Manejó toda esa mañana por la desolación sin rumbo de las autopistas, desviándose en Mainz para comprar una botella de ginebra y en Heidelberg para reponer la nafta. Soy un argentino, se decía. Soy un espacio sin llenar, un lugar sin tiempo que no sabe adónde va.
Se lo había repetido muchas veces: Ella me guía. Ahora lo sentía en los nudos de sus huesos: Ella era su camino, su verdad y su vida.
Cuando Tenía seis años, los padres lo habían llevado a Eichstátt, en Baviera, para conocer a los abuelos. Recordaba la cara estriada de los viejos, siempre en silencio; las tumbas de los príncipes obispos bajo la losa de las iglesias; la calma del río Altmühl al atardecer. Antes de regresar a Buenos Aires, la abuela le mostró la cabaña junto al río donde Ella había nacido. La tierra era húmeda, blanda, y nubes de insectos sedientos volaban a ras de la tierra. Oyó los aullidos de animales que no conocía y un llanto largo, profundo, que parecía de mujer. «Son los gatos», le dijo la abuela. «Es la época del celo». Siempre había recordado aquel momento como si sólo entonces hubiera comenzado su vida y antes no hubiera realidad ni horizonte sino una puerta cerrada que daba a ninguna parte.
Como tenía que ir en alguna dirección, decidió ir a Eichstátt. Cerca de Dombühl lo detuvo una patrulla.
– ¿Lleva un enfermo grave? -le preguntaron-. ¿A qué hospital va?
– No voy a ningún hospital. Llevo a una compatriota muerta. Tengo que entregarla en Nürenberg.
– Abra la ambulancia -le dijeron-. No puede andar así, en la autopista, con un muerto. Necesita un permiso.
– Tengo credenciales. Soy diplomático.
– No importa. Abra la puerta.
Bajó, resignado. Al fin de cuentas, la única mentira de su historia era la ciudad de Nürenberg, pero si los policías lo obligaban podía desviarse de su destino. La ventaja de la libertad era que podía convertir las mentiras en verdades y contar verdades en las que todo parecía mentira.
Uno de los agentes entró en la ambulancia mientras el otro se quedó vigilando al Coronel. El cielo se llenó de nubes y al rato cayó una llovizna imperceptible.
– Esto no es una muerta -dijo el policía dentro del Opel-. Es una muñeca de cera.
Por un momento, el Coronel sintió la tentación de ser arrogante y de explicarles quién era Ella, pero no quería ya perder más tiempo. El relámpago de un calambre volvió a clavársele en la cintura.
– ¿Dónde la consiguió? -dijo el hombre, al bajar del vehículo-. Está muy bien hecha.
– En Hamburgo. En Bonn. No me acuerdo.
– Que la disfrute -lo despidió el otro policía, sarcástico-. Y si lo vuelven a parar, no diga que lleva una muerta.
A la altura de Ansbach salió de la autopista y tomó la ruta número trece, rumbo al sur. En el horizonte se abría una red de pequeños lagos y ríos azules cuyas aguas se enrevesaban bajo la llovizna. Cerca de Merkendorf compró un ataúd. Más adelante consiguió una pala y una azada. Sentía las amenazas de la noche, de la soledad, de la intemperie, pero antes de seguir adelante necesitaba hablar con Ella, saber si la infelicidad de saberse abandonada la llenaría de lágrimas y le borraría el cuerpo. Paró el Opel junto a un campo de cebada. La acostó con dulzura en el ataúd y comenzó a hablarle. Cada tanto, levantaba la botella de ginebra, la miraba con asombro en la luz cada vez más esquiva, y bebía un trago. «Mariposa mía», dijo. Nunca antes en su vida había usado esa palabra. «Voy a tener que dejarte». Su pecho quedó vacío, como si todo lo que él todavía era y todo lo que había sido hubiera drenado por la herida de esa terrible certeza: «Voy a tener que dejarte. Me voy. Si no me voy, van a buscarme. Los del Servicio, los del Comando de la Venganza: todos andan detrás de mí. Si me encuentran, también van a encontrarte a vos. No te voy a dejar sola. Voy a enterrarte en el jardín de mi abuela. Ella y el viejo te van a cuidar. Los dos son buenos muertos. Cuando yo era chico, me dijeron: Volvé si te hacemos falta, Karle. Y ahora me hacen falta. Orna, Opapa. Persona va a quedarse con ustedes. Es educada, tranquila. Se las arregla sola. Fíjense cómo engañó a los de la patrulla. Te transformaste, Mariposa. Escondiste las alas y te volviste crisálida. Te borraste el perfume de la muerte. No permitiste que te vieran la cicatriz estrellada. Ahora no te pierdas. Apenas pueda, vuelvo a buscarte. No sufras más. Ya es tiempo de que descanses. Has caminado mucho en estos meses. Nómada. En cuánta tierra y agua y espacios lisos te has repartido».
Al entrar en Eichstatt sintió la inesperada felicidad de estar regresando a un hogar que, sin embargo, apenas conocía. Las calles empinadas y solitarias, los palacios conventuales: todo le parecía familiar. Quién sabe cuántas veces había estado allí en sueños y sólo ahora se daba cuenta. La cabaña de los abuelos quedaba en algún lugar de la ribera del Altmühl, hacia el este, hacia Plunz. Atravesó dos o tres puentes equivocados antes de encontrarla. Sólo había ruinas: los troncos de la fachada y la osamenta de un fogón. La tierra, tal vez, pertenecía a otros dueños.
El paisaje no era el mismo de su memoria: vio a lo lejos las sombras torpes de unas vacas y el cuello de un molino. La noche caía rápida, voraz. Hundió la azada junto al fogón y, enseguida, comenzó a cavar. La furia de los golpes apagaba las quejas de sus vértebras pero sabía que, cuando terminara, el dolor de la espalda sería atroz. Tal vez ni siquiera podría moverse. Tal vez ya no podría regresar. Oía, a pocos pasos, el murmullo de la corriente negra y espesa del río. La lluvia no dejaba de caer. Como la tierra era blanda y hospitalaria, tardó menos de una hora en abrir una zanja de metro y medio, que apuntaló con tablas viejas y piedras. Vas a estar bien acá, Persona, repetía. Vas a oír los ronquidos de la cosechas y los balidos de la primavera. No te voy a dejar esperando, navegando. Salgo y vuelvo.
A eso de la medianoche la besó en la frente, depositó bajo sus pies descalzos el fajo de cuadernos escolares y el manuscrito de Mi Mensaje y remachó la tapa del ataúd con una hilera de clavos para protegerla de las alimañas subterráneas y de la curiosidad de los gatos.
Al principio, cuando la dejó en la tumba y empezó a cubrirla con los escombros del fogón -leños podridos, ladrillos, neumáticos y hasta una dentadura postiza que tal vez había sido del abuelo-, sintió ganas de llorar y de pedir perdón por última vez. Pero enseguida se abrió dentro de él un oasis de alivio. Ya que no podía seguir defendiéndola, Evita iba a estar mejor así. Ahora sólo él conocía el escondite, sólo él sabría rescatarla, y ese conocimiento podía ser su escudo. Si en Buenos Aires querían verla de nuevo, tendrían que pedírselo de rodillas.
Al amanecer llegó a Koblenz, al sur de Bonn. Alquiló un cuarto de motel, se bañó y se cambió de ropa. Las mordeduras de la espalda comenzaban a disipársele milagrosamente y el sol que se asomaba por la ventana tenía un color desconocido, inocente, de otro mundo. Cuando amaneciera de nuevo y el sol fuera otro, estaría en Buenos Aires. Quién sabe con qué ciudad se encontraría. Quién sabe si la ciudad estaba aún donde la había dejado. Quizá se había marchado de su llanura húmeda y ahora crecía junto a un fogón, a orillas del río Altmühl.
Fue Aldo Cifuentes quien me contó esos últimos movimientos de la historia. Una mañana de domingo, en su casa, desparramamos sobre el escritorio las fichas y papeles de Moori Koenig y estudiamos sus idas y vueltas en un atlas Hammond de 1958 que Cifuentes había conseguido en la feria de San Telmo. Cuando dibujamos el itinerario con un lápiz rojo, me asombró comprobar que el Coronel había manejado más de veinte horas por las rutas de Alemania sin rendirse a los tormentos del lumbago.
– Ya no le importaba nada -dijo Cifuentes-. Había dejado de ser lo que era. Se había convertido en un místico. Cuando nos encontrábamos, en los últimos años, me repetía: «Persona es una luz a la que nadie puede llegar. Mientras menos lo entiendo, más lo creo». La frase no era de él. Es de santa Teresa.
– Murió sin saber, entonces, que no había enterrado a Evita sino a una de las copias.
– No. Le dijeron todo. Fueron crueles con él. Cuando llegó a Buenos Aires, estaban esperándolo Corominas, Fesquet y un emisario del ministro de ejército. Se lo llevaron a una de las oficinas del aeropuerto, y ahí le avisaron que había caído en una trampa. Al principio, Moori Koenig perdió la compostura. Casi se desmaya. Después, decidió no creerles. Esa convicción le dio ánimo para seguir viviendo.
– ¿Qué hacía Fesquet ahí? -pregunté.
– Nada. Era sólo un testigo. había sido la víctima del Coronel: terminó por ser su némesis. Apenas escapó de la Herbertstrasse, tomó el primer avión para Buenos Aires. Ya estaba acá cuando el ministro de ejército le envió el telegrama a Moori ordenándole que regresara.
– No entiendo por qué dieron tantas vueltas. Por qué no desplazaron al Coronel de una vez y acabaron con todo. Para qué le mandaron la muñeca.
– Necesitaban desenmascararlo. Moori había tejido una red de complicidades dentro del ejército. Conocía muchas vergüenzas y amenazaba siempre con sacarlas a luz. En el aeropuerto, Corominas le dijo que habían descubierto la cicatriz detrás de la oreja de la Difunta y que Ara había tatuado esa misma marca en una de las copias. En ese momento, Moori no podía saber si le estaban mintiendo. Estaba exhausto, desconcertado, enfermo de humillación y de odio. Quería vengarse, pero no sabía cómo. Necesitaba primero conocer la verdad.
– Tal vez se equivocaron -dije. Tal vez el cuerpo que el Coronel enterró en la cabaña era el de Evita, y ya no hay más historia. De qué te reís, che. Sería una confusión muy argentina.
– Corominas no podía cometer un error tan grave. Le hubiera costado la carrera. Imagináte el escándalo: el cadáver de Evita abandonado por el ejército en una vidriera de putas, al otro lado del Atlántico. La carcajada de Moori Koenig seguiría oyéndose hasta el juicio final. No, no fue así. Corominas montó una comedia de enredos pero no la que vos pensás. Quién sabe por qué lo hizo. Quién sabe qué cuentas secretas saldó en ese momento con el Coronel. Nunca, ninguno de los dos, dijo una sola palabra contra el otro.
– Soy como santa Teresa: te creo pero no entiendo. ¿Qué pasó con los demás: con la valquiria y los gigantes de sombreros hongos?
– Todos eran actores de la misma representación: el hombre que simulaba ser capitán del Cap frió, los ladrones del Opel azul, los guardianes de la Herbertstrasse. A todos los compraron por unos pocos marcos.
– Al Coronel podía quedarle, al menos, el consuelo de que lo habían derrotado a golpes de imaginación. ¿Quién escribió el libreto?
– Lo escribió Corominas. Pero Moori nunca quiso admitirlo. Insistía en creer que Evita era la del río Altmühl y que, una vez más, la había perdido.
Después del incidente del aeropuerto tuvo que volver a Bonn, ya destituido, a retirar sus papeles y a levantar la casa. Vivió entonces un último momento de dignidad y tal vez de grandeza. No habló con nadie. Le dio a su esposa las instrucciones y el dinero imprescindibles para el regreso, metió en un baúl los documentos que ahora ves en este cuarto, y regresó a la cabaña que había pertenecido a los abuelos, entre Eichstatt y Plunz, en busca de Evita. No la encontró.
Cifuentes se puso de pie.
– El cuerpo esquivo de Evita -dije-. El cuerpo nómade. Ésa fue la fatalidad del Coronel.
– Tal vez -dijo Cifuentes-. Pero aquél no era el cuerpo: no lo olvides. Tampoco encontró el lugar. Su condena era, más bien, aferrarse a lugares que desaparecen. Cuando llegó, el campo de los abuelos ya no era nada: sólo fango y mosquitos. Las aguas habían desdibujado todas las señales. Quedaban, todavía invictos, los troncos de la fachada y los soportes oxidados del fogón. Un neumático lleno de piedras le hizo suponer que ése era el punto donde había cavado la tumba. Volvió a cavarla entonces por segunda vez, con desesperación, hasta que tropezó con la corriente subterránea del Altmühl. Allí estaba sumergido el cajón, sin la tapa y, por supuesto, sin el cuerpo. Cuando quiso desenterrarlo, se le desmoronó la zanja que acababa de abrir. El esqueleto del ataúd quedó en posición vertical, de pie, con el extremo curvo sobresaliendo entre las raíces y el limo.
Cifuentes me había dejado solo en la casa y pude pasar el resto de la mañana leyendo los informes que el espía del Coronel -también llamado el vidente- haba mandado a Bonn desde Santiago de Chile. Lo primero que noté fue que en esos papeles había un relato. Es decir, el manantial de un mito: o más bien un accidente en el camino donde mito e historia se bifurcan y en el medio queda el reino indestructible y desafiante de la ficción. Pero aquello no era ficción: era el principio de una historia verdadera que, sin embargo, parecía fábula. Entendí entonces por qué el Coronel desdeñaba los informes: no los creía, no los veía. Lo único que le interesaba era la muerta, no su pasado.
"Recuerde, Coronel, los labios finos de doña Juana», escribía el vidente. "Imagínela hablando. Recuerde el pelo blanco con reflejos celestes, los ojos redondos y vivaces, las mejillas caídas: ni la más remota semejanza con Evita, nada, como si la hija se hubiera engendrado sola.»
Ordené los papeles y comencé a copiarlos. Era interminable. Aparte de los informes de Santiago de Chile, Moori había acumulado chismes de croupiers, actas de registros civiles e investigaciones históricas de periodistas de Los Toldos. Al fin, sólo copié unos pocos párrafos textuales. De otros, tomé notas abreviadas y rescaté fragmentos de diálogos. Años después, cuando quise pasar en limpio esos apuntes y convertirlos en el comienzo de una biografía, me desvié a la tercera persona. Donde la madre decía:»Desde que Evita vino al mundo sufrí mucho», a mí se me daba por escribir: «Desde que nació Evita, su madre, doña Juana, sufrió mucho». No era lo mismo. Casi era lo contrario. Sin la voz de la madre, sin sus pausas, sin su manera de mirar la historia, las palabras ya no significaban nada. Pocas veces he combatido tanto contra el ser de un texto que se quería narrar en femenino mientras yo, cruelmente, le retorcía la naturaleza. Nunca, tampoco, fracasé tanto. Tardé en aceptar que, sólo cuando la voz de la madre me doblegara, habría relato. La dejé hablar, entonces, a través de mi. Y sólo así, me oí escribir:
«Desde que Evita vino al mundo sufrí mucho. Duarte, mi esposo, que hasta ese momento había sido un hombre servicial, considerado, se volvió esquivo. Teníamos, como usted sabe, otros cuatro hijos, y fui yo la que me empeñé en que naciera esa última criatura, no él. "No vino por amor", decía. "Vino por la costumbre". Tal vez yo exageré mi sumisión en el afán de retenerlo. Tal vez él ya no me quería o le habían hecho creer que ya no me quería. Pasaba por Los Toldos sólo de vez en cuando, en viaje de negocios. Pedía permiso para entrar en la casa como si fuera un desconocido y aceptaba, callado, un par de mates. Al rato comenzaba a suspirar, me entregaba un sobre con plata y se retiraba moviendo la cabeza. Siempre lo mismo. A Evita la veía tan poco que si se la hubiera cruzado en medio del campo no la habría reconocido.
«En Chivilcoy, él tenía otra casa: una esposa legítima muy agraciada y tres hijas. La esposa era de familia pudiente, con haciendas y molinos. A Duarte le convenía, porque le aterraba la pobreza. Yo no podía darle nada sino responsabilidades y gastos. La felicidad no cuenta para estas cosas. La felicidad es algo que los hombres siempre olvidan.
«Un viernes de noviembre, Duarte pasó por Los Toldos con una tropilla de alazanes. Los iban a herrar en la estancia que él administraba, La Unión, y como se anunciaba un asado, la ocasión me pareció buena para bautizar a Evita, que ya tenía diez meses, y a Juan, que había cumplido cinco años. Le mandé avisar que se presentara en la parroquia a las once, pero no dio señales de vida ni se disculpó. A mediodía, el cura despachó el bautismo con apremio porque después debía oficiar una misa de esponsales. Le pedí que me permitiera quedarme. "No se puede, Juana", me dijo. "Sería un escándalo. La gente decente no quiere saber nada con una mujer que vive como manceba". "Eso es injusto", le contesté. "Todos somos iguales ante los ojos de Dios". "Es verdad", dijo el cura. "Pero cuando la gente la ve a usted, se distrae de Dios". Aunque el insulto se me clavó en el alma, me eché a reír. "Fíjese lo que son las cosas", le contesté. "Jamás hubiera pensado que, para la gente, yo soy más entretenida que Dios".
«Salí de la iglesia con intención de no pisarla más. Fui caminando con mis hijos hasta La Unión, para que Duarte me rindiera cuentas por su ausencia, pero se hizo negar. Me había enamorado de él cuando era casi una criatura y no me daba cuenta de lo que estaba haciendo. Después tuve que pagar esa ignorancia con una vida de infelicidad.
«Hubo otra mañana fatal, en 1923. El cielo ardía. Puse aceite al fuego para freír unas papas, y el calor me embotó. Me dejé llevar por la corriente de los pensamientos. A Duarte se lo había tragado la tierra y los otros hombres, que me veían sola, estaban empezando a perseguirme. Yo no sabía qué iba a ser de mi vida, no sabía en nombre de qué maldición estaba desperdiciando mi juventud y deseaba irme lejos, pero no sabía dónde ni con qué plata. En esas amarguras me distraje. De pronto, oí un alarido. Evita, pensé. Era Ella. Atraída por la crepitación del aceite hirviendo, se había acercado a mirar. La olla se le volcó encima, quién sabe cómo, y aquella lava le cubrió todo el cuerpo. El ardor de las quemaduras la desmayó. Corrí al dispensado. Casi ni me atrevía a tocarla porque al menor roce se le desprendían hebras de piel. La curaron con óleo calcáreo y la vendaron. Pregunté si le iban a quedar marcas. "Tejido queloide", me dijo la enfermera. "Se le puede formar tejido queloide". Pregunté qué era eso. "Va a parecer una tortuga", me contestó, implacable. "La piel en rama, en trenzas, llena de cicatrices".
«Le quitaron las vendas a la semana. Yo tenía mis santos particulares y mis vírgenes: cada noche me arrodillaba sobre maíces y les suplicaba que le devolvieran la salud y una belleza que ya parecía imposible. Las costras rojas le enmascaraban la cara y le dibujaban mapas en el pecho. Cuando se le apagó el tormento de las quemaduras, a Evita la desvelaron unas picazones de posesa. Como la desesperaban las costras y quería arrancárselas, tuve que atarle las manos. Así permaneció más de un mes, amarrada, mientras las costras viraban del rojo al negro. Parecía una oruga tejiéndose un capullo de luto.
Una mañana, antes de clarear, la oí levantarse. Afuera llovía y el viento soplaba seco, por ráfagas, como un acceso de tos. Temí que se enfermara de algo peor y miré por la ventana. Estaba inmóvil, en el patio, con la cara levantada, abrazando la lluvia. Las costras se le habían desprendido. En vez de las cicatrices le asomó esa piel fina, traslúcida, de alabastro, de la que tantos hombres se iban a enamorar más tarde. No le quedó una estila ni una mancha. Pero ningún milagro es impune. Evita debió pagar su salvación con otros insultos de la vida, otros engaños, otras desdichas.
«Creí que en 1923 ya habíamos cumplido con nuestra deuda de amarguras. 1926 fue, sin embargo, un año todavía peor. Blanca, mi hija mayor, acababa de recibirse de maestra. Yo necesitaba aliviarme de los agobios de la costura y comencé a buscarle trabajo. Temprano, las dos salíamos a golpear puertas en las escuelas de esas desolaciones: San Emilio, El Tejar, La Delfina, Bayauca. Todo era polvo, viento y soles asesinos. Por las tardes, me sentaba en la hamaca del patio, exhausta, con los tobillos hinchados. Se me reventaban las várices y por más que me decía: Quedáte quieta, Juana, ya no caminés más, cada nuevo día trata siempre una esperanza que me obligaba a caminar. Recorrimos esas rutas de tierra cientos de veces, y siempre era inútil. Tuvo que morir Duarte para que se compadecieran de nosotras.
«Sucedió, como tal vez ya dije, un viernes de enero. A eso de la oración oímos un galope. Mala señal, pensé. Cuando se está sufriendo un calor de infiernos y ponen los caballos a correr sólo es para que anuncien una desgracia. Tal cual. El jinete era uno de los peones de la estancia La Unión. Traía la noticia de que Duarte había muerto. Fue al amanecer, dijo. Duarte salía de Chivilcoy hacia Bragado para ver unos campos de maíz y, en la confusión de la entreluz, el Ford que manejaba cayó en la banquina. Se le cruzó un animal, parece. O a lo mejor se durmió en la ruta. No es nada de eso, me dije. A Duarte lo ha matado la tristeza. Un hombre que abandona sus deseos como él los había abandonado, ya no quiere seguir viviendo. Se deja vencer por cualquier enfermedad o se duerme en los caminos.
«Hacía mucho tiempo que yo había dejado de quererlo.
Mi corazón estaba desierto de él y de todo otro amor que no fuera el de mis hijos. Sentí que a mí también la muerte podía alcanzarme en cualquier momento e imaginé la vida atroz de mis huérfanos, esclavizados por pulperos hostiles y por curas dementes. Me ahogó la angustia. Frente al patio, en el dormitorio, había un ropero con un espejo de luna. Allí me vi reflejada, pálida como una sábana, mientras las piernas me desprotegían. Caí dando un grito. Blanca me levantó. El varón, Juan, que en paz descanse, corrió a la farmacia. Quisieron inyectarme un calmante para que durmiera, pero no lo permití. No señor, dije. Si Duarte ha muerto, el lugar de mi familia está con él. Averigüé si lo velarían en La Unión. No, me dijo el peón. Van a enterrarlo en Chivilcoy mañana a la tardecita.
«Sentí el ramalazo de una energía desconocida. A mí siempre fue difícil doblegarme. No me han derrotado las penas ni las enfermedades ni las desilusiones ni la pobreza. Pero en aquel momento yo ni siquiera tenía con qué luchar.
«Compré al fiado unos vestidos de luto y medias negras.
A Juancito le cosí una banda negra en la manga de la camisa. Las chicas mayores lloraban. Evita no. Ella jugaba, indiferente.
«Tomamos un ómnibus de Los Toldos a Bragado y otro que salía al amanecer desde Bragado a Chivilcoy: un viaje de veinte leguas. La vida de adelante estaba oscura, vacía, y no sabía a qué odios tendría que enfrentarme. No me importaba. Mientras mis hijos estuvieran conmigo, me sentía invencible. Ninguno había sido concebido con artimañas ni enredos sino por voluntad del padre que acababan de perder. Yo no iba a permitir que crecieran con la vergüenza de ser nadie, a escondidas, como si hubieran brotado de la casualidad.
«Llegué a la casa de Duarte a eso de las nueve de la mañana. Las campanas del Santísimo Rosario tañían a duelo y en el aire sofocante de Chivilcoy flotaba el polen de las flores. Las coronas fúnebres se divisaban desde lejos. Las habían alineado en la vereda, sobre unos caballetes de cartón morado. En las cintas se leían nombres de escuelas normales, clubes de rotarios, concejales y párrocos que Duarte jamás había invocado en mi presencia.
Aun en el aturdimiento de la llegada, me di cuenta de que yo no reconocía en aquel muerto al padre de mis cinco hijos. Conmigo había sido callado, modesto, sin imaginaciones. Su otra vida lo revelaba, en cambio, poderoso y sociable.
«Alguien debió de reconocernos y avisar que nos acercábamos porque, en la esquina de la casa, nos salieron al paso dos viejos que me dieron mala espina. El más enlutado, con unos bigotes de manubrio, se quitó el sombrero de paja y descubrió una calva sudada.
«-Yo sé quién es usted y desde dónde viene, señora -dijo, sin mirarme a los ojos-. Comprendo su dolor y el de sus hijos. Pero hágase también cargo del dolor que está sintiendo la familia legítima de Juan Duarte. Soy primo hermano del difunto. Le ruego que no se acerque a la casa del duelo. No nos traiga el escándalo.
«No lo dejé seguir.
«-Vengo con estas criaturas desde muy lejos. Ellos también tienen derecho a despedirse de su padre. Cuando hayamos hecho lo que vinimos a hacer, nos iremos. Quedesé tranquilo. No habrá ningún escándalo.
«-Creo que no me entiende -insistió el primo. Sudaba mucho. Un pañuelo embebido en perfume lo aliviaba-. El fallecimiento ha sido repentino y la viuda está muy alterada. Saber que ustedes han entrado en su propia casa no le hará ningún bien. Le aconsejo que vayan a la iglesia y recen ahí por el eterno descanso de Juan. Y por caridad, tome este dinero para comprarle algunas flores.
«Me tendió un billete de cien pesos, que en esa época era una barbaridad. No me digné contestarle. Lo aparté con la mano y seguí caminando. Al advertir mi resolución, el otro viejo sonrió de costado y preguntó, desdeñoso:
«-¿Éstos son los bastardos?
«-Los de su madre -respondí, marcando con fuerza el su, para devolverle el insulto-. Y los de Juan Duarte. Así son las cosas. Todos, para el ladrón, son de su condición.
«No pude avanzar sino unos pocos pasos. De la casa salió una joven poco mayor que Blanca. Tenía los ojos marcados por el estrago del llanto y los labios pálidos. Se abrió paso entre las coronas fúnebres con tal ímpetu que dos o tres cayeron de los caballetes. Estaba encrespada. Pensé que iba a golpearme.
«-¿Cómo se atreve? -dijo. Hemos sufrido toda la vida por su culpa, señora. Vayasé de aquí, vayasé. ¿Qué clase de mujer es usted, Dios mío? Qué falta de respeto.
«Yo no perdí la calma. Pensé: es una hija de Duarte. También ella, a su manera, se ha de sentir desamparada.
«-Por respeto al difunto he venido hasta aquí -le dije-. Mientras vivió, fue un buen padre. No veo por qué las cosas deben ser de otro modo ahora que está muerto. No les haga a mis hijos el mal que ellos no le harían a usted.
«-¡Vayasé ahora mismo! -me contestó. No sabía si atacarme o largarse a llorar.
«Quién sabe por qué se me representaron en aquel momento la estación de trenes donde había esperado a Duarte tantas veces en vano, la carreta de mi padre avanzando entre los espejismos de los campos secos, el parto de mi primera hija, la cara de Evita desfigurada por las quemaduras. Entre tantas imágenes encontré también la de un caballero flaco y pálido. Estaba vestido de negro y se había acercado sin que nos diéramos cuenta, al amparo de la contraluz. Creí que era otro personaje de mis recuerdos, pero no: estaba de pie en la realidad de ese día tan distinto a mí, inmóvil, presenciando el arrebato histérico de la joven que era, de hecho, media hermana de mis hijos. El caballero flaco le puso las manos sobre los hombros y con ese gesto simple le apagó el odio, o por lo menos se lo contuvo.
«-Vamos a permitirles entrar un momento, Eloísa -le dijo-. Esta gente no tiene por qué llevarse a Los Toldos la misma pena con que ha venido.
«La joven regresó a la casa sollozando. El hombre me habló entonces, sin enojo ni compasión:
– Todo en esta muerte nos ha tomado de sorpresa. Hubiera sido mejor que no vinieran. Pero ahora ya están en Chivilcoy y cuanta menos gente lo sepa será mejor. En Los Toldos Duarte podía hacer lo que le diera la gana. Aquí hay que cuidar las apariencias. Si alguien pregunta quién es usted, voy a decir que es la cocinera de La Unión. No me desmienta. O entra con esa condición, o se retira. Nadie le va a dirigir la palabra. Tampoco quiero que hable con nadie. Le doy cinco minutos para que se despida del muerto, rece y se vaya. La viuda va a estar en ese momento en otra parte de la casa, y tal vez toda la gente que ha venido a dar el pésame también quiera estar lejos. No habrá nadie en la capilla ardiente. Sólo yo, para vigilar que se cumpla el trato.
«-Queda el cementerio -dije. Sentía la garganta seca, pero no quería mostrar debilidad. -Le prometí a Duarte que, cuando muriera, sus hijos iban a seguir el cortejo y a dejarle unas flores.
«El hombre quedó un rato en silencio. Su silencio era más amenazador que sus palabras.
«-Faltan todavía tres horas para el entierro. No sé qué quieren hacer ustedes mientras tanto, pero no hay razón para que se queden aquí. Al ataúd lo tienen que acompañar los parientes, los oficiales de la policía, los concejales, los profesores de la escuela normal y los consignatarios de hacienda que tenían negocios con el difunto. Son demasiadas personas y ustedes no conocen a ninguna. No les puedo prohibir que caminen detrás del cortejo. Pero nadie les va a hacer lugar.
«El caballero flaco desapareció en la casa mortuoria y, al rato, nos llamó con un guiño despectivo del índice. Recuerdo que, al pasar entre la doble fila de coronas, me desconocí a mi misma y desconocí los nombres de todo lo que veía. Velas, rejas, ojos, lajas, la realidad estaba en otro lugar. También mi cuerpo. Dejé de sentir las várices. En la capilla ardiente había un piano de cola y, junto al taburete, dos perros de caza embalsamados.
«Aunque me pese reconocerlo, el difunto no se iba de este mundo con una figura muy lucida. Llevábamos casi dos años sin vernos y en ese tiempo se había descuidado con la comida. Estaba grueso. El vientre le abultaba tanto que, al ver su sombra en la pared, parecía que hubiera otro piano allí, pero con la cola levantada. Tenía la cabeza maltrecha por el accidente y unos surcos de sangre en las fosas de la nariz. Pensé que lo habían dejado así a propósito, para que nadie lo recordara buen mozo. Nos acercamos a besarlo, pero no sabíamos dónde. Para que no se le cayera la mandíbula le habían atado un pañuelo que le cubría casi toda la cara. Blanca le acarició la nariz afilada y transparente. Yo le tomé las manos, que aferraban un rosario. Me pregunté cuáles habrían sido sus pensamientos cuando el auto se le volcó en la banquina. Era cobarde y no debió de atreverse a pensar en nada. Sólo sentiría el asombro y el terror del fin.
«Evita no alcanzaba a ver el cuerpo y tuve que levantarla en brazos. Cuando la acerqué al ataúd, advertí que tenia los labios apretados y la mirada desierta. "Tu papá", le dije. Ella se volvió hacia mí y me abrazó sin expresión, sólo porque debía abrazar a alguien y no quería tocar aquellos despojos de un desconocido.
«El caballero flaco nos acompañó hasta la puerta. Creo que me tendió una tarjeta pero no pude leerla. El sol había desenvainado esa mañana una calor sin piedad y todo lo que recuerdo es amarillo.
«Nos refugiamos en una fonda, cerca de la estación de ómnibus, y a eso de la una nos encaminamos al cementerio. Llegué cuando entraba el cortejo. Vi a la otra esposa de Duarte llorar en el hombro de la hija que me había ofendido; vi al caballero flaco cargando el ataúd junto a un capitán que en aquel calor estrepitoso se había abrigado con capas y galones. Sentí lástima por el difunto, que se despedía de este mundo rodeado de personas que desconocían su vida y no lo habían querido tal como era. Estábamos insolados y me pareció, por los chicos, que no valía la pena seguir el funeral. No había ya razón para quedarse ni tampoco hubo nunca razón para volver.»
La voz de la madre siguió hablando pero mi escritura ya no la oyó. Entre las palabras que dejé perderse había unos versos que Evita recitó en el patio de la escuela mixta urbana de Los Toldos, el revoloteo de la máquina Singer, dos fotos de chica triste, sin sonrisa, y la mañana en que Ella dijo: «Voy a ser artista». Eran imágenes de tarjetas postales que tal vez deberían estar aquí. Pero me ensordeció el vuelo de un ala sola y amarilla en el aire de la página. Vi volar el ala hacia atrás y cuando me le acerqué, no la vi más. Es así como se apaga el pasado, me dije. Siempre el pasado llega y se va sin importarle lo que deja.
– Te podrás imaginar los tiempos atroces que pasó el Coronel cuando volvió a Buenos Aires -me dijo Cifuentes. Estábamos otra vez juntos, al empezar la tarde de aquel mismo domingo. Yo comía una manzana; él fumaba con avidez, altivo y exiguo. -Todo lo que le quedaba de orgullo, instinto, fuerza y deseo se había quedado atrás, en Alemania. Vivía solo, en una pensión de Arenales y Coronel Díaz: sin nada que hacer, nadie en quién pensar, rumiando las imágenes del cadáver perdido. A fines de aquel año me llamaron del hospital militar porque lo habían internado con un coma hepático y los médicos creían que ya no iba a contar el cuento. Lo atormentaban con lavajes intestinales y tubos de glucosa. Su pobre cuerpo castigado tenía ronchas, estigmas, lastimaduras de la dejadez. Desde el teléfono del hospital llamé a la esposa y le pedí que lo socorriera. «Quién sabe si querrá verme, -dijo ella. «Vaya», -le contesté. «No la va a rechazar. Está quemando el último aliento en el esfuerzo de sobrevivir.»
– Sobrevivió -le dije-. No he oído que nadie cayera y se levantara, como él, tantas veces.
– No sabes cuánto sobrevivió.
Cifuentes y yo seguimos un largo rato inmóviles en el mismo domingo. Había brumas afuera, lloviznas, ráfagas de viento húmedo: todos los malos humores del clima de Buenos Aires pasaban por allí sin que nos importara. Según su costumbre, Cifuentes sacaba del bolsillo unas diminutas migas de pan y se las comía. Las esquirlas se le quedaban enredadas en la barba puntiaguda.
– Antes del fin, Moori se reconcilió una vez más con la esposa -me dijo- y volvió a vivir en el departamento de Callao y Santa Fe. Tenía la ilusión de que lo reincorporaran al ejército y lo ascendieran a general de brigada, pero ya sus amistades habían perdido influencia y el propio ejército estaba demasiado enloquecido por las luchas de facciones como para interesarse en él. Fue en esos meses cuando lo visitó Rodolfo Walsh y el Coronel le contó que había enterrado a Evita de pie, en un jardín de lluvias incansables. Suponía que la Difunta estaba aún dando vueltas por el mundo, en manos de algún poder oculto.
Un día me dijo: «Vayamos a buscarla, Pulgarcito». Yo traté, por única vez en la vida, de hacerlo entrar en razón. «Lo que enterraste en Eichstátt fue una copia, Moori», le dije. «Te engañaron. Quién sabe qué se ha hecho de la Eva. A lo mejor la han sepultado en el mar.» Me arrepentí al instante de haberle hablado así. Tuvimos un altercado feroz. Lo vi llevar una mano a la Walther. Estuvo, creo, a punto de matarme. Durante meses no me dirigió la palabra. Para el Coronel, no había otra realidad que Evita. El mundo le parecía, sin Ella, intolerable.
A veces nos callábamos durante ratos largos, hasta que el silencio se acomodaba por completo dentro de nosotros. A veces nos acordábamos de hablar y repetíamos lo ya dicho como si lo hubiéramos olvidado. Sigo pensando que ese domingo no fue un solo día sino muchos y que, cuando llegó la noche, Cifuentes se alejó de mi vida.
Pero aún no he terminado de contar algunas historias que se quedaron, desde entonces, dentro de mí.
Como era quizás inevitable, me dijo Cifuentes, el Coronel se dejó devorar de nuevo por la fiebre del alcohol y volvió a tener raptos de delirium tremens. Hordas de mariposas lo sepultaban bajo un tejido de velas encendidas y de flores silvestres. Las ratas de la pesadilla le descoyuntaban los huesos y le quemaban los ojos. Dos veces lo internó su mujer en el hospital y otras tantas volvió a las andadas. El Comando de la Venganza seguía mandándole cartas de amenaza y preguntándole dónde estaba Evita. Devolvé el cuerpo de la Santa al pueblo, le escribían. Te vamos a cortar la oreja, corno se la cortaste a Ella. Te vamos a sacar los ojos. ¿Dónde escondiste las sagradas reliquias de nuestra Madre Querida?
Un amanecer, apareció en la casa de Cifuentes. Llevaba dos baúles repletos de cartas, documentos y fichas con relatos cifrados. Le dijo que volvería a buscarlos cuando el pasado se aquietara.
– Me están pisando los talones, Pulgarcito -le explicó-. En el momento menos pensado van a matarme. Tal vez sea un alivio. Tal vez sea lo mejor.
Dejó allí los baldes para siempre. Cuando necesitaba consultar uno de los escritos, entraba en el estudio de su amigo, de día o de noche, y con el auxilio de una lupa examinaba las hojas al trasluz, en busca de anotaciones con tinta invisible. Ya nadie pensaba en él como en un ser vivo, me dijo Cifuentes. «Moori, al final, dejó de ser el Coronel: era su enfermedad, sus vicios, sus tormentos».
En 1965 se alejó por última vez de la esposa y, durante algún tiempo, también dejó de beber. Fundó una «Agencia de Prensa Transamericana» que difundía rumores sobre conspiraciones cuarteleras y motines en las fábricas. Escribía él mismo las noticias y las copiaba en un mimeógrafo de 1930, que no paraba de toser o tartamudear, Se las arregló para que su nombre resucitara en los diarios. A comienzos de 1967 fue entrevistado por la célebre revista Primera Plana. En la fotografía se lo ve gordo, calvo, con la nariz roja y agrietada que le había dejado el alcohol, y una sonrisa fantasmal, sin dientes. Le preguntaron si era verdad que había «soterrado en las tinieblas el cadáver de Evita». «No voy a contestar esa insidia», dijo. «Estoy preparando un libro sobre el caso. ¿Sabe quiénes me asisten? Sorpréndase: el doctor Pedro Ara y la señora Juana Ibarguren de Duarte.»
Mentía, por supuesto, sin saber que mentía. Había inventado una realidad y, dentro de ella, era Dios. Imitaba la imaginación de Dios y en ese reino virtual, en esa nada que estaba llena sólo de sí mismo, se creía invulnerable, invencible, todopoderoso.
Tarde o temprano, la burbuja debía estallar. Sucedió una noche de agosto. El Coronel se había citado con un informante en la estación de Liniers. Al adentrarse en el andén, pensó que había regresado a otra de sus pesadillas. Entre los bancos de tablas y los nichos de las boleterías clausuradas desfilaban promesantes con los brazos en cruz, enarbolando velones encendidos y coronas de margaritas. Algunos paseaban en angarillas la efigie de un santo indiscernible, suspendido en el ademán de repartir panes de plástico y monedas de fantasía. Otros veneraban la foto triunfal de Evita, vestida con la pollera estilo Maria Antonieta que lucia en las veladas del teatro Colón. Se enredaban los cantos, Cristianos venid, San Cayetano ruega por nosotros, Eva Perón, tu corazón / nos acompaña sin cesar. Se confundían los perfumes de la desesperación, del pachulí y de los sahumerios. Frente a la bóveda de la boletería, una mujer con un abrigo hasta el piso entregó al pasmado Coronel un ramo de alverjillas y lo empujó hacia el altar donde Ella, desde su lejana noche de gala, sonreía.
– Anda -dijo la mujer-. Ponéle cien pesos.
– Quién sos vos? -tuteó también el Coronel-. Sos del Comando de la Venganza.
– Qué voy a ser -respondió ella, quizá sin entender-. Soy evitista, de la Milicia Angélica. Pero acá, en estas fiestas, cualquier fe da lo mismo. Ponéle los cien pesos.
El Coronel le devolvió el ramo y, con espanto, salió a la noche. Alrededor de la estación florecían, como panales, los altares. Un oleaje de velas desteñía las siluetas de rezadores y peregrinos. El perfil de Evita dejaba caer sus bendiciones desde lo alto de los estandartes. A los balcones se asomaban otras Evitas esculpidas en yeso, a las que habían aderezado con tocas de Virgen María. Todas esgrimían una sonrisa que se esforzaba por ser benévola pero que brotaba de costado, artera, amenazante.
Se alejó como pudo. Varias veces, en el camino, oyó que desde los zaguanes le decían: «Te vamos a matar. Te vamos a cortar los huevos. Te vamos a sacar los ojos». En el primer almacén abierto compró un porrón de ginebra y lo bebió allí mismo, empinándoselo, con una sed que ya llevaba dos años sin ser saciada. Después se encerró en su oficina y siguió bebiendo sin parar hasta que Evita se retiró de sus alucinaciones y otras sombras más terribles lo mantuvieron clavado al piso, en una ciénaga de orinas y de mierdas.
Esa vez lo salvaron los peones de la limpieza. Los estragos de su cuerpo eran tales que los médicos tardaron seis meses en darlo de alta. Quiso la fatalidad que, al llegar convaleciente a las oficinas de la Agencia Transamericana -donde ahora tenía su casa-, alguien deslizara un sobre lacrado bajo la puerta, con este mensaje escueto: Tu hora se aproxima. Comando de la Venganza.
Salió desesperado a la calle, sin camisa. Empezaba el otoño y caía una lluvia inclemente. La escritora Tununa Mercado, que tenía la costumbre de caminar con su perro a esas horas tardías, se cruzó con él en la plaza Rodríguez Peña.
«Creí que era un enfermo escapado de los asilos»,
me contó muchos años después. «Pensé: sólo puede ser un pobre enfermo. Hasta que lo reconocí por las fotos de los diarios. Corrió hacia la estatua de O’Higgins y se paró ante el pedestal, con los brazos en cruz. Lo oí gritar: "¿Por qué no vienen de una vez y me matan?". Repetía: "¿Por qué no vienen?". Yo no sabía de quiénes estaba hablando. Miré para todas partes. No había nadie. Sólo el silencio y la luz lechosa de los faroles. "¿Qué esperan, hijos de puta?", volvió a gritar. "¡Mátenme, mátenme!" De pronto, algo lo derrumbó. Se puso a llorar. Me acerqué a preguntarle si necesitaba ayuda, si quería que llamara a un médico.»
A Tununa la han conmovido siempre los hombres que viven en esa plaza, a la intemperie. Estaba por cruzar al palacio Pizzurno para pedir ayuda a los serenos cuando apareció un hombre calvo, de nariz aguileña, con barba de mosquetero.
«Era Cifuentes», le dije. «Aldo Cifuentes».
«Quién sabe», me contestó Tununa, que tiene una confianza ciega en sus sentimientos pero no en sus sentidos. «El hombrecito calvo lo estaba buscando. Con increíble delicadeza le dijo: "Vámonos, Moori. No tenés nada que hacer acá." "No me pidas eso, Pulgarcito", -le suplicó el Coronel. Me sorprendió que alguien tan rudo, de aspecto tan bestial, invocara a un personaje de mis cuentos de niña. "Me quiero morir". El amigo cubrió al Coronel con una cobija y lo arrastró, casi en hombros, hasta un auto. Yo me quedé mucho rato quieta, bajo la llovizna, y esa noche no pude dormir.»
Con abnegación, con tenacidad, Cifuentes fue el lazarillo del Coronel hasta la víspera misma de su muerte, en 1970. Hay seres que, sin razón alguna, protegen a otros con una piedad compulsiva, como si el cuidado de esos destinos ajenos les permitiera expiar viejas derrotas y deberes no cumplidos. Cifuentes se aplicó a esa obra de misericordia sin alardes. En sus memorias póstumas dedica al tema un párrafo displicente: «Moori Koenig fue mi hermano del alma. Quise salvarlo y no pude. Cayó en desgracia por causas oscuras. Su hogar se deshizo. Su claridad mental se oscureció. Muchos pueden hablar de sus borracheras, de sus pequeñas trampas y mentiras. A mí sólo me importaron sus sueños».
Voy a dejar, entonces, que esta última cadencia de la historia repose sobre el pecho de un sueño.
Como ya dije, el Coronel soñaba casi todas las noches con la luna. Se veía caminando por los desiertos blancos y agrietados del Mar de la Serenidad, sobre el que brillaban seis o siete lunas torvas y amenazantes. Sentía, en el sueño, que iba en busca de algo, pero cada vez que divisaba un promontorio, un temblor del paisaje, la ilusión se deshacía antes de que pudiera alcanzarla. Esas imágenes de nada y silencio permanecían dentro de él durante horas, y sólo se disipaban con los primeros tragos de ginebra.
Cuando se supo que tres pilotos de la NASA iban a descender en la luna, el Coronel pensó, con alivio, que aquel sueño repetido perdería su razón de ser -como todos los sueños que, después de mucho insistir, acaban apareciendo en algún lugar de la realidad-, y que tendría entonces libertad para soñar otras cosas. Decidió con Cifuentes que verían juntos en la televisión las últimas horas del largo viaje espacial; así fue como un domingo por la noche se instalaron ante el aparato, con un cubilete de dados para entretener la espera y una provisión generosa de cigarrillos. La transmisión exageraba las imágenes del centro de control de Houston y las entrevistas a los técnicos que guiaban la nave. Esas digresiones los adormecieron.
Se habían prometido resistir la tentación de la ginebra hasta que la aventura hubiera terminado. Por fin, un asombroso disco redondo apareció en la inmensidad, lleno de luz. Duró poco. El vientre del disco se hundió en seguida y en el espacio vacío fue dibujándose una hoz cóncava, menguante.
– La luna -dijo el Coronel.
– Es la tierra -opinó Cifuentes-. Somos nosotros. Parece que tuviéramos la frente vendada como las monjas.
Durante horas, no pasó nada más. El aire, afuera, estaba lleno de sonidos urbanos, pero también los sonidos fueron apartándose y sólo quedó el vacío del invierno inclemente. Aunque el frío de la casa se hizo intolerable, el Coronel sólo sentía calor y sed. En medio de la noche rompió la promesa y tomó un trago de ginebra. Cuando regreso, la melancolía lo ahogaba. El módulo lunar, desprendido de la nave principal, estaba posando sus tentáculos sobre un crater polvoriento. La especie humana acababa de llegar a la luna pero el Coronel ya no sentía nada, salvo los redobles de su propio infierno.
– ¿Quién se la habrá llevado, Pulgarcito, qué te parece? -dijo.
– ¿A Evita? Qué sé yo. Mirá las ideas que se te ocurren a estas horas.
Cifuentes estaba disgustado. El aliento a ginebra saturaba el aire.
– Vaya a saber si la cuidan, Pulgarcito. Vaya a saber qué le estarán haciendo.
– No pensés más en eso. Me prometiste.
– Yo la extraño. La extraño. Quisiera no pensar, pero la extraño.
Durmieron allí mismo, sobre los sillones. Cuando Cifuentes despertó, a comienzos de la tarde siguiente, ya el Coronel había tomado más de medio porrón de ginebra y lloraba viendo las imágenes interminables de la llanura de ceniza. Se oían los frenazos de los colectivos en la calle. Todo parecía haber vuelto a la normalidad, aunque a veces se abrían sorpresivos paréntesis de silencio. La oscuridad se apoderaba entonces de la pantalla, como si el mundo suspendiera el aliento a la espera de un parto descomunal, pantagruélico.
A las once de la noche del lunes, Neil Armstrong pisó la luna y pronunció la retórica frase que tanto había ensayado: That’s one small step for man. La imagen del televisor se inmovilizó en la huella de una bota, la izquierda, sobre el polvo gris.
– Qué raro: tantas manchas negras dijo el Coronel-. Tal vez hay moscas en ese lugar.
– No hay nada -dijo Cifuentes-. No hay vida.
– Hay moscas, mariposas, larvas de saprinas -insistió el Coronel-. Mirálas en el televisor. Están por todas partes.
– Qué van a estar, Moori. Es la ginebra que tomaste. Acabála ya. No quiero que terminemos otra vez en el hospital.
Armstrong saltaba de un cráter a otro y de pronto desapareció en el horizonte con una pala pequeña. Dijo, o el Coronel creyó entender: «No puedo ver lo que hago cuando llego a la sombra. Trae la máquina, Buzz. Mándame la máquina».
– Van a trabajar con máquinas -dijo el Coronel.
– Salió en los diarios -bostezó Cifuentes-. Van a cavar. Tienen que recoger algunas piedras.
Armstrong y el hombre que se llamaba Buzz parecían volar sobre aquel blando mundo muerto. Alzaban los brazos alados y se elevaban por encima de cordilleras frágiles y de mares impasibles. La cámara los perdió de vista y, cuando volvió a ellos, flotaban juntos, aferrando por las asas una caja de metal, de contornos borrosos.
– Mira esa caja -dijo el Coronel-. Un ataúd.
– Son herramientas -lo corrigió Cifuentes-. Ya vas a ver cuando empiecen a trabajar.
Pero la cámara se apartó de los astronautas en el preciso momento en que se inclinaban sobre algo que parecía un cauce, una grieta, y se distrajo con otros paisajes. En la aterradora blancura se dibujaron anillos, ojeras, ráfagas de plumas, estalactitas, plagas del sol. Luego, el espacio fue ocupado por un silencio sin remordimiento, hasta que regresó el perfil de Armstrong solitario, cavando.
– ¿Has visto eso? -dijo el Coronel. Estaba erguido, con una mano en la frente, pálido ante las imágenes que reverberaban.
– Qué -respondió Cifuentes, cansado.
– La tienen ahí.
– Es la bandera -dijo Cifuentes-. Van a clavar una bandera.
– ¿No te das cuenta?
Cifuentes lo tomó del brazo.
– Tranquilo, Moori. No pasa nada.
– ¿Cómo que no pasa nada? ¡Se la llevaron, Cifuentes! ¡La están enterrando en la luna!
«Pueden ver la bandera», anunció uno de los técnicos de Houston. Now, you can see the flag. «¿No es hermosa?»
– Es hermosa -dijo el Coronel-. Es la persona más hermosa de este mundo. -Se desplomó en el sofá y repitió sin consuelo, cientos de veces, la revelación que le iba a consumir lo que le quedaba de vida: -Es Ella. Los hijos de puta la enterraron en la luna.