13 POCAS HORAS ANTES DE MI PARTIDA

En los diez años que siguieron al secuestro, nadie publicó una sola línea sobre el cadáver de Evita. El primero que lo hizo fue Rodolfo Walsh en «Esa mujer», pero la palabra Evita no aparece en el texto. Se la merodea, se la alude, se la invoca, y sin embargo nadie la pronuncia. La palabra no dicha era en ese momento la descripción perfecta del cuerpo que había desaparecido.

Desde que apareció el cuento de Walsh, en 1965, a la prensa se le dio por acumular conjeturas sobre el cadáver. La revista Panorama anunció, en un triunfal relato de diez páginas: «Aquí yace Eva Perón. La verdad sobre uno de los grandes misterios de nuestro tiempo». Pero la verdad se perdía en un rizoma de respuestas. Un anónimo capitán de la marina declaraba: «Quemamos el cuerpo en la Escuela de Mecánica de la Armada y tiramos las cenizas al río de la Plata». «La enterraron en Martín García», informaba desde el Vaticano el cardenal Copello. «La llevaron a Chile», suponía un diplomático.

Crítica hablaba de un cementerio en una isla amurallada: «Féretros envueltos en terciopelo rojo se mecen en el agua, como góndolas». La Razón, Gente y Así publicaban mapas borrosos que prometían alguna revelación imposible. Todos los jóvenes peronistas soñaban con encontrar el cuerpo y cubrirse de gloria. El Lino, Juan, La Negra, Paco, Clarisa, Emilio murieron bajo la metralla militar creyendo que Evita los esperaba al otro lado de la eternidad y que les contaría su misterio. Qué ha sido de esa mujer, nos preguntábamos en los años sesenta. Qué se ha hecho de ella, dónde la han metido. ¿Cómo has podido, Evita, morir tanto?

El cuerpo tardó más de quince años en aparecer y más de una vez se lo creyó perdido. Entre 1967 y 1969 se publicaron entrevistas al doctor Ara, a oficiales de la marina que custodiaban la CGT cuando el Coronel se llevó el cuerpo y, por supuesto, al propio Coronel, que ya no quería hablar del tema. También Ara prefería el misterio. Recibía a los periodistas en su despacho de la embajada de España, les mostraba la cabeza embalsamada de un mendigo que conservaba entre frascos de manzanilla, y luego los despedía con alguna frase pomposa: «Soy agregado cultural adjunto del gobierno español. Si hablara, desataría muchas tormentas. No puedo hacerlo. Puedo servir de pararrayos pero no de nube».

A fines de los años sesenta, el misterio del cuerpo perdido era una idea fija en la Argentina. Mientras no apareciera, toda especulación parecía legítima: que lo habían arrastrado sobre el asfalto de la ruta 3 hasta despellejarlo, que lo habían sumergido en un bloque de cemento, que lo habían arrojado en las soledades del Atlántico, que había sido cremado, disuelto en ácido, enterrado en los salitrales de la pampa. Se decía que, mientras no apareciera, el país iba a vivir cortado por la mitad, inconcluso, inerme ante los buitres del capital extranjero, despojado, vendido al mejor postor. Ella volverá y será millones, escribían en los muros de Buenos Aires. Evita resucita. Vendrá la muerte y tendrá sus ojos.


Yo vivía en París por aquellos años y fue ahí donde una mañana de agosto encontré a Walsh por casualidad. El sol silbaba sobre la copa de los castaños, la gente caminaba feliz, pero en Paris el recuerdo de esa mujer estaba ensangrentado (o, por lo menos, así decía Apollinaire en «Zona»): era un recuerdo sorprendido en plena caída de la belleza. Los versos de «Zona» me daban vueltas en la memoria cuando me senté con Walsh y Lilia, su compañera, bajo los toldos de un café de Champs Elysées, cerca de la rue Balzac:

Aujourdhui tu marches darts Paris

cette fenmeld est ensanglantée.

Yo acababa de regresar de Gstaad, donde había entrevistado a Nahum Goldman, el presidente del Consejo Judío Mundial. En uno esos deslices de la conversación que nada tienen que ver con la voluntad, empecé a contarles las historias con que la secretaria de Goldman me había entretenido durante mis esperas. La última de todas, que también era la más trivial, le interesó a Walsh vivamente. Desde hacia diez años por lo menos, la embajada argentina en Bonn era cerrada todas las primeras semanas de agosto por remodelaciones. Donde estaba la carbonera se plantaba un jardín y, al año siguiente, el jardín era deshecho para reconstruir la carbonera. Eso era todo: el relato de un despilfarro idiota en la embajada de un país pobre.

Walsh adelantó su cara y me dijo, con aire de conspirador:

– En ese jardín está Evita. Entonces, es ahí donde la tienen.

– ¿Eva Perón? -repetí, creyendo que había entendido mal.

– El cadáver -asintió-. Se lo llevaron a Bonn, entonces. Siempre lo supuse, ahora lo sé.

– Habrá sido el Coronel -dijo Lilia-. Sólo él lo pudo haber llevado. En 1957 era agregado militar en Bonn. Han pasado trece años, no diez.

– Moori Koenig -confirmó Walsh-. Carlos Eugenio de Moori Koenig.

Recuerdo sus anteojos de carey, la solitaria brizna de pelo que se levantaba sobre la frente abombada, los labios finos como un tajo. Recuerdo los grandes ojos verdes de Lilia y la felicidad de su sonrisa. Un cuarteto de músicos disfrazados de arlequines enturbió el «Verano» de Vivaldi.

– De modo que el coronel de «Esa mujer» existe -dije.

– El Coronel murió hace pocos meses contestó Walsh.

Tal como él lo había advertido en un breve prólogo, «Esa mujer» fue escrito no como un cuento sino como la transcripción de un diálogo con Moori Koenig en su departamento de Callao y Santa Fe.

De aquel encuentro tenso, Walsh había sacado en limpio sólo un par de datos: el cadáver había sido enterrado fuera de la Argentina, de pie, «en un jardín donde llueve día por medio». Y el Coronel, en las interminables vigilias junto al cuerpo, se había dejado llevar por una pasión necrofílica. Todo lo que el cuento decía era verdadero, pero había sido publicado como ficción y los lectores queríamos creer también que era ficción. Pensábamos que ningún desvarío de la realidad podía tener cabida en la Argentina, que se vanagloriaba de ser cartesiana y europea.

– Supongo que construyen la carbonera para que no se corrompa la madera del ataúd -continuó Walsh-. Después, por miedo a que descubran el cuerpo, rehacen el jardín y vuelven a enterrarlo.

– Evita estaba desnuda -dije, invocando el cuento-. «Esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire.»

– Tal cual -dijo Walsh-. El Coronel la exhibía. Una vez la escupió. Escupió el cuerpo indefenso, mutilado, ¿te das cuenta? Le había cortado un dedo para probar que Ella era Ella. Por fin, un oficial del Servicio lo denuncio. Sólo entonces lo arrestaron. Debían haberlo dado de baja pero no lo hicieron. Sabía demasiado.

– Estuvo detenido seis meses -dijo Lilia-. Vivió en la peor soledad, en un páramo, al norte de Comodoro.

– Casi se volvió loco -siguió Walsh-. Le suprimieron la bebida. Ésa fue la peor parte del castigo. Tenía alucinaciones, trataba de fugarse. Un amanecer, al mes y medio del arresto, lo encontraron medio congelado cerca de Punta Peligro. Fue providencial, porque ahí el viento es salvaje y el polvo cubre y descubre los objetos en cuestión de segundos. Un mes más tarde tuvo más suerte todavía. Lo recuperaron en una cantina de Puerto Visser. Llevaba dos días bebiendo. Estaba sin un centavo, pero amenazó con su arma al cantinero y lo forzó a servirle. Si lo hubieran encontrado medio día después, el hígado le habría estallado. Tenía una cirrosis galopante e infecciones en la boca y las piernas. Pasó la fase final del arresto desintoxicándose.

– Te olvidaste de las cartas -dijo Lilia-. Nos contaron que todas las semanas le escribía a uno de los oficiales del Servicio, un tal Fesquet, exigiéndole que trasladara al páramo el cuerpo de Evita. No creo que la bebida haya sido la peor parte del castigo. Fue la ausencia de Evita.

– Tenés razón -dijo Walsh-. Para el Coronel, la ausencia de Evita era como la ausencia de Dios. El peso de una soledad tan absoluta lo trastornó para siempre.

– Lo que no se entiende es cómo llegó Moori Koenig a ser agregado militar en Bonn -opiné-. Era indeseable, peligroso, borracho. Primero lo castigan por exhibir a Evita y al año siguiente se la entregan. No tiene lógica.

– Muchas veces me he preguntado qué pasó y yo tampoco consigo explicármelo -dijo Walsh-. Siempre creí que el cadáver estaba en algún convento italiano, y que a Moori Koenig lo habían mandado a Bonn para despistar. Pero cuando lo visité en su departamento de Callao y Santa Fe, me aseguró que él la había enterrado. No tenía por qué mentir.

Los arlequines habían marchitado las últimas flores del «Verano» de Vivaldi y tendían sus gorros hacia las mesas. Walsh les dio un franco y la mujer de la viola agradeció con una reverencia mecánica y solemne.

– Vayamos a buscar el cuerpo -me oí decir-. Salgamos para Bonn esta noche.

– Yo no -dijo Walsh-. Cuando escribí «Esa mujer» me puse fuera de la historia. Ya escribí el cuento. Con eso he terminado.

– Escribiste que un día ibas a buscarla. Si la encuentro, dijiste, ya no me sentiré más solo. El momento ha llegado.

– Han pasado diez años -me contestó-. Ahora estoy en otra cosa.

– Yo voy, de todos modos -le dije.

Sentí decepción y también tristeza. Sentí que estaba viviendo algo parecido a un recuerdo, pero del lado inverso, como si los hechos del recuerdo aún estuvieran por suceder.

– Cuando la encuentre no sé qué voy a hacer. ¿Qué se puede hacer con un cuerpo como ése?

– Nada -dijo Lilia-. Dejarlo donde estaba, y después avisar. Sólo vos sabes a quién tendrás que decírselo.

– Un cuerpo de ese tamaño -repitió Walsh en voz baja.

– Tal vez lo cargue en el baúl del auto y lo traiga -dije-. Tal vez lo lleve a Madrid y se lo entregue a Perón. No sé si él lo quiere. No sé si él quiso ese cuerpo alguna vez.

Walsh me contempló con curiosidad desde la lejanía de sus anteojos opacos. Sentí que mi obstinación lo tomaba por sorpresa.

– Antes de viajar, deberías saber cómo es su aspecto -me dijo-. Ha cambiado mucho. No se parece a las fotografías ni a las imágenes de los noticieros. Aunque te parezca increíble, es más hermosa.

Abrió su billetera. Debajo de la cédula de identidad había una foto amarillenta y arrugada. Me la mostró. Evita yacía de perfil, con el rodete clásico bajo la nuca y una sonrisa sesgada. Me sorprendió que Walsh llevara esa imagen como amuleto, pero no se lo dije.

– Si la encontrás -siguió él-, es así como debería estar. Nada puede corromper su cuerpo: ni la humedad del Rhin ni el paso de los años. Tendría que estar como en esta foto: dormida, imperturbable.

– ¿Quién te la dio? -le pregunté. Me había quedado sin aliento.

– El Coronel -dijo-. Tenía más de cien. Había fotos de Evita en toda la casa. Algunas eran impresionantes. Se la veía suspendida en el aire, sobre una sábana de seda, o en una urna de cristal, entre un marco de flores. El Coronel pasaba las tardes contemplándolas. Cuando lo visité, no tenía casi otra ocupación que estudiar las fotos con una lupa y emborracharse.

– Podrías haberla publicado -le dije-. Te habrían pagado lo que hubieras querido.

– No -replicó. Vi que una rápida sonrisa lo atravesaba, como una nube-. Esa mujer no es mía.


Viajé a Bonn esa misma noche. Encontré la embajada argentina desierta, con casi todo el personal de vacaciones. Quiso el azar que yo conociera desde hacía mucho al único funcionario que se había quedado de guardia. Gracias a él pude visitar el jardín. Al final de los canteros de tulipanes descubrí unos tablones apilados y los restos de una cúpula de vidrio. Mi amigo confirmó que eran las ruinas de la carbonera.

Almorzamos en una cervecería de Bad Godesberg y por instinto, después de beber dos o tres jarras, decidí contarle a qué había ido. Lo vi observarme con extrañeza, como si ya no supiera quién era yo. Aceptó que la caprichosa rotación del jardín era inusual, pero de Evita no tenía la menor idea. Mi conjetura era imposible, dijo. Tal vez el cuerpo había pasado por allí, pero no para quedarse. Le pedí que de todos modos estudiara los documentos contables de 1957 y 1958, aunque le parecieran insignificantes: facturas por reparaciones, viáticos de viaje, gastos de mudanzas. Cualquier detalle podía ser útil.

Antes de que cayera la tarde, recorrimos la casa que el Coronel había ocupado en Adenaueralle 47, frente a la embajada. Estaba desocupada y a medio demoler. Las obras del metro la habían condenado. Las ventanas de los dormitorios altos daban a un garaje inhóspito, en cuyo vértice norte crecían arbustos y malezas. En la cocina vi, caída, la puerta de un altillo. Me asomé al hueco tenebroso, con la vana esperanza de que el cadáver estuviera allí.

Oí el siseo de las ratas y las quejas del viento. En los pasillos se acumulaba el polvo.

A la mañana siguiente, mi amigo me hizo llegar una caja de zapatos Llena de papeles viejos, con una esquela breve, sin firma: «Después de mirar lo que te dejo, tirálo», decía. «Si encontrás algo, yo no te lo di, no te conozco, nunca viniste a Bonn».

No encontré nada. Al menos, creí durante años que era nada, pero igual lo guardé. Encontré un recibo por una furgoneta Volkswagen, de color blanco, a nombre del coronel Moori Koenig. Encontré una factura por la compra de cien kilos de carbón, entregados a la embajada en una caja de roble. Leí que otras dos cajas de roble habían sido enviadas al signor Giorgio de Magistris, en Milán. Me parecía extravagante, pero no sabía por qué. No lograba encajar un fragmento con otro.

Vi una libreta de tapas negras con un rótulo que pregonaba, en caligrafía florida: Perteneciente al Prof. Dr. Pedro Ara Sarna. Las páginas estaban sucias y desgarradas. Algunas notas habían sobrevivido. Alcancé a leer:


«23 de noviembre. Once de la noche. Recuérdame vida mía» «Cuando vengan a buscarte ya tendrás todo lo que te faltó en este mun» «toris? Le hice una herida, rejillas para sentir» «labios nuevos» «Donde falla la ciencia, talla la presencia. la ciencia se ordena ahora por delirios más; que escribir teoremas, da saltos» «la ciencia es un sistema de dudas. Vacila. Al tropezar con el herbario de tus células, yo también vacilé ¿lo notaste? anduve a tientas, entre las luces del protoplasma royendo las cicatrices de la metástasis te reconstruí. Eres nueva. Eres otra» «y así leas las inscripciones que te puse en las alas lucio lia tineola mariposa arcangélica» «Lo que ya no eres es lo que vas a ser» «óyelos vienen a buscarte. No les aceptes su ley. Como cuando eras una niña tienes otra vez que imponerte.»


En el fondo de la caja encontré una hoja de cuaderno, en la que alguien con letra temblorosa, había anotado:


«Más para Mi mensaje. ¿Pueden los pueblos ser felices? ¿O sólo pueden ser felices los hombres, uno por uno? Si los pueblos no pueden ser felices, ¿quién me va a devolver todo el amor que he perdido?»


En el camino de regreso a Paris me detuve en un parador de Verdún. Sobre mi cabeza vi una mariposa enorme, suspendida en la eternidad de un cielo sin viento. Una de sus alas era negra y batía hacia adelante. La otra, amarilla, trataba de volar hacia atrás. De pronto se alzó y desapareció en los campos azules. No obedeció a la voluntad de sus alas. Voló hacia arriba.

Veinte años después yo también me puse a volar, pero hacia el pasado. En una colección de Sintonía, «el magazine de los astros y las estrellas» que había sido la lectura preferida de Evita, encontré una noticia que me intrigó. Aludía a los proyectos de las grandes figuras de la radio para fines de 1934: «El hombre de la suerte eterna, Mario Pugliese (Cariño), sale de gira con su orquesta bufa por la provincia de Buenos Aires. El 3 y el 4 de noviembre actuará en Chivilcoy, el 5 en Nueve de Julio, el 10 y el 11 en Junín. Se anticipa teatro lleno en las dos últimas ciudades, porque allí Los Bohemios de Cariño compartirán el borderó con el impagable dúo Magaldi-Noda».

No era preciso ser sagaz para deducir que, en aquella gira, Magaldi había conocido a Evita y que tal vez Cariño presenció la escena. Lo que faltaba establecer era la veracidad del encuentro. Yo siempre había desconfiado: me parecía inverosímil que un ídolo de la canción popular, sobre el que se abalanzaban raudales de mujeres, hubiera introducido en las radios de Buenos Aires a una provincianita de quince años, ignorante y poco agraciada. En 1934, Evita estaba lejos de ser Evita. Magaldi, en cambio, conocía una fama sólo comparable a la de Gardel. Tenía una cara melancólica y una voz tan dolorida y sentimental que el público abandonaba sus recitales secándose las lágrimas. Mientras el repertorio de Gardel abundaba en amores contrariados, madres sufrientes e historias de derrota, el de Magaldi condenaba las trampas de los políticos y exaltaba a los trabajadores y a los humildes. No sólo en eso su figura armonizaba a la perfección con la de Evita. Era también un hombre apasionado y generoso. Ganaba más de diez mil pesos mensuales, que era dinero de sobra para comprar un palacio, y ni siquiera tenía casa propia. Mantenía sin lujos a la madre y a seis hermanos ya grandes. Algunas revistas insistían en que el dinero se le iba en ayudar a los presos y a los huérfanos. Otras insinuaban que lo perdía en los casinos y en las mesas de póker. Era el príncipe azul de los años treinta. Las primas de Evita, que vivían entonces en Los Toldos, han contado que dormían abrazadas a la foto de Magaldi como si fuera el ángel de la guarda. Si alguien quería redondear la leyenda de Evita adjudicándole un romance de juventud que estuviera a la altura de Perón -«el hombre de mi vida»-, no iba a encontrar a nadie más adecuado que Magaldi. Esa exageración del azar era lo que me inducía a desconfiar.

Los historiadores adictos a Evita siempre han creído, sin embargo, que Ella viajó sola a Buenos Aires, con el permiso de la madre. «Esa versión es más provinciana y más normal», supone Fermin Chávez, uno de los devotos. La hermana de Evita, Erminda, se indigna ante la sola idea de que Magaldi -o cualquier otro- la hubieran atraído más que la paz y la felicidad del hogar materno: «¿Quién desde su árida mezquindad señaló que habías abandonado tu casa? ¡Qué desatino la suposición de que nos habías dejado así, intempestivamente!».

Fue la propia Evita quien confió a sus primeros amigos de la radio que Magaldi la había llevado a Buenos Aires, y ellos echaron a rodar la historia: Elena Zucotti, Alfonso Pisano, Pascual Pelliciota, Amelia Musto. Pero el único que sabía la verdad era Mario Cariño. Tardé varias semanas en dar con él.


En 1934, Cariño Tenía una fama casi tan vasta como la de Magaldi, pero de otra índole. Disfrazado de Chaplin, dirigía una orquesta cómica que desfiguraba los valses y los foxtrots de moda injertándoles sonidos de la jungla, chirridos de cadenas, berridos de infantes y suspiros de novias. Treinta años después, ya en plena decadencia, se convirtió en quiromántico, astrólogo y consejero sentimental. Fueron esas habilidades las que me permitieron ubicarlo. En el barrio donde vivía, cerca del parque Rivadavia, aún se ganaba la vida leyendo las manos o dibujando las cartas astrales de los vecinos. Apenas podía moverse: una caída en el baño le había destrozado la cadera.

Cuando me recibió estaba pálido, consumido, como si ya hubiera muerto y nadie se diera cuenta. La mirada se le distraía con facilidad en regiones indecisas del aire y rara vez se posaba en algún objeto. Hablamos poco más de dos horas, hasta que la atención se le disipó y no pudo recuperarla. La memoria del pasado seguía intacta y pura dentro de él, como una vieja casa sin puertas ni ventanas donde el aire y el polvo no se han posado nunca. Sólo cuando avanzaba hacia el presente la memoria se le deshacía en cenizas. No sé cuánto de lo que voy a contar ahora es fiel a la verdad. Sé que es fiel a sus recuerdos y a su pudor tanto como es infiel a su lenguaje socarrón e indirecto, que a mí me parecía de otro siglo.

Cariño empezó por describir su primera tarde de tedio en Junín: las zambas atronadoras que difundía el altoparlante hasta las diez de la noche; la polvareda de moscas en el hotel Roma, donde se alojaba con los músicos de su orquesta; las maniobras fragorosas de las locomotoras en la estación Pacífico; las rondas de las chicas que paseaban del brazo por la plaza San Martín y, mientras los miraban de reojo, hablaban de ellos tapándose la boca. Vagamente me dijo (o tal vez me indujo a pensar) que una realidad tan monótona acaba por parecerse a la eternidad, y que cualquier eternidad es desesperante. En el comedor del Roma cenaron un jamón rancio y unas achuras verdosas. Los músicos se sintieron indigestados. Nadie durmió bien.

Magaldi llegó a la mañana siguiente en el tren de las diez con Pedro Noda, su compañero de dúo. Dejaron el equipaje en otro cuarto inhóspito del Roma, y luego se entretuvieron con Cariño en el cine Crystal Palace, donde esa noche darían el recital. Los camarines eran baños escuetos con pisos de Portland. El único reflector del escenario se apagaba a los tres minutos de encenderse o condescendía a parpadear. Magaldi opinó que era preferible cantar a oscuras.

Su humor, naturalmente sombrío, estaba por desbarrancarse en la depresión. Se hizo la hora de almorzar. Cariño no quería regresar al hotel, donde el menú del mediodía era tan amenazante como el de la noche. En un almacén de ramos generales les recomendaron la pensión de doña Juana Ibarguren de Duarte, que atendía sólo a huéspedes fijos, pero que no dejarla escapar a comensales tan renombrados como ellos.

La pensión estaba en la calle Winter, a tres cuadras de la plaza. Después del zaguán se abría un comedor enorme, a través del cual se divisaba un patio de enredaderas y glicinas. Magaldi llamó a la puerta y preguntó si aceptaban diez personas más para el almuerzo. Una mujer robusta, de lentes, con un pañuelo en la cabeza, asintió sin sorprenderse. «Son tres platos», dijo, «y por cada plato hay que pagar setenta centavos. Vuelvan dentro de media hora».

Los aguardaba un almuerzo memorable, con humitas en chala y puchero de gallina. Cariño recordaba que compartieron la mesa con tres huéspedes estirados, que calzaban polainas y usaban cuellos de palomita: uno era, creía, oficial de la guarnición local; los otros se presentaron como abogados o maestros. Las hijas de doña Juana comieron en silencio, sin levantar la mirada del plato. Sólo una de las mayores lamentó, al pasar, que el único hermano estuviera lejos de la casa. Nadie, dijo, imitaba tan bien como él las imitaciones de Cariño.

Magaldi acaparó la conversación. La compañía y el vino le habían mejorado el humor. Entretuvo a las jóvenes explicándoles con detalles las secretos de la grabación de los discos en cuartos herméticos, donde los cantores dejaban caer la voz dentro de una bocina gigantesca, y cautivó a los huéspedes hablándoles del gran Caruso, a quien había paseado por Rosario. La única que parecía ajena al hechizo de Magaldi era la hija menor, que lo examinaba con seriedad, sin sonreírle ni una sola vez. Tanta indiferencia incomodó al cantor. «Noté», me dijo Cariño, «que al final del almuerzo se había olvidado de los demás y sólo se dirigía a ella».

Evita Tenía quince años. Era pálida, traslúcida, con unas largas cejas depiladas que estiraba dibujándolas casi hasta las sienes. Llevaba cortado a la garcon el pelo fino y algo seboso. Como casi todas adolescentes de pueblo, apuntó Cariño, era desaseada y de una pudorosa coquetería. No sé cuánto de la imagen que él me transmitió está teñida por la Evita que frecuentó después, durante los primeros meses de 1935. La memoria es propensa a la traición y, en definitiva, lo que importa en este relato no es su desabrida belleza de aquellos años sino su osadía.

Antes de que sirvieran los postres, una calandria se posó en una de las fuentes y picoteó un grano de choclo. Doña Juana consideró que era una señal de buen augurio y propuso otro brindis. El abogado o el maestro porfiaron que no era una calandria sino un zorzal. Uno de ellos se puso unos lentes de carey oscuro para estudiar el pájaro de cerca. Evita lo detuvo con un ademán seco.

Quédese quieto -le dijo-. Cuando las asustan, las calandrias no vuelven a cantar.

Magaldi se quedó pensativo y a partir de ese momento dejó de hablar. A él, como a Gardel y a Ignacio Corsini, solían llamarlos indistintamente «el zorzal criollo» o «el ruiseñor argentino» (ruiseñor es el otro nombre de la calandria). Era supersticioso, y debió sentir que si por azar coincidía en la misma mesa con un pájaro arisco, que sólo se deja ver en cautiverio, era porque ambos estaban hechos de la misma sustancia. Magaldi creía en la reencarnación, en las apariciones simbólicas, en el poder determinante de los nombres. Que Evita mencionara sin querer el más secreto de sus temores -no poder cantar- le hizo suponer que entre Ella y él había también un lazo invisible. Cariño me lo dijo con un lenguaje más esotérico y temo que, en mi afán de aclarar sus ideas, lo que estoy haciendo es enrarecerlas. Habló de Ra, Umi, peregrinaciones astrales y de otros paisajes del espíritu cuyo significado no entendí. Una de sus imágenes, sin embargo, se me quedó grabada. Dijo que, después del incidente de la calandria, las miradas de Evita y de Magaldi se cruzaban a intervalos. Ella jamás apartaba los ojos. Era él quien bajaba la cabeza. Después de los postres, Ella dijo, con voz inapelable:

– Magaldi es el mejor cantor que hay. Yo también voy a ser la mejor actriz.

Antes de que se marcharan, la madre llamó a Magaldi y se lo llevó a uno de los dormitorios. Desde el comedor se oían las eses cadenciosas de la mujer, pero no sus palabras. El cantante murmuró algo que sonó a protesta. Al salir, había recuperado su apariencia melancólica. «Sigamos conversando mañana, dijo. «Recuerdemeló mañana».


El cine Crystal Palace se llenó esa noche de sábado. La orquesta de Cariño actuó iluminada por las arañas del techo. Magaldi, que prefería la penumbra, encendió en el escenario dos candelabros y creó el efecto lúgubre que convenía a sus canciones de desdicha. Las mujeres de la familia Duarte ocuparon media fila de plateas, en el fondo, y aplaudieron con entusiasmo. Sólo Evita parecía lejana e inconmovible. Sus grandes ojos castaños estaban clavados en el escenario y no reflejaban nada, como si se le hubieran retirado los sentimientos.

A la salida esperaban seis o siete chacareros, que habían llevado a sus familias para demostrarles que Magaldi era de carne y hueso y no sólo una ilusión de la radio. Las madres de algunos presidiarios se acercaron a Pedro Noda con cartas de súplica para que se aliviaran los horrores de los calabozos de Olmos. Sobre el cordón de la vereda, apoyados en la puerta de sus voiturettes, estaban los empresarios del Crystal Palace, que habían organizado un banquete en el Club Social. Vestían trajes blancos y camisas de cuello duro. Parecían impacientes y, cada tanto, hacían sonar las bocinas. Entre Magaldi y ellos se interponía doña Juana, cruzada de brazos, impertérrita. Estaba muy elegante, con una gran rosa de organdí en el escote. Esperó unos pocos minutos y se adelantó hacia el cantor. Lo tomó del brazo y lo desvió de su camino. Cariño, que estaba atento, oyó el diálogo rápido y seco.

– Acuerdesé de lo que me prometió: mañana almuerzan otra vez en mi casa, ¿no? Usted y Noda vienen como invitados míos.

– No sé si vamos a poder -la esquivó Magaldi-. Es una función de vermut. Nos deja poco tiempo.

– La función es a las seis. Tienen tiempo de sobra. ¿Por qué no vienen a las doce y se quedan hasta las tres?

– Está bien. A las doce y media.

– Y hágame un último favor, Magaldi. Pase a las once por la plaza, ¿puede? A Evita le han dado quince minutos para que diga versos por el altoparlante. Se muere de ganas de que usted la oiga. ¿Se ha fijado bien en ella?

– Es bonita -dijo Magaldi-. Tiene condiciones.

– ¿No es cierto que es muy bonita? Se lo dije. Este pueblo le queda chico.

Las bocinas de las voiturettes los apremiaron. Magaldi se desprendió como pudo y entró en uno de los autos. Toda la noche estuvo enterrado en sus pensamientos, dejando caer unos pocos monosílabos de compromiso. Casi no comió, bebió sólo un par de grappas, y cuando le pidieron que templara la guitarra, alegó que estaba sin ánimo. Noda tuvo que cantar solo.

Regresaron al hotel poco antes de que amaneciera. Se distrajeron en el vestíbulo de entrada con las trepidaciones del expreso que venía de atravesar el desierto. Cariño propuso dar una vuelta a la manzana y, antes de que nadie respondiera arreó a Magaldi, que obedecía con resignación.

Era noviembre, el cielo estaba limpio y en el aire flotaban las chispas del rocío. Recorrieron una cuadra de casas iguales, en las que se oía crepitar a las gallinas. Vadearon un baldío, un corralón, los adoquines desparejos de una cochería. Caminaban con las manos en los bolsillos, sin mirarse.

– ¿Qué esperás para contarme lo que te pasa? -dijo Cariño-. A ver si aprendes a confiar en alguien.

– Estoy bien -contestó Magaldi.

– A mí no me jodés. Yo nací conociendo a la gente.

Se detuvieron bajo un farol. La luz dibujaba un círculo tembloroso. «Sentí», me dijo Cariño, «que los diques de adentro se le venían abajo. No podía con su alma y necesitaba desahogarse».

Doña Juana, contó Magaldi, le había pedido que apadrinase a Evita en Buenos Aires, después de haber pasado meses oponiéndose al viaje. No quería que la hija se fuera sola, a los quince años, cuando apenas había terminado la escuela primaria. Pero Evita, dijo, no se doblegaba. Insistió tanto que le quebró la voluntad. Era huérfana, no tenía allá otro pariente que un hermano conscripto y soñaba con ser actriz. Por Junín habían pasado dramaturgos como Vacarezza, cantores como Charlo, recitadores como Pedro Miguel Obligado. A todos les había pedido ayuda y todos la negaron con el pretexto de que era una niña y debía madurar. Magaldi, en cambio, veía más lejos que cualquiera de ellos. Los superaba en fama, en relaciones, en recursos. Nadie rechazaría una de sus recomendaciones. Esa chica tiene cualidades, había dicho. Y no podía volverse atrás. Además, estaba la calandria. Se había posado en la mesa para marcar un destino. Desoír los avisos de una calandria era invocar la mala suerte.

Estaba aclarando rápido. Al otro lado de las vías, el cielo se desperezaba entre largos vahos de color naranja. Al doblar la esquina, divisaron el hotel. Magaldi se detuvo. Dijo que había vacilado durante toda la noche pero que la conversación le había despejado el juicio. Sabía por fin qué hacer. Viajaría con Evita a Buenos Aires. Le pagaría una pensión, la presentaría en la radio. Era ya demasiado tarde o demasiado temprano, y a Cariño no le quedaban fuerzas para disuadirlo.

– Tiene quince años -fue lo único que dijo-. Sólo tiene quince años.

– Ya es una mujer -respondió Magaldi-. La madre me lo dijo: se hizo mujer de un día para el otro.

Siguió un domingo insulso, interminable, de ésos que uno prefiere olvidar. Evita recitó por los altoparlantes de la casa de música un poema de Amado Nervo con exceso de gorgoritos y una dicción calamitosa. Dijo «muertos, y «penumbra», recordó Cariño, con un silabeo canyengue que imitaba el de Gardel: «¿Adónde van los muertos, señor, adónde van? Tal vez en un planeta bañado de penumbra…» La aplaudieron. Cruzó la plaza con las hermanas, mientras una soprano de aldea desmigajaba el «Ave María» de Schubert. Magaldi se quitó el clavel blanco que llevaba en el ojal y se lo ofrendó. Según Cariño, estaba seducido por la lejanía de Evita, por el desdén con que Ella expresaba algo que quizá fuera admiración.


Esa noche, después del recital, tomaron el tren que venía del Pacifico. Doña Juana y las hijas despidieron a Evita en el andén, llorosas. Bajo las luces amarillas de la estación, Ella parecía infantil y medio dormida. Llevaba medias zoquetes, una pollera de algodón y una blusa de lino, un casquito de paja y una valija raída. La madre le deslizó diez pesos en el escote y se quedó todo el tiempo a su lado, acariciándole el pelo, hasta que el tren apareció. Fue una escena de radioteatro, me contó Cariño: el príncipe azul rescataba de su infortunio a la provincianita pobre y poco agraciada. Todo sucedía más o menos como en la ópera de Tim Rice y Lloyd Webber, aunque sin castañuelas.

El vagón estaba casi vacío. Evita prefirió sentarse sola y apoyó la frente sobre la ventanilla, contemplando las rápidas sombras del paisaje. Cuando el tren se detuvo en Chivilcoy o en Suipacha, una hora más tarde, Magaldi se le acercó y le preguntó si era feliz. Evita no lo miró. Le dijo: «Quiero dormir», y volvió la cabeza hacia la oscuridad de la llanura.


Desde esa noche, Magaldi fue un hombre dividido. Pasaba la mañana y parte de la tarde en la pensión de la avenida Callao donde vivía Evita. Allí compuso sus más hermosas canciones de amor, «Quién eres tú» y «Cuando tú me quieras», sentado en una silla de cuero de potro. Cariño, que lo visitó un par de veces, recuerda la cama monacal, de hierro; la palangana descascarada; las fotos de Ramón Novarro y Clark Gable pegadas con chinches a la pared. El estrecho cuarto estaba invadido por un invencible tufo a mingitorio y a lejía, pero Magaldi, entregado a la felicidad de su guitarra, cantaba en voz baja, sin incomodarse por nada. También Evita parecía más allá de toda miseria. Se paseaba en viso, con una toalla en la cabeza, retocándose el esmalte de las uñas o depilándose las cejas ante un espejo cariado.

Al caer la tarde, Magaldi se entretenía en la radio repasando con Noda las cinco o seis melodías que cantaban en la audición de las nueve de la noche. Después, se reunía con músicos y letristas de otras orquestas en el 36 Billares o La Emiliana, de donde se retiraba todos los días a la una de la madrugada. Nunca dejaba de pasar la noche en la enorme casa familiar de la calle Alsina, donde su cuarto sin ventanas estaba sombreado por santarritas y jazmineros. La madre lo esperaba levantada, le cebaba unos mates y le refería las venturas del día. El nombre de Evita no asomaba en esas conversaciones. Según Cariño, Evita pesó siempre en la vida del cantor como una culpa o como una vergüenza inconfesable. Le llevaba dieciocho años: eran siete menos de los que le llevaría Perón. A Magaldi, sin embargo, le parecían un abuso.


Fue en esos meses cuando la suerte comenzó a desairarlo. A fines de noviembre, tuvo un altercado con don Jaime Yankelevich, el zar de las radios: en un solo día perdió su contrato para 1935 y la ocasión de que Evita tuviera la prueba de declamación que le habían prometido. A regañadientes, Magaldi aceptó actuar en radio Paris, pero un feroz ataque al hígado le retrasó el debut. Esos percances dañaron su amistad con Noda y enfurecieron a Evita, que pasó días sin dirigirle la palabra.


En el relato de Cariño me desconcertaron, desde el principio, las fechas. Los biógrafos de Evita coinciden en que Ella se fue de Junín el 3 de enero de 1935. No saben si viajó con Magaldi o sin él, pero se aferran con tenacidad al 3 de enero. Se lo dije a Cariño. «¿Qué muestran ellos para estar tan seguros?», me preguntó. «Un boleto de tren, una fotografía?» Admití que no había visto ninguna prueba. «No puede haber pruebas», me dijo. «Yo lo sé porque lo viví. A mí los historiadores no tienen por qué corregirme la memoria ni la vida».

Según Cariño, Evita pasó con él la Navidad de 1934. Su hermano Juan estaba esa noche de guardia en Campo de Mayo, las pruebas de actuación habían fracasado en radio Sténtor y en radio Fénix, no le quedaba nada del dinero que le había dado su madre. Se quejó de que Magaldi la desamparaba. Era, le dijo, un hombre dominado por la familia, al que no le gustaba divertirse ni bailar. Cariño le sugirió entonces que regresara a Junín y que le diera el susto de su ausencia. «Vos estás loco», respondió Ella. «A mí de Buenos Aires sólo me sacan muerta».

Desde que Magaldi se repuso de los ataques de hígado, Evita se convirtió en su sombra. Lo esperaba en la sala de control de las grabadoras o en un café de Cangallo y Suipacha, frente a la radio. El comenzó a eludirla y rara vez la visitaba en la pensión, aunque seguía pagando los gastos. Llevaba más de una semana sin verla cuando se estrenó El alma del bandoneón en el cine Monumental. Ella estaba en el tumulto del vestíbulo, pidiéndole autógrafos a Santiago Arrieta y a Dorita Davis. Se había pintado las piernas para fingir que lucia medias de seda. Magaldi sintió de nuevo una invencible vergüenza y se deslizó cabizbajo entre la muchedumbre, pero le abrieron paso los aplausos, los relámpagos de magnesio y los gritos de las admiradoras. Lo precedían Noda y el narigón Discépolo, que había compuesto la música de la película. Detrás, con esfuerzo, desfilaban Cariño y Libertad Lamarque. Evita lo divisó de lejos y se le colgó del brazo. Magaldi atinó a preguntarle: «¿Qué hacés acá?». Ella no le contestó. Avanzó con él, resuelta, triunfal, encarando los fogonazos de los fotógrafos.

Fue el acabóse. Magaldi se levantó de la platea no bien apagaron las luces. Ella lo siguió, trastabillando sobre unos zapatos de tacos demasiado altos. Discutieron con ferocidad. Mejor dicho: Ella le habló ferozmente, él escuchó con resignación, como siempre, y la dejó rumiando su ira en la hostilidad de la noche. No volvieron a verse.

«Lo sedujo con el desdén y lo perdió por exagerar la osadía», me dijo Cariño. «Hacía ya tiempo que Magaldi se aburría con Ella. Su amor era de espuma, como el de todos los donjuanes, pero si Evita lo hubiera tratado con paciencia, él habría aguantado la relación hasta el fin, por responsabilidad o por culpa. Tal vez nunca le habría dado su lugar, porque una mujer se hace respetar el primer día o no lo consigue más, pero Magaldi era hombre de palabra. Sin la pelea del Monumental, no la habría dejado tan desvalida como la dejó.»


Más de una vez tuvo que socorrerla Cariño en las aciagas vísperas de ese otoño. Le pagó tres días de alojamiento en una pensión de la calle Sarmiento, compartió varios almuerzos de medias lunas en las mesas de mármol de El Ateneo y la invitó a la función de matinée de un cine de barrio. Ella estaba siempre ansiosa, devorándose las uñas, acechando una oportunidad cualquiera para declamar en la radio. No quería mandar cartas de lamento a Junín por miedo a que la obligaran a regresar, ni aceptaba los centavos que le ofrecía su hermano Juan, porque lo sabía endeudado hasta los huesos. Algunos biógrafos creen que fue Magaldi quien le consiguió el primer trabajo a Evita en la compañía de comedias de Eva Franco. No es así: él ni siquiera la vio actuar. El que le enderezó la vida fue Cariño. Me contó ese final feliz de la historia la única tarde que lo vi. Me acuerdo del momento preciso: de los pájaros que trinaban en los árboles sin hojas, de los kioscos herrumbrados en el parque de enfrente, donde vendían libros usados y estampillas raras.

«Una noche, a mediados de marzo, la encontré en un cafetín de Sarmiento y Suipacha», me dijo. «Estaba ojerosa, todo le daba náusea, tenia las piernas arañadas por costras y raspones. A los quince años, ya había aprendido las peores negruras de la vida. íbamos a despedimos cuando se puso a llorar. Me impresionaron las lágrimas en esa criatura tan fuerte, a la que no derrotaban las desdichas. Creo que nunca lloró ante nadie sino mucho tiempo después, cuando se entristeció por la salud que había perdido y la voz se le quebró en el balcón de la plaza de Mayo. La llevé a mi casa. Esa misma noche llamé por teléfono a Edmundo Guibourg, el columnista de Crítica, al que todos los cómicos respetábamos. Sabía dónde encontrarlo, porque se entretenía hasta el amanecer escribiendo la historia de los orígenes del teatro argentino. Le describí a Evita y le pedí la gracia de un trabajo cualquiera. Supuse que él podría ubicarla como traspunte, maquilladora o ayudante de modista. Nadie sabe por qué desvíos de la suerte acabó apareciendo como actriz. Debutó el 28 de marzo de 1935 en el teatro Comedia. Interpretaba a una mucama en La señora de los Pérez, obra en tres actos. Llegaba desde la penumbra del foro, abría una puerta y avanzaba hacia la mitad del escenario. Ya nunca más iba a marcharse de allí.

«Después de la muerte de Gardel», me dijo Cariño con una voz remota, diluida por la fatiga o por el sueño, «los argentinos sólo teníamos a Magaldi. Su fama no decayó ni siquiera cuando derivó hacia la cursilería y compuso canciones que aludían a los horrores de Siberia, con los que ningún oyente se identificaba. Con frecuencia lo alcanzaba alguna enfermedad de la que se curaba con cataplasmas y ventosas, escondido en el caserón de la calle Alsina, sin aceptar otra compañía que la de la madre. En los teatros, respondía a los aplausos con una inclinación fugaz y más de una vez se distrajo, mezclando la letra de una canción con la música de otra. Creí que estaba curado cuando se casó con una moza de Río Cuarto y anunció que iba a ser padre. Pero esa dicha lo mató. Un derrame de bilis fulminante se lo llevó de un día para otro. Evita trabajaba entonces en la compañía de Rafael Firtuoso. La noche del velorio, después de la función, sus compañeros desfilaron por el Luna Park para despedir a Magaldi. Ella se negó. Los esperó sola, en un bar de las cercanías, tomando con displicencia un café con leche.»


Hubo otras frases aquella tarde pero no quiero repetirlas. Me quedé un largo rato sentado en silencio junto a Cariño y luego caminé hacia el parque hostil, arrastrado por una marea de preguntas que ya nadie podía responder, y que tal vez tampoco a nadie le importaban.

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