10 UN PAPEL EN EL CINE

A fines de 1989 me lancé a la busca del Chino Astorga sin saber si lo encontraría vivo o muerto. Después de cuarenta años, sólo el cine Rialto sobrevivía a los estragos de los videojuegos y conservaba la costumbre de las funciones continuadas. Un amenazante cartel en la fachada anunciaba sin embargo su demolición. Pregunté por Astorga en el sindicato de la industria cinematográfica. Me dijeron que se habían perdido los registros de los años cincuenta y que ningún proyectorista recordaba su nombre.

No me resigné a esos fracasos. Decidí llamar a mi amigo Emilio Kaufman, a quien no veía desde hacía décadas. Los fondos de su casa lindaban con los del Rialto y su memoria era prodigiosa. Yo había visitado la casa una o dos veces llevado por Irene, la hija mayor de Emilio, de quien estuve enamorado a fines de los años sesenta. Irene se casó, poco después con otro y partió, como yo, al exilio. En 1977, la noticia inesperada de su muerte me sumió en la depresión durante semanas. Escribí entonces muchas páginas de pesadumbre con la intención de que Emilio las leyera: jamás se las mandé.

Sentí vergüenza de mis propios sentimientos. Los sentimientos son libres pero rara vez los hombres se atreven a obedecer esa libertad.

Me encontré con Emilio en un café de la calle Corrientes. Había engordado y lucía un penacho de pelos grises, pero apenas sonrió advertí que las honduras de su ser seguían intactas y que ningún pasado nos separaba. Hablamos de lo que haríamos la semana siguiente, como si la vida estuviera por comenzar otra vez. Afuera llovió y escampó pero adentro de nosotros el tiempo era siempre el mismo. Una historia fue llevándonos a otra y de una ciudad saltamos a la siguiente, hasta que Emilio mencionó un hotel sarnoso del Marais, en París, sin saber que también Irene y yo habíamos vivido allí unas pocas semanas tempestuosas. Bastó esa breve imagen para que me derrumbara y le contase cuánto la había amado. Le dije que aún soñaba con Irene y que, en mis sueños, le prometía no amar jamás a otra mujer.

– ¿Vas a ponerte necrofílico? -me dijo-. Yo he sufrido por Irene más que vos y todavía sobrevivo. Vamos, che, ¿qué querías saber del Rialto?

Le pregunté por Astorga. Oí, aliviado, que se acordaba del accidente de Lidia con pelos y señales. Durante varios meses, me dijo, en Palermo sólo se habló de aquella fatalidad, quizá porque también los suegros del Chino habían muerto poco después, asfixiados por los gases de un brasero. Sabía que Yolanda, la hija, pasaba sus días en la soledad más absoluta, armando teatros de cartón detrás del escenario y conversando en un inglés inventado con las figuras que se veían al trasluz de la pantalla.

– Me crucé con el padre y con la hija dos o tres veces en la puerta del cine -dijo Emilio-. El encierro y la falta de sol los habían desteñido. Al poco tiempo desaparecieron. Nadie los vio más. Debió de suceder poco después de la caída de Perón.

– Se fueron por culpa del cadáver -dije yo, que conocía la historia.

– Qué cadáver -dijo Emilio, creyendo que se me habían confundido los tiempos-. Lidia murió en el 48. Se marcharon siete u ocho años después.

– Nadie los vio más -dije con desánimo.

– Yo volví a ver al Chino -me corrigió él-. Un domingo, en San Telmo, me paré a comprar cigarrillos en un kiosco. El viejo que me atendió hizo sonar dentro de mí una melodía perdida. «¿Chino?», le pregunté. «Qué hacés, Emilio», me saludó, sin sorpresa. A sus espaldas vi una foto coloreada de Lidia. «Veo que no te volviste a casar, le dije. «Yo para qué», me contestó. «La que se me casó es la nena, ¿te acordás? Vive conmigo, aquí a la vuelta. Tuvo suerte. Le tocó un hombre fuerte, trabajador: alguien mejor que yo.» Seguimos hablando un rato con recelo, como si nos dieran miedo las palabras. No creo que nos dijéramos nada. Todo lo que teníamos para darnos era tiempo vacío.

– ¿Cuánto hace de eso? -le pregunté.

Quién sabe, ya varios años. Pasé por el kiosco varias veces más, pero siempre lo encontré cerrado. Ahora hay allí una empresa de teléfonos y faxes.

– ¿En San Telmo? -dije-. Yo vivo ahí.

– Ya lo sé -dijo Emilio-. El kiosco quedaba enfrente de tu casa.


Esa misma tarde emprendí la búsqueda del Chino, y creo que nunca me costó tanto dar con alguien al que tuve tan cerca. El kiosco había pasado de una mano a otra, al compás de las inflaciones y de los infortunios nacionales: a la gente se le desvanecía el pasado más rápido de lo que tardaba en llegar el presente. Seguí una cadena de pistas falsas. De un almacén en Mataderos derivé a otro en Pompeya y de allí a un asilo de ancianos en Lanús. Por fin, alguien recordó a un hombre de ojos oblicuos en una casa de vecindad de la calle Carlos Calvo, a la vuelta del kiosco donde había comenzado todo.

Más de una vez he contado a mis amigos lo que pasó desde entonces, y he tropezado siempre con los mismos signos de incredulidad: no porque la historia sea inverosímil -no lo es-, sino porque parece irreal.

No Sabía si el Chino estaba vivo o muerto, como dije. Lo habían visto en el segundo piso de un edificio decrépito, cuyas galerías rectangulares daban a un patio de baldosas. Allí entré una mañana de primavera. De los barandales colgaban toallas, sábanas y otras intimidades de unas veinte familias.

Cuando llamé a su puerta -a la que quizás era su puerta- serían las once. A través de las ventanas oscurecidas por cortinas de cretona adiviné unos sillones de plástico. Me atendió una mujer de caderas anchas como miriñaques, ojos vacunos y el pelo cobrizo, martirizado por un yelmo de bigudíes. oí en el fondo un tango de Manzi desafinado por Virginia Luque y el repiqueteo de unos martillazos. Le dije quién era yo y le pregunté por José Nemesio Astorga.

– Era mi papi -me dijo-. Que en paz descanse. Se le reventó la úlcera el verano pasado. Ni le cuento la Navidad que tuvimos.

La tranquilicé explicándole que sólo necesitaba confirmar una historia y que no la haría perder mucho tiempo. Ella vaciló y me franqueó el paso. Adentro olía a cebollas recién cortadas y a escombros de cigarrillos. Tomé asiento en uno de los sillones de plástico y soporté sin quejas el salvajismo del sol que se filtraba por las banderolas.

– Usted debe ser Yolanda -le dije.

– Yolanda Astorga de Ramallo -asintió-. Mi marido está en la otra pieza, arreglando un aparador -señaló hacia la oscuridad, en el fondo-. Acá, si no está él, no entra nadie.

– Hace bien dije, por conformarla-. En estos tiempos hay que desconfiar. Tal vez se acuerde usted de algo que pasó en el Rialto, entre noviembre y diciembre de 1955. Debía de ser muy chica…

– Muy chica -interrumpió, cubriéndose una boca en la que sobrevivían pocos dientes, cortos y marrones-. Siempre he representado más edad de la que tengo.

– Entre noviembre y diciembre -repetí- llevaron al Rialto un cajón grande, como de metro y medio, de madera lustrada. Lo dejaron atrás de la pantalla. ¿Su padre le habló de eso?

Suspiró con imposible coquetería. Luego encendió un cigarrillo y aspiró dos bocanadas profundas. Estaba tomándose su tiempo y yo no podía sino esperar.

– Claro que sí, yo vi el cajón. Lo trajeron una tarde, antes de la función de matinée. Ese día daban Camino a Bali, La ventana indiscreta y Abbott y Costello en la legión extranjera. Tengo una memoria de fuego para los programas del Rialto. Los hombres se acuerdan de los equipos de fútbol, a mí no se me borran las listas de películas.

Yolanda se salía de cauce con facilidad.

– ¿Cuántos días estuvo ahí el cajón? -le dije.

– Dos semanas, tres, menos de lo que yo hubiera querido. Una mañana, cuando me levanté de la cama, lo vi. Pensé que era una mesa nueva y que después iban a traer los caballetes. La estrené. Hice mis dibujos. La madera era muy blanda. Sin darme cuenta, la rayé con las marcas de los lápices. Tuve miedo de que papi se enojara y me encerré en la pieza. Papi nunca notó las marcas, que en paz descanse.

– ¿Su padre le dijo lo que había adentro?

– Claro que me lo dijo. La Pupé. Desde el principio supe lo que era. Tentamos mucha confianza con papi, nos contábamos todo. Cuando terminó la función de esa noche vino a ver si yo estaba dormida. Como sintió que no, se me sentó al lado de la cama y me dijo: Yoli, vos no te acerqués a ese cajón…¿Qué tiene, papi?, le pregunté. Una muñeca grande, me dijo. El dueño del cine la compró en Europa y se la quiere regalar a la nieta para Navidad. Es una muñeca muy cara, Yoli. Si alguien se entera de que la tenemos acá guardada la van a querer robar. Yo lo encendí en el acto, pero no me pude sacar de encima la curiosidad. Le daba vueltas y vueltas a la caja mientras veía las películas al revés.

– Me contaron eso. Que usted jugaba al otro lado de la pantalla, que armaba teatros con las muñecas.

– ¿Se lo contaron? No sabe la locura que yo tenía con las muñecas. Como la pantalla era de lona, transparente, me acostumbré a ver las películas por el otro lado. Cuando las veía del lado real, nada me parecía lo mismo. Vivía contándole las películas a mis muñecas. Les habré contado más de diez veces el incendio de la mansión de Rebeca la mujer inolvidable.

– Así que nunca vio a la muñeca grande -la interrumpí, devolviendo la conversación a su corriente original.

– ¿Cómo que no la vi? -En el cuarto de al lado cesaron los martillazos y se oyeron los suspiros de un cepillo de carpintero. -¿No le dije que me moría de curiosidad por saber cómo era? Una tarde, apenas empezó la matinée, descubrí que la tapa se abría sola, tal vez porque ya estaba suelta o porque la empujé sin darme cuenta. Entonces vi por primera vez a mi Pupé, toda vestida de blanco, descalza, con los dedos de los pies bien dibujados, de lo más suave, como si la hubieran hecho con piel de verdad. Ya no se fabrican muñecas como ésa. Ahora todas vienen en serie, de plástico, para usar y tirar.

– Esa era única -murmuré.

– Dígamelo a mi. Aquel día dieron por primera vez Violetas imperiales, que iba a ser una de mis películas favoritas, pero yo ni la miré. Estaba hipnotizada por la Pupé. No le podía quitar los ojos de encima. No sé cuántas horas habrán pasado hasta que me animé a tocarla. Qué impresión me dio. Era de lo más suave. Las yemas de los dedos me quedaron impregnadas de olor a lavanda.

– ¿Le contaba las películas, como a las otras?.

– Se las conté mucho después. Ese día la vi tan dormida que le dije: Dormí todo lo que quieras, Pupecita. Nunca te voy a despertar. Entonces le puse las manos en la frente y le canté. Después le acomodé con cuidado sus encajes y muselinas y dejé todo tal como estaba.

Yolanda no podía estar mintiendo. No tenía sentido alguno. Era, me dije, la sobreviviente de una realidad donde lo único verdadero son los deseos. En 1955, cuando habían ocurrido esas historias, debía de tener ocho, tal vez nueve años. Vivía aislada del mundo, a orillas de un paisaje de fantasmas.

– No se lo contó a su padre -le dije.

– No me animé. Sabía que la Pupé no era mía y que tarde o temprano se la iban a llevar. Quería pasar con Ella todo el tiempo que se pudiera, pero papi me había prohibido que me le acercara, como le dije. Era un juego inocente, de criatura, aunque yo igual me sentía culpable. Trataba a la Pupé con mucho cuidado, como si fuera de vidrio. Le ataba moñitos en la cabeza y le pintaba los labios con polvo de lápiz rojo. Una noche, antes de dormir, empecé a contarle las películas. Lo tengo patente, vea. La primera que le conté fue Viva Zapata, con aquel final tan triste y tan hermoso del caballo blanco que galopa por las montañas como si fuera el alma de Zapata mientras la gente del pueblo dice que él no ha muerto. ¿De qué se ríe?

– No me río -le dije. Era verdad. Yo también estaba conmovido.

– No sé para qué le cuento estas cosas sólo porque viene y me pregunta por la Pupé. Mejor váyase. Ya ve que no he terminado de cocinar.

Sentí que si la perdía no iba a recuperarla nunca. En el cuarto de al lado brotó el susurro de una lija.

– Déjeme que la acompañe mientras cocina -dije-. Son sólo diez o quince minutos más. Lo que usted me está contando es importante. No se imagina lo importante que es.

– Qué quiere que le diga.

– Cuándo se la llevaron -contesté.

– No me haga hablar de eso. Cuanto más se acercaba la Navidad yo más nerviosa me ponía. Pasaba las noches despierta. Creo que hasta me enfermé. Como no quería que ninguna vecina viniese a cuidarme, me levantaba como si tal cosa, hacía las compras, limpiaba la casa y a eso de las dos y media, cuando papi empezaba la primera función, corría la tapa de la caja y me ponía a jugar con mi Pupé. Al fin pasó lo que tenia que pasar. Un día me subió la fiebre y me quedé dormida en la falda de la muñeca. Cuando terminó de trabajar, papi me descubrió. Se quedó sin habla. Nunca supe lo que dijo ni lo que hizo. Caí en cama, con más de cuarenta grados. A veces, en el delirio, preguntaba si ya se habían llevado a mi Pupé.

– Tranquilita, Yolanda, me decía papi, Ella sigue donde vos la dejaste.

– Pasó la Navidad, y gracias a Dios me fui restableciendo. Cuando sonaron las campanas del año nuevo fui a darle un beso a mi Pupé y le pedí a Dios que jamás rompiera esa felicidad tan grande que yo estaba viviendo. Tal vez usted ya sabe que Dios no me oyó.

– No podía oírla. Además, su padre se lo había advertido: tarde o temprano, el dueño iba a llevarse el cajón.

Terminó de cortar las cebollas y las frió en una sartén, con los labios aferrados a un cigarrillo que sorbía de vez en cuando. El humo se le enredó en los ojos y la vi lagrimear. Adiviné una sombra en la puerta de la cocina durante un súbito intervalo de silencio, y me pareció que un hombre asomaba la cabeza, pero cuando traté de saludarlo, se desvaneció. A lo mejor eran ideas mías. Todo lo que yo estaba viviendo me parecía suspendido en una nube de irrealidad, como si Yolanda y yo nos habláramos desde lugares equivocados y lejanos. Ella dijo:

– Aquel enero fue un horno, nunca soplaba el viento. Como el cine era húmedo y fresco, allí se refugiaba toda clase de bichos. Era época de vacaciones y yo no salía de casa. Toda mi vida era el Rialto, no necesitaba otra cosa.

– ¿Nadie los visitaba? -le pregunté.

– A veces, por la mañana, venía un hombre alto, de cejas anchas, con otro más bien calvo, de ojos muy separados y cuello de toro. Del alto me impresionaban los pies menudos, como de mujer. Al otro le llamaban Coronel. Papi me dejaba entonces jugando en la mueblería de la vuelta, nunca entendí por qué. Una noche de febrero se descompuso el tiempo y cayo una sudestada de las que hacen época. Papi tuvo que suspender la última función porque con los truenos no se podía oír la banda sonora. Cerramos bien las puertas del cine, pero el viento las batía con fuerza. Yo me quedé abrazada a la Pupé y le canté la música de Escuela de sirenas, que a las dos nos gustaba mucho. No sé si se acuerda de la letra. «Muñequita linda, de cabellos de oro, de dientes de perlas, cutis de marfil». Esa canción es el vivo retrato de mi Pupé. Así era ella, tal cual. Se lo cuento y vea cómo me pongo.

Le ofrecí un pañuelo.

– Justo esa noche se la quitaron -dije.

No. Fue peor. Me daba no sé qué dejar tan sola a mi Pupé detrás de la pantalla, bajo la furia de los relámpagos, pero papi me llevó a la cama de una oreja. Era muy tarde. Ya se imaginará usted que casi no pegué un ojo. A la mañana siguiente me levanté muy temprano, calenté el agua para el mate y me extrañó el silencio. Los árboles estaban pelados, sin pájaros, y por las calles cubiertas de ramas rotas no podían pasar los tranvías ni los autos. Sentí miedo y corrí a ver si a mi Pupé no le había pasado nada. Gracias a Dios, Ella seguía tal cual, en la caja, pero alguien había dejado su cuerpito al descubierto. La tapa estaba de pie, apoyada en los travesaños de la pantalla. Sobre el piso vi flores de todas clases, alverjillas, violetas, madreselvas, qué sé yo cuántas. En la cabecera de la caja ardía una hilera de velas chatas, y por ese detalle me di cuenta de que papi no las había prendido: las velas eran una inconsciencia, dése cuenta, lo primero que él me enseñó en la vida es que no podía haber fuego en un lugar donde todo eran maderas, lonas y celuloide.

– El dueño tenía una llave, ¿no? -pregunté.

– ¿El dueño? Ése fue el que más se asustó. Cuando descubrí las velas y pegué un grito, lo primero que hizo papi fue llamarlo por teléfono. Apareció en seguida, con el hombre de las cejas anchas y el otro al que llamaban Coronel. A mí me llevaron a la mueblería de la vuelta con orden estricta de no moverme. Aquella fue la mañana más larga y más triste de mi vida. Mire que a mí me han pasado cosas, ¿eh?, pero ninguna como ésa. Esperé horas sentada en un sillón de mimbre, sufriendo porque la Pupé no era mía y tarde o temprano me la iban a quitar. Cómo me iba a imaginar que en ese mismo instante la estaba perdiendo para siempre.

Yolanda rompió a llorar con entusiasmo. Incómodo, caminé hacia la puerta. Deseaba marcharme pero no podía dejarla así. En el cuarto de al lado cesó todo movimiento. Se oyó la voz de un hombre:

– ¿A qué horas comemos, mami?

– Cinco minutos más, papi -dijo ella, rehaciéndose-. ¿Tenés mucha hambre?

– Quiero comer ahora -dijo él.

– Ya va -respondió ella. Me aclaró, en tono de confidencia: -Nos llamamos papi y mami por los chicos.

– Entiendo -dije, aunque no me importaba entender. Implacable, insistí: Cuando usted volvió, la caja ya no estaba.

– Se la habían llevado. No sabe cómo me puse cuando me enteré. Nunca le perdoné a papi que no me hubiera llamado para despedirme de mi Pupé. Caí otra vez enferma, creo que hasta se me pasó por la cabeza el deseo de que papi se muriera, pobre, y yo me quedara sola en el mundo inspirando lástima.

– Era el fin -dije. No se lo dije a Ella sino a mí mismo. Deseaba que las últimas escorias del pasado se borraran y aquello fuera en verdad el fin.

– El fin -aceptó Yolanda-. Yo quise a esa muñeca como sólo se puede querer a una persona.

– Era una persona -le dije.

– ¿Quién? -preguntó ella, distraída, con el cigarrillo en los labios.

– Su Pupé. No era una muñeca. Era una mujer embalsamada.

Se echó a reír. Aún le quedaba un rescoldo de lágrimas: lo apagó con el agua de una risa franca, desafiante.

– Qué sabe usted -dijo-. No la vio nunca. Vino acá perdido esta mañana, a ver qué averiguaba.

– Sabía que el cadáver había estado en el Rialto dije-. No sabía por cuánto tiempo. Tampoco se me pasó por la cabeza que usted lo había visto.

– Un cadáver -dijo ella. Repitió: -Un cadáver. Lo único que faltaba. Váyase. Le abrí la puerta por curiosidad. Ahora déjeme en paz.

– Piense -le dije-. Usted ha visto las fotografías. Haga memoria. Piense.

No sé por qué insistí. Quizá lo hice por el impuro, malsano deseo de aniquilar a Yolanda. Ella era un personaje que ya había dado todo lo que podía dar a esta historia.

– ¿Qué fotos? -dijo-. Váyase.

– Las del cuerpo de Evita. Salieron en todos los diarios, acuérdese. Salieron cuando el cuerpo le fue devuelto a Perón en 1971. Haga memoria. El cuerpo estaba embalsamado.

– No sé de qué me habla -dijo ella. Me pareció que lo sabía pero que se negaba a que la verdad entrara en su conciencia y la hiciera pedazos.

– Su Pupé era Evita -le dije, con saña-. Eva Perón. Usted misma se dio cuenta del parecido. En noviembre de 1955 secuestraron el cuerpo de la CGT y lo escondieron en el Rialto.

Se adelantó hacia mí con las manos extendidas, apartándome. La voz con la que habló era estridente y aguda como la de un pájaro:

– Ya me ha oído. Váyase. ¿Qué le hice yo para que me diga lo que me dice? ¿Cómo se le ocurre que mi muñeca era una muerta? ¡Papi! -llamó-. ¡Vení en seguida, papi!

Antes había creído estar en ningún lugar. Ahora me sentía fuera del tiempo. Vi aparecer al marido en el filo de la puerta que daba al otro cuarto. Era un hombre macizo, de pelo duro y enhiesto.

– ¿Qué le hizo? -me dijo, mientras abrazaba a Yolanda. No había rencor en su voz: sólo sorpresa.

– Nada -contesté, como un idiota-. No le hice nada. Sólo le vine a hablar de su Pupé.

Yolanda rompió a llorar otra vez. Esta vez el llanto desbordaba su cuerpo y henchía el aire, denso, salado, como el vapor del mar.

– Decíle que se vaya, papi. No me hizo nada. Me asustó. Está mal de la cabeza.

El marido me clavó los mansos ojos oscuros. Abrí la puerta y salí al enorme sol del mediodía, sin arrepentimiento ni lástima.


Esa misma tarde llamé a Emilio Kaufman y le pedí que viniera a mi casa. Quería contarle todo lo que Sabía sobre Evita y hacerle oír los cassettes con las voces del embalsamador, de Aldo Cifuentes y de la viuda del Coronel. Quería que viera las fotos del cadáver, los quebradizos papeles amarillos que certificaban la salida de Evita y de sus copias hacia los puertos de Génova, de Hamburgo, de Lisboa. Quería desahogarme de la historia, así como treinta años antes había desahogado mis desdichas sobre el regazo de Irene, su hija.

Emilio no tenía la menor intención de hablar del pasado o, por lo menos, de un pasado que había dejado de moverse. Entonces -no hace tanto, sólo la eternidad de los pocos años transcurridos desde que se desplomó el muro de Berlin y el dictador Ceaucescu fue fusilado ante las cámaras de televisión y la Unión Soviética desapareció de los mapas: el fogonazo de un presente que cayó de bruces en el abismo del pasado-, entonces se creía también que Evita estaba cristalizada para siempre en una pose, en una esencia, en una respiración de la eternidad y que, como todo lo quieto, lo predecible, ya nunca más despertaría pasiones. Pero el pasado vuelve siempre, las pasiones vuelven. Uno jamás puede desprenderse de lo que ha perdido.

Recuerdo cada detalle de ese día pero no la fecha precisa: era una primavera cálida, silenciosa, y el aire olía caprichosamente a madera de violín. Yo estaba escuchando las “Variaciones Goldberg”. en la versión en clavicordio de Kenneth Gilbert. En algún momento de la variación 15, a medio camino del andante, apareció Emilio con una botella de cabernet. La bebimos sin darnos cuenta casi, mientras mezclábamos hongos con cebolla verde y crema de leche, hervíamos tallarines de espinacas y hablábamos de las batallas campales entre el presidente de la república y su esposa, que nunca se habían amado y lo pregonaban por la radio.

Cuando terminamos de comer, Emilio se aflojó la corbata, encendió sin misericordia un cigarro mexicano y, sobre el fondo de las «Variaciones Goldberg», que regresaban al aria da capo, dijo, como quien concede un favor:

– Ahora podemos hablar de Evita.

Entendí que me decía: «Podemos hablar de Irene… Más de una vez he oído palabras que se movían no en la dirección de sus significados sino en la de mis deseos. «Irene», sentí u oí. Le dije:

– Ojalá hubiéramos hablado hace tiempo, Emilio. Nadie me dijo que Ella había muerto. La noticia tardó tanto en llegar que, cuando me llegó, el dolor fue irreal.

Se puso pálido. Cada vez que un sentimiento le asoma a la cara, Emilio mira hacia otro lado, como si el sentimiento fuera ajeno y la persona que lo ha perdido anduviera por ahí.

– Yo tampoco estuve con ella cuando murió -dijo. Hablaba de Irene. Nos entendíamos sin necesidad de pronunciar su nombre.

Me contó que, después del golpe militar de 1976, su hija no había podido tolerar el horror de los secuestros y de las matanzas a ciegas. Decidió exiliarse. Dijo que se refugiaría en París, pero enviaba cartas desde ciudades sudamericanas que no aparecían en los mapas: Ubatuba, Sabaneta, Crixás, SainteElle. No era culpable de nada y, sin embargo, arrastraba consigo las culpas del mundo, como todos los argentinos de aquella época. Se quedaba unas pocas semanas en esos rincones perdidos, donde siempre llovía mucho, me dijo Emilio, y cuando se le cruzaba en el camino alguna cara desconocida, tomaba el primer ómnibus y huía. Sentía terror: todas sus cartas hablaban del terror y de la lluvia. En algún momento pasó por Caracas, pero no me llamó. Tenía mi teléfono y mi dirección, contó Emilio, pero yo era la sal de sus heridas y no quería verme más.


Un año después de haberse marchado de Buenos Aires llegó a México, alquiló un departamento en la colonia Mixcoac y comenzó a frecuentar las editoriales en busca de traducciones. Consiguió que la casa Joaquín Mortiz le confiara una novela de Beckett y aún lidiaba con la música elemental de las primeras páginas cuando sintió el cimbronazo de una quemadura en el centro del cerebro y quedó ciega, sorda, muda, como la madre de Molloy. Casi no podía moverse. Daba un paso y el dolor tenaz la clavaba en el piso. Pensó (aunque en los raros momentos de lucidez que tuvo desde entonces ya nunca más dijo “pienso”), a pesar de todo pensó que la ferocidad de su malestar estaba en relación directa con la altitud de México, los volcanes, las inversiones térmicas, el duelo retrospectivo del exilio, y no consultó a ningún médico. Creyó que un par de días en la cama y seis aspirinas diarias la salvarían. Se acostó sólo para morir. Estaba infectada por un estafilococo áureo. Sucumbió a una red de males fulminantes: meningitis purulenta, pielonefritis, endocarditis aguda. En una semana era otro ser, lastimado por la crueldad del mundo. Una muerte horrible la devoraba.

Quedamos un rato callados. Serví cognac y me derramé unas gotas en la camisa. Mis manos eran torpes, mi ser estaba en otro lugar, en otro tiempo, quizá también estaba en otra vida. Adiviné que Emilio quería marcharse y le supliqué con la mirada que no lo hiciera. Le oí decir:

– ¿Por qué damos tantas vueltas? Habláme de Evita.

Lo hice durante casi una hora sin parar. Le conté todo lo que ustedes ya saben y también lo que aún no ha tenido sitio en estas páginas. Insistí en el enigma de las flores y de las velas, que se reproducían como si fueran otro milagro de los panes y los peces. Narré la trama de casualidades que me había permitido encontrar a Yolanda y conocer el largo verano de la Pupé detrás de la pantalla del Rialto. Le dije que, al parecer, el cuerpo había sido llevado desde el cine a la casa del mayor Arancibia, donde estuvo otro mes.

– Fue Arancibia quien desató la peor de las tragedias -dijo Emilio-. ¿Revisaste los diarios?

– Los leí todos: los diarios, las biografías, las revistas que reconstruyen el vía crucis del cadáver. Se publicaron bosques de documentos cuando el cuerpo de Evita fue entregado a Perón en 1971. Nadie, hasta donde recuerdo, habla de Arancibia.

– ¿Sabés por qué nadie habla? Porque cuando en este país una locura no puede ser explicada, se prefiere que no exista. Todos miran para otro lado. ¿Viste lo que hacen los biógrafos de Evita? Cada vez que tropiezan con un dato que les parece loco, no lo narran. Para los biógrafos, Evita no tenía olores ni calenturas ni agachadas. No era persona. Los únicos que alguna vez bajaron a su intimidad fueron un par de periodistas, quizá no te acordés de ellos, Roberto Vacca y Otelo Borroni. Publicaron su libro en 1970, imaginó cuánta agua pasó bajo los puentes. Se llamaba La vida de Eva Perón. Tomo Primero. Nunca hubo un tomo segundo. En las últimas páginas, recuerdo, le dedican un párrafo al drama de Arancibia. Hablan de versiones sin confirmar, de rumores que a lo mejor no son ciertos.

– Son ciertos -lo interrumpí-. Averigüé ese punto.

– Claro que son ciertos -dijo Emilio, abrumándome con otro cigarro mexicano-. Pero a los biógrafos no les interesan. Esa parte de la historia se les sale de los bordes.

Ni se les pasa por la cabeza que la vida y la muerte de Evita son inseparables. Me admira siempre que sean tan escrupulosos en anotar datos que no le interesan a nadie, como la lista de novelas que Eva leía por radio y que, al mismo tiempo, dejen sin llenar algunos vacíos elementales. ¿Qué sucedió con Arancibia, el Loco, por ejemplo? Se lo tragó la historia. ¿Qué hizo Evita en esa zanja ciega de su vida que hay entre enero y septiembre de 1943? Fue como si se hubiera evaporado. No actuó en ninguna radio, nadie la vio en esos meses.

– Tampoco hay que exagerar, che. ¿De dónde querés que saquen los datos? No te olvidés que en ese tiempo Evita era una pobre actriz de segunda. Cuando la dejaban sin trabajo en la radio, paraba la olla como podía. Ya te conté lo de las fotos que el peluquero Alcaraz vio en un kiosco de Retiro.

– Siempre aparece un testigo si te ponés a buscar -insistió Emilio. Se levantó y fue a servirse otro cognac. No pude verle la cara cuando dijo:

– Sin ir más lejos, yo conocí a la Eva en esos meses del ‘43. Yo sé lo que pasó.


No me lo esperaba. Hace más de quince años que no fumo, pero en ese instante sentí que mis pulmones clamaban por cigarrillos con una voracidad suicida. Respiré hondo.

– ¿Por qué no se lo contaste a nadie? -le dije-. ¿Por qué no lo escribiste?

– Primero no me animé -dijo-. Si contabas una historia como ésa tenías que irte del país. Después, cuando se pudo, se me habían ido las ganas.

– Yo no te tengo piedad -le dije-. Me lo vas a contar ahora mismo.


Se quedó hasta el amanecer. Al final estábamos tan exhaustos que nos entendíamos por señas y balbuceos. Cuando terminó, lo acompañé en un taxi hasta su casa de parque Centenario, vi desperezarse a los fósiles del museo de Ciencias Naturales y le dije al chofer que me despertara en San Telmo. Pero no pude dormir. Nunca más tuve paz para dormir hasta ahora, cuando por fin llego al punto en que puedo repetir la historia sin miedo a traicionar su tono ni sus detalles.


Sería julio o agosto de 1943, contó Emilio. El sexto ejército de von Paulus empezaba el largo sitio de Stalingrado, los jerarcas fascistas habían votado contra el Duce y a favor de la monarquía constitucional, pero la suerte de la guerra aún era incierta. Emilio saltaba de una sala de redacción a otra y de varios amores simultáneos a ninguno. Ese invierno conoció a una actriz sin talento que se llamaba Mercedes Primer y ella, por fin, lo volvió sedentario. No era una belleza del otro mundo, dijo Emilio, pero desentonaba entre las demás mujeres porque no se preocupaba por él sino por sí misma. Sólo quería bailar. Todos los sábados salía con Emilio a recorrer las boites y los clubes de barrio donde Fiorentino afilaba su voz de tenor en el fuelle de Aníbal Troilo o donde la orquesta de Feliciano Brunelli se enredaba en unas variaciones del foxtrot que desvelaban a los muertos. Mercedes y él hablaban de nada: las palabras no tenían la menor importancia. Lo único que tenia importancia era ver que la vida pasaba como una dulce agua. A veces Emilio, que era entonces «secretario de armado» en Noticias Gráficas, se divertía explicándole a Mercedes la gracia de combinar las picas, las medias cañas y los corondeles; Ella se desquitaba de aquellos trabalenguas técnicos contándole las correcciones de última hora que el libretista Martinelli Massa introducía en los diálogos de infortunio, la radionovela de moda. A solas se contaban todo, se examinaban con linternas los túneles del cuerpo, se prometían un amor de puro presente porque la noción de futuro, decía Mercedes, apaga todas las pasiones: el amor de mañana nunca es amor. En una de esas conversaciones de amanecer Mercedes le habló de Evita.

«Qué querés que te diga, me da lástima», le había dicho Mercedes. «Es debilucha, enfermiza, le agarré simpatía. ¿Sabés cómo nos hicimos amigas? Estábamos actuando las dos en Rosario. Fuera de los hombres, compartíamos comida, camarín, todo lo demás, pero casi ni nos hablábamos. Ella andaba en sus cosas y yo en las mías. A Ella le interesaban los empresarios, los hombres con plata, aunque fueran viejos y panzones, y lo que a mí me gustaba era la milonga. Ni Ella ni yo teníamos un mango. Un amigo me había regalado unas medias de seda que yo cuidaba como un tesoro. Vos no te podés dar cuenta lo que son unas medias de seda legítima: se deshacen de sólo respirarles encima. Una noche las perdí. Tenía que salir a escena y no las encontraba por ninguna parte. En eso apareció Evita, de lo más pintarrajeada.

– Che, ¿no viste mis medias?, le pregunté.

– Perdoná, Mercedes, te las estoy usando, me dijo.

Tuve ganas de matarla, pero cuando le vi las piernas, no reconocí mis medias. Las de Ella eran baratas, de muselina.

– Te equivocaste, ésas no son las mías, le dije.

– Es que a las tuyas las tengo acá, contestó, señalándose el corpiño.

Como tenía tetas chicas y eso la acomplejaba, estaba usando mis medias como relleno. Al principio me puse verde pero después reaccioné y me largué a reír. Me mostró las medias. Estaban enteras, sin un rasguño. Las dos salimos riendo al escenario y el público no entendía por qué. Desde entonces nos vimos mucho. Ella venía a mi pensión a cebar mate y nos quedábamos horas charlando. Es una buena chica, muy reservada. Ahora está recuperándose de una enfermedad larga. Anda tristona, decaída. ¿Por qué no invitás a un amigo y salimos juntos?»

Emilio invitó a un cirujano engominado, de cuello duro y sombrero orión, que coleccionaba fotos de artistas. Se resignó de antemano a una noche muerta, me dijo, de ésas que lo dejaban seco y vacío. Si no fuera por el significado que los hechos iban a tener después, a la luz de la historia, Emilio se habría olvidado de todo. No sabía -no podía saber- que, con el tiempo, aquella chica iba a ser Evita. Tampoco Evita lo sabia. La historia tiene esas trampas. Si pudiéramos vernos dentro de la historia, dijo Emilio, sentiríamos terror. No habría historia, porque nadie querría moverse.

Se citaron en la confitería Munich de la costanera sur. Evita llevaba una diadema de flores blancas y un tul espeso hasta la base de la nariz. A Emilio le pareció insulsa, invulnerable al quebranto de la enfermedad y de la pena. Lo que más impresionaba en ella, me dijo, era la blancura. Tenía un cutis tan pálido que se le veían al trasluz los mapas de las venas y las lisuras del pensamiento. No había en Ella nada físico que atrajera, dijo, ninguna fuerza eléctrica para bien ni para mal.

Al otro lado de la calle, tras el cerco de álamos estaba el muelle desde el que Vito Dumas, el navegante solitario, había comenzado un año atrás su viaje alrededor del mundo en el Lehg II, un velero de diez metros de eslora. La ciudad esperaba su regreso de un momento a otro. El cirujano, que había seguido cada una de las interminables escaramuzas de Dumas contra los monzones del océano Índico y las murallas de espuma del cabo de Hornos, trataba de interesar a Evita describiéndole los vientos filosos y las tempestades de granizo que el navegante había sorteado en sus trescientos días de soledad sin alivio, pero Ella lo escuchaba con los ojos perdidos, como si el cirujano hablara en una lengua remota y el sonido de sus palabras cayera lejos, en el invisible río de la vereda de enfrente.

Mercedes quería ir a bailar pero Evita parecía insensible a todos los deseos, los ajenos y los propios. Bajaba la cabeza y respondía: «Más tarde, en un ratito más», sin moverse, con una tristeza contagiosa. Sólo se animó cuando Emilio propuso que fueran a Fantasio, en Olivos, donde se reunían todas las noches los productores de Argentina Sono Film y las actrices de moda.

– Ni por un momento, -me dijo Emilio-, tuve la sensación de que Evita fuera el ser indefenso de que había hablado Mercedes. Más bien parecía una de esas gatas callejeras que sobrevivirían al frío, al hambre, a la inclemencia de los seres humanos y a los desatinos de la naturaleza. Al llegar a Fantasio se quedó en la mesa con las antenas paradas, acechando quién estaba con quién y apremiando a Emilio para que la presentara. Lo llevó de la mano al rincón donde el productor Atilio Mentasti cenaba con Sixto Pondal Ríos y Carlos Olivari, poetas menores de antología y libretistas de éxito.

– Yo era viejo amigo de los tres, -me dijo Emilio-, pero me daba vergüenza exhibirme así, con aquella mujer de nada. Estaba tan perturbado que la presenté con voz tartamuda:

– Eva Duarte, damita joven de la radio.

– Qué voy a ser damita joven, che -lo corrigió ella-. En radio Belgrano me han contratado ya como cabeza de compañía.

Hizo el ademán de sentarse en aquella mesa ajena, pero Mentasti, que tenía modales de hielo, la contuvo:

– Ya te di la mano, piba. Ahora, rajá.

Un relámpago de odio cruzó los ojos de Eva, me contó Emilio. Desde que llegó a Buenos Aires, la habían desairado y vejado tantas veces que ya nada la sorprendía: acumulaba en su memoria un largo catálogo de injurias que pensaba vengar tarde o temprano. La de Mentasti fue una de las peores. Nunca lo perdonó, porque no quería perdonar a nadie. Si Eva llegó a ser alguien, me dijo Emilio, fue porque se propuso no perdonar.

Cruzaron otra vez el salón, que ahora se había llenado de parejas. La orquesta tocaba un foxtrot. Vieron a Mercedes enlazada con el cirujano en una ribera lejana de la pista. Bailaba con desafío, alegre, atenta sólo al fuego de su cuerpo. Evita, en cambio, ni siquiera abrió la boca cuando volvió a su asiento.

Emilio no sabía qué hacer. Le preguntó si estaba triste y Ella le contestó que las mujeres están siempre tristes, pero no lo miró. Tal vez, dijo Emilio, ni siquiera me habló. Después de tanto tiempo, aquella noche era para él más imaginada que verdadera. Las parejas bailaban en un claro sin luz al compás de Gershwin y de Jerome Kern. Oían los roces de los vestidos, el siseo de los zapatos, el chirrido de los chismes. Entre el vaivén de los sonidos se coló de pronto la voz de Evita, que parecía seguir el hilo de algo que estaba pensando:

– ¿Qué haría usted, Emilio, si Mercedes quedara gruesa?

La pregunta tomó a Emilio tan de sorpresa que tardó en comprender su sentido. La orquesta tocaba «The Man I Love». El cirujano mecía a Mercedes como si su cuerpo fuera de tul. Pondal Ríos fumaba un habano. Emilio recordó (dijo, medio siglo después, que en ese instante había recordado) unos versos sádicos de Olivari:

«Lo que más me gusta de tu cuerpo enclenque

es ver cómo goza bajo mi rebenque».

Contestó, distraído:

– La llevo a que aborte, ¿no? Imagínese si los dos estamos como para criar un hijo.

– Pero Ella podría tener el hijo sin que usted sepa. ¿Qué haría si lo tiene? -insistió Evita-. Le pregunto porque nunca termino de conocer a los hombres.

– Qué sé yo. Mire las cosas que se le ocurren. Me gustaría ver a mi hijo, me parece. Pero a Mercedes no querría verla nunca más.

– Así son los hombres dijo Evita-. Sienten distinto que las mujeres.

Era una conversación sin razón de ser, pero todo parecía ir a la deriva en la espesura de aquel lugar llamado Fantasio. La orquesta se despidió y el cirujano volvió a la mesa con Mercedes. Tal vez Evita estaba esperándolos porque dejó de estirarse la falda como una adolescente y dijo:

– Yo me voy. No quiero arruinarles la noche pero no me siento bien. No tendría que haber venido.

Y eso fue casi todo, contó Emilio. La llevamos a un departamento que alquilaba en el pasaje Seaver y fuimos con Mercedes al hotelucho de la avenida de Mayo donde yo paraba en esos años. Nos desvestimos y noté a Mercedes distante. Tal vez ella y yo estábamos llegando al fin, me dijo Emilio, aunque tardamos más de un año en separamos. Tal vez ella estaba ofendida porque no habíamos bailado ni una sola pieza. Yo a esas alturas ya había renunciado a entenderla, aunque ni entonces ni ahora he podido entender a una mujer. No sé lo que piensan, no sé lo que quieren, sólo sé que quieren lo contrario de lo que piensan. Se instaló ante el espejo de tres lunas que había en aquel cuarto de hotel y empezó a limpiarse el maquillaje. Esa era siempre la señal de que no haríamos el amor y de que cuando apagáramos la luz nos volveríamos las espaldas sin rozarnos. Mientras se pasaba por la cara un algodón húmedo de crema, dijo, como al pasar:

– No te diste cuenta de lo mal, de lo desesperada que estaba Evita.

– Qué va a estar desesperada -dijo Emilio-. Es una lunática. Me preguntó qué haría yo si te quedabas embarazada.

– ¿Y vos qué harías? ¿Qué le contestaste?

– Qué sé yo -mintió Emilio-. Me habría casado. Te habría hecho infeliz.

– Ella estuvo embarazada -dijo Mercedes-. Evita. Pero eso no fue un problema. Ni el padre ni Ella querían tener el hijo. El porque ya estaba casado, Ella para no arruinar su carrera. El problema fue que el aborto acabó en desastre. Una carnicería. Le rompieron el fondo del útero, los ligamentos, la trompa. A la media hora cayó bañada en sangre, con peritonitis. Tuvieron que internarla de emergencia en una clínica. Tardó más de dos meses en reponerse. Yo fui la única persona que la iba a ver todos los días. Casi se muere. Estuvo al borde. Casi se muere.

– ¿Y el que la embarazó? -preguntó Emilio- ¿Qué hizo?

– No se portó mal. Es un buen hombre. Pagó hasta el último centavo de la clínica. Ni siquiera falló con la comadrona. No la eligió él.

– Esas cosas le pasan a cualquiera -dijo Emilio-. Son terribles, pero le pasan a cualquiera. Debía dar gracias por seguir viva.

– En esos meses prefería estar muerta. Cuando por fin el tipo la supo a salvo, se rajó a Europa. Ella casi perdió la carrera. Imagináte. No salía en las revistas, nadie la llamaba. La salvó una nota providencial de Antena que la mostraba como una estrellita ociosa. «Si Eva Duarte no trabaja es porque no le ofrecen papeles a su altura, decía la nota. La gente se traga esas píldoras. Después, la salvó el golpe militar. El teniente coronel que dirige las radios se enamoró de ella.

– Entonces ya no necesita que la protejas -dijo Emilio.

– Claro que necesita, porque ahora no quiere a nadie. No quiere nada dijo Mercedes-. El teniente coronel que le arrastra el ala es casado, como todos los tipos que le han tocado en la vida. Un día de éstos Evita es capaz de llamar a la puerta de su casa y pegarse un tiro ahí mismo, delante de su cara.

Emilio apagó la luz y se quedó mirando la oscuridad. Afuera, el viento movía los árboles y levantaba las astillas de voces que habían quedado en la calle, a la deriva.


Después, como ya nada importaba, llegó el olvido.

Volvió a encontrarse con Evita siete años después, en una ceremonia oficial.

– No me reconoció -dijo Emilio-, o fingió que no me reconocía. Era otra. Parecía llena de luz. Parecía que en vez de un alma tuviera dos, o muchas. Pero la tristeza seguía rondándola. Cuando Ella menos se daba cuenta, la tristeza le tocaba el hombro y le recordaba el pasado.


Fui fiel a lo que me contó Emilio Kaufman pero no sé si Emilio fue fiel a lo que sabía de Evita. En su relato desentonaban unos pocos nombres y fechas, que he corregido al cotejarlos con las memorias de otra gente. Pude verificar que Evita estuvo internada con el nombre de María Eva Ibarguren en la clínica Otamendi y Miroli de Buenos Aires, entre febrero y mayo de 1943. La clínica ya no conserva los archivos de esa época, pero el Coronel copió la ficha de ingreso y la dejó, con sus demás papeles, en la casa de Cifuentes. No pude dar con Mercedes Printer, aunque sé que vive en algún lugar de México desde 1945. Las historias se pierden o se desfiguran. La memoria del mundo pasa de largo y se retira cada vez más lejos. El mundo pasa de largo y la memoria rara vez encuentra el lugar de su extravío.

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