1 MI VIDA ES DE USTEDES

Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir. Se le habían disipado ya las atroces punzadas en el vientre y el cuerpo estaba de nuevo limpio, a solas consigo mismo, en una beatitud sin tiempo y sin lugar. Sólo la idea de la muerte no le dejaba de doler. Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura, el vacío, la soledad del otro lado: el cuerpo huyendo como un caballo al galope.

Aunque los médicos no cesaban de repetirle que la anemia retrocedía y que en un mes o menos recobraría la salud, apenas le quedaban fuerzas para abrir los ojos. No podía levantarse de la cama por más que concentrara sus energías en los codos y en los talones, y hasta el ligero esfuerzo de recostarse sobre un lado u otro para aliviar el dolor la dejaba sin aliento.

No parecía la misma persona que había llegado a Buenos Aires en 1935 con una mano atrás y otra adelante, y que actuaba en teatros desahuciados por una paga de café con leche. Era entonces nada o menos que nada: un gorrión de lavadero, un caramelo mordido, tan delgadita que daba lástima. Se fue volviendo hermosa con la pasión, con la memoria y con la muerte. Se tejió a sí misma una crisálida de belleza, fue empollándose reina, quién lo hubiera creído.

«Tenía el pelo negro cuando la conocí», dijo una de las actrices que le dio refugio. «Sus ojos melancólicos miraban como despidiéndose: no se les veía el color. La nariz era un poco tosca, medio pesadona, y los dientes algo salidos. Aunque lisa de pechera, su figura impresionaba bien. No era de esas mujeres por las que se dan vuelta los hombres en la calle: caía simpática pero a nadie le quitaba el sueño. Ahora, cuando me doy cuenta de lo alto que voló, me digo: ¿dónde aprendió a manejar el poder esa pobre cosita frágil, cómo hizo para conseguir tanta desenvoltura y facilidad de palabra, de dónde sacó la fuerza para tocar el corazón más dolorido de la gente? ¿Qué sueño le habrá caído dentro de los sueños, qué balido de cordero le habrá movido la sangre para convertirla tan de la noche a la mañana en lo que fue: una reina?»

«Sería quizá el efecto de la enfermedad», dijo el maquillador de sus dos últimas películas. «Antes, por más base y colores que le pusiéramos, a la legua se notaba que era una ordinaria, no había forma de enseñarle a sentarse con gracia ni a manejar los cubiertos ni a comer con la boca cerrada.

No habrían pasado cuatro años cuando volví a verla, ¿y qué te digo? Una diosa. Las facciones se le habían embellecido tanto que exhalaba un aura de aristocracia y una delicadeza de cuento de hadas. La miré fijo para ver qué milagroso retoque llevaba encima. Pero nada: tenía los mismos dientes de conejo que no le dejaban cerrar los labios, los ojos medio redondos y nada provocativos, y para colmo me pareció que estaba más narigona. El pelo, eso sí, era otro: tirante, teñido de rubio, con un rodete sencillo. La belleza le crecía por dentro sin pedir permiso.»


Nadie se daba cuenta de que la enfermedad la adelgazaba pero también la encogía. Como le permitieron vestirse hasta el final con los piyamas del marido, Evita flotaba cada vez más suelta en la inmensidad de aquellas telas. «¿No me encuentran hecha un jíbaro, un pigmeo?», les decía a los ministros que rodeaban su cama. Ellos le contestaban con alabanzas: «No diga eso, señora. Si es un pigmeo usted, ¿nosotros qué seremos: piojos, microbios?» Y le cambiaban de conversación. Las enfermeras, en cambio, le daban vuelta la realidad: «¿Ve lo bien que ha comido hoy?», repetían, mientras le retiraban los platos intactos. «Se la nota un poco más rellenita, señora». La engañaban como a una criatura, y la ira que le ardía por dentro, sin salida, era lo que más la ahogaba: más que la enfermedad, que el decaimiento, que el temor insensato a despertarse muerta y no saber qué hacer.

Una semana atrás, ¿ya una semana?, se le había apagado la respiración por un instante (como les pasaba a todos los enfermos de anemia, o al menos eso le dijeron). Al volver en sí, se encontró dentro de una cueva líquida, transparente, con máscaras que le cubrían los ojos y algodones en los oídos. Después de uno o dos intentos, consiguió quitarse los tubos y las sondas. Para su extrañeza, advirtió que en ese cuarto donde las cosas se movían rara vez de lugar había un cortejo de monjas arrodilladas delante del tocador y lámparas de luz turbia sobre los roperos. Dos enormes balas de oxígeno se alzaban amenazantes junto a la cama. Los frascos de cremas y perfumes habían desaparecido de las repisas. Se oían rezos en las escaleras batiendo las alas como murciélagos.

– ¿A qué se debe este barullo? -dijo, incorporándose en la cama.

Todos quedaron inmovilizados por la sorpresa. Un médico calvo al que apenas recordaba se le acercó y le dijo al oído:

– Acabamos de hacerle una pequeña operación, señora. Le hemos quitado el nervio que le producía tanto dolor de cabeza. Ya no va a sufrir más.

– Si sabían que era eso, no entiendo por qué han tardado tanto -y alzó la voz, con el tono imperioso que ya creía perdido-: A ver, ayúdenme. Tengo ganas de ir al baño.

Bajó descalza de la cama y, apoyándose en una enfermera, fue a sentarse en la taza. Desde ahí, oyó a su hermano Juan corriendo por los pasillos y repitiendo con excitación: «¡Eva se salva! ¡Dios es grande, Eva se salva!». En ese mismo instante volvió a quedarse dormida. Quedó tan extenuada que se despertaba sólo a ratos para beber sorbos de té. Perdió la noción del tiempo, de las horas y hasta de las compañías que se turnaban para cuidarla. Una vez preguntó: «¿Qué día es hoy?» y le dijeron: «Martes 22», pero al cabo de un rato, cuando repitió la pregunta, le respondieron: «Sábado 19», por lo que prefirió olvidar algo que tenía tan poca importancia para todo el mundo.

En uno de los desvelos hizo llamar a su marido y le pidió que se quedara un rato con ella. Lo notó más gordo y con unas grandes bolsas carnosas bajo los ojos. Tenía una expresión desconcertada y parecía deseoso de irse. Era natural: hacía casi un año que no estaban a solas. Evita le tomó las manos y lo sintió estremecerse.

– ¿No te atienden bien, Juan? -le dijo-. Las preocupaciones te han engordado. Dejá de trabajar tanto y vení por las tardes a visitarme.

– Cómo hago, Chinita? -se disculpó el marido-. Me paso el día contestando las cartas que te mandan a vos. Son más de tres mil cartas, y en todas te piden algo: una beca para los hijos, ajuares de novia, juegos de dormitorio, trabajos de sereno, qué sé yo. Tenés que levantarte rápido antes de que yo también me enferme.

– No te hagás el gracioso. Sabes que mañana o pasado me voy a morir. Si te pido que vengas es porque necesito encargarte algunas cosas.

– Pedíme lo que quieras.

– No abandones a los pobres, a mis grasitas. Todos estos que andan por aquí lamiéndote los zapatos te van a dar vuelta la cara un día. Pero los pobres no, Juan. Son los únicos que saben ser fieles. -El marido le acarició el pelo.

Ella le apartó las manos: -Hay una sola cosa que no te voy a perdonar.

– Que me case de nuevo -trató de bromear él.

– Casáte las veces que quieras. Para mí, mejor. Así vas a darte cuenta de lo que has perdido. Lo que no quiero es que la gente me olvide, Juan. No dejés que me olviden.

– Quedáte tranquila. Ya está todo arreglado. No te van a olvidar.

– Claro. Ya está todo arreglado -repitió Evita.


A la mañana siguiente despertó con tanto ánimo y liviandad que se reconcilió con su cuerpo. Después de todo lo que la había hecho sufrir, ahora ni siquiera lo sentía. No tenía cuerpo sino respiraciones, deseos, placeres inocentes, imágenes de lugares adonde ir. Aún le quedaban remansos de debilidad en el pecho y en las manos, nada del otro mundo, nada que le impidiera levantarse. Tenia que hacerlo cuanto antes, para tomar a todos por sorpresa. Si los médicos trataban de impedírselo, Ella estaría vestida ya para salir y con un par de gritos los pondría en su lugar. Vamos, se dijo, vamos ahora. No bien trató de tomar impulso, uno de los terribles taladros que le horadaban la nuca le devolvió de lleno la conciencia de la enfermedad. Fue un suplicio muy breve, pero tan intenso como para advertirle que el cuerpo no había cambiado. ¿Eso qué importa?, se dijo. Voy a morir, ¿no es cierto? Ya que voy a morir, todo está permitido.

Al instante la cubrió otro baño de alivio. Hasta entonces no había caído en la cuenta de que el mejor remedio para librarse de un estorbo era aceptar que existía. Esa súbita revelación la llenó de gozo. No se opondría nunca más a nada: ni a las sondas ni a los alimentos endovenosos ni a las radiaciones que le carbonizaban la espalda ni a los dolores ni a la tristeza de morir.

Alguna vez le habían dicho que no era el cuerpo lo que se enfermaba sino el ser entero. Si el ser lograba recuperarse (y nada costaba tanto, porque para curarlo era preciso verlo), lo demás era cuestión de tiempo y fuerza de voluntad. Pero su ser estaba sano. Nunca, tal vez, había estado mejor.

Le dolía desplazarse en la cama de un lado a otro pero, apenas apartaba las sábanas, salir era fácil. Hizo la prueba y enseguida estuvo de pie. En los sillones de alrededor dormían las enfermeras, su madre y uno de los médicos. ¡Cómo le hubiera gustado que la vieran! Pero no los despertó, por miedo a que la obligaran entre todos a acostarse otra vez. Caminó en puntas de pie hacia las ventanas que daban al jardín y a las que nunca tenía ocasión de asomarse. Vio la hiedra desplumada del muro, la cresta de los jacarandas y las magnolias en la pendiente del jardín, el vasto balcón vacío, las cenizas del pasto; vio la vereda, el arco suave de la avenida que ahora se llamaba del Libertador, las hebras de humedad en la penumbra, como si acabaran de salir de un cine. Y de pronto le llegó el hervor de las voces. ¿O no eran voces? Algo había en el aire que se alzaba y caía como si la luz esquivara obstáculos o la oscuridad fuera un pliegue sin fin, un tobogán hacia ninguna parte. Hubo un momento en que le pareció oír las sílabas de su nombre, pero separadas entre sí por silencios furtivos: Eee vii taa. La claridad iba alzándose en el este, desde las honduras del río, mientras la lluvia se desvestía de sus vahos grises y resucitaba con una luz de diamante. La vereda estaba sembrada de paraguas, mantillas, ponchos, destellos de velas, crucifijos de procesión y banderas argentinas. ¿Qué día es hoy?, se dijo, o tal vez se dijo. ¿Para qué las banderas? Hoy es sábado, leyó en el almanaque de la pared. Sábado de ninguna parte. Es veintiséis del sábado de julio de mil novecientos cincuenta y dos. No es día del himno ni de Manuel Belgrano ni de la virgen de Luján ni de ninguna santísima fiesta peronista. Pero ahí están los grasitas yendo de un lado a otro, como almas en pena. La que reza de rodillas es doña Elisa Tejedor, con el mismo pañuelo de luto en la cabeza que tenía cuando me pidió el carro lechero y los dos caballos que le robaron al marido la mañana de Navidad; el que se está arrimando a las vallas de la policía, con el sombrero ladeado, es Vicente Tagliatti, al que le conseguí trabajo de medio oficial pintor; aquellos que prenden velas son los hijos de doña Dionisia Rebollini, que me pidió una casa en Lugano y se murió antes de que pudiera entregársela en Mataderos. ¿Don Luis Lejía, por qué llora? ¿Por qué se abrazan todos, por qué levantan los brazos al cielo, injurian a la lluvia, se desesperan? ¿Dicen lo que oigo: Eee vii taa, no te vayás a ir? Yo no me pienso ir, queridos descamisados, mis grasitas, vayansé a descansar, tengan paciencia. Si pudieran verme se quedarían tranquilos. Pero no puedo dejar que me vean así, con esta traza, esta flacura. Se han acostumbrado a que me les aparezca más imponente, con vestidos de gala, y cómo voy a desencantarlos tan desollada como estoy, con la alegría tan consumida y el espíritu tan a la miseria.

Podría grabarles un mensaje por radio y decirles adiós a su manera, encomendándoles al marido como siempre hacia, pero aún le quedaba la mañana entera para enderezar la voz, ordenar que instalaran los micrófonos y tener un pañuelo a mano por si los sentimientos se le desbocaban como la última vez. La mañana entera, pero también la tarde, y el día siguiente, y el horizonte de todos los días que le faltaban para morir. Otra ráfaga de debilidad la devolvió a la cama, el cuerpo apagó la luz y la felicidad de su ligereza la llenó de sueño, pasó de un sueño al otro y a otro más, durmió como si nunca hubiera dormido.


¿Serían tal vez las nueve, las nueve y cuarto de la noche? El coronel Carlos Eugenio de Moori Koenig dictaba en la Escuela de Inteligencia del ejército su segunda clase sobre la naturaleza del secreto y el uso del rumor. «El rumor., estaba diciendo, es la precaución que toman los hechos antes de convertirse en verdad…» Había citado los trabajos de William Stanton sobre la estructura de las logias chinas y las lecciones del filósofo bohemio Fritz Mauthner sobre la insuficiencia del lenguaje para abarcar la complejidad del mundo real. Pero su atención estaba puesta ahora sobre el rumor. «Todo rumor es inocente por principio, así como toda verdad es culpable, porque no se deja contaminar, no se puede llevar de boca en boca». Revisó sus notas en busca de una cita de Edmund Burke, pero en ese momento lo interrumpió uno de los oficiales de la guardia para informarle que la esposa del presidente de la república acababa de morir. El Coronel recogió sus carpetas y, mientras salía del aula, dijo en alemán: «Gracias a Dios que todo ha terminado».


En los últimos dos años, el Coronel había espiado a Evita por orden de un general de Inteligencia que invocaba, a su vez, órdenes de Perón. Su extravagante deber consistía en elevar partes diarios sobre las hemorragias vaginales que atormentaban a la Primera Dama, de las que el presidente debía estar mejor enterado que nadie. Pero así eran las cosas en aquella época: todos desconfiaban de todos. Una asidua pesadilla de las clases medias era la horda de bárbaros que descendería de la oscuridad para quitarles casas, empleos y ahorros, tal como Julio Cortázar lo imaginó en su cuento «Casa tomada». Evita, en cambio, veía la realidad al revés: la afligían los oligarcas y vendepatria que pretendían aplastar con su bota al pueblo descamisado (ella hablaba así: en sus discursos tocaba todas las alturas del énfasis) y pedía ayuda a las masas para «sacar a los traidores de sus guaridas asquerosas». Como exorcismo contra las estampidas de los pobres, en los salones de la clase alta se leían las sentencias civilizadas de Una hoja en la Tormenta, de Lin Yutang, las lecciones sobre placer y moralidad de Georges Santayana y los epigramas de los personajes de Aldous Huxley. Evita no leía, por supuesto. Cuando necesitaba salir de algún apuro, citaba a Plutarco o a Carlyle, por recomendación de su marido. Prefería confiar en la sabiduría infusa. Estaba muy ocupada. Recibía entre quince y veinte delegaciones gremiales por la mañana, visitaba un par de hospitales y alguna fábrica por la tarde, inauguraba tramos de caminos, puentes y casas de ayuda maternal, viajaba dos o tres veces por mes a las provincias, pronunciaba cada día entre cinco y seis discursos, arengas breves, estribillos de combate: pregonaba su amor por Perón hasta seis veces en una misma frase, llevando los tonos cada vez más lejos y regresándolos luego al punto de partida como en una fuga de Bach: «Mis ideales fijos son Perón y mi pueblo»; «Alzo mi bandera por la causa de Perón»; «Nunca terminaré de agradecer a Perón por lo que soy y por lo que tengo»; «Mi vida no es mía sino de Perón y de mi pueblo, que son mis ideales fijos». Era abrumador y extenuante.


El Coronel no desdeñaba ningún trabajo de espionaje, y para vigilar a Evita sirvió algún tiempo en la corte de sus edecanes. El poder es sólo un tejido de datos, se repetía, y vaya a saber cuál de todos los que recojo me servirá un día para fines más altos.

Escribía partes tan minuciosos como impropios de su rango:


«La Señora pierde mucha sangre pero no quiere que llamen a los médicos // Se encierra en el baño de su despacho y se cambia discretamente los algodones /// Pierde sangre a chorros. Imposible discernir cuándo se trata de la enfermedad y cuándo de la menstruación. Se queja, pero nunca en público. Las asistentas la oyen quejarse dentro del baño y le ofrecen ayuda, pero Ella no quiere /// Cálculo de las pérdidas, agosto 19, 1951: cinco centímetros cúbicos y tres cuartos. /// Cálculo de las pérdidas, septiembre 23, 1951: nueve centímetros cúbicos y siete décimas.»


Tantas precisiones eran indicio de que el Coronel interrogaba a las enfermeras, husmeaba en los tachos de basura, desmadejaba las vendas inservibles. Tal como él mismo solía decir, estaba haciendo honor a su apellido de origen, que era Moori Koenig: rey de la ciénaga.

El más extenso de sus partes data de septiembre 22. Esa tarde, un oficial de la embajada norteamericana le canjeó informaciones médicas confidenciales por un inventario completo de las hemorragias, lo que permitió al Coronel elaborar un documento de lenguaje más riguroso. Escribió:


«Al descubrirse una lesión ulcerada en el cuello uterino de la señora de Perón, se practicó una biopsia y se diagnosticó carcinoma endofílico, por lo cual como primera medida se va a destruir la zona afectada con radium intracavitario y se va a proceder en breve a una intervención quirúrgica. O sea, en términos legos, que hay a la vista un cáncer de matriz. Por la extensión del daño se vislumbra que al operarla tendrán que hacerle un vaciamiento ginecológico. Los especialistas que la están atendiendo le dan seis meses de vida, a lo sumo siete. Han hecho llamar de urgencia a un capo del Memorial Cancer Hospital de Nueva York para que confirme lo que ya no hace falta confirmar.»


Desde que Evita fue puesta bajo la custodia de los médicos, al Coronel no le quedó gran cosa por hacer. Pidió que lo relevaran de su misión en el cuerpo de edecanes y que le permitieran transmitir a una élite de oficiales jóvenes lo mucho que sabía sobre contraespionaje, infiltración, criptogramas y teorías del rumor. Llevó una vida de académico satisfecho mientras los títulos honoríficos se acumulaban sobre la agonizante Evita: Abanderada de los Humildes, Dama de la Esperanza, Collar de la Orden del Libertador General San Martín, Jefa Espiritual y Vicepresidente Honorario de la Nación, Mártir del Trabajo, Patrona de la provincia de La Pampa, de la ciudad de La Plata y de los pueblos de Quilmes, San Rafael y Madre de Dios.


En los tres años que siguieron, a la historia argentina le pasó de todo, pero el Coronel se mantuvo aparte, enfrascado en sus clases e investigaciones. Evita murió y su cuerpo fue velado durante doce días bajo la cúpula de jirafa de la Secretaría de Trabajo, donde se había desangrado atendiendo las súplicas de las multitudes. Medio millón de personas besó el ataúd. Algunos tuvieron que ser arrancados a la fuerza porque trataban de suicidarse a los pies del cadáver con navajas y cápsulas de veneno. Alrededor del edificio funerario se colgaron dieciocho mil coronas de flores: había otras tantas en las capillas ardientes alzadas en las capitales de provincia y en las ciudades cabeceras de distrito, donde la difunta estaba representada por fotografías de tres metros de altura.

El Coronel asistió al velorio con los veintidós edecanes que la habían servido, llevando el obligatorio crespón de luto. Permaneció diez minutos de pie, rezó una plegaria y se retiró con la cabeza baja. La mañana del entierro se quedó en cama y siguió los movimientos del cortejo fúnebre por las descripciones de la radio. El ataúd fue colocado sobre una cureña de guerra y tirado por una tropilla de treinta y cinco representantes sindicales en mangas de camisa. Diecisiete mil soldados se apostaron en las calles para rendir honores. Desde los balcones fueron arrojados un millón y medio de rosas amarillas, alhelíes de los Andes, claveles blancos, orquídeas del Amazonas, alverjillas del lago Nahuel Huapí y crisantemos enviados por el emperador del Japón en aviones de guerra.

«Números», -dijo el Coronel. «Ya esa mujer no tiene más ancla con la realidad que los números».


Pasaron los meses y la realidad, sin embargo, siguió ocupándose de ella. Para satisfacer la súplica de que no la olvidaran, Perón ordenó embalsamar el cuerpo. El trabajo fue encomendado a Pedro Ara, un anatomista español, célebre por haber conservado las manos de Manuel de Falla como si aún estuvieran tocando «El amor brujo».

En el segundo piso de la Confederación General del Trabajo, se construyó un laboratorio aislado por las más rigurosas precauciones de seguridad.

Aunque nadie podía ver el cadáver, la gente lo imaginaba yaciendo allí, en el sigilo de una capilla, y acudía los domingos a rezar el rosario y a llevarle flores. Poco a poco, Evita fue convirtiéndose en un relato que, antes de terminar, encendía otro. Dejó de ser lo que dijo y lo que hizo para ser lo que dicen que dijo y lo que dicen que hizo.

Mientras su recuerdo se volvía cuerpo, y la gente desplegaba en ese cuerpo los pliegues de sus propios recuerdos, el cuerpo de Perón -cada vez más gordo, más desconcertado- se vaciaba de historia. Entre los rumores que compilaba el Coronel para ilustración de sus discípulos llegó el de un golpe militar que estallaría entre junio y septiembre de 1955. El de junio fracasó; en septiembre, Perón se desmoronó solo.


Fugitivo, asilado en una cañonera paraguaya que estaba siendo reparada en los astilleros de Buenos Aires, Perón escribió durante cuatro noches de vigilia, mientras esperaba que lo asesinaran, la historia de su romance con Eva Duarte. Es el único texto de su vida que construye el pasado como un tejido de sentimientos y no como un instrumento político, aunque su efecto (sin duda voluntario) es asestar el martirio de Evita, como una maza de guerra, contra la cara de sus adversarios.

Lo que más impresiona de esas páginas es que, aun tratándose de una declaración de amor, la palabra amor no aparece nunca. Perón escribe: «Pensábamos al unísono, con el mismo cerebro, sentíamos con una misma alma. Era natural por ello que en tal comunión de ideas y de sentimientos naciera aquel afecto que nos llevó al matrimonio». ¿Aquel afecto? No es la clase de expresión que uno imagina en boca de Evita. Lo menos que Ella solía decir a sus descamisados era: «Yo quiero al general Perón con toda mi alma y por él quemaría mi vida una y mil veces».

Si los sentimientos tuvieran una unidad de medida y si esa unidad pudiera aplicarse a las dos frases citadas, sería fácil discernir cuál era la distancia emocional que separaba a Evita de su esposo.


En aquellos días del golpe contra Perón, al Coronel le interesaban otras respiraciones de la realidad. La más trivial era una respiración semántica: ya nadie llamaba al ex presidente por su nombre o por su rango militar, del que pronto iba a ser degradado. El apelativo con que se lo mencionaba en los documentos oficiales era «tirano prófugo» y «dictador depuesto». A Evita se le decía «esa mujer», pero en privado le reservaban epítetos más crueles. Era la Yegua o la Potranca, lo que en el lunfardo de la época significaba puta, copera, loca. Los descamisados no rechazaron por completo la invectiva, pero dieron vuelta su sentido. Evita era para ellos la yegua madrina, la guía del rebaño.


Tras la caída de Perón, los escalafones militares fueron diezmados por purgas inmisericordes. El Coronel temía que le anunciaran su retiro de un día para otro por haber servido como edecán de la Señora, pero su amistad con algunos de los cabecillas revolucionarios -de los que había sido instructor y confidente en la Escuela de Inteligencia-y su reconocida pericia para desenmascarar conjuras lo mantuvieron a flote durante algunas semanas en las oficinas de enlace del ministerio del ejército. Allí diseñó un plan intrincado para asesinar en Paraguay al «dictador fugitivo» y otro, más laborioso aún, que pretendía sorprenderlo en la cama y cortarle la lengua. Pero a los generales triunfantes ya no les inquietaba Perón. El dolor de cabeza que los desvelaba eran los despojos de «esa mujer».

El Coronel estaba en su oficina escribiendo una minuta sobre el uso de los espías según Sun Tzu y oyendo a todo volumen el «Magnificat» de Bach cuando lo mandó llamar el presidente provisional de la república. Eran las once de la noche y desde hacia una semana no paraba de llover. El aire estaba saturado de mosquitos, chillidos de gatos y olor a podredumbre. No imaginaba el Coronel para qué podrían necesitarlo y apuntó algunos datos sobre las dos o tres misiones delicadas que tal vez le iban a encomendar. ¿Quizá seguir los pasos de los agitadores nacionalistas que esa misma semana habían sido apartados del gobierno? ¿Averiguar a quién entregarían los militares el gobierno del Brasil tras la apresurada renuncia del presidente Café Filho? ¿O algo más secreto aún, más subterráneo, como descubrir los nidos donde las manadas peronistas en fuga estaban lamiéndose las heridas? Se lavó la cara, se afeitó la barba de día y medio y se internó en los laberintos de la casa de gobierno.

La reunión era en una sala con paredes de espejos y bustos alegóricos de la Justicia, la Razón y la Providencia. Los escritorios estaban atestados de sandwiches resecos y cenizas de cigarrillos. El presidente provisional de la república parecía tenso, a punto de perder el control. Era un hombre pálido, de cara redonda, que puntuaba las frases con silencios asmáticos. Tenía labios finos, casi blancos, ensombrecidos por una gran nariz. La figura encorvada del vicepresidente y las contracciones de sus mandíbulas recordaban a las hormigas. Usaba además grandes anteojos negros que no se quitaba ni en la oscuridad. Con voz ronca, ordenó al Coronel que se mantuviera de pie. La entrevista, le advirtió, sería corta.

– Se trata de la mujer -dijo. Queremos saber si es ella.

El Coronel tardó en comprender.

– Algunas personas han visto el cuerpo en la CGT -informó un capitán de navío, que fumaba cigarros de hoja-. Dicen que es impresionante. Han pasado tres años y parece intacto. Hemos ordenado que le saquen radiografías. Mírelas, aquí están. Tiene todas las vísceras. A lo mejor el cuerpo es un engaño, o es de otra. Anda todavía por ahí un escultor italiano al que encargaron un proyecto de monumento con sarcófago y todo. El italiano hizo una copia en cera del cadáver. Se cree que es una copia perfecta, y que nadie podría distinguir cuál es cuál.

– Contrataron a un embalsamador -agregó el vicepresidente-. Le pagaron cien mil dólares. El país es una mina y han malgastado el dinero en esa basura.

El Coronel sólo atinó a decir:

– ¿Cuáles son las órdenes? Yo me encargo de que se cumplan.

– En cualquier momento habrá un motín en las fábricas -explicó un general obeso-. Sabemos que los cabecillas quieren entrar en la CGT y llevarse a la mujer. Quieren pasearla por las ciudades. La van a poner en la proa de un barco lleno de flores y bajar con Ella por el río Paraná para sublevar a los pueblos de las orillas.

El Coronel imaginó la procesión infinita y los bombos redoblando junto al río. Las antorchas torvas. Las flotas de flores. El vicepresidente se incorporó.

– Muerta -dijo-, esa mujer es todavía más peligrosa que cuando estaba viva. El tirano lo sabía y por eso la dejó aquí, para que nos enferme a todos. En cualquier tugurio aparecen fotos de ella. Los ignorantes la veneran como a una santa. Creen que puede resucitar el día menos pensado y convertir a la Argentina en una dictadura de mendigos.

– ¿Cómo, si es tan sólo un cadáver? -atinó a preguntar el Coronel.

El presidente parecía harto de todas esas alucinaciones; quería irse a dormir.

– Cada vez que en este país hay un cadáver de por medio, la historia se vuelve loca. Ocúpese de esa mujer, coronel.

– No he comprendido bien, mi general. ¿Qué significa ocuparme? En circunstancias normales, sabría qué hacer. Pero esa mujer ya está muerta.

El vicepresidente le dedicó una sonrisa de hielo:

– Desaparézcala -dijo. Acábela. Conviértala en una muerta como cualquier otra.


El Coronel pasó la noche en vela, trenzando algunos planes y deshaciéndolos en seguida por inútiles. Apoderarse de la mujer era fácil. Lo difícil era encontrarle un destino. Aunque los cuerpos que mueren dejan su destino muy atrás, el de la mujer aún estaba incompleto. Necesitaba un destino último, pero para llegar a él había que atravesar quién sabe cuántos otros.

Una y otra vez revisó los informes sobre los trabajos de conservación, que no habían cesado desde la noche de la muerte. El relato del embalsamador era entusiasta. Aseguraba que luego de las inyecciones y de los fijadores, la piel de Evita se había tornado tensa y joven, como a los veinte años. Por las arterias fluía una corriente de formaldehído, parafina y cloruro de zinc. Todo el cuerpo exhalaba un suave aroma de almendras y lavanda. El Coronel no pudo apartar los ojos de las fotos que retrataban a una criatura etérea y marfilina, con una belleza que hacía olvidar todas las otras felicidades del universo. La propia madre, doña Juana Ibarguren, se había desmayado durante una de las visitas al creer que la oía respirar. Dos veces el viudo la había besado en los labios para romper un encantamiento que tal vez fuera el de la Bella Durmiente. De las transparencias del cuerpo brotaba una luz liquida, inmune a las humedades, a las tormentas, y a las desolaciones del hielo y del calor. Estaba tan bien conservada que hasta se veía el dibujo de los vasos sanguíneos bajo el cutis de porcelana y un rosado indeleble en la aureola de los pezones.

A medida que avanzaba en la lectura, al Coronel se le secaba la garganta. Seria mejor quemarla, pensó. Con los tejidos rebosantes de químicos, volará en cuanto le acerque un fósforo. Se incendiará como una puesta de sol. Pero el presidente había prohibido que la quemaran. Todo cuerpo cristiano debe ser enterrado en un cementerio cristiano, le había dicho. Aunque esa mujer ha vivido una vida impura, murió confesada y en gracia de Dios. Lo mejor, entonces, seria cubrirla con cemento fresco y fondearla en un lugar secreto del río, como deseaba el vicepresidente.

Quién sabe, reflexionó el Coronel. Vaya a saber qué ocultos poderes tienen esos químicos. Tal vez al contacto con el agua entren en efervescencia, y la mujer aparezca flotando, más vigorosa que nunca.

Lo consumía la impaciencia. Antes de que amaneciera, llamó al embalsamador y le exigió un encuentro.

– ¿En un café o en mi casa?, -preguntó el médico, aún enredado en las neblinas del sueño.

– Necesito examinar el cuerpo, -le dijo el Coronel-. Voy a ir adonde usted la tiene.

– Imposible, señor. Es peligroso verla. Las sustancias del cuerpo no se han calmado. Son tóxicas, irrespirables.

El Coronel lo interrumpió, tajante:

– Salgo para ahí ahora mismo.


Siempre había existido el temor de que algún fanático se apoderara de Evita. El triunfo del golpe militar daba también alas a los que deseaban verla cremada o profanada.

En la CGT nadie dormía tranquilo. Dos sargentos que habían sobrevivido a las purgas de peronistas en el ejército se turnaban en la custodia del segundo piso. A veces, el embalsamador dejaba entrar a funcionarios de las misiones diplomáticas, con la esperanza de que pusieran el grito en el cielo si los militares destruían el cadáver. Pero lo que les arrancaba no eran promesas de solidaridad sino balbuceos incrédulos. Los visitantes, que llegaban preparados para observar una maravilla científica, se retiraban convencidos de que en verdad les habían mostrado un acto de magia. Evita estaba en el centro de una enorme sala tapizada de negro. Yacía sobre una losa de cristal, suspendida del techo por cuerdas transparentes, para dar la impresión de que levitaba en un éxtasis perpetuo. A un lado y otro de la puerta colgaban las cintas moradas de las coronas funerarias, con sus leyendas aún intactas:»Volvé Evita amor mío. Tu hermano Juan»;»Eterna Evita en el corazón del pueblo. Tu Madre desconsolada». Ante el prodigio del cuerpo flotando en el aire puro, los visitantes caían de rodillas y se levantaban mareados.

La imagen era tan dominante, tan inolvidable, que el sentido común de las personas terminaba por moverse de lugar. Qué sucedía no se sabe. Les cambiaba la forma del mundo. El embalsamador, por ejemplo, ya no vivía sino para ella. Se presentaba todas las mañanas a las ocho en punto en el laboratorio de la Confederación General del Trabajo, con trajes de casimir azul y un sombrero de alas rígidas orlado por una gran banda negra. Al entrar en el segundo piso se quitaba el sombrero, dejando al descubierto una calva lustrosa y unos aladares de pelo gris, aplastados por la gomina. Se enfundaba el delantal, y durante diez a quince minutos examinaba las fotos y radiografías que registraban las ínfimas mudanzas cotidianas del cadáver.

En una de sus notas de trabajo se lee:»Agosto 15, 1954. Perdí toda idea del tiempo. He pasado la tarde velando a la Señora y hablándole. Fue como asomarme a un balcón donde ya no hay nada. Y sin embargo, no puede ser. Hay algo allí, hay algo. Tengo que descubrir la manera de verlo».

¿Alguien quizá supone que el doctor Ara trataba de ver los soles de lo absoluto, la lengua del paraíso terrenal, el orgasmo vía lácteo de la inmaculada concepción? Qué va. Todas las referencias sobre él confirman su sensatez, su falta de imaginación, su piedad religiosa. Era insospechable de inclinaciones ocultistas y parapsicológicas. Ciertos apuntes del Coronel -de los que tengo copia- dan acaso en la tecla: lo que le interesaba al embalsamador era saber si el cáncer seguía extendiéndose por el cuerpo aun después de haberlo purificado. Las fronteras de su curiosidad eran pobres pero científicas. Estudiaba los movimientos sutiles de las articulaciones, los desvíos en el color de los cartílagos y glándulas, los tules de los nervios y de los músculos en busca de algún estigma. No quedaba ninguno. Lo que estaba marchito se había borrado. En los tejidos sólo respiraba la muerte.


Quien lea las memorias póstumas del doctor Pedro Ara (El caso Eva Perón, CVS Ediciones, Madrid, 1974), advertirá sin dificultad que le había echado el ojo a Evita mucho antes de que muriera. Una y otra vez se queja de los que piensan eso. Pero sólo un historiador convencional toma al pie de la letra lo que le dicen sus fuentes. Véase por ejemplo el primer capítulo. Se titula “¿La fuerza del Destino?” y su tono, como lo permite adivinar esa pregunta retórica, es de humildad y duda. Jamás se le hubiera pasado por la cabeza la idea de embalsamar a Evita, escribe; más de una vez alejó a los que venían a pedírselo, pero contra el Destino, Dios, ¿qué puede hacer un pobre anatomista? Es verdad, insinúa, que tal vez nadie estaba tan bien preparado como él para la empresa. Era académico de número y profesor distinguido. Su obra maestra -una cordobesa de dieciocho años que yacía inmovilizada en un paso de danza- dejaba con la boca abierta a los expertos. Pero embalsamar a Evita era como saltar el firmamento. ¿Me han elegido a mí? ¿Por cuáles méritos?, se pregunta en las memorias. Ya había dicho que no cuando le suplicaron que examinara el cadáver de Lenin en Moscú. ¿Por qué diría que sí esta vez? Por el Destino con mayúsculas.

Eso: el Destino. ¿Quién será tan fatuo y vanidoso que crea poder elegir?, suspira en el primer capítulo. ¿Por qué, tras tantos siglos de desgaste, la idea del Destino sigue en auge?.


Ara conoció a Evita en octubre de 1949, no socialmente, como advierte, sino a la sombra de su marido, en una de las concentraciones populares que la excitaban tanto. había acudido a la casa de gobierno como emisario del embajador de España y en una antesala esperaba el fin de los discursos y el ritual de los saludos. Una marea de aduladores lo arrastró al balcón donde Evita y Perón, con los brazos en alto, eran llevados y traídos por el viento de éxtasis que brotaba de la muchedumbre. Quedó un momento a espaldas de la Señora, tan cerca que pudo apreciar la danza vascular de su cuello: el alboroto y la sofocación de las anemias.

En las memorias asegura que aquel fue el último día de Evita sin zozobras de salud. Un análisis de sangre reveló que tenía sólo tres millones de glóbulos rojos por milímetro cúbico. La enfermedad mortal no había dado el zarpazo pero ya estaba ahí, escribió Ara.


Si yo la hubiera visto un poco más que el escaso segundo de aquella tarde, habría captado la densidad de flores de su aliento, la lumbre de su córnea, la energía invencible de sus treinta años. Y habría podido copiar sin mengua esos detalles en el cuerpo difunto, que tan deteriorado estaba cuando llegó a mis manos. Tal como las cosas ocurrieron, tuve que valerme sólo de fotos y de presentimientos. Aun así, la convertí en una estatua de belleza suprema, como la Pietá o la Victoria de Samotracia. Pero yo merecía más, ¿no es cierto? Yo merecía más.


En junio de 1952, siete semanas antes de que Evita muriera, Perón lo convocó a la residencia presidencial.

– Ya se habrá enterado usted de que mi mujer no tiene salvación -le dijo-. Los legisladores quieren construirle en la Plaza de Mayo un monumento de ciento cincuenta metros, pero a mí no me interesan esas fanfarrias. Prefiero que el pueblo la siga viendo tan viva como ahora. Tengo informes de que usted es el mejor taxidermista que hay. Si eso es cierto, no le va a ser difícil demostrarlo con alguien que acaba de cumplir treinta y tres años.

– No soy taxidermista -lo corrigió Ara- sino conservador de cuerpos. Todas las artes aspiran a la eternidad, pero la mía es la única que convierte la eternidad en algo visible. Lo eterno, como una rama del árbol de lo verdadero.

La untuosidad del lenguaje desconcertó a Perón y lo sumió en una instantánea desconfianza.

– Dígame de una vez qué le hace falta y se lo pondré a su disposición. La enfermedad de mi mujer casi no me deja tiempo para todo lo que tengo que hacer.

– Necesito ver el cuerpo -respondió el médico-. Me temo que ustedes han acudido a mí demasiado tarde.

– Pase cuando quiera -dijo el presidente-, pero es mejor que Ella no se entere de su visita. Ahora mismo voy a ordenar que la duerman con sedantes.


Diez minutos después, introdujo al embalsamador en el dormitorio de la moribunda. Estaba flaca, angulosa, con la espalda y el vientre quemados por la torpeza de las radiaciones. Su piel traslúcida empezaba a cubrirse de escamas. Indignado por el descuido con que se trataba en privado a una mujer que era tan venerada en público, Ara exigió que suspendieran el tormento de los rayos y ofreció una mezcla de aceites balsámicos con la que se debía untar el cuerpo tres veces por día. Nadie tomó en serio sus consejos.

El 26 de julio de 1952, al caer la noche, un emisario de la presidencia pasó a buscarlo en un automóvil oficial. Evita había entrado ya en una agonía sin remedio y se esperaba que muriera de un momento a otro. En los parques contiguos al palacio, largas procesiones de mujeres avanzaban de rodillas, suplicando al cielo que postergara esa muerte. Cuando el embalsamador bajó del automóvil, una de las devotas lo tomó del brazo y le preguntó, llorando: «Es verdad, señor, que se nos viene la desgracia?». A lo que Ara respondió, con toda seriedad: «Dios sabe lo que hace, y yo estoy aquí para salvar lo que se pueda. Le juro que voy a hacerlo».

No imaginaba el arduo trabajo que tenía por delante. Le confiaron el cuerpo a las nueve de la noche, después de un responso apresurado. Evita había muerto a las ocho y veinticinco. Aún se mantenía caliente y flexible, pero los pies viraban al azul y la nariz se le derrumbaba como un animal cansado. Ara advirtió que, si no actuaba de inmediato, la muerte lo vencería. La muerte avanzaba con su danza de huevos y, dondequiera hacía pie, sembraba un nido. Ara la sacaba de aquí y la muerte destellaba por allá, tan rápido que sus dedos no alcanzaban a contenerla. El embalsamador abrió la arteria femoral en la entrepierna, bajo el arco de Falopio, y entró a la vez en el ombligo en busca de los limos volcánicos que amenazaban el estómago. Sin esperar a que la sangre drenara por completo, inyectó un torrente de formaldehído, mientras el bisturí se abría paso entre los intersticios de los músculos, rumbo a las vísceras; al dar con ellas las envolvía con hilos de parafina y cubría las heridas con tapones de yeso. Su atención volaba desde los ojos que se iban aplanando y las mandíbulas que se desencajaban a los labios que se teñían de ceniza.

En esas sofocaciones del combate lo sorprendió el amanecer. En el cuaderno donde llevaba la cuenta de las soluciones químicas y de las peregrinaciones del bisturí escribió: «Finis coronal opus. El cadáver de Eva Perón es ya absoluta y definitivamente incorruptible».


Le parecía una insolencia que, tres años después de semejante hazaña, le exigieran rendir cuentas. ¿Cuentas por qué? ¿Por una obra maestra que conservaba todas las vísceras? Qué torpeza, Dios mío, qué confusión del destino. Oiría lo que quisieran decirle y luego tomaría el primer barco a España, llevándose lo que le pertenecía.

El Coronel lo sorprendió sin embargo con sus buenos modales. Pidió una taza de café, dejó caer como al descuido unos versos de Góngora sobre el amanecer y, cuando habló por fin del cadáver, los escrúpulos del embalsamador ya se habían esfumado. En sus memorias describe al Coronel con entusiasmo: «Después de buscar un alma gemela durante tantos meses, vengo a encontrarla en el hombre a quien creía mi enemigo».

– Al gobierno le llegan rumores insensatos sobre el cadáver -dijo el Coronel. Había desenfundado una pipa después del café, pero el médico le suplicó que se abstuviera. Un desliz de la llama, una chispa distraída, y Evita podía convenirse en ceniza. -Nadie cree que el cuerpo siga intacto al cabo de tres años. Uno de los ministros supone que usted lo escondió en un nicho de cementerio y que lo ha reemplazado por una estatua de cera.

El médico meneó la cabeza con desaliento.

– ¿Qué ganaría yo con eso?

– Fama. Usted mismo explicó en la Academia de Medicina que dar sensación de vida a un cuerpo muerto era como descubrir la piedra filosofal. La exactitud es el nudo último de la ciencia, dijo. Y lo demás, escombro, mula sin rostro.

No entendí esa metáfora. Una alusión ocultista, supongo.

– Soy célebre desde hace tiempo, Coronel. Tengo toda la fama que necesito. En la lista de embalsamadores no ha quedado otro nombre que el mío. Perón me llamó por eso: porque no tenía alternativa.

El sol asomaba entre los corcovos del río. Un lunar de luz fue a caer sobre la calva del médico.

– Nadie desconoce sus méritos, doctor. Lo que resulta raro es que un experto como usted haya tardado tres años en un trabajo que debía estar listo en seis meses.

– Son los riesgos de la exactitud. ¿No hablaba usted de eso?

– Al presidente le dicen otras cosas. Discúlpeme que se las cite, pero mientras más franqueza haya entre nosotros, mejor nos entenderemos. -Sacó del portafolio dos o tres documentos con sellos de secreto. Suspiró al hojearlos, en señal de disgusto.

– Quisiera que no dé a las acusaciones más importancia de la que tienen, doctor. Son eso: acusaciones; no pruebas. Aquí se afirma que usted retuvo el cadáver de la señora porque no le pagaron los cien mil dólares convenidos.

– Eso es indigno. Un día antes de que Perón huyera del país me pagaron todo lo que me debían. Soy un hombre de fe, un católico militante. No voy a perder mi alma usando a una muerta como rehén.

– Coincido. Pero la desconfianza está en la naturaleza misma de los estados. -El Coronel empezó a jugar con la pipa y a golpearse los dientes con la boquilla. -Oiga este informe. Es vergonzoso. «El gallego está enamorado del cadáver», dice. El gallego, sin duda, ha de ser usted. «Lo manosea, le acaricia las tetas. Un soldado lo ha sorprendido metiéndole las manos en las entrepiernas». Me imagino que eso no es cierto. -El embalsamador cerró los ojos. -¿O es cierto? Dígamelo. Estamos en confianza.

– No tengo por qué negarlo. Durante dos años y medio, el cuerpo que yo dejaba lozano por la noche se despertaba marchito en las mañanas. Advertí que para devolverle la belleza había que enderezarle las entrañas. -Desvió la mirada, se calzó la cintura del pantalón bajo las costillas. -Ya no hace falta que lo siga manipulando. He descubierto un fijador que lo mantiene clavado en su ser, de una vez para siempre.

El Coronel se enderezó en la silla.

– Lo más difícil de resolver -dijo, guardando la pipa- es lo que el presidente llama «la posesión». Cree que el cadáver no puede seguir en sus manos, doctor. Usted no tiene medios para protegerlo.

– ¿Y le han pedido que me lo quite, Coronel?

– Así es. El presidente me lo ha ordenado. Acaba de nombrarme jefe del Servicio de Inteligencia con ese fin. El nombramiento salió en los diarios esta mañana.

Una sonrisa de desdén asomó en los labios del embalsamador.

– No es tiempo todavía, Coronel. Ella no está lista. Si usted se la lleva ahora, mañana no la va a encontrar. Se perderá en el aire, se volverá vapor, mercurio, alcohol.

– Creo que usted no me entiende, doctor. Soy un oficial del ejército. Yo no atiendo razones. Atiendo órdenes.

– Le voy a dar sólo unos pocos argumentos. Después, haga lo que se le dé la gana. Al cuerpo le falta todavía un baño de bálsamo. Tiene una cánula drenando. Debo quitársela. Pero sobre todo necesita tiempo, dos a tres días. ¿Qué son dos o tres días para un viaje que va a durar toda la eternidad? En lo profundo del cuerpo hay llaves que cerrar, querellas que no están saldadas. Y además, Coronel, la madre no quiere que nadie me la quite. Me ha cedido la custodia legal. Si se la llevan hará un escándalo. Apelará al Santo Padre. Como ve, Coronel, hay que atender ciertas razones antes de obedecer.


Empezó a balancearse. Hundió los pulgares en los tirantes que debía llevar bajo el guardapolvo. Recuperó la displicencia, el aire de superioridad, la astucia: todo lo que la entrada en escena del Coronel había, por un instante, disipado.

– Usted sabe muy bien lo que está en juego -dijo el Coronel y se levantó a su vez-. No es el cadáver de esa mujer sino el destino de la Argentina. O las dos cosas, que a tanta gente le parecen una. Vaya a saber cómo el cuerpo muerto e inútil de Eva Duarte se ha ido confundiendo con el país. No para las personas como usted o como yo. Para los miserables, para los ignorantes, para los que están fuera de la historia. Ellos se dejarían matar por el cadáver. Si se hubiera podrido, vaya y pase. Pero al embalsamarlo, usted movió la historia de lugar. Dejó a la historia dentro. Quien tenga a la mujer, tiene al país en un puño, ¿se da cuenta? El gobierno no puede permitir que un cuerpo así ande a la deriva. Dígame sus condiciones.

– Yo no soy quién para poner condiciones -contestó el médico. Mi única responsabilidad es dejar satisfechas a la madre y a las hermanas de Evita. -Leyó unos apuntes que tenía sobre el escritorio. -Quieren, me dicen, que se la entierre en un lugar piadoso y que la gente sepa dónde está, para que pueda visitarla.

– Por el lugar piadoso no se preocupe. Pero la otra cláusula es inaceptable. El presidente me ha exigido que todo se haga con el mayor secreto.

– La madre va a insistir.

– No sé qué decirle. Si alguien supiera dónde está el cuerpo, no habría fuerza humana capaz de protegerlo. Hay fanáticos buscándolo por todas partes. Lo robarían, doctor. Lo harían desaparecer en nuestras propias narices.

– Entonces tenga cuidado -dijo el médico, con sorna-. Porque cuando yo la pierda de vista, nadie tendrá manera de saber si Ella es ella. ¿No me habló usted de una estatua de cera? Existe. Evita quería una tumba como la de Napoleón Bonaparte. Cuando se prepararon las maquetas, el escultor estuvo aquí, reproduciendo el cuerpo. Yo vi la copia que hizo. Era idéntica. ¿Sabe lo que pasó? Una noche regresó al taller y la copia ya no estaba. Se la quitaron. Él cree que fue el ejército. Pero no fue el ejército, ¿verdad?

– No -admitió el Coronel.

– Entonces, cuídese. Yo me lavo las manos.

– No se las lave tan rápido, doctor ¿Dónde está el cuerpo? Quiero ver por mí mismo si es esa maravilla de la que hablan sus apuntes. Déjeme ver qué dicen. -Sacó una tarjeta del bolsillo y leyó: -«Es un sol líquido». ¿No le parece una exageración? Imagínese, un sol líquido.

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