12 JIRONES DE MI VIDA

Y ahora estaba preso. Habían venido a buscarlo a las seis de la mañana, cuando trataba de afeitarse. Le temblaban las manos. Se había cortado el mentón con la navaja: una herida profunda, que no dejaba de sangrar. En esas condiciones deplorables lo habían arrestado.

«Tiene media hora para despedirse de su familia», le habían dicho. Y así había subido a un furgón militar: tres días de viaje a ciegas, por un camino liso, eterno, sin curvas. El capitán que lo acompañaba no podía o no se animaba a dar explicaciones.

– No se impaciente -decía-. Ya va a saber qué pasa cuando lleguemos. Es una orden reservada, del ministro de ejército.

No tenía idea de adónde lo llevaban. Al amanecer del segundo día, el furgón se había detenido en un horizonte de cardales. El cielo estaba oscuro y helado. Se oía el vaivén del mar. Los hombres de la escolta, vestidos de civil, comenzaron a cubrir los vidrios y el chasis del furgón con alambres de tejido espeso.

– Voy a quejarme -dijo el Coronel-. No soy un delincuente. Soy un coronel de la nación. Quiten estas rejas.

– No es por usted -contestó el capitán con indiferencia-. Es por las piedras. Estamos por entrar en un camino de piedras grandes como huevos de avestruz. Si no protegemos el furgón, nos pueden hacer pedazos.

Apenas se pusieron en marcha las sintió. Castigaban los metales con un chisporroteo enloquecedor. Cuando avanzaban despacio, se oían las altas cortinas de viento: incesantes, frenéticas.

A la medianoche del tercer día entraron en una hilera de construcciones cuadradas, de cemento, con ventanas de banderola y puertas de hierro. El capitán lo dejó ante una entrada y le entregó la llave.

– Adentro tiene todo lo que necesita dijo-. Mañana temprano van a venir a buscarlo.


Había un catre de campaña, una mesa grande con lápices y anotadores, una lámpara de pie y un ropero de dos lunas. Vio colgados, con alivio, sus uniformes de coronel. Estaban limpios, con nuevas estrellas de oro cosidas en las hombreras. El aire olía a un polvo eterno, tenaz. Trató de salir a la noche pero afuera, en la oscuridad inmensa, el viento no le permitía moverse. Arrojaba sobre sus carnes exhaustas polvo y astillas de sílice, abanicaba su cuerpo como si no hubiera espacio ni claridad ni nada que no fuera la locura del viento soplándose a sí mismo. Creyó distinguir a lo lejos un cerro cónico. Graznaron algunos pájaros, tal vez gaviotas, lo que en la noche era incomprensible. Sintió una sed atroz y también supo que nada podría saciarla. Así regresó a su cuarto (o a ese vacío que ahora llamaba su cuarto), sabiendo que la soledad había empezado y que no tendría fin.

Llamaron a su puerta antes del amanecer. Un coronel retirado, al que no conocía, le anunció que el ministro de ejército lo había confinado en esa orilla del desierto por no cumplir las órdenes superiores.

– ¿Qué órdenes? -preguntó el Coronel.

– Me dijeron que usted sabia.

– No sé nada. ¿Por cuánto tiempo?

– Seis meses. Es un confinamiento, no es un arresto. Cuando salga de acá, este incidente no va a figurar en su legajo.

– Confinamiento, arresto -dijo el Coronel-. Para mí es lo mismo.

Toda la situación le parecía fuera de lugar. Se había incorporado a medias en el catre, apoyándose sobre una almohada magra, de estopa, mientras el otro coronel hablaba sin mirarlo. Una claridad gris se insinuaba en la banderola, pero tardaba eternidades en avanzar: el gris no quería moverse, como si esa indecisión fuese la verdadera naturaleza del día.

– Puede pasear por donde se le dé la gana -dijo el otro coronel-. Puede traer a su esposa y a sus hijas. Puede escribirles cartas. El comedor está cerca, en la construcción de al lado. Sirven el desayuno de seis a ocho, el almuerzo de doce a dos, la cena de ocho a diez. El clima es sano, de mar. Va a ser como una vacación, un descanso.

– Quiénes son los vecinos -preguntó el Coronel.

– Por ahora no hay. Está usted solo. Yo llevo acá diez meses y no he visto a nadie, fuera de mi asistente y el jefe de la guarnición. Pero en cualquier momento puede aparecer alguien más.

De pronto calló y se quedó un rato acariciando las solapas del capote. Era un viejo coronel de cara redonda, inescrutable. Parecía un campesino. Quién sabe cuánto tiempo había estado fuera del servicio, hasta que la caída de Perón lo había devuelto al ejército. Quién sabe si era, después de todo, un coronel.

– Si yo fuera usted -dijo-, haría venir a mi mujer. Uno se puede volver loco acá. Oiga ese viento. Nunca se calma. Es así las veinticuatro horas.

– No sé cómo llamar a mi mujer -dijo el Coronel, abrumado-. Ni siquiera sé dónde estamos.

– Creí que se había dado cuenta. Frente al golfo San Jorge, al sur. De qué le sirve saber. Con este viento, no se puede ir muy lejos.

– Habrá un lugar donde se pueda comprar algo de ginebra -insinuó el Coronel-. Voy a necesitar unos porrones.

– No le aconsejo. El alcohol es carísimo. En el comedor se lo venden, pero cada botella cuesta un ojo de la cara.

– Tengo mi sueldo.

– Sólo un tercio -aclaró el de la cara redonda-. El ejército le paga lo demás a su familia. Ese tercio apenas le alcanza para la comida, que también es cara. Acá no se produce nada. Hay que traer las provisiones desde muy lejos.

– No voy a comer, entonces.

– No diga eso. El aire de mar abre el apetito.


Al mediodía salió y caminó contra el viento. El comedor estaba a menos de cincuenta metros, debajo de un gran letrero con la palabra Cantina, pero cada paso le costaba un esfuerzo enorme, como si los pies tuvieran anclas. Un hombre bajo, musculoso, con nariz de boxeador, le sirvió una sopa de harina verde.

– Tráigame ginebra -le ordenó el Coronel.

– Sólo vendemos alcohol los viernes y sábados por la noche -dijo el hombre. Era jueves. -Antes de pedir nada, es mejor que mire los precios.

Estudió el menú. Lo único que no costaba sumas desatinadas era la sopa de arvejas y la carne de cordero.

– ¿Y la sal? -preguntó-. ¿Cuánto cuesta la sal?

– La sal y el agua son gratis -dijo el hombre-. Puede servirse toda la que quiera.

– Entonces déme sal -dijo el Coronel-. No necesito otra cosa.

Afuera el aire era siempre turbio. El viento soplaba con tanta fuerza que parecía estar hecho de la hermandad de muchos vientos que jamás se apagaban. Era húmedo y saludable, con franjas del aire de mar y violentas agujas de arena que quizá venían del desierto. En el horizonte se dibujaba la silueta desairada del cerro cónico que el Coronel había entrevisto la noche anterior. Ahora parecía a punto de disolverse y desaparecer.

Cuando volvió a su cuarto encontró el catre tendido con sábanas limpias. Habían ordenado en la repisa del baño sus enseres de afeitar. La ropa estaba distribuida con prolijidad en las perchas y en los cajones del ropero. Le indignó que alguien se hubiera tomado la confianza de abrir la valija y disponer de sus cosas sin permiso. Frenético, empezó a escribir una carta de queja al ministro de ejército, pero la dejó por la mitad. La desolación y el abandono que lo rodeaban le parecían irremediables, y supuso que lo mejor sería esperar a que pasaran los seis meses de confinamiento. Ahora sólo le preocupaba la Difunta. Había tratado de amansarla y no se lo habían permitido. Tarde o temprano, cuando Ella se les fuera de las manos, los del gobierno tendrían que llamarlo. Era, después de todo, el único que la sabía manejar. También el embalsamador había logrado cierta destreza, pero a él no lo iban a tomar en cuenta: era extranjero, civil y quizá se entendía en secreto con Perón.

Una oscura sospecha se le fue insinuando lentamente hasta que lo inundó por completo: sus secretos habían sido violados. Quien fuera el que había vaciado su valija sabía ya que allí estaban el manuscrito de Mi Mensaje y el fajo de cuadernos escolares que Renzi, el mayordomo, había confiado a la madre de Persona: los que Ella, Persona, escribiera entre 1939 y 1940 y que llevaban, en las páginas impares, títulos como Uñas, Cavellos, Piernas, Maquiyaje, Nariz, Ensayos y Gastos de ospital. También, sin duda, el intruso había encontrado las fichas donde el Coronel anotaba los vaivenes del Servicio. En la media hora escasa que le habían concedido para despedirse de la familia, se había ocupado menos de besar a las hijas y de amontonar su ropa que de reunir esos papeles sin los cuales él se tornaba vulnerable, acabado, un no ser. Lo que ahora poseía era nada y a la vez era todo: secretos que no se podían compartir, hebras sueltas de historias que por sí solas no significaban gran cosa pero que juntas, tejidas por alguien que supiera hacerlo, bastaban para incendiar el país.

Si le habían tocado un solo papel, mataría al primer ser humano que encontrase. No le importaba quién había entrado en su cuarto: todos debían ser cómplices. Le habían dejado la Smith amp; Wesson con seis balas, tal vez con la esperanza de que se suicidara. No pensaba hacerlo: usaría el arma para matar al que se le pusiera delante. Haría estragos antes de perderse en el viento o en la inmensidad de afuera. Enfermo de cólera, revisó la valija. Era extraño. Parecía que nadie había tocado los paquetes. Todos seguían atados por los nudos alemanes en forma de ocho que sólo él sabía hacer y deshacer.

Desplegó las fichas del Servicio sobre el catre y les echó una ojeada: era difícil que, aun leyéndolas, alguien pudiera descifrar lo que decían. Las había escrito con una clave simple, casi primitiva, pero si no se conocía la frase que permitía el acceso, el sentido se evaporaba. Había dejado en su caja de seguridad del Banco Francés una copia de la clave, con instrucciones de que si moría o desaparecía se la entregaran a su amigo Aldo Cifuentes. Fue el propio Cifuentes quien me mostró la frase, escrita con la letra filosa e inclinada del Coronel:


He aprendido que no es injusto el daño que me está sucediendo

Ab cdebfghgi jkb li bm hfnkmpi bq gcri jkb sb bmpc mktbghbfgi


Y luego: g=u, b=z, f=x, k=w, y=y, v=v. Los números: 0=1, 2=9, 3=8, 4=6, 5=5. La escritura se invierte. El texto es el espejo.


«Durante algún tiempo pensé que Moori había compuesto la clave del criptograma en uno de los días desesperados que debió pasar a orillas del golfo San Jorge», me dijo Cifuentes. "Pensé que la frase era un retrato penitente de sí mismo. Me equivoqué: la había copiado de un libro de Evita. Puede encontrarla en la edición de Mi Mensaje que anda por los kioscos”. Moori hizo un cambio insignificante en esa frase, supongo que para introducir un par de letras. Evita dice: "La enfermedad y el dolor me han acercado a Dios. He aprendido que no es injusto todo esto que me está sucediendo y que me hace sufrir". Moori, en cambio, habla de el daño que me está sucediendo. A lo mejor pensaba también en él, como creí al principio. A lo mejor la idea de la maldición ya lo estaba rondando».

Pero cuando desplegó las fichas sobre el catre, el Coronel sólo quería verificar si el orden no había sido cambiado. Leyó las notas que había escrito luego de marcar a Persona con una estrella detrás de la oreja: ¿Qué sucedió al morir el padre en 1926? Y descifró la última línea del informe: «Fue con la madre y los hermanos en ómnibus hasta Chivilcoy»". Todo estaba en su sitio. Repasó la ficha que preguntaba: Durante los primeros siete meses de 1943, la Difunta desapareció. No actuó en la radio ni en el teatro. Las revistas de espectáculos casi no la nombran. ¿Qué sucedió en ese lapso? ¿Estuvo enferma, prohibida, retirada en Junín? Tradujo, con desgano, la última línea: «Mercedes Printer, que la acompañó en el Otamendi y Miroli, ha contado…»

Pasó el resto de la mañana tirado en el catre, pensando cómo haría para recuperar a Evita. Deseaba tenerla allí. En ese lugar remoto, a solas con él, iba a estar mejor que en ninguna parte. Alguien podría llevársela hasta el golfo San Jorge. Necesitaba, una vez más, un plan, un oficial confiable y algún dinero. Quizá podía vender a una revista la historia de la Difunta y desaparecer. Cifuentes le había metido la idea en la cabeza: «Piense, Coronel, piense. París Match, Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera… Pero si se desprendía de su secreto, ya no sería quien era. No valdría nada.


Un lento hilo de sol pasó por la banderola. Recorrió la austera construcción con la mirada, en busca de un escondite para los papeles. Eran paredes sólidas, inviolables. En el cemento no se veían otras fisuras que las del colado: grumos y cráteres iguales a los de la luna. Afuera seguía gimiendo el viento y chillaban las gaviotas inexplicables. A eso de las tres, el hambre le disipó el sopor. Estaba inmóvil en el catre cuando creyó ver que alguien entraba con sigilo en el cuarto a oscuras. Tanteó la Smith amp; Wesson bajo la almohada y calculó cuánto tardaría en saltar de la cama y disparar. No aflojó la tensión ni aun al darse cuenta de que el intruso era una mujer increíblemente menuda -le fue fácil decidir que se trataba de una mujer: la delataban unos pechos enormes-, peinada con un rodete y vestida con una falda corta. La vio acercarse a la mesa con un plato humeante, perfumado con aceitunas, nuez moscada y una salsa intensa, de la que se evaporaban ligeros espectros de vino. Cuando la mujer enrolló la cortina de mimbre que cubría la banderola, la misma luz gris de la mañana -ahora violenta, como si estuviera hecha de acero- se apoderé del cuarto y lo volvió, extrañamente, más oscuro.

– Creíamos que estaba enfermo -dijo la mujer-. Le traje pastel de papas. Es un regalo de bienvenida.

– ¿Usted abrió mi valija? -preguntó el Coronel.

Ahora podía verla. Era una miniatura de mujer: no más alta que si tuviera nueve o diez años, con hondas arrugas sobre los labios y aquellos pechos como planetas, que la obligaban a caminar inclinada hacia adelante.

– Hay que tener el cuarto en orden -dijo ella-. Hay que cumplir el reglamento.

– No quiero que toque nada. ¿Quién es usted? El coronel no me habló de ninguna mujer.

– Soy Ersilia -murmuró ella, sin soltar el plato-, la esposa. Ferruccio nunca me nombra, para darse corte. Yo soy la que hace todo acá. Sin mí, este lugar no existiría. ¿Ha oído el viento?

– Lo oiría aunque fuera sordo. No me imagino cómo pudieron edificar estas cabañas.

El Coronel deseaba que la mujer se fuera, pero la retenía no el pastel sino el aliento a vino del pastel.

– Trajeron los bloques de cemento en camiones y los fueron colocando con guinchos y grúas. Las primeras ventanas no resistieron ni un mes. Volaron los marcos, los vidrios. Una mañana encontraron las paredes de cemento desnudas. El viento se había tragado todo. Entonces cambiaron las ventanas por banderolas.

– Déjeme el pastel y váyase. Dígale al coronel… ¿cómo se llama?

– Ferruccio -contestó la enana.

– Dígale a Ferruccio que prohibo tocar mis cosas. Dígale que me voy a encargar yo mismo de que el cuarto esté en orden.

La enana dejó el pastel sobre la mesa y se detuvo a observar la valija cerrada. Se restregó las manos en el delantal que apenas le cubra las piernas y el vientre -una tela ínfima oculta bajo los globos inverosímiles del pecho-, y dijo, con una sonrisa que la hacía parecer casi hermosa:

– Algún día me va a dejar leer los cuadernos que tiene ahí, ¿eh? Un día de éstos. Yo aprendí a leer en unos cuadernos iguales. Cuando los vi, me entró nostalgia.

– No son míos -dijo el Coronel-. No se pueden leer. Son del ejército.

– Así que no se pueden leer -se sorprendió ella. Entornó la puerta. El viento descendía en ondas de humor cambiante, a veces suaves, a veces feroces: levantaba vahos de polvo y los esparcía por el horizonte. El oscuro oleaje del polvo entraba también en el cuarto y desteñía el rencor, los sentimientos, las palabras: desteñía todo lo que osara oponérsele.

– Va a llover -dijo Ersilia, yéndose-. Ferruccio tiene un radiograma para usted. Llegó temprano, esta mañana.


Se quedó un largo rato inmóvil, contemplando la lenta declinación de la luz, que persistió en un pálido tono de naranja desde las cuatro hasta las seis y que viró sin apuro hacia el violeta hasta más allá de las siete: un crepúsculo majestuoso, desolador, que nadie podía ver de frente y que quizá no estaba hecho para los seres humanos. Poco después de las siete cayó una lluvia fina y helada que apagó la insolencia del polvo. De todos modos el viento seguía allí, más vehemente que nunca. Se afeitó, se bañó y se vistió con su inútil uniforme. Después deshizo los nudos de los paquetes para reforzarlos con un diseño nuevo y, sin proponérselo casi, abrió uno de los cuadernos. No le sorprendió la letra desaliñada, de glandes trazos, que parecía hacer acrobacias sobre los alambres de las rayas horizontales, sino las frases que leyó:


no hagas ruido al tomar la sopa no te inclines demasiado sobre el plato no muerdas el pan para comer un votado más bien rompelo con los dedos no pongas pan en la sopa no te yeves el cuchillo a la boca


¿Era un cuaderno de modales? Todas las hojas encabezadas por el titulo Ensayos repetían no debes no hagas no tomes no uses. Sólo al final, Evita había copiado algo que parecía un pensamiento o la letra de un tango:

La otra noche mientras iba

del teatro a la pensión

sentí el filo de una pena

que del lado de la surda

se empeñaba traicionera

en tajearme el corazón.

Intrigado, el Coronel hojeó los Gastos de ospital. En la primera página, subrayada con lápiz rojo, Persona -la que en aquellos tiempos adolescentes y maltratados de los cuadernos era el borrador de Persona- había definido una enfermedad. “Pleureda de Chicha: comiensa con fiebre alta y fuertes dolores de pecho más bien puntadas de costado". Las páginas siguientes contenían un diario de viaje escrito casi como una lista de almacén:


Ida y vuelta a Junín $3,50

Caja de genioles $0,25

Bolsa de agua caliente $1, 10

Ampoyas de codeína $0,80


Ya cuando yego la encuentro bastante mejorada pobre Chicha de lo más ojerosa así que en un par de días estoy por ahí de vuelta vos no te aflijás Pascual, que a Rosa había que probarla en mi papel tarde o temprano y si lo está haciendo mal rajala sin asco y pone a la Pampin total cuando yo vuelva me salgo de la pensión que es una mugre como vos sabes yena de cucarachas y porquerías.


Cerró los cuadernos y la oscuridad o la vergüenza lo mordieron por dentro: no ya el viento, que quizás había sido ahuyentado por la lluvia, sino la vergüenza de haber puesto el pie en un pasado que no valía la pena: era un pasado que se disolvía apenas el Coronel lo rozaba con los ojos. ¿Qué hacia Persona en esos años? podía leerlo en sus propias fichas:


Enero 1939: A las semanas de romper con el director Rafael Firtuoso (un romance de dos meses), ED se enamoró del dueño de la revista «Sintonía». Se mudó de una pensión en la calle Sarmiento a un departamento en el pasaje Seaver. Mayo: Apareció en la tapa de la revista «Antena» pero cuando fue a darle las gracias al editor, él no la quiso recibir. Interpretó cuatro radionovelas de Héctor Pedro Blomberg. Julio: Su hermano Juan, que era corredor de jabones, la presentó al dueño de Jabón Radical. Poso como maniquí en dos avisos de Linter Publicidad. Noviembre: Se enamoró del dueño de Jabón Radical pero se siguió viendo en secreto con el dueño de la revista «Sintonía». Enero 1940: Pampa Films la contrató como actriz de reparto para «La carga de los valientes», cuyos protagonistas eran Santiago Arrieta y Anita Jordán. En el set de filmación, cerca de Mar del Plata, conoció al peluquero Julio Alcaraz. Estaba por cumplir veintitrés años. Era de una palidez enfermiza, de una belleza trivial, no inspiraba pasión sino compasión. Y sin embargo quería llevarse el mundo por delante.


Amarró los paquetes con nudos delicados y complejos, y salió a la luz indecisa de la noche. El frío era implacable. Avanzó a través de la llovizna y del viento, y una vez más sintió que estaba avanzando a través de la nada. En la cantina ardía una chimenea de leños refractarios. Ferruccio estaba de espaldas. El hombre bajo con nariz de boxeador se afanaba detrás del mostrador. El Coronel chocó los tacos de las botas con inútil marcialidad y tomó asiento en la mesa de Ferruccio.

Qué bien -dijo Ferruccio-. Lo estábamos esperando. Mi mujer ha cocinado para usted. Llénese bien que ésta va a ser su última comida gratis.

Vislumbró en la cocina la silueta de Ersilia, la enana, que se movía velozmente, como un mosquito.

– Ordénele a ese hombre -dijo el Coronel, señalando hacia el mostrador con la quijada- que me traiga una ginebra. Dentro de tres horas va a ser viernes.

– Parientini -dijo el boxeador-. Me llamo Caín Parientini.

– Da lo mismo -dijo el Coronel-. Tráigame ginebra.

– No se puede -intervino Ferruccio-. Es una lástima.

En este lugar el reglamento es muy estricto. Si nos pescan, vamos todos en cana.

– Quién nos va a pescar? Aquí no hay nadie.

– Tampoco hay ginebra -dijo Ferruccio-. Traen un porrón el viernes por la noche y se lo llevan el domingo por la mañana. Desde que estoy acá el porrón ha sido siempre el mismo. Entra y sale intacto.

– Mañana, entonces -le gritó el Coronel al boxeador-. Mañana a esta hora. Pida que le dejen varios porrones. Con uno no hacemos nada. -Se volvió hacia Ferruccio. -Su esposa me dijo que me habían mandado un radiograma.

– Ah, sí. Malas noticias. El capitán Galarza tuvo un accidente.

Tomó el papel arrugado que le extendía Ferruccio. El mensaje estaba escrito en largas franjas pegadas con engrudo y ni siquiera habían tomado la precaución de cifrarlo. Leyó que Galarza había trasladado a EM Equipos de Radio en el furgón de la SIE. Tenía orden de darle «cristiana sepultura» en el cementerio de Monte Grande. Al doblar por Pavón hacia Llavallol el vehículo mordió la banquina y volcó. Un tajo de treinta y tres puntos atravesaba la mejilla izquierda de Galarza. Se había salvado por milagro pero iba a quedar desfigurado. La jefatura del Servicio estaba otra vez vacante y Fesquet había tenido que hacerse cargo. No daba un paso sin aprobación de la superioridad. Ilesa, EM Equipos de Radio yacía de regreso en el nicho al que ya estaba habituándose, bajo el combinado Gründig. De un momento a otro el ministro de ejército iba a nombrar al nuevo jefe del SIE y a decidir de una buena vez el destino final de EM. Se hablaba de quemarla en la Chacarita o de enterrarla en la fosa común de la isla de Martín García. Se mencionaba con insistencia al Coronel Tulio Ricardo Corominas como futuro responsable. El radiograma estaba firmado por Fesquet, Gustavo Adolfo, Teniente Primero de Infantería.

El Coronel repasó el texto, incrédulo. No estaba cifrado: lo podía leer cualquiera. Durante meses, había cuidado hasta el último detalle de un operativo secreto en el que se jugaba la paz de la nación y ahora un oficial subalterno, un chapucero, desmadejaba el tejido tan hábilmente tramado. así que Plumeti había quedado al frente del Servicio. Era el cuarto en la línea de mando y el único a quien la maldición de Persona no había alcanzado todavía. ¿El único? Tal vez llevaba ya desde hacia mucho la maldición encima. Un puto despreciable: una fatalidad en los cuadros inmaculados del ejército. ¿Cuánto tiempo lo dejarían allí? ¿Una semana, dos? Si Corominas era el hombre elegido por el ministro, no estaba en condiciones de asumir el cargo. Lo acababan de operar de una hernia de disco y aún caminaba con un corsé de yeso. Galarza había quedado fuera de combate quién sabe por cuánto tiempo: treinta y tres puntos en la cara. Un punto por cada año de vida de Evita: era la maldición, clavada. Arancibia, entre tanto, se pudría en la prisión de Magdalena, aislado, con prohibición de hablar o ver a nadie. Tanta locura encima, ¿adónde lo habría llevado? ¿Y si el Loco fuera el único cuerdo? ¿Si el Loco, para evitar que lo alcanzara la maldición, había preferido alcanzarla él primero? Otra vez lo atormentaron los sudores, la sequedad en la garganta, la sensación de que la realidad se iba y él no podía seguirla.

– A Galarza le cayó la maldición -dijo-. La Yegua.

– Un accidente terrible-confirmó Ferruccio.

– No es para tanto. Tiene la cara partida en dos, pero va a salir.

– La Yegua -repitió Parientini, como un eco tardío.

– Debimos quemarla con ácido. Yo era partidario de que la quemaran -dijo Ferruccio-. Al principio la querían traer acá. Nos negamos. Yo me puse firme. Donde esté Ferruccio esa mujer no entra, les dije.

El Coronel quedó atónito. Nadie le había contado esos detalles pero sin duda eran verdaderos. En la Argentina no había secreto mejor guardado que el destino de la Difunta y sin embargo esos tres muertos de hambre lo conocían. Lo que acababa de decir Ferruccio era más de lo que casi ningún general de la nación sabía en ese momento.

– ¿Quién la quiso traer? -preguntó, fingiendo naturalidad.

– El ministro, Ara, todos ellos -dijo Ferruccio-. Acá estamos lejos pero nos enteramos de todo.

– Usted cuídese, Coronel -gritó Ersilia desde la cocina-. No sabe la suerte que tiene de estar con nosotros. Si estuviera con Ella, ya estaría muerto.

– A esa yegua nadie la quiere acá -repitió el boxeador.

– Yo la quiero -dijo Ersilia-. Yo quería que la trajeran. Ella y yo nos hubiéramos llevado bien. Con las mujeres, Evita no tenía problemas. Yo la habría cuidado. Habría tenido con quien conversar. No me sentiría tan sola.

– No sé por qué todas las mujeres siempre se sienten solas -dijo Ferruccio.

– Acá esa yegua no corre -insistió Parientini-. Ya le dimos la oportunidad cuando estaba viva y no quiso. La invitamos a venir, le rogamos, y nunca se dejó ver. Ahora que se joda.

– Eso fue en 1951. Estaba enferma -dijo Ferruccio.

– Qué iba a estar. A usted no le importó porque no vivía acá.

– Da lo mismo. A mí me importa todo. Yo sé todo. No vino porque estaba recién operada de cáncer. Era piel y huesos. Apenas se podía tener en pie. Imagináte vos, con este viento. Habría salido volando.

– En esa época viajaba a todas partes -dijo Parientini-. Regalaba plata hasta en el último tugurio pero a nosotros nos hizo a un lado. Yo no se lo perdono.

Ersilia entró con una olla en la que flotaban hojas de laurel, carne de oveja, papas y rodajas de choclo. Llevaba el pelo envuelto en una redecilla y estaba casi hermosa. Aunque era asombrosamente pequeña, tenía un cuerpo armonioso, en el que sólo desentonaban los pechos. La miniatura de sus piececitos, sus graciosos muslos de pájaro, la cara sonriente y acalorada, hacían pensar en un que rubín de Tintoretto. El peso de la olla la doblegaba. Nadie hizo ademán de ayudarla.

– Yo quería que trajeran el cuerpo de Evita -le dijo al Coronel, al tiempo que le servía un cucharón de guiso-. Me hubiera gustado lavarlo y cuidarlo. La bronca de Ella no era con las mujeres sino con los hombres, que la maltrataron tanto.

– Si la hubieran traído yo me iba -dijo Parientini-. A esa mujer nunca la pude tragar. Era una resentida. Se daba corte con la plata de los otros. ¿De quién era la plata que repartía, a ver? Era la misma plata de la gente, ¿no? La sacaba de un bolsillo y la metía en otro. Se moría por figurar.

Miren de dónde venía. No era nadie, no sabía hacer nada. Sacó patente de artista, se le coló a Perón en la cama, y después se convirtió en la gran benefactora. Así cualquiera.

– Ella no tenía ninguna obligación de hacer lo que hizo -dijo Ersilia, sentándose a la mesa-. Pudo vivir a lo grande y andar de fiesta, como las otras primeras damas. Y no. Se rompió el alma por los pobres. Se mató. Vos mejor te callás, Caín. Vos fuiste peronista hasta el año pasado.

– No me siento bien -dijo el Coronel. Dejó los cubiertos sobre el plato, se quitó la servilleta atrapada entre dos botones de la chaqueta militar y amagó levantarse. Estaba cansado, perdido, como si hubiera demasiados lugares en aquel lugar sin nadie.

– Quédese -le pidió Ferruccio-. Vamos a comer callados.

– Me estoy enfermando -dijo el Coronel-. Necesito un trago de ginebra. La tomo como remedio. Me sube la presión.

– Es una lástima. No tenemos -dijo Ferruccio-. Qué le va a hacer.

Comieron un rato en silencio mientras el Coronel seguía resignado en su silla, sin fuerzas ni ánimo para levantarse. ¿Qué sentido tenía volver a la soledad? Le quedaban seis meses para estar solo. En un lugar con tan poca vida, ¿por qué no aprovechar la que le daban? Parientini meneaba incómodo la cabeza y a intervalos mascullaba, como una letanía: «Esa yegua, esa yegua». Ferruccio comía con la boca abierta, escupiendo los nervios y astillas óseas de la oveja. La única que parecía incómoda era la enana. Estiraba el cuello y observaba a los demás con curiosidad. Todos avanzaban por el silencio como por una meseta hasta que ella no pudo más y se dirigió al Coronel.

– No se imagina cuánto me ha impresionado la letra de Evita -dijo. Tenía una voz serena y sin matices: la voz de alguien que nunca se ha movido de la inocencia-. A quién se le iba a ocurrir que una mujer de tantas agallas escribiera como una criatura de seis años.

El Coronel se puso rígido. Las sorpresas de aquella noche eran tantas que ni siquiera le dejaban espacio para el desconcierto. Lo que esos idiotas no sabían lo averiguaban y lo que no podían averiguar lo adivinaban.

– La letra -preguntó el Coronel-, ¿dónde la ha visto?

– En los cuadernos -contestó Ersilia con naturalidad-. No los abrí, ¿eh? No se le habrá ocurrido que los abrí. Sólo leí lo que tienen escrito en las tapas: No hagás ruido al tomar la sopa. Una raya de rimmel abajo y sombra marrón en los párpados es lo mejor para los ojos castaños. Así era Evita. Esas frases no podían ser de nadie más.

– No eran de Ella -se oyó decir el Coronel. Hablaba a su pesar. Tenía el entendimiento lleno de fuegos y de espacios en blanco. Cuando no los podía apagar con ginebra se le llenaban de palabras. -Las copió de alguna parte. O alguien se las dictó, quién sabe. Esos cuadernos son muy viejos. Han de tener veinte años.

– Diecisiete -corrigió Ferruccio-. No pueden tener más de diecisiete. Comenzaron a venderse en 1939.

– Acá estamos muy enterados -dijo Parientini-. Nada se nos escapa.

– Calláte de una vez, Caín -le ordenó Ersilia. Tenía una voz ronca e imperiosa, que hacía recordar la voz de Evita.

– Algo sabemos -dijo Ferruccio-. Pero nunca sabemos todo lo que quisiéramos. Antes de que usted viniera, me ordenaron que descifrara este papel. Me lleva seis, siete horas todos los días. No puedo.

Dejó de comer y sacó del bolsillo de la camisa un botón y una hoja arrugada, con membrete del ejército. El botón era la insignia roja de los oficiales de estado mayor. El Coronel trató de hacer memoria: Ferruccio, Ferruccio. No conseguía recordar su nombre ni la promoción a la que pertenecía. Tampoco el arma: ¿artillería, ingenieros? Esos detalles sin resolver lo incomodaban como una astilla en el ojo.

– Yo adiviné una palabra -dijo Ersilia-. Si está en mayúsculas y tiene cinco letras, no hay cómo equivocarse. CPHVB es Evita.

El Coronel se sobresaltó.

– Me leyeron las fichas -dijo, esforzándose por parecer sereno. Le temblaban las manos. En verdad, llevaban días temblándole.

– Nosotros no -aclaró Ferruccio-. Para qué. En el ministerio sacaron copias de todos sus papeles y me los mandaron. Yo sólo tengo que descifrarlos. Pero no he podido avanzar ni el paso de una coma. Mire la pregunta que hay en esa hoja: ¿Se fugó de Junín con el cantante Agustín Magaldi? Y fíjese en el trabalenguas de la respuesta. Si las cinco letras en mayúsculas significan Evita, como cree Ersilia, la C es una E y la P es una V. Supongamos que el mensaje está al revés. Entonces, la C es una A y la P es una T Pero con eso no hago nada. No he podido entender ninguna de las otras palabras.

– Tiene que ayudarnos, coronel -rogó Ersilia.

– No puedo -dijo el Coronel-. No tengo la clave.

Le sirvieron un vaso de agua que no quiso tocar. El viento soplaba con fatiga.

– Usted sabe lo que quieren decir estos mensajes -insistió Ferruccio-. Haga memoria. Cuando salgamos de ésta, la vida va a ser más fácil para todos.

– No sé. No puedo -repitió el Coronel-. Haga lo que haga, mi vida nunca va a ser fácil.

– Piense -dijo Ersilia-. Mire que va a estar aquí seis meses.

– ¿Y qué? ¿Si recordara de la clave me los acortarían?

– No -dijo Ferruccio-. Nadie le puede rebajar el castigo. Pero el ejército le va a dar toda la ginebra que quiera.

Eso ayuda. Los seis meses se le van a pasar volando. El Coronel se levantó de la mesa con dignidad.

– No sé nada -dijo-. Y además, a quién le importa lo que hay en esos papeles. ¿Qué puede ganar el ejército conociendo la historia de una pobre chica de quince años que soñaba con ser actriz?.

– ¿Qué se puede ganar? -admitió Ersilia-. Usted tiene razón.

– Siempre se gana lo que no se pierde -la interrumpió Ferruccio-. La yegua jodió a todo el mundo. Me jodió a mí. Aunque sea tarde, hay que hacérselo pagar. -Se detuvo, sin aliento. La cara redonda parecía una caricatura de la luna. -Cientos de personas la están investigando, coronel. No sacan nada en limpio: ni una sola historia que no haya salido en las revistas. Peleas en los camarines del teatro, polvos con algún tipo que la ayudaba a trepar. Son escorias que mueven a compasión pero no a odio. Y lo que necesitamos es odio: algo que la ultraje y la entierre para siempre. Averiguaron si había cuentas en Suiza. Nada. Si se compraba joyas con la plata del Estado. No. Todas son donaciones. Han perdido meses queriendo demostrar que era una agente nazi. ¿Qué agente nazi podía ser si ni siquiera leía los diarios? Ahora están por publicar toda esa mierda en un libro. Lo llaman El libro negro de la segunda tiranía. Son más de cuatrocientas páginas. ¿Y sabe cuántas hay sobre la yegua? Dos. Una miseria: sólo dos. De lo único que la acusan es de no haber escrito La razón de mi vida. Chocolate por la noticia. Eso ya lo sabían hasta las monjas de clausura. Usted, en esas fichas, tiene mucho más. Si me da la clave, podemos hundir a la yegua para siempre. Que el cuerpo siga sin corromperse todo lo que quieran. Vamos a deshacerle la memoria.

– No -contestó el Coronel. Estaba cansado. Quería irse lejos. Si mañana o pasado no escapaba de la locura donde lo habían metido, se internaría en el viento y dejaría que Dios hiciera con él lo que le diese la gana.

– Déjese de joder y déme la clave -insistió Ferruccio-. Usted es un oficial superior del ejército argentino. Lo que averiguó no le pertenece.

– No puedo -dijo el Coronel-. No sé. No le puedo dar lo que no tengo.

Se acercó a la puerta y la abrió. El viento giraba en remolinos y azotaba el vacío. Una enorme luna brillaba en el cielo helado. Pensó que si lo habían condenado a morir en esa desolación esperaría la muerte con altivez, intacto. Después de todo, sólo en la muerte se podía ser, como Evita, inmortal.

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