4 RENUNCIO A LOS HONORES, NO A LA LUCHA

El único deber que tenemos con la historia,

es reescribirla.

OSCAR WILDE, El crítico como artista


En algún momento de 1948, Evita aceptó el consejo de Julio Alcaraz, el famoso peluquero de las estrellas en la edad dorada del cine argentino, y empezó a decolorarse el pelo, en busca de un rubio sentador que le marcara las facciones. A la segunda o tercera sesión se le quemaron las puntas y, corno debía salir corriendo a inaugurar un hospital, quiso que se las recortaran. El peluquero prefirió resolver el problema peinándola hacia atrás, con la frente despejada y un gran rodete aferrado a la nuca con horquillas. Esa imagen de medalla, que nació por obra de la casualidad y del apuro, persiste en la memoria de la gente como si todas las demás Evitas fueran falsas.

Cuando conocí a Julio Alcaraz, hace más de treinta años, no se me pasaba por la cabeza que Evita podría ser una heroína de novelas. No la creía heroína o mártir de nada. Me parecía, ¿para qué mentir?, una mujer autoritaria, violenta, de lenguaje ríspido, que ya se había agotado en la realidad. Pertenecía al pasado y a los dominios de la política, con los que yo nada tenía que ver.

Déjenme remontarme a marzo de 1958. Era la época en que me reunía por las noches a leer poemas con Amelia Biagioni y Augusto Roa Bastos, o me quedaba esperando el amanecer en los andenes hostiles de Constitución, donde el aire olía a desinfectantes y a pan recién horneado. Yo pensaba entonces en escribir grandes novelas; no sé por qué pensaba que debían ser grandes e intensas, con el país entero como telón de fondo, novelas del tamaño de la vida. También pensaba en las mujeres que me habían rechazado, en los abismos que hay entre un signo y su objeto, entre un ser y el azar que lo produce. Pensaba en infinitas cosas pero no en Evita.

Alcaraz figuraba en la lista de maquilladores y peluqueros sobre los que yo debía escribir para una historia ilustrada del cine argentino. Se le atribuía la creación de las bananas en arco con las que María Duval se convirtió en la réplica argentina de Judy Garland y las crestas emuladas de vampiresas como Tilda Thamar. Desde los sillones de su salón, decorado con ángeles de estuco y afiches de Hollywood, se divisaban las vidrieras de Harrods y los cafés donde los estudiantes de Letras fingían ser Sartre o Simone de Beauvoir.

La primera vez, Alcaraz me citó en la puerta de la peluquería a las nueve de la noche. Para excitar su memoria, le llevé una colección de fotos que lo mostraban tejiendo un yelmo de ruleros en la cabeza de Zully Moreno, aplicándole fijadores a Paulina Singerman y aplastando con una redecilla los bucles de las mellizas Legrand. Fue un fracaso. Sus evocaciones resultaron tan opacas que, cuando las transcribí, resbalaban tontamente sobre el vidrio del texto. ¿Dirigía Mario Soffici a las actrices pidiéndoles que se pusieran en situación o les explicaba el personaje? ¿Cuántas veces interrumpía una toma para ordenar que arreglaran un rulo? A ver, a ver, respondía, y se quedaba tieso en esos atascos de la memoria. La única foto que disipó su indiferencia fue una en la que pegaba un postizo sobre la frente calva de Luis Sandrini, durante la filmación de El más infeliz del pueblo. La acercó a la luz y me señaló la figura borrosa de una joven, en segundo plano, que llevaba un ridículo sombrero de plumas.

– ¿Ve? -dijo-. Aquí está Evita. Muchos periodistas vienen a verme por ella, porque saben que he sido su confidente.

– ¿Y qué les ha contado usted? -pregunté.

– Nada -dijo-. Yo nunca cuento nada.


Pasé más de un año sin tener noticias de él. De vez en cuando las revistas de escándalo aludían a la metamorfosis de Evita desde su adolescencia desaliñada hasta su otoño de emperatriz y publicaban fotos que comparaban el antes y el después de las uñas y el pelo. Nadie mencionaba a Julio Alcaraz. Parecía haberse marchado a cualquier parte lejos de este mundo. La carta que me envió en abril o mayo de 1959 me tomó por sorpresa. «Primero y principal», decía, «quiero agradecerle lo que escribió sobre mí en su historia ilustrada. Conservamos el recorte dentro de un marco en mi salón de peinados. Nadie lo deja de ver porque se refleja en el espejo grande. He pensado más de una vez en lo que hablamos ese día. Y me doy cuenta que, luego de haber vivido tantas historias, es una zoncera no querer contarlas. Yo no tengo hijos. Lo único que tengo para dejar son mis recuerdos. ¿Por qué no pasa por el salón para que hablemos el martes o el miércoles, a eso de las nueve, como la otra vez?»

Pasé, sólo para no desairarlo. No tenía intenciones de escribir una sola línea más sobre él. Aun ahora no sé lo que sucedió. Alcaraz me sirvió un café, empezó a contar historias y al cabo de un rato yo estaba tomando apuntes. Recuerdo la penumbra, el largo friso de espejos donde se reflejaba el vaivén de los transeúntes. Recuerdo el olor agresivo de las tinturas y de los fijadores. Recuerdo un letrero de neón con un loro de colores que se prendía y se apagaba. El opaco peluquero de un año antes ahora destilaba luz. ¿Es posible que una misma persona sea tan distinta cuando habla y cuando calla? No distinta como el día y la noche de un paisaje: distinta como dos paisajes antípodas. A ver, a ver, decía, pero ahora era sólo para cruzar de un relato a otro, para tomar aliento antes de abrir el delta de su memoria. Evocó el crepúsculo de pantanos y mosquitos en que se hundieron Francisco Petrone y Elisa Christian Galvé durante la filmación de Prisioneros de la tierra, imitó con perverso deleite las cimas de histeria a que se había elevado Mecha Ortiz en Safo y La sonata a Kreutzer.

Sentí que entrábamos en las pantallas de varios cines a la vez y en muchos pasados cuyas aguas fluían simultáneamente. Era mayo o abril, como dije, soplaba un viento húmedo de febrero, y las veredas de Buenos Aires estaban azules de las flores que los lapachos derraman en noviembre. Fuimos deslizándonos poco a poco por la pendiente de Evita y cuando caímos en Ella ya no supimos cómo salir.


Alcaraz la había conocido en 1940, cerca de Mar del Plata, mientras filmaban La carga de los valientes. Amanecía, era verano, y las vacas pastaban en una claridad violeta. Evita llevaba un peinado laborioso, con una orla de tirabuzones oscuros que le agrandaba los rasgos y una tiara de bucles redondos sobre la frente. Lo interrumpió mientras él calentaba unos rizadores en los rescoldos de la cocina y, pasando por encima de su desprecio, le mostró unas fotografías de Amarga victoria.

«Péineme así, Julito, como Bette Davis», le rogó. «Se me vería mejor un poco más enrulada, ¿no le parece?»

El peluquero la estudió de arriba abajo con curiosidad procaz. Días atrás, había identificado a Evita como la joven de facciones tristonas y busto escuálido que servía de modelo en un libro de postales pornográficas. El retrato de la portada, que aún podía verse en los kioscos de la estación Retiro, la mostraba frente a un espejo, con bombachas mínimas y los brazos hacia atrás, insinuando que está a punto de quitarse el corpiño. Las fotos prometían ser provocativas pero estaban desvirtuadas por el candor de la modelo: en una, quebraba las caderas hacia el lado izquierdo y trataba de subrayar la redondez de la nalga con tal mirada de susto que el buscado erotismo de la posición se deshacía en astillas; en otra, escondía los pechos en el cuenco de las manos y se pasaba la lengua por los labios con tanta torpeza que sólo la punta de la lengua asomaba por una de las comisuras, mientras los grandes ojos redondos quedaban velados por una expresión de cordero. Si Alcaraz no hubiera visto las postales, tal vez nunca habría aceptado remendar el peinado de Evita y sus vidas se habrían separado en ese mismo instante. Pero la impericia de aquellas poses le inspiró lástima y decidió ayudarla. Perdió hora y media de su valiosa mañana convirtiéndola no en la Bette Davis de Amarga victoria sino en la Olivia de Havilland de Lo que el viento se llevó.

– Así salvé del ridículo a su personaje -me dijo-. Era más lógico un peinado de 1860 para un vestuario de 1876 que el otro corte moderno, de puntas enruladas.

Al fin de cuentas, Evita fue un producto mío. Yo la hice.

Diez años después, Perón diría lo mismo.


Para demostrar que no exageraba, me guió hacia la trastienda de la peluquería. Encendió las luces de un saloncito cuyas paredes estaban tapizadas de espejos. Tal vez fueran un presagio de que la misma realidad iba a repetirse muchas veces, en tiempos sucesivos. Tal vez una advertencia de que Evita no se resignaba a ser una y empezaba a regresar en bandadas, por millones, pero entonces no lo entendí así. Vi, por primera vez, sólo una cara de la realidad o, si se prefiere, la primera lumbre de un largo incendio. Desplegadas en semicírculo, vi doce cabezas de vidrio expuestas sobre pedestales de yeso pintado, que reproducían otros tantos peinados de Evita. La de pelo negro y partido al medio que había asomado en una corta escena de La carga de los valientes contemplaba con desamparo a la joven de trenzas claras detrás de las orejas que bailaba zambas en La cabalgata del circo; vi una Evita de turbante junto a otra de flequillo castaño y una rosa enorme, de tela blanca, en la cresta de la frente; vi a la mujer de peinado en torre y de bucles en forma de capullo que aclamaron los madrileños en la Plaza de Oriente y que Pío XII saludó con turbación en la Capilla Sixtina; vi, por fin, a la Evita de pelo tirante y dorado que reproducían hasta el infinito las fotos de la última época y a la que yo había creído única. De todas las cabezas colgaba un relicario transparente dentro del cual había otras hebras de pelo rubio.

– Son las que le corté al peinarla por última vez, cuando ya estaba muerta -dijo el peluquero-. Siempre llevo un rizo igual a ése entre las tapas de mi reloj.

Me lo mostró. Eran casi las doce. Un perfume rancio subía de las losas del piso. Me vi reflejado en los espejos de la pared. Yo también parecía un fantasma.

– Le fui aclarando el pelo poco a poco. Le acentué las tinturas. Fui peinándola cada vez con más sencillez porque estaba siempre apurada. Me costó trabajo convencerla, porque había andado toda la vida con el pelo suelto. Cuando se quiso acordar, Evita ya era otra. Yo la hice -repitió-. Yo la hice. De la pobre minita que conocí cerca de Mar del Plata hice una diosa. Ella ni se dio cuenta.


Empezamos a vernos todos los miércoles a las nueve. Tomé la costumbre de sentarme en la banqueta de la manicura, con el anotador abierto y un paquete de cigarrillos Commander, mientras Alcaraz iba dejando caer sus recuerdos. A veces tomábamos ginebra, para entonarnos. A veces nos olvidábamos de toda sed y deseo. Creo que en aquellos momentos nació, sin que yo lo supiera, esta novela.

No volvió a tener noticias de Eva Duarte hasta 1944, me dijo. Cuando se la encontró en el rodaje de La cabalgata del circo, Ella era ya otra persona. Vaya a saber a qué abismos de miseria debió asomarse esta pobre chica, pensó entonces. Tenía la mirada llena de cicatrices y hablaba con voz imperativa. No se dejaba atropellar por nadie. Amparada en sus relaciones políticas, llegaba tarde al set, con unas ojeras profundas que las maquilladoras no conseguían borran Se la veía desgarrada entre el afán de lucirse en su papel y el miedo a defraudar al coronel Perón, ministro de Guerra, que era su amante y le pagaba una garconniére. Perón caía por los estudios de Pampa Films dos o tres veces a la semana, tomaba mate con el director y con los actores, y luego se encerraba con Evita en el camarín, esperando que se cambiara de ropa.

– Fue en esa época -dijo Alcaraz-, cuando me convirtió en su confidente.

De lo que sigue he conservado palabras sueltas, esqueletos de una lengua muerta que ya no significa nada cuando la leo de corrido. Frases como: “Luna Pk, festival por terremot se lo levant ahí mismo le dij Coronel gracias por exist Esa noch largó a Imbv”, nada que pueda servir a los historiadores, nada que me haya servido a mi cuando escribí La novela de Perón. Sólo por momentos, los apuntes se vuelven más claros y puedo entrever el dibujo como si fuera un rompecabezas del que han desaparecido fragmentos aquí y allá, arbitrariamente.


Los recuerdos del peluquero no se publicaron nunca. Yo no lo hice por indolencia o porque mi imaginación estaba lejos de Evita. Escribir tiene que ver con la salud, con el azar, con la felicidad y el sufrimiento, pero sobre todo tiene que ver con el deseo. Los relatos son un insecto que uno debe matar cuanto antes y aquellas historias de Evita nunca eran para mí otra cosa que vanos aleteos en la oscuridad.

A fines de 1959 transcribí los monólogos de Alcaraz por pura inercia intelectual, y se los llevé para que los revisara. Tenía la impresión de que, al pasar su voz por el filtro de mi voz, se perderían para siempre la parsimonia de su tono y la sintaxis espasmódica de sus frases. Esa, pensaba, es la desgracia del lenguaje escrito. Puede resucitar los sentimientos, el tiempo perdido, los azares que enlazan un hecho con otro, pero no puede resucitar la realidad. Yo no sabía aún -y aún faltaba mucho para que lo sintiera- que la realidad no resucita: nace de otro modo, se transfigura, se reinventa a sí misma en las novelas. No sabía que la sintaxis o los tonos de los personajes regresan con otro aire y que, al pasar por los tamices del lenguaje escrito, se vuelven otra cosa.

Lo que sigue, mal que me pese, es una reconstrucción. O, si alguien lo quiere, una invención: una realidad que resucita. Antes de escribir estas páginas tuve mis dudas. Cómo hay que contar esto: ¿Alcaraz habla, yo hablo, alguien escucha, o hablamos todos a la vez, jugamos al libre juego de leer escribiendo?

Alcaraz habla. Yo escribo:


A mí Evita nunca dejó de respetarme. Le gritaba a todo el mundo, pero conmigo se cuidaba. Una vez me pidió que le enseñara cómo atender la mesa, porque a cada rato Perón se presentaba en su casa con gente importante a comer. La fui domesticando, como quien dice. «Empuñá los cubiertos por los extremos», le decía. «Encogé los meñiques al levantar la copa». Pero lo que más la refinó fue su instinto. Dicen que tenía defectos de dicción pero su problema no era ése sino las palabras difíciles que, por inseguridad, mezclaba en las conversaciones, confundiéndoles el sentido. Yo la oí decir «Voy del dentólogo» en vez de “Voy al dentista” o al odontólogo, y»No me alcanzan los molumentos» por “No me alcanza el sueldo o los emolumentos”. Se fue salvando de esos papelones porque miraba de reojo lo que hacían los demás y porque, cuando le corregían alguna palabra, la escribía en un cuaderno.

Al terminar “La cabalgata del circo” pasó algunos meses de indecisión vocacional. Lloraba delante del espejo, sin saber qué hacer consigo misma. No sabía si permanecer a la sombra de Perón como una simple mantenida, ya que hasta entonces él no hablaba de casamiento, o si debía seguir avanzando en su carrera de actriz, por la que había luchado tanto. No es fácil ponerse ahora en su lugar. Uno se olvida de que en aquellos tiempos la virginidad era sagrada y las mujeres que vivían con un hombre sin casarse estaban expuestas a las peores humillaciones. A las chicas de familia que tenían la desgracia de quedar gruesas no se les permitía abortar. El aborto era el peor de los crímenes. Se las mandaba a una ciudad desconocida para que parieran y al recién nacido lo entregaban a un hogar de huérfanos. Evita podía contar con la comprensión de su madre, que había pasado por todos los trances de la marginalidad y del desprecio, pero sabía que los altos mandos del ejército no iban a permitir que el ministro de Guerra formalizara con una mujer como ella. Seguir al lado de Perón era una manera de suicidarse, porque tarde o temprano a él le exigirían que se la quitara de encima. Pero Evita creía en los milagros de las radionovelas. Pensaba que si hubo una Cenicienta, podía haber dos. Con esa fe se lanzó al vacío. Le salió bien por carambola. En los peores momentos de duda buscaba en vano el consejo de Perón; él no quería opinar: le respondía que se guiara por los sentimientos. Aquello la dejaba aún más desconcertada, porque tomaba por desinterés lo que era tal vez un signo de confianza en su buen juicio.

la historia la fue arrastrando de un lado a otro y, antes de que se diera cuenta, el cine y la radio perdieron importancia en su horizonte. Creo que las últimas dudas se le disiparon en octubre de 1945, cuando a Perón lo pusieron preso y ella, abandonada por todos, se encerró en su departamento, esperando que la vinieran a detener. Se identificó más que nunca con María Antonieta, la heroína de su adolescencia; fue Norma Shearer oyendo desde la prisión del Temple los tambores de la guillotina. Cuando Perón fue liberado y vivió su noche de gloria en la Plaza de Mayo, Eva estaba muerta de miedo, cepillándose el pelo ante el espejo del dormitorio. Tenía los labios hinchados y una herida en el hombro. Esa mañana, mientras viajaba en taxi hacia el departamento de su hermano Juan, una turba de estudiantes la había reconocido y, al grito de»!Acaben con la yegua, maten a la Duarte!», rompió los vidrios y la golpeó con palos. Escapó por milagro. Se veía fea en el espejo, desfigurada, y no quiso salir de la casa hasta que Perón se la llevó a la quinta de un amigo, en San Nicolás. Evita vivió esos días en el peor de los desconciertos. No sabía qué iba a ser de su vida. Una noche me llamó por teléfono. «¿No lo molesto, Julio?», me dijo. «Puedo hablarle?». Nunca había pedido permiso para nada… Nunca lo volvió a pedir.

Ya sabe usted lo que siguió. Antes de que terminara octubre, Perón se casó con Ella en el departamento de la calle Posadas donde vivían, y dos meses después santificaron la unión en una iglesia de La Plata. Para la ceremonia religiosa le hice a Evita un tocado precioso, alto, con dos grandes ondas de las que brotaban ramilletes de azahares. Aunque ya estaba en plena campaña por la presidencia y no tenían tiempo ni para dormir, Evita siempre apartaba un momento para venir a mi negocio de Paraguay y Esmeralda, donde yo le iba aclarando el pelo de a poquito y ensayando peinados cada vez más simples. La confundía su nuevo papel de señora respetable. Hasta pocos meses antes había sido una actriz de reparto en folletines radiales que nadie oía, una figurita que mendigaba fotos en las revistas. Y de la noche a la mañana se veía convertida en una dama casada con el primer coronel de la república. Cualquiera se habría mareado con ese cambio, y más en una época donde las mujeres eran cero a la izquierda, sombras invisibles de los maridos.

Pero no Evita. Al sentir que tenía poder sobre el destino de la gente, se agrando. ¿Usted la vio en la foto que le tomaron cuando salía de la catedral el 4 de junio de 1946, agarrando del brazo a la mujer del vicepresidente Jazmín Hortensio Quijano? Fíjese en esos labios crispados por el miedo, en la mirada fría y desconfiada, en la pose canyengue de todo el cuerpo. Yo la peiné ese día con sobriedad, dejándole una leve insinuación de bucle bajo el sombrero de líneas otomanas, pero en aquellas naves imponentes donde Perón era ungido presidente de la república, ante la solemnidad del tedéum, Evita se sintió desfallecer. Pensó, durante un momento, que nunca saldría adelante. Y sin embargo véala sólo un mes más tarde en el teatro Colón, extendiendo los brazos hacia los curiosos que la esperaban a la entrada.

Nadie le podía ya sostener la mirada.


Ella sabía que tarde o temprano todo poder tiene su eclipse y quería conocer en un año las experiencias que a otros les llevan una vida. Se negaba a dormir. Llamaba por teléfono a sus auxiliares a las tres de la madrugada para darles alguna orden y a las seis los volvía a llamar para saber si la habían cumplido. En menos que canta un gallo urdió una red de ministros, espías y lameculos que la tenía al tanto de todo lo que pasaba en el gobierno. En eso era más hábil que Perón; pero si se esmero en el tejido no fue para hacerle sombra, como dicen, sino porque él era en el fondo un débil.

Una mañana de febrero fui a la residencia presidencial para cepillarle el pelo y tejerle una trenza. La noté decaída. Intenté distraerla hablándole de unas primas que habían llegado desde Lules, en la provincia de Tucumán, a buscar maridos en Buenos Aires.

– ¿Y ya encontraron? -me preguntó.

– Nunca van a encontrar -le dije-. Son muy feas, narices grandes, con verrugas, la mejorcita de las dos tiene un enorme bocio que no se puede operar.

Me interrumpió, con la imaginación en otra parte. Yo ya me había acostumbrado a sus cambios de humor, que los enemigos atribuían a la histeria. Con inesperada dulzura me tomó las manos y dijo:

– Esperame afuera un momento, Julito. Tengo que ir al baño.

Como a la media hora, me llamó de nuevo. Llevaba un traje de calle, zapatos altos y quería que la peinara con el rodete doble de las ocasiones elegantes. Al rozar su cabeza sentí que volaba de fiebre. Estaba tensa, sofocada por una de esas borrascas internas que acabarían matándola. Quise retomar el tema de mis primas, pero Ella me corto en seco.

– Apuráte con el peinado, Julio. Afuera me están esperando. Y por tus primas no te preocupés. Algún novio les voy a encontrar. Vos sabés que siempre hay un roto para un descosido.

En el salón de abajo vi reunidos a los caudillos de la CGT y a las delegadas del partido peronista femenino. Evita los saludó y oyó sus largos discursos con el ceño apretado. Le ofrecían ser candidata a la vicepresidencia de la república y ella, que ambicionaba ese cargo más que nada en la vida, les contestó que todo dependía de la aprobación de su marido. Tanto entonces como ahora la política era para mí un juego de chinos. Imagine usted entonces mi sorpresa cuando vi que el general, como si hubiera adivinado que lo invocaban, apareció en la residencia a esa hora desusada de la mañana. A Evita le había subido la

fiebre. De a ratos se le doblaba la cabeza. Observándola desde el piso de arriba, yo sufría con ella. Ni por un instante la vi desfallecer. Con asombrosa presencia de ánimo le contó al marido lo que estaba pasando.

– Ya les dije a estos compañeros que yo no voy a mover un dedo sin tu autorización.

– ¿Y ellos te han creído? -preguntó el general.

– Nunca he hablado más en serio.

– ¿Cómo voy a oponerme a la voluntad de todos estos señores? ¡Hasta el viejito Quijano me ha pedido que te haga nombrar vicepresidenta!

Con esa frase equívoca, Perón dejó en claro que si Evita conseguía el cargo era porque a él se le daba la gana. A partir de ese día, ya sólo la vi a las apuradas. Me llamaba tanto a las siete de la mañana como a las once de la noche para algún refuerzo en el teñido, algún retoque en el peinado. Con su propio pelo le fabriqué dos rodetes postizos que, ajustados con horquillas, le dejaban la cabeza impecable. Conservé uno de esos rodetes. Usted lo ha visto ya, en el museo que tengo atrás del negocio.


Las primas se quedaron a vivir varios meses conmigo. Me ayudaban por las tardes en la peluquería, organizándome las citas o supliendo a las manicuras. Pasaban la mañana en el montepío, donde compraban los objetos más inútiles: desde sombreros de las épocas victorianas y espejos de carey hasta percheros de plata y candelabros funerarios. Como les pagaban puntualmente el arrendamiento de unos cañaverales, no tenían apuros de dinero. Sufrían porque se les marchitaba la juventud y se les iba endureciendo la virginidad. Aún tenían la esperanza de conocer a Evita, pero jamás se iba a dar la ocasión, porque la Señora vivía ya sólo a horas imposibles.

Vivía, no vivía, se me perdía de vista. Es una santa, es una hiena, en esas semanas a Evita le dijeron de todo. Leí en un pasquín uruguayo que, para humillar a Perón, lo obligaba a probarse vestidos de novia. Leí en un panfleto clandestino que, en el prostíbulo de Junín donde la madre oficiaba de madama, Evita había rematado su virginidad a los doce años en una fiesta de estancieros, por simple y llana inclinación al vicio. En casi todos los libelos había uno que otro insulto por su pasado, pero tampoco les faltaba ferocidad a los que hablaban del presente. La llamaban Agripina, Sempronia, Nefertitis; tales comparaciones no afectaban a Evita, que no tenía la menor idea de quiénes se trataba. La acusaban de fomentar la adulación y la censura, de convertir a los sindicatos en sirvientes de su voluntad, de suponer que Perón era Dios y declarar la guerra santa contra todos los infieles. Algunas de esas acusaciones tenían asideros en la realidad, pero la realidad no disminuía en lo más mínimo el amor ciego que le profesaba la gente.

No sé cómo hizo Evita, pero de pronto comenzó a estar en todas partes. Oí que había desbaratado un par de conspiraciones contra su vida y que los cabecillas estuvieron a punto de ser castrados para aplacar uno de sus accesos de furia. Supe que había malquistado a Perón contra el coronel Domingo A. Mercante, que también pretendía la vicepresidencia. Leí que una mañana estaba en Salta y a la siguiente en Córdoba o Catamarca, regalando casas, repartiendo dinero o enseñándoles el alfabeto a los chicos de las escuelas rurales en libros que repetían las mismas frases infinitas: «Evita me ama. Evita es buena. Evita es un hada. Yo amo a Evita… Recorría miles de kilómetros en tren, sola y triunfal como una reina rea.

Entre abril y mayo de 1951, Buenos Aires fue empapelado de arriba abajo con su cara, y hasta del obelisco colgaron gallardetes inmensos que llamaban a votar por «Perón-Eva Perón. La fórmula de la patria». A mi me sorprendía que en casi todos las discursos Evita repitiera una y otra vez «Quiero que me autoricen», como si no le bastara la promesa de Perón y necesitara el espaldarazo de los sindicatos. Ella conocía bien a su marido y se cuidaba de hacerle sombra. Empezó a exagerar el almíbar con que lo rociaba en los discursos. Lea, si puede, los de aquellos meses. «Soy una enamorada del general Perón y de su causa», repetía. «Un héroe como él sólo merece mártires y fanáticos. Yo estoy dispuesta a lo que sea por su amor: al martirio, a la muerte.»

Dos o tres veces la retiraron desmayada de los actos públicos pero, no bien volvía en sí, Ella se empeñaba en seguir adelante. Le diagnosticaron anemia o falta de sueño, aunque desde aquella mañana de febrero en la residencia yo malicié que tenía cáncer. El famoso doctor Ivanissevich se le presentó una noche con un equipo de transfusión de sangre. Evita lo echó a carterazos y el pobre hombre, que era un ministro impuesto por la Iglesia, no tuvo más remedio que firmar la renuncia. «Quiero que me autoricen», seguía repitiendo Evita. «Necesito que me autoricen, porque hasta los médicos están conspirando para apartarme de ustedes, queridos trabajadores. Están conspirando los oligarcas, los gorilas, los médicos, los antipatrias y los mediocres.»

Por fin, los caudillos de la CGT comprendieron la indirecta y decidieron anunciar la candidatura en un acto majestuoso.


Los preparativos comenzaron casi un mes antes. Ya la víspera de la ceremonia, que fue anunciada como Cabildo Abierto del Justicialismo, el país entero se había detenido, los trenes rebosaban de provincianos que desembarcaban en las fauces de la capital desconocida sin un centavo en las alforjas, era todo gratuito, hasta los cabarets y los hoteles, imagine usted aquellas muchedumbres oscuras, que jamás habían visto dos edificios juntos, enceguecidas por la lumbre de los rascacielos.

Ni le cuento la excitación de mis primas ante el interminable desfile de solteros intrépidos. Querían que les consiguiera un sitio en las tribunas de honor, pero yo llevaba más de diez días sin ver a la Señora y no me animaba a importunarla. Pensé que a lo mejor ni necesitaba mis servicios. Todo estaba fuera de cauce y de medida, el atardecer era madrugada, las palabras ya no tenían que ver con su sentido, a mí me parecía que estábamos hundiéndonos hasta el tuétano en una mentira, pero no sabía cuál era ni con que verdades se la podía comparar. En los diarios verá usted más claro el reflejo de lo que pasaba. Lea por ejemplo este recorte de Clarín:


“Hombres de poncho y botas, personas atareadas con valijines de cartón y paquetes, son, desde la mañana de ayer martes 21 de agosto de 1951, la avanzada de los contingentes derramados por el interior en las estaciones ferroviarias y en las terminales de omnibus y de micros.

¿De cuántos podría hablarse? ¿De un millón? Son muchos más, sin duda. Se los verá esta misma tarde al pie del arco de triunfo levantado en la intersección de las avenidas 9 de julio y Moreno.

El mencionado arco bajo el cual está el palco oficial, ostenta dos grandes retratos: uno del primer mandatario, y otro de su esposa, así como la sigla de la central obrera, y muchos gallardetes, estandartes, mientras en torno algunas de las innumerables entidades adheridas, han tendido leyendas que abarcan varias cuadras. ¿Una semana de jolgorio? No. Una semana histórica y de profunda unción cívica.”


En los papeles, la CGT era la organizadora del acto, pero fue Evita la que puso la maquinaria en movimiento. De Ella nació la idea de los trenes y ómnibus gratuitos, Ella ordenó los feriados para aliviar el trajín de la gente, por Ella se abrieron albergues y se sirvieron comidas a discreción.

Perón era un admirador de la escenografía fascista y casi todos sus actos de masa copiaban a los del Duce. Pero Evita, que no tenía otra cultura que la del cine, quería que su proclamación se pareciera a un estreno de Hollywood, con reflectores, música de trompetas y aluviones de público.

Las primas salieron a eso de las nueve de la mañana rumbo al acto, alhajadas y maquilladas como un árbol de Navidad. Yo me quedé solo en la casa, oyendo la radio. Cada tanto se leían proclamas encareciendo a la gente que aprovechara el sol del día feriado y acampara bajo los árboles de la avenida. Tuve el presentimiento de que en cualquier momento podría llamarme la Señora. Dicho y hecho. A eso de las tres sonó el teléfono. Me convocaban con la mayor urgencia al edificio de Obras Públicas, que estaba detrás del palco. «¿Cómo podré acercarme?», pregunté. «La radio dice que hay una muchedumbre nunca vista». «No se inquiete por eso. En quince minutos pasamos a buscarlo.»


Viajé en uno de los automóviles del presidente sin ser detenido en ninguna de las barricadas. Pude ver así unas pocas imágenes de la ciudad, aunque no sé si creerlas. Bajo el sarcófago de Manuel Belgrano habían montado un cine al aire libre, donde se proyectaban películas de propaganda sobre los asilos de ancianos, ciudades infantiles y hogares de tránsito fundados por Evita. Una legión de patriotas que tomaba en serio lo del Cabildo Abierto encendía velas en la antorcha de la catedral metropolitana donde está la tumba del general José de San Martín y exigía que el ataúd fuera llevado en procesión hasta el arco triunfal de la avenida Nueve de Julio. Un transatlántico navegaba perdido entre las dársenas y, aunque todos oíamos el bramido desesperado de sus sirenas, nadie acudía a prestarle auxilio; supe después que había encallado en el limo del río y que sus marineros habían bajado a tierra para sumarse a la fiesta.

En el centro de aquella esplendorosa algarabía, Evita estaba sola. Contemplaba las jacarandas desde las ventanas de un despacho imponente, en el ministerio de Obras Públicas. Se había puesto un traje sastre oscuro, de corte simple, una camisa de seda, y unos aros de brillantes que seguían el contorno de los lóbulos. Estaba pálida, más flaca, con los pómulos tirantes. Al descubrirme, sonrió con tristeza: «Ah, sos vos», dijo. «Suerte que te encontraron».

No sé por qué recuerdo aquella escena dentro de velos de silencio, cuando en verdad el aire estaba saturado de sonidos. Afuera tronaban los acordes de Los muchachos peronistas, unos altoparlantes lejanos repetían La cafetera che fa blu blu de Nicola Paone, y en la avenida desembocaban torrentes de bombos y las explosiones anticipadas de los fuegos artificiales que se esperaban para las doce de la noche. Pero todo lo que hablé esa tarde con Evita se ha mantenido en mi memoria limpio de sonidos ajenos, como si las voces hubieran sido recortadas con tijera. Recuerdo que, en vez de saludarla como siempre, me salió del alma una mentira compasiva: «¡Qué linda está, señora!» Recuerdo también que no me creyó. Llevaba el pelo suelto, sujeto con una vincha, y aún no se había maquillado. Le ofrecí lavárselo con shampú y darle un masaje para que se relajara. «Peináme», dijo. «Quiero que el rodete me quede bien firme». Se dejó caer en uno de los sillones del despacho y empezó a tararear la canción de Paone, «che fa blu blu», sin pensar en lo que hacía, sólo por defenderse de las lágrimas.

– ¿Cómo lo está pasando la gente afuera? -me preguntó. Y sin esperar a que le respondiera, dijo: -La política es una mierda. Julio. Nunca te dan lo que te corresponde. Si sos una mujer, peor. Te basurean. Y cuando querés algo de verdad tenés que ganártelo con los dientes. Me han dejado sola. Cada día que pasa estoy más sola.

No hacía falta ser muy sagaz para adivinar que estaba quejándose del marido. Pero se habría enfurecido si yo me daba por enterado. Intenté consolarla.

– Si usted está sola, ¿qué deja para los demás? -le dije-. Nos tiene a todos nosotros, tiene al general. Ahí afuera hay un millón de personas que han venido sólo para verla.

– Tal vez no me van a ver, Julio. A lo mejor no salgo -dijo. En ese momento sentí su tensión. Tenía los puños apretados, las venas rígidas, un nudo en las mandíbulas. -A lo mejor no les hablo. Para qué voy a hablar, si ni siquiera sé lo que tengo que decir.

– Más de una vez la he visto así, señora. Son los nervios. Cuando aparezca en el palco se va a olvidar de todo.

– Qué me voy a olvidar, si nadie me habla claro. Los únicos que hablan claro aquí son los grasitas. Con los demás tenés que usar un diccionario. Los generales se reúnen con Perón a escondidas para pedirle que no me deje ser candidata. ¿Sabés lo que les contesta? Que se metan el cargo en el culo, que yo soy yo y hago lo que se me da la gana. Pero no hago lo que se me da la gana. En esta historia se está metiendo mucha gente, Julio. Es un nido de intrigas, de zancadillas; no te das una idea. Hasta Perón se está empezando a cansar. El otro día lo agarré y le dije: ¿Vos querés que renuncie? Yo renuncio. Me miró con expresión ausente y me contestó: Hacé lo que te parezca, Chinita. Lo que te parezca.

Llevo una semana sin pegar un ojo. Ayer estaba por entrar a bañarme, sentía frió, ya había tomado tres o cuatro aspirinas, y de repente me puse a pensar: él es el presidente. Si quiere que yo sea la vice, se lo tiene que decir al pueblo. Caché el teléfono y lo llamé a la Casa Rosada. Aprovechá el acto del Cabildo Abierto, le dije. Comenzá tu discurso anunciándoles a todos que sos vos el que me quiere como candidata. Señores, yo la elegí, deciles. Con eso se acaban las murmuraciones. Se cae de maduro que te elegí, me contestó, pero que yo lo diga es otra cosa. No es ninguna otra cosa, porfié. Vos y yo llevamos meses peleando por esto. Si aflojamos ahora, me van a comer viva. A vos no, a mi. Hay que tener cuidado con el partido, me dijo. El partido sos vos, le contesté. Dejáme que lo piense, Chinita, dijo. Ahora estoy ocupado.

Es la primera vez que no sabe qué hacer. Esta mañana tuvimos una agarrada. Yo insistí con el tema. El se dio cuenta de que yo iba a explotar y trató de calmarme. Queda muy mal que te proponga yo, dijo. No hay que mezclar nunca el gobierno con la familia. Hay que ser delicado con las formas. Por muy Evita que seas, sos mi mujer: te tiene que proclamar el partido. A mí las formas me interesan un carajo, lo interrumpí. O me proclamas vos o no aparezco en el Cabildo Abierto; vas a tener que dar la cara solo. No entendés, me dijo. Claro que entiendo, le contesté. Y pegué un portazo. Al rato, los de la CGT ya sabían todo. Me suplicaron que viniera. Señora, no les puede hacer eso a los descamisados, me dijeron. Se han largado quién sabe desde dónde por usted. Yo no soy nadie, les dije. Sólo soy una humilde mujer. Lo hacen por el general. No, me insistieron. La candidatura del general es cantada. Vienen por usted. No puedo asistir a ese acto, contesté. Si la gente pide por usted, no vamos a tener otro remedio que salir a buscarla, me dijeron. Ustedes sabrán, les dije. Yo voy a mirar el acto desde el ministerio de Obras Públicas.

No bien lo dije, me arrepentí. Pero después pensé: Ese Cabildo Abierto es mío. Me lo gané. Me lo merezco. No me lo voy a perder. Que vengan a buscarme.


Todo relato es, por definición, infiel. La realidad, como ya dije, no se puede contar ni repetir. Lo único que se puede hacer con la realidad es inventarla de nuevo.

Al principio yo pensaba: cuando junte los pedacitos de lo que una vez transcribí, cuando me resuciten los monólogos del peluquero, tendré la historia. La tuve, pero era letra muerta. Luego, perdí mucho tiempo buscando aquí y allá los fósiles de lo que había ocurrido en el Cabildo Abierto. Excavé en los archivos de los diarios, vi los documentales de la época, oí las grabaciones de la radio. La misma escena se repetía, se repetía, se repetía: Evita sin saber cómo alejarse del amor ciego de la multitud, acercándose, yéndose; Evita suplicando que no le permitieran decir lo que no quería, que ya no le callaran el decir. No aprendí nada, no añadí nada. En esa parva inútil de documentos, Evita nunca era Evita.


Entre 1972 y 1973, después que su cuerpo fue rescatado de un sepulcro anónimo en Milán y devuelto al viudo, escribí un guión de cine que pretendía reconstruir la historia de la candidatura frustrada con fragmentos de noticieros y procesiones de fotografías. Quise que el relato tuviera una trama y, a la vez, un tejido de símbolos, pero no era capaz de discernir cuánta verdad había en él. En aquel tiempo, el aleteo de la verdad era esencial para mí. Y no había verdad posible si Evita no estaba allí. No su fantasma, sino su llanto de niña, su voz de radionovela, su música de fondo, su ambición de poder, sangre, locura, desesperación, lo que había sido Ella en todos los momentos de la vida. En algunas películas yo había sentido cómo cosas y personas regresaban desde el fondo inmortal de la historia. Sabía que eso, a veces, funciona. Necesitaba ayuda. Alguien que me dijera: Los hechos fueron así, tal corno los contaste. O que me enseñara hacia dónde moverlos para que coincidieran con alguna ilusión de verdad. Recordé a Julio Alcaraz y lo llamé por teléfono. Tardó en reconocerme. Me citó a las diez de la noche en la confitería Rex. Había envejecido mucho, se quejaba de zumbidos en el tímpano y calambres en las piernas.

– No sé si voy a poder ayudarlo -me dijo.

– No se esfuerce -lo tranquilicé-. Tan sólo óigame y déjese ir. Haga de cuenta que está otra vez allí, en el Cabildo Abierto, y si algo de lo que digo le desentona con la memoria, interrúmpame.

– Léame ese guión -dijo-. Va a ser como sentarme en una butaca de cine a ver mi vida.

– Es mejor que la vida. Aquí usted puede levantarse en cualquier momento y desaparecer. La vida es más difícil. Y ahora -le pedí-, olvídese del ruido. Haga de cuenta que se apagan las luces. Que hay un telón abriéndose.


(Exterior Tarde. La avenida Nueve de Julio, en Buenos Aires.) Panorámica de la multitud.


Desde el palco oficial hasta el obelisco no cabe un alfiler. Flamean las banderas. Las tomas aéreas revelan que hay millón y medio de personas. Bosques de carteles en el centro de la calle. La luz es áspera, muy contrastada. Sol tibio, como se advierte por las ropas de la gente. Tomas del arco de triunfo sobre el palco oficial. En primer plano, inmensas fotos de Perón y Evita. En plano general, mareas de pañuelos agitándose. Un reloj: las cinco y veinte de la tarde. Asciende, lento, el clamoreo. Braman los bombos. Se encienden, aquí y allá, algunos géiseres desafinados: «La marcha peronista”.


Movimientos en el palco oficial.


VOZ DE LOCUTOR (off):

Compañeros, compañeros. A este histórico Cabildo Abierto del Justicialismo, hace su entrada el excelentísimo señor presidente de la república, el general Juan Domingo Perón.


Perón se adelanta hacia la primera línea del palco oficial con los brazos abiertos. El oleaje de la multitud, el peligroso vaivén por acercarse al ídolo.

Estalla la ovación. (Una palabra inesperada se abre paso. ¿Perón Perón? No. Es increíble. Lo que la muchedumbre corea es el nombre de Evita.)


CORO: Eee viii ta / Eee viii ta.


En primer plano, la expresión incómoda del general. El latigazo de un tic le alza las cejas. El secretario general de la CGT, de figura redonda, algo grotesca, toma el micrófono. Su discurso abunda en defectos de dicción.


SECRETARIO GENERAL JOSÉ G. ESPEJO


(en adelante ESPEJO): Mi general…


Primer plano de Perón, adusto.


.… he aquí reunido al pueblo de la patria para decirle a usted, su único líder…


Primer plano del inmenso retrato de Evita.


…como en todas las grandes horas, ¡presente, mi general!


Imágenes de la multitud.


CORO (instantáneo): ¡Presente!


(El vocablo va disolviéndose naturalmente hasta transformarse en un insistente:) Eee viii ta


Perón permanece gris, los labios apretados, empequeñecido. ¿Sería cruel exhibir ahora su contrariedad recortándola sobre el fondo de la multitud embriagada? Dejo la idea a criterio del director. Al general le incomoda ser un actor secundario en la concentración más caudalosa de la historia peronista. Decide llamar la atención de los descamisados. Alza los brazos, lleva las manos hacia el corazón. Ellos saltan, responden a su saludo con ademanes delirantes. Pero no corean su nombre. Llaman a:


CORO: Eee viii taa /Eee viii


Se apagan lentamente las luces de la tarde. Perón recupera el ceño, la hosquedad del principio. Secándose la invisible humedad de los bigotes, Espejo trata de asumir el control de la situación, pero la empeora:


ESPEJO:

Mi general…

(El tono es de súplica. La voz es sepultada por los estribillos de la muchedumbre.) Mi general… Acá notamos una ausencia, la de vuestra esposa, la de Eva Perón, la sin par en el mundo… (Ovación)


Imágenes de la multitud.


CORO: ¡Que venga Evita! ¿Dónde está Evita?


ESPEJO: Compañeros… Tal vez su modestia, que es su más grande galardón, le impida… (Se esfuma lo que sigue.) Permitidme, mi general, que vayamos a buscarla, para que esté aquí presente.


Otra vez el delirio. La cámara sigue a Espejo yéndose. Luego, husmea en un bosque de pantalones grises con la raya muy marcada, hasta detenerse en un zapato impaciente que sube y baja. Es Perón. La cámara trepa por su cuerpo, se detiene en sus ojos malévolos, se posa sobre la pista de patinaje de su pelo engominado. (Ojo: la toma existe. Si el director la quiere, puede buscarla en una de las dos ediciones del noticiero español «NoDo», agosto 22, 1951.) Sobre la cabeza del General cae la noche. Son las seis y media de la tarde.


(Exterior. Noche. El mismo lugar, en Buenos Aires.)


Se ve llegar a Evita seguida por Espejo y una corte de funcionarios.

– Son los que fueron a buscarla al edificio de Obras Públicas dijo el peluquero-. Yo caminaba detrás. Le hice doble rodete, le puse un toquecito leve de maquillaje. Estaba preciosa.


Plano general de la muchedumbre en éxtasis. Corte a mujeres cayendo de rodillas en la vereda del Club Español. Corte a familias de trabajadores llorando al pie del Obelisco. Corte a la propia Evita, que lanza besos desde el palco. Tampoco Ella puede contener el llanto. Plano cercano de lágrimas (hay una maravillosa toma en «NoDo»). Espejo se abre paso.


ESPEJO: Y pido que proclamemos al general Juan Perón candidato para presidente de la república y a la señora Eva Perón para la vicepresidencia.


Evita busca refugio en los brazos de su marido. Luego, se asoma a la baranda del palco con aire inseguro.«Yo…», mueve los labios. «Yo…» Nada se oye. Al fin, inicia su larga arenga. [Es de veras larga. Hay versiones completas en «NODO» y «Sucesos Argentinos». Sugiero al director reproducir sólo un párrafo, el penúltimo:

– ¿Para qué? -interrumpió el peluquero-. Ella no sabía qué decir, estaba muerta de miedo, sentía la mirada censora de Perón y eso aumentaba su torpeza. Compare ese discurso con los de meses antes. En los otros, Evita maneja la voz como se le da la gana. Su voz ocupa toda la escena. Aquí no. Estaba fuera de quicio. Si usted la muestra en ese estado lamentable, arruina el efecto majestuoso de lo que viene.

– Es nada más que un párrafo -insistí-. El penúltimo:


EVITA: Yo no he hecho nada. Todo es Perón. Perón es la patria, Perón es todo, y los demás estamos a distancia sideral del líder de la nacionalidad. Yo, mi general, con la plenipotencia espiritual que me dan los descamisados de la patria, os proclamo, antes de que el pueblo os vote, presidente de los argentinos (Ovación).


Perón la abraza. Planos tumultuosos del palco [buenas tomas en «Sucesos Argentinos»]. Un dirigente sindical no identificado, de espaldas, encara a Evita [la escena está en una de las dos ediciones de NoDo»].


DIRIGENTE: No nos ha dicho todavía si acepta o no la candidatura, señora… (Volviéndose hacia el micrófono) ¡Señora! El pueblo está esperando… ¿Qué le va a responder?


Bajo el palco, una bandada de mujeres agita pañuelos blancos.


CORO (en off): ¡Que acepte / Evita! / ¡Que acepte / Evita!


ESPEJO (en off): Compañeros, oigamos la palabra del general Perón.


Plano de Perón triunfal, acercándose. La imagen, de pronto, pareciera congelarse, pero no es así. Es Perón el que está inmovilizado por el pasmo. Acaba de oír un grito desafiante y, luego, el coro en estampida de la multitud.


UNA VOZ (en off): ¡Que hable la compañera Evita!


CORO (en off): ¡Que hable / Evita! / ¡Que acepte / Evita!


PERON: (tratando de recobrarse) Compañeros… (El clamoreo no cesa.) Compañeros… Sólo los pueblos fuertes y virtuosos son dueños de sus destinos…


Mientras la cámara se eleva lentamente y abarca el oleaje compacto de la muchedumbre, la palpitación de las banderas en los balcones y los oasis de unas pocas fogatas, la voz del general va desapareciendo. En lo alto, las imágenes se funden con el mismo escenario, ya de noche. Los coletazos de un reflector agitan la espuma del millón de cabezas. Brotan ríos de antorchas, no se sabe de dónde. De pronto estalla el negro, la tiniebla absoluta. Los labios cálidos de un micrófono se adelantan hacia el espectador. [¿Recuerda el director la última imagen de «The Magnificent Ambersons», esa obra maestra de Orson Welles ensombrecida por «Citizen Kane»?]

Búsquela, plágiela. De esa nada religiosa fluye la voz que todos esperan:


CORO: Que acepte / Evita… / Que acepte / Evita…


EVITA (en off): Mis queridos descamisados, queridos míos…


Al retroceder, la cámara descubre el perfil de águila de Evita, y allí se queda, fija, hipnotizada por el junco de sus brazos y el temblor de sus labios.


EVITA: Yo les pido a las mujeres, a los niños, a los trabajadores aquí congregados, que no me hagan hacer lo que nunca quise hacer. Por el cariño que nos une, les pido que, antes de tomar una decisión tan trascendental en la vida de esta humilde mujer, me den por lo menos cuatro días para pensarlo.


CORO: (en off, pero clarísimo, ritmico) ¡No, no! ¡Evita! ¡Hoy!


– Tendría que mostrar usted ahora la expresión de los demás -dijo el peluquero-. Espejo estaba demudado, no sabía qué hacer. Empezaba, demasiado tarde, a darse cuenta de que el Cabildo Abierto era uno de esos malentendidos históricos que le podían costar la cabeza. A Perón no le gustaba nada lo que estaba pasando. Se lo notaba incómodo, impaciente. Lo que nadie entendió nunca es por qué las cosas habían llegado tan lejos. ¡Un millón de personas se había desplazado por las inmensidades de la Argentina, y todo para nada! ¿Le vio la cara a Evita? Cuando llegó al acto estaba convencida de que Perón en persona iba a proclamar su candidatura. De lo contrario, ¿para qué la llamaba? Todo era un aspaviento. Para no contrariar a su marido, tendría que mentir. Pero Ella no quería mentir. No podía hacerles eso a los descamisados. La multitud y Ella se enredaron de pronto en un diálogo a tientas, un salto mortal sin red. Evita no estaba preparada para decir ninguna de las palabras que dice a partir de ahora. Le salieron del alma, de los instintos. ¿Por qué no reproduce en su película el diálogo completo? Es emocionante.


EVITA: Compañeros. Entiendanmé. Yo no renuncio a mi puesto de lucha. Renuncio a los honores.

La multitud levanta las antorchas, enarbola pañuelos. Evita trata de apaciguarla con ademanes desesperados.


CORO: ¡Con-tes-ta-ción! ¡Diga-que-sí!


EVITA: Compañeros… Yo había pensado otra cosa, pero al final haré lo que el pueblo diga. (Ovación) ¿Ustedes creen que si el puesto de vicepresidenta fuera una carga y yo hubiera sido una solución, no habría contestado ya que sí? Mañana, cuando…


CORO: ¡Hoy, hoy! ¡Ahora!


Eva se vuelve hacia Perón. Él le habla al oído.


– ¿Sabe lo que le dijo el general? -apuntó el peluquero-. Le dijo: ¡Que se vayan! Pediles que se vayan.


EVITA: Compañeros… Por el cariño que nos une…(Un sollozo la nubla. Se lleva las manos a la garganta. Por los ademanes, parece que quisiera

desprender el sollozo y no sabe cómo. Suspira. Se rehace.) Les pido por favor que no me hagan hacer lo que no quiero hacer. Yo les ruego a ustedes como amiga, como compañera, que se desconcentren…


CORO: ¡No! ¡No! (Las voces se enredan, se confunden.) ¡Vamos al paro general! ¡Al paro general!


EVITA:

El pueblo es soberano. Yo acepto…


Imágenes de la multitud que salta, baila, juega con las antorchas, enciende volcanes de pirotecnia. De los balcones cae papel picado, el haz del reflector desaparece tras una selva de banderas. La palabra “acepto” va y viene como un salmo.


CORO: ¡Dijo que acepta! ¡Dijo que acepta!


Desde el palco, Evita niega con la cabeza, baja los brazos.


EVITA:

¡No, compañeros! Se equivocan. Quise decir: Yo acepto lo que me está diciendo el compañero Espejo… Mañana, a las doce del día…


CORO: (Silbidos. Y, en seguida:) ¡Ahora, ahora! ¡Ahora mismo, ahora!


EVITA: Les pido sólo un poco de tiempo. Si mañana.


CORO: ¡No! ¡Ahora!


Evita se vuelve una vez más hacia Perón. Está demacrada por el estupor y el pánico. En una de las dos ediciones de «NoDo», sus labios dibujan con claridad la pregunta:«¿Qué hago?»


– Perón le dijo que no aflojara -me explicó el peluquero-. Que postergara la respuesta. «Es una cuestión de terquedad», le dijo. «Y vos tenés la última palabra. No te pueden obligar».

– Tenia razón -admití-. No la podían obligar. -La obligaron. Estaban decididos a no moverse de allí.


EVITA: Compañeros… ¿Cuándo Evita los ha defraudado? ¿Cuándo Evita no ha hecho lo que ustedes desean? ¿No se dan cuenta en este momento de que para una mujer, como para cualquier ciudadano, la decisión que me exigen es muy trascendental? Y yo lo que les ruego es tan sólo unas horas de tiempo…


La multitud se enardece. Algunas antorchas se apagan.


Fluyen lavas: «¡Ahora!». El incontinente «ahora» despliega sus alas de murciélago, de mariposa, de nomeolvides. Zumban los «¡ahora!» de los ganados y las mieses; nada detiene su frenesí, su lanza, su eco de fuego. [El festín loco de esa palabra duró, según las estadísticas del diario Democracia, más de dieciocho minutos. Pero en las ediciones de «NoDo» y de «Sucesos Argentinos» no se rescatan sino diez segundos. Sugiero al director que prolongue la misma toma hasta que los espectadores caigan agotados. Sugiero un montaje erótico, más bien venéreo. Tal vez así se logre algún efecto de realidad.


CORO: ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora! [Etcétera].


Evita rompe a llorar. Ya no la avergüenza el llanto.


EVITA: Y, sin embargo, nada de esto me toma de sorpresa. Desde

hace tiempo yo sabía que mi nombre se mencionaba con insistencia. Y no lo he desmentido. Lo hice por el pueblo y por Perón, porque no había nadie que se le pudiera acercar ni siquiera a sideral distancia. Y lo hice por ustedes, para que así pudieran conocer a los hombres del Partido con vocación de caudillos. El General, al usar mi nombre, se podía proteger momentáneamente de las disensiones partidarias…


– Éste es el momento sacramental de su discurso -dijo el peluquero-. Evita se desnuda. Yo no soy yo, dice. Soy lo que mi marido quiere que sea. Le permito que teja sus intrigas con mi nombre. Ya que él me dio su nombre, yo le doy el mío. Era terrible, y nadie se daba cuenta.

– Ella tampoco se daba cuenta de lo que estaba diciendo -dije.


EVITA: Pero jamás en mi corazón de humilde mujer argentina pensé que yo podría aceptar este puesto. Compañeros…


Ha llegado el momento. También la cámara es un ser vivo. Se estremece, se desconcierta.,Dónde mirar ahora? La cámara huele los miedos de la multitud, Ella también está húmeda de miedo. Va, viene: el océano de antorchas, Evita.


CORO: ¡No! ¡No!


EVITA: Esta noche… Son las siete y cuarto de la tarde. Yo… Por favor… A las veintiuna y treinta de la noche, yo, por la radio…


CORO: ¡Ahora! ¡Ahora!


En la última edición de «NoDo» hay una panorámica tal vez casual que abarca la atmósfera tensa del palco. Se ve a Espejo mientras ofrece a Perón explicaciones azoradas e inaudibles. Evita pregunta qué hacer. Ya no mira al marido. Tendría que estallar en reproches. Se los calla. Perón, de espaldas a la multitud, señala con el índice a la cámara:


PERON: ¡Levanten este acto ya mismo!


En el alboroto del palco, no es fácil discernir de quién es cada voz. A ratos se alza un jadeo histérico, muy agudo, que sólo puede atribuirse a la desdichada Evita.


ESPEJO: Compañeros… La Señora… La compañera Evita nos pide sólo dos horas de espera. Nosotros vamos a quedarnos aquí hasta que nos dé su resolución. No nos vamos a mover hasta que dé una respuesta favorable a los deseos del pueblo trabajador.


Como en una cinta sin fin, se alzan otra vez los pañuelos blancos y la telaraña de las antorchas.


EVITA: Compañeros: como dijo el general Perón, yo haré lo que diga el pueblo.


Ovación final. Los descamisados caen de rodillas. La cámara se pierde en las alturas, alejándose de la divina Evita y de su música maravillosa, del altar donde acaban de sacrificarla, de las antorchas encendidas para su noche de duelo. [¿Ella aceptó? No todo está perdido. Pero Ella no aceptó.]


– No supe qué hacer con la última frase de Evita -le dije al peluquero-.Es indescifrable. Le confieso que sentí la tentación de suprimirla. O de cortarla en dos, lo que le cambiada el sentido. Pensé en mostrar a Evita diciendo: «Compañeros, como dijo el general Perón». Y luego habría un silencio, puntos suspensivos, tal vez un plano de la multitud apremiándola. En los noticieros hay miles de metros con toda clase de emociones. Podría clasificar esas emociones e insertar las dos o tres más convenientes. Por último, regresaría a un primer plano de Evita con la segunda parte de la sentencia: «Yo haré lo que diga el pueblo». No le voy a explicar a usted que esos arreglos son moneda corriente en el cine. Un salto de montaje o un fundido a negro bastan para inventar otro pasado. En el cine no hay historia, no hay memoria. Todo es vida contemporánea, presente puro. Lo único verdadero es la conciencia del espectador Y esa frase última de Evita, que tanto enardeció a las multitudes del Cabildo Abierto, con el tiempo se ha convertido en aire. Sin la emoción del momento, no significa nada. Fíjese en la sintaxis. Es rarísima. Perón me dijo que haga lo que dice el pueblo, pero lo que el pueblo me dice que haga no es lo que Perón me dijo.

– Todos los discursos de Evita se parecían -me interrumpió el peluquero-. Todos menos éste. Ella era muy diestra con las emociones pero torpe con las palabras. En cuanto se paraba a pensar, la embarraba. Lo que usted ha escrito está bien, qué quiere que le diga. Hizo lo que pudo. Es la historia oficial. La otra no está filmada. Está fuera del cine. Y ni siquiera se podría inventar, porque la actriz principal ha muerto.


Amanecía. Las mesas de la confitería Rex empezaban a poblarse de telefonistas y cajeros de banco que tomaban el desayuno. A intervalos, el sol se abría paso entre los bordados de los cigarrillos y el coqueteo perezoso de los mosquitos, que zumbaban inmunes al paso de la mañana y de la noche, de la sequedad y los diluvios. Me levanté a orinar. El peluquero me siguió y se puso a orinar a mi lado.

– A esa película le falta lo principal -me dijo-. Algo que sólo yo he visto.

Me intrigó, pero tuve miedo de preguntar. Le dije:

– ¿Quiere que caminemos? A mí ya se me ha ido el sueño.

Avanzamos hacia la bajada de la calle Corrientes, entre vendedores de lotería y kioscos de filatelistas. Vi a una mujer con una sola media y las mejillas hinchadas que corría entre los autos; vi a unos trillizos adolescentes que hablaban solos y al mismo tiempo. No sé por qué anoto estas cosas. El desvelo me llenaba la imaginación de presentimientos que aparecían y desaparecían porque sí. Al pasar por el hotel Jousten, casi al final de la barranca, el peluquero me invitó a tomar una taza de chocolate caliente. En los pasillos del comedor había unas largas reposeras vacías, en las que Alfonsina Storni y Leopoldo Lugones se habían tendido antes de tomar la determinación de suicidarse. Para poder dialogar, los comensales debían observarse a través de floreros torneados de los que ascendía una selva de claveles plásticos. No arrastraré a nadie por los pantanos del diálogo que siguió, en el que sobra todo lo que yo dije. Me limitaré a transcribir las informaciones del peluquero, que complementan, casi con el mismo tono, su relato de quince años antes:


Al terminar el Cabildo Abierto, Evita me pidió que la acompañase a la residencia presidencial. No había un alma en las avenidas Atravesábamos silencios de pesadilla. Evita temblaba, otra vez con fiebre. Subí con Ella a la antesala del dormitorio y la envolví en un edredón.

– Voy a pedir que le sirvan un té -le dije.

– Y otro para vos, Julio. No te vayas todavía.

Se sacó los zapatos y se desato el rodete. Ya ni recuerdo de qué hablamos. Creo que le recomendé un esmalte nuevo para las uñas. En eso estábamos cuando oímos reverberar voces en la planta baja. Se movilizaba la servidumbre de soldados, lo que era indicio de que el general estaba allí. Perón era hombre de hábitos austeros. Comía poco, se entretenía con los programas cómicos de la radio y se retiraba a dormir temprano. Aquella vez me sorprendieron sus estridencias.

– ¡Evita, China! -lo oí llamar, con una voz que me pareció contrariada.

No guise molestar. Me puse de pie.

– Vos no te movás -ordenó la Señora. Y salió corriendo de la salita, descalza.

El general debía de estar a pocos pasos. Lo oí decir: -Eva, tenemos que hablar.

– Claro que tenemos que hablar -repitió ella.

Se encerraron en el dormitorio, pero la puerta maciza que daba a la antesala quedó entornada. Si las cosas no hubieran sucedido de manera tan rápida e imprevista, me habría alejado. El afán de no hacer ruido me retuvo. Sentado en la punta de la silla, tieso, oí toda la conversación.

– …no discutas más y hacéme caso -decía el general-. Dentro de un rato, el partido va a proclamar tu candidatura. La vas a tener que rechazar.

– Ni pienso -contestó Evita-. A mí no me van a presionar los hijos de puta que te han convencido a vos. No me van a presionar los curas ni los oligarcas ni los milicos de mierda. Vos no me quisiste proclamar, ¿no es cierto? Ahora, jodéte. Me proclamaron mis grasitas. Si no querías que fuera candidata, no me hubieras mandado llamar. Ya es tarde. O me ponen a mí en la fórmula o no ponen a nadie. A mí no van a cagarme.

El marido dejó que se desahogara. Después, insistió:

– No te conviene ser terca. Te proclamaron. Pero no se puede ir más allá. Cuanto antes renuncies va a ser mejor.

La sentí desmoronarse. ¿O sólo estaba fingiendo?

– Quiero saber por qué. Explicámelo y me quedo tranquila.

– ¿Qué querés que te explique? Vos sabes igual que yo cómo son las cosas.

– Voy a hablar por la cadena nacional -dijo ella. Su voz temblaba. -Mañana por la mañana. Hablo y se acaba todo.

– Es lo mejor. No improvises. Hace que vayan preparándote unas pocas palabras. Renuncia sin dar explicaciones.

– Sos un hijo de puta -la oí estallar-. Sos el peor de todos. Yo no quería esa candidatura. Por mí, te la podías meter en el culo. Pero llegué hasta aquí y fue porque vos quisiste. Me trajiste al baile, ¿no? Ahora, bailo. Mañana a primera hora hablo por la radio y acepto. Nadie me va a parar.

Por un instante, hubo silencio. Sentí las respiraciones agitadas de los dos y tuve miedo de que también se oyera la mía. Entonces, él habló. Separó las sílabas, una por una, y las dejó caer:

– Tenes cáncer -dijo-. Estás muriéndote de cáncer y eso no tiene remedio.

Nunca voy a olvidar el llanto volcánico que se remontó en la oscuridad en la que yo me ocultaba. Era un llanto de llamas verdaderas, de pánico, de soledad, de amor perdido.

Evita gritó:

– ¡Mierda, mierda!

Oí correr a las mucamas y me marché, sonámbulo, de la casa.


El peluquero volvió la cara hacia otro lado. Esquivé su mirada cuando se cruzó con la mía. Era un hombre demasiado lleno de recuerdos y de sentimientos viejos, y yo no quería que se me pegara ninguno.

– Vámonos ya -dije. Quería alejarme de esa mañana, del hotel, de lo que había visto y había oído.


– Llegué a mi casa como a las dos de la madrugada -continuó el peluquero.

Sentí que ya no hablaba conmigo.

– Mis primas estaban en camisón, esperándome. Desde un refugio de la calle Alsina habían visto la llegada del general al Cabildo Abierto, pero como los coletazos de la multitud las llevaban y traían, cuando habló Evita estaban cerca del palco, a veinte o treinta pasos. «Vimos su cutis de porcelana», me dijo la del bocio; le vimos los dedos largos como de pianista, la aureola luminosa alrededor del pelo»… La interrumpí: «Evita no tiene ninguna aureola», dije. «A mí no me podés vender ese boleto». «Sí tiene», porfió la de nariz más grande. «Todos se la vimos. Al final, cuando se despidió, también la vimos elevarse del palco un metro, metro y medio, quién sabe cuánto, se fue elevando en el aire y la aureola se le notó clarísima, había que ser ciega para no darse cuenta.»

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