar. Parece el patio de una casa. a la entrada, hay un levantador de pesas. ¿Quiere un arma? A lo mejor tenemos que pelear.

– ¿Cree que se la llevó el Comando de la Venganza? -Seguro que son ellos. Los tipos que desembarcaron en Rotterdam. Hay que correr.

Fesquet se detuvo en medio de la plaza y miró al Coronel con sus grandes ojos tristes.

– ¿Por qué me odia? -le dijo de repente.

– No lo odio. Usted es un débil, teniente. Los débiles no pueden estar en el ejército.

– Soy fuerte. Se la traje. Ningún otro se la hubiera traído.

– No es tan fuerte. Se la quitaron -dijo el Coronel-. ¿Ahora qué quiere?

– Las cartas, las fotos, las pruebas de lo que me acusan.

– No hay pruebas. Lo único que hay es la denuncia de un dragoneante, en Tucumán, hace mucho. Está en su legajo, teniente, pero sólo yo hice las preguntas que había que hacer. ¿Viene o no viene?

– Déme el arma -dijo Fesquet.


El Coronel iba preparado para enfrentar al gigante que guardaba la entrada de la Herbertstrasse, pero no había nadie. La verja estaba abierta y unos pocos hombres desalentados se paseaban entre las vidrieras, donde la vida no había despertado del todo. Algunos acuarios aún tenían las cortinas corridas y la mayoría de los clientes observaba a un dúo de andróginas, vestidas de leopardo, que chasqueaban el aire con látigos de púas y cuero crudo. El Coronel estaba ansioso y contempló la escena con desprecio. Fesquet repetía, abrumado:

– No se puede creer. Parece otro mundo.

Cuando se acercaban a la salida apuraron el paso. El Coronel husmeaba en los zaguanes y acercaba la cara a los enormes teatros de vidrio como si quisiera atravesar la espesura de la materia. Delante de las vidrieras últimas ya no había curiosos. En una, las mujeres tejían batas y escarpines de recién nacido, con los pechos al aire. En la de enfrente, una valquiria con cuello de toro danzaba sin entusiasmo, mientras otra mujer rubia, vestida con una larga túnica blanca, se dejaba llevar por el tiempo. Ambas tenían los ojos cerrados y, bajo la luz ultravioleta, parecían espectros.

El Coronel se detuvo en seco.

– ¡Es Ella! -dijo, con voz ahogada.

No era fácil reconocerla en aquel acuario corrompido, ajeno. La habían tendido en un diván en forma de barca egipcia, con patas de cocodrilo: estaba de canto, en una posición impropia de los muertos, con la cara vuelta a los escaños de la calle y los dedos entrelazados sobre la cintura. El Coronel golpeó con fuerza la vidriera. Adentro, la valquiria se desplazó con exagerada lentitud y entornó la imperceptible puertita que se abría en los vidrios.

– ¿Dónde están los que trajeron a esa mujer? -preguntó en alemán, metiendo una mano en la abertura para impedir que la cerraran.

– Es una muñeca -contestó la valquiria-. Yo no sé nada. Los que las venden no han llegado todavía.

– Quiero ésa -dijo el Coronel.

– A ésa no la venden. La tienen de muestra. Atrás hay muchas parecidas. Hay chinas, africanas, diosas griegas. Yo soy mejor. Sé cosas que ellas no saben.

El Coronel le apuntó con la Walther.

– Abra la puerta -dijo-. Quiero ver a esa mujer de cerca.

– Se la voy a abrir -dijo la valquiria-. Pero si lo agarran, lo va a pasar muy mal.

Se oyó el zumbido de un cerrojo y el Coronel descubrió un zaguán estrecho, tapizado de terciopelo negro. El salón del acuario estaba a la derecha.

– Venga, Fesquet! -llamó el Coronel-. ¡Ayúdeme a llevarla!

Pero Fesquet no estaba en la Herbertstrasse ni se dejaba ver por ninguna parte.

Con la pistola en alto, el Coronel saltó del zaguán al acuario y cayó de lleno en el extravío de la luz ultravioleta. La valquiria, desconcertada, retrocedió a un rincón. También el Coronel se sentía perdido, ahora que Persona estaba por fin al alcance de sus manos. Todo lo que había sucedido en Hamburgo le parecía irreal, como si él fuera otro. Sin descuidar los flancos ni la espalda, a la espera de que lo atacasen en cualquier momento, examinó las señales del cuerpo: la falange cortada del dedo medio, en la mano derecha, y el Lóbulo mutilado de la oreja izquierda. Después, levantó la otra oreja y buscó, ansioso, la cicatriz estrellada. Era Ella. La marca estaba ahí.

Levantó el cuerpo y lo cargó al hombro, tal como había hecho el hombre del Volkswagen, la noche anterior. Se dirigió a la salida de la Herbertstrasse pero uno de los gigantes, con el sombrero hongo y el impermeable que él ya conocía, le cerró el paso y le gritó, con su extraña voz de contralto: Komm her! Du kannst nicht!, «¡Venga acá! ¡No puede pasar!» Todo sucedía dos veces: la realidad que no había sucedido nunca se copiaba sin embargo a sí misma, la vida que viviría mañana estaba desviviéndose por segunda vez. Retrocedió entonces hacia la plaza de Hans Albers, donde tal vez Fesquet estaría esperándolo, pero no vio a Fesquet ni al otro gigante: sólo el primero le pisaba los talones. El Coronel se volvió y lo encaró, con Ella al hombro (su peso era de tul, de aire: la reconocía por la liviandad), amenazándolo con la Walther. Vio al perseguidor ocultarse, veloz, en un zaguán, y no quiso ver más. Disparó al aire. El seco estruendo inmovilizó el tiempo y el sol desapareció. El Coronel depositó a Persona con ternura en el Opel blanco, se puso en marcha, se dio cuenta de que Fesquet no vendría y que tal vez se había apartado de su camino para siempre.


Llegó a Bonn, tal como había pensado, poco antes de medianoche. En la autopista, se detuvo dos veces a contemplarla: era su conquista, su victoria, pero quién sabe si no estaba rescatándola ya demasiado tarde, pobrecita, mi santa, querida mía, te han descuidado tanto que te han despellejado casi toda la luz, has perdido el perfume, qué haría sin vos, mi bienaventurada, mi argentina.


Esa noche no se movió de su lado. En la cabina, revisó el equipaje que había dejado Fesquet: encontró sólo dos camisas sucias y unas pocas revistas de cultura física. Antes del amanecer, subió en silencio a su casa, se afeitó y se bañó, sin perder de vista la ambulancia. El observatorio era perfecto: salvo en la sala, el garaje se veía desde todas las ventanas. Dos patrullas de la policía estaban estacionadas cerca de la Weberstrasse; el Volkswagen del sereno de la embajada se humedecía, solitario, a orillas de la Bonngasse.

No sabía si trabajar o no esa mañana en su despacho inhóspito.

Por un lado no quería separarse de Ella; por otro, temía que una ausencia tan larga desencadenara en la embajada preguntas que no podía contestar. Se miró al espejo. Tenía mala cara. Un dolor sordo, tenaz, le oprimía los músculos lumbares y lo forzaba a caminar doblado: el cuerpo se vengaba de las horas de suplicio que había pasado al volante. Se preparó un café espeso mientras el sol salía sobre el áspero Rhin.

No hizo falta ver a su esposa para imaginar que lo esperaban malas noticias. Oyó sus pies descalzos, el ceceo de su camisón, la voz descascarada y rabiosa:

– Desaparecés como un fantasma y ni siquiera te enterás de lo que pasa con tu familia -le dijo.

– Qué puede pasar -contestó el Coronel-. Si hubiera pasado algo grave, no estarías levantándote tan tarde.

– Llamó el embajador. Tenés que volver a Buenos Aires cuanto antes.

Algo se desmoronó dentro de su cabeza: el amor, la cólera, la fe en sí mismo. Todo lo que tenía que ver con los sentimientos cayó y se hizo pedazos. Sólo él oyó el estruendo.

– Para qué -dijo.

– Yo qué sé. Te preparé la valija. Tenés que irte mañana, en el avión de la noche.

– No puedo -dijo él-. No voy a aceptar esas órdenes.

– Si vos no te vas mañana, la semana que viene tendremos que irnos todos.

– Mierda -dijo-. La vida es una mierda. Lo que te da por un lado te lo quita por otro.

Llamó por teléfono a la embajada y avisó que estaba enfermo. «Tuve que viajar al norte», explicó. «Pasé muchas horas sentado. Volví paralítico. No puedo moverme.» El embajador, con voz impaciente, le replicó: «Mañana tiene que salir para Buenos Aires aunque sea en camilla, Moori. El ministro quiere verlo cuanto antes». «¿Qué pasa?», preguntó el Coronel. «No sé. Algo terrible», respondió la voz. «Sólo me han dicho que se trata de algo terrible».

Es Persona, pensó el Coronel cuando colgó. Han descubierto que Fesquet se llevó el original y les dejó una copia. Van a ponerme al frente de la investigación, se dijo. Eso es seguro. Pero esta vez no puedo darles lo que esperan.

Tendría que partir, cruzar el mar. Cuando se fuera, ¿qué sería de Ella, quién la cuidaría? Ni siquiera había tenido tiempo de acicalarla y de comprarle un ataúd. Eso, en el fondo, era lo de menos. Lo difícil sería ocultarla mientras estuviera ausente. La imaginó solitaria en los depósitos de la embajada, en los sótanos de su casa, en la ambulancia que podría dejar sellada hasta el regreso. Nada lo convencía. En la desolación de esos lugares ciegos, la tristeza iría apagándola como una vela. De pronto recordó una puerta trampa en el techo de la cocina. Su mujer almacenaba allí baúles, valijas, ropa de invierno. Ese era el sitio, se dijo. Había allí un cielo que golpeaba con los nudillos el tejado; el sol caía de refilón, se oía la dulce, solidaria lluvia de los humanos. La única desgracia era que ella, la esposa, tendría que saberlo.

– Tenés que saber algo -le dijo.

Estaban en la cocina, con el rectángulo de la puerta trampa sobre sus cabezas. La mujer mojaba una media luna en el café.

– Traje un paquete de Hamburgo. Voy a guardarlo arriba, entre las valijas.

– Si son explosivos, ni se te ocurra -dijo ella. Ya había sucedido otra vez.

– No es eso. No te preocupés. Pero no vas a poder subir ahí hasta que yo vuelva.

– Las chicas andan por ese lugar a cada rato. Qué les digo. Cómo hago.

– Les decís que no suban y basta. Tienen que obedecer.

– ¿Vas a guardar un arma?

– No. Una mujer. Está muerta, embalsamada. Es la mujer por la que nos amenazaban. ¿Te acordás? La Señora.

– ¿Esa yegua? Estás loco. Si la traés, yo me voy y me llevo a las chicas. Y si me voy, no voy a irme callada. Todos me van a oír.

Nunca la había visto así: feroz, indomable.

– No me podes hacer eso. Son sólo unos pocos días. Cuando vuelva de Buenos Aires, no la vas a ver más.

– Esa mujer, acá en mi casa, sobre mi cabeza. Jamás.

– Se acabó -dijo él-. Te jodiste.

– Que se acabe -dijo ella-. Es lo mejor.

El Coronel apenas podía moverse, con la cintura estrangulada por la desolación y la impotencia. Se encerró en su estudio, bebió con avidez el fondo de una botella de ginebra y tragó varias aspirinas. Luego, desoyendo las protestas de sus vértebras, recogió de los armarios el fajo de cuadernos escolares que el mayordomo Renzi había confiado a doña Juana y los originales de Mi Mensaje, que Evita había escrito poco antes de morir. Los metió en un bolso, con una muda de ropa interior y una camisa limpia. Así salió de nuevo a la luz de la mañana. Abrió la puerta de la ambulancia. Le pareció asombroso que Ella siguiera ahí y que fuera suya.

– Nos vamos -le dijo.

El Opel cruzó uno de los puentes sobre el Rhin y enfiló hacia el sur o hacia ninguna parte.

Загрузка...