Poco después de la medianoche pasó por su casa. Su mujer estaba cepillándose el pelo. Cada vez que lo peinaba hacia arriba, se le insinuaba una remota semejanza con la difunta: los mismos ojos redondos de color café bajo unas cejas dibujadas a lápiz, los mismos dientes blancos y algo salidos. En otras ocasiones, cuando el Coronel se cruzaba con su mujer, ella le decía:."Ya no te conozco. Llevamos quince años casados y cada día te conozco menos». Esta vez no fue así. Le dijo:
– Tenemos que hablar. Suerte que viniste.
– Después -contesto él.
– Es importante -insistió ella.
El Coronel se encerró en el baño y luego, tendido en el sofá de su escritorio, comenzó a quedarse dormido. De las paredes colgaban los croquis a lápiz con los que solía entretenerse: ciudades vistas desde arriba, hileras de torres góticas.
La mujer golpeó a la puerta con timidez y asomó la cabeza. El Coronel hizo un gesto de disgusto.
– Llaman a cada rato por teléfono -dijo ella-. Cuando atiendo, cortan.
– Algún maniático comentó el Coronel con desgano-. Ya me lo vas a contar después. Necesito descansar.
– Nunca llama la misma persona -dijo la mujer-. A veces, alguien se queda un rato en la línea, respirando. No se oye más que una respiración enferma. Otras veces, alguien dice: «Dígale a su marido que no juegue con fuego. Que deje a la señora donde está». Esta mañana empezaron con las amenazas. No te las puedo repetir. Dicen mi nombre y, después, una sarta de obscenidades. «¿Quién es la señora?», pregunté. Pero me cortaron el teléfono.
– ¿Cómo son las voces? -dijo el Coronel-. ¿Voces de negros peronistas o de militares?
– Qué sé yo. Mira si voy a fijarme en esas cosas.
– Presta atención. La próxima vez tratá de grabarte las voces en la cabeza.
– Hace un rato, a eso de las diez, tocaron el timbre de la planta baja. Me dijeron que traían una carta tuya. «Déjenla debajo de la puerta», les pedí. «No podemos», me contestaron. «El Coronel ha dado orden de que se la entreguemos en propias manos». Querían que bajara. Me negué. Después de las llamadas de teléfono, estaba muerta de susto. «Es grave», me dijeron. «Es muy grave». Pensé que te había pasado algo. Me puse una bata y me asomé a la calle. Había un auto parado frente a la puerta, un Studebaker verde. Me apuntaron con una pistola y, cuando me puse a gritar, se fueron. No hicieron nada: sólo demostrar que podían matarme cuando se les diera la gana.
– Fuiste una imbécil -dijo el Coronel-. ¿Para qué saliste?
– Salí para que no subieran ellos a casa. Salí por puro terror. ¿Quién es esa señora? ¿En qué te estas metiendo?
El Coronel se quedó un rato callado. Siempre le había costado entender a las mujeres. Apenas podía hablar con ellas. Puntillas, escarlatinas, ruleros, trenzas, organdíes, pinturas de uñas: nada de lo que les interesaba tenía que ver con él. Las mujeres le parecían escamas caídas de otro mundo, desgracias como la fiebre y el mal olor del cuerpo.
– No pasa nada -dijo-. Para qué voy a explicarte lo que no entendés.
En eso, volvió a sonar el teléfono.
Las fuentes sobre las que se basa esta novela son de confianza dudosa, pero sólo en el sentido en que también lo son la realidad y el lenguaje: se han infiltrado en ellas deslices de la memoria y verdades impuras. Una de las frases más célebres de Evita revela cuál era su idea de las cosas. La dijo el 24 de agosto de 1951: «Soy joven y con un marido maravilloso, respetado, admirado y amado por su pueblo. Me hallo en la mejor de las situaciones». Apenas una de esas certezas no se podría discutir: que era joven. Tenía treinta y dos años. En las demás, sólo Evita creía. Su marido estaba en ese momento amenazado por dos conspiraciones simultáneas y a Ella misma, esa mañana, los médicos le habían informado que sufría de anemia perniciosa y que debía retirarse de la actividad pública. Estaba en la peor de las situaciones. Le faltaban once meses para morir.
Para los historiadores y los biógrafos, las fuentes siempre son un dolor de cabeza. No se bastan a sí mismas. Si una fuente dudosa quiere tener derecho a la letra de molde, debe ser confirmada por otra y ésta a su vez por una tercera. La cadena es a menudo infinita, a menudo inútil, porque la suma de fuentes puede también ser un engaño. Tómese el acta de casamiento de Perón y Evita, por ejemplo, en la que un escribano público de la ciudad de Junín confirma la veracidad de los datos. El casamiento no es falso pero casi todo lo que dice el acta sí lo es, de principio a fin. En el momento más solemne e histórico de sus vidas, los contrayentes -así se decía entonces- decidieron burlarse olímpicamente de la historia. Perón mintió el lugar de la ceremonia y el estado civil; Evita mintió la edad, el domicilio, la ciudad donde había nacido. Eran imposturas evidentes, pero pasaron veinte años antes de que alguien las denunciara. En 1974, sin embargo, el biógrafo Enrique Pavón Pereyra las declaró verdaderas en su obra Perón, el hombre del destino. Otros historiadores se conforman con transcribir el acta y no discuten su falsía. A ninguno se le ocurrió, sin embargo, preguntarse por qué Perón y Evita mentían. No necesitaban hacerlo. ¿Evita se añadió tres años para que el novio no le doblara la edad? ¿Perón se fingió soltero por pudor de ser viudo? ¿Evita imaginó que había nacido en Junín porque era hija ilegitima en Los Toldos? Esos detalles nimios ya no les inquietaban. Mintieron porque habían dejado de discernir entre mentira y verdad, y porque ambos, actores consumados, empezaban a representarse a sí mismos en otros papeles. Mintieron porque habían decidido que la realidad sería, desde entonces, lo que ellos quisieran. Actuaron como actúan los novelistas.
La duda había desaparecido de sus vidas.
¿Alguien querrá oír, de todos modos, cómo sé lo que estoy narrando?
Es fácil de enumerar: lo sé por la entrevista que tuve con la viuda del Coronel el 15 de junio de 1991; lo sé por mis largas conversaciones con Aldo Cifuentes en julio de 1985 y marzo de 1988.
Cifuentes fue el último confidente del Coronel y el guardián de sus cartas. Era bajo, casi un enano, chillón, escandaloso. Se jactaba de haber leído muy pocos libros en la vida, pero había escrito dieciséis: sobre los Padres de la Iglesia, la astrología, el iluminismo rosacruz, el movimiento irlandés de los Sinn Fein, los asilos de caridad de monseñor De Andrea. Las obras estaban bien documentadas, por lo que sus declaraciones de ignorancia eran, quizá, pura coquetería. Su padre había fundado una decena de revistas en los años veinte y se había enriquecido con ellas protegiendo a mafiosos y punteros de comité. Cifuentes contaba que, antes de morir, el padre le había entregado un cuaderno con el nombre de sus novecientas noventa y dos amantes. Algunas eran bailarinas, espías y actrices famosas…Perdonáme», le había dicho…No me dio el cuero para llegar a las mil».
En vez de amantes, Cifuentes acumulaba matrimonios. Iba por el sexto cuando Perón expropió todos los periódicos de la familia y lo dejó en la ruina.
Cifuentes se paseó por la calle Florida para exponer su duelo. Iba vestido de hombre sandwich, con una leyenda que decía, adelante y atrás: Cultivemos el desprestigio. A las dos cuadras lo llevaron preso, por desorden. Aprovechó su par de semanas en la cárcel para escribir un libelo contra Evita que se titulaba El Kamasutra pampeano. El Coronel lo descubrió a través de ese panfleto clandestino. Invitó a comer al autor, expresó su admiración citando de memoria los fragmentos más procaces y, al terminar, selló con él un pacto de amistad eterna cuya primera cláusula los comprometía a trabajar juntos para derrocar al dictador.
Cifuentes era un virtuoso del chisme. Recogía por toda la dudad historias de la pareja Perón (él los llamaba así, a dúo, enfatizando la aliteración) y las dejaba caer luego en los oídos ávidos del Coronel. Ambos se reunían una vez por semana para escandir las verdades y mentiras de los relatos y transfigurarlas en informes confidenciales que Cifuentes repartía en los diarios y el Coronel usaba en sus cambalaches con otros agentes de inteligencia. El apodo militar de Cifuentes era “Pulgarcito”, no sólo porque su tamaño era mínimo sino también porque dejaba en todas partes, como el personaje de Perrault, bolitas de miga arrancadas a un pan inagotable que llevaba en el bolsillo.
Cuando lo conocí, tres o cuatro años antes de que muriera, no había manera de aplacar su desesperación narrativa. Yo lanzaba un nombre o una fecha al aire y él, cazándolos al vuelo, los traducía en una historia de la que afluían muchas otras, como un delta sin fin. Nada costaba tanto como llevarlo de regreso al punto de partida.
Lo que narra este capítulo se funda exclusivamente en mis diálogos con él (siete cassettes de una hora cada uno).
Vuelvo a oírlos y advierto que Cifuentes, con énfasis sospechoso, me explica cuán sencillo le resultaba salir y entrar del Servicio de Informaciones del Ejército en aquellos días finales de noviembre, 1955. Un veterano oficial de Inteligencia, encareciendo el anonimato, asegura que eso era imposible. Ningún civil, dice, podía salvar entonces las guardias, las contraseñas cambiantes, las órdenes de secreto extremo que protegían el destino del cadáver. No pudieron hacerlo Ara ni la madre: menos probable es que lo haya logrado un hombre a quien nadie conocía.
Y sin embargo, no sé con cuál versión quedarme. ¿Por qué la historia tiene que ser un relato hecho por personas sensatas y no un desvarío de perdedores como el Coronel y Cifuentes? Si la historia es -como parece- otro de los géneros literarios, ¿por qué privarla de la imaginación, el desatino, la indelicadeza, la exageración y la derrota que son la materia prima sin la cual no se concibe la literatura?
Ahora es de madrugada. El Coronel, vestido de uniforme, atraviesa la avenida de librerías y bares cerrados que separa su casa de la fortaleza donde está su reino, el Servicio. Apenas ha dormido.
Lo sobresalta un relámpago; después, oye el redoble de los truenos. En Buenos Aires es siempre así: un cielo de ceniza, hinchado, nubes que se mueven como locas de un lado a otro, rayos en un rincón de la noche donde tal vez está la llanura; y después, nada. La lluvia se evapora antes de llegar al suelo.
El centinela del Servicio entorna la mirilla del portón, lo reconoce y se cuadra. Tiene orden de no abrir hasta que no se cumpla el ritual entero de las contraseñas. «¿Quién es?», pregunta. El Coronel consulta su reloj. Son las cinco y tres de la mañana. «Tragedia», dice. A las cinco menos un minuto debía haber dicho: «Garfio», y la respuesta habría sido «Gárgaras. Ahora, en cambio, el centinela, cuadrándose, contesta: «Tridente», a la vez que corta las alarmas y destraba los cerrojos. Las contraseñas cambian cada ocho horas, pero cuando la difunta esté en sus manos, el Coronel ha decidido que los intervalos se reduzcan a la mitad.
Sube hasta su despacho, en el quinto piso, y enciende la luz del quinqué. La habitación, recuérdese, tiene un ventanal de vidrios blindados donde la noche se refleja, inmóvil, como en un cuadro. Sobre el escritorio, dos láminas predican las virtudes del heroísmo y de la exactitud. Falta mencionar las sillas altas, de cuero, en torno a la mesa oval, donde se reúnen los oficiales; el armario veneciano que guarda los biblioratos de la contabilidad y la legislación militar sobre el secreto; el combinado Grúndig de cedro, con dos parlantes anchos, de metro y medio; la biblioteca donde el jefe anterior ha dejado el diccionario de la Real Academia y algunos discos de pasta.
Cito ahora, casi al pie de la letra, el relato de Cifuentes, quien a su vez me repitió el relato que el Coronel le había hecho veinte años antes. Cito también algunas de las fichas que me mostró Cifuentes y sus apuntes en un cuaderno Rivadavia:
«Serian las cinco y cinco. A las seis, el coronel Moori Koenig debía reunirse con su estado mayor. Le faltaban, como usted sabe, algunos detalles del plan. Me dijo que había recorrido en auto la ciudad, varias veces. Me dijo que al pasar por el palacio de Obras Sanitarias, recordó que en la esquina sudoeste había dos cuartos vacíos y sellados, que originalmente se construyeron para los guardianes. Usted conoce el palacio. Es un adefesio de cerámica, en el que hay sólo galerías de agua. Moori Koenig había visto los planos en los archivos de la municipalidad y los retuvo en la memoria por hábito profesional. Al acordarse del dato, pensó -me dijo- en la difunta. Era el lugar perfecto para esconderla.
Moori Koenig era, en esa época, un hombre minucioso, maniático. Conocía a la perfección los puntos débiles de los ministros, de los jueces, de los comandantes de división. Hablar con él era una experiencia amarga: usted se quedaba con una pésima opinión de sus semejantes. Imagínese entonces cuántos escrúpulos ponía en elegir a sus asistentes. No pretendía que fueran inmaculados. Los prefería con algún defecto grave, para poder controlarlos: una hermana loca o deforme, un padre con antecedentes criminales.
Tengo las fichas en las que resumió la historia de los tres oficiales del Servicio. Me las dejó, junto con sus demás papeles. A lo mejor le interesa copiarlas:
“Mi segundo es Eduardo Arancibia, mayor de infantería, casado, 34 años. Esposa doce años menor. 1) Ojos ambarinos, cejas y pelo negro, sin canas, 1,78 de estatura, pies chicos: calza del 40. Oficial de Estado Mayor. Su apodo en la Escuela de Guerra: el Loco. Dos tíos, hermanos de la madre, son tartamudos, débiles mentales. Están en el hospicio El Carmen, de Mendoza. 2) Católico devoto. 3) Meningitis infantil, que dejó secuelas. Accesos esporádicos de asma. 4) Trabajó año y media en Control de Estado a las órdenes del tirano, en el sector de Represión Ideológica. Se pasó de bando cuando Perón se enemistó con la Iglesia. El presidente pone las manos en el fuego por él. 5) Incluyo parte de una carta que Arancibia envió a la futura esposa desde Tartagab "Lo único que nos entretiene acá son los fusilamientos. Ponemos seis o siete perros contra una pared de adobe, atados, y hacemos formar el pelotón. A la orden de fuego, hay que dispararles a la cabeza. Los soldados son unos brutos. Siempre yerran. Ayer me puse yo a disparar. De seis perros que había le acerté a cinco. El otro estuvo desangrándose un rato largo. Cuando me cansaron los aullidos, mandé que lo remataran." 6) Suboficial asignado: sargento ayudante Juan Carlos Armani”.
“Tercero en el mando, Milton Galarza, capitán antiguo, de artillería, casado, 34 años, hijo varón de 7. 1) Esposa con cálculos en la vesícula, nefritis latente, insuficiencia tiroidea: un catálogo de males. Alto, de casi dos metros. 2) Toca en secreto (mal) el clarinete. Será por eso que lo llaman Benny Goodman. No ha terminado la Escuela de Guerra. Ya es tarde para que la termine. 3) Es agnóstico, tal vez ateo. Lo disimula. 4) Fue oficial de apoyo en el fallido atentado de 1946 contra el dictador Trabajó como agente doble en 1951. Lo descubrieron. El general L le salvó la carrera. Hizo que lo destinaran a un distrito de la selva. 5) Párrafo confidencial y secreto del legajo: "Informe de la guarnición Clorinda a comandante de la Segunda División, 13/04/54: Verificado que en tres salidas de rutina en los vagones que van de Misión Tacaagle a Laguna Blanca, el capitán M. G. disparo a discreción contra familias de indios tobas y mocobíes. Hay confesión escrita de los soldados que conducían los vagones. M. G. usó la carabina Máuser de reglamento y tiene un faltante de 34 piezas de munición. M. G. fue amonestado verbalmente." 6) Suboficial asignado: sargento ayudante Livio Gandini”.
“El último: Gustavo Adolfo Fesquet, teniente primero, 29 años, desviaciones sexuales altamente probables. Soltero. En el Colegio Militar le decían Plumett. 1) Florero en el escritorio, foto de la mamá, secante de nogal lustrado con incrustaciones de carey, frasco de perfume Atkinsons con pulverizador en el segundo cajón de la derecha, manual para aprender a redactar. Averiguar por qué no ha sido separado de la institución. 2) Católico de comunión dominical. 3) Destacado en criptografía. Prueba dudosa contra él en archivos del Servicio: una declaración espontánea del dragoneante Julio A. Merlini al jefe de guardia en el R19 de Tucumán, el 29/10/51. "El teniente Fesquet vino y se apareció en el baño de soldados, donde yo y el soldado Acuña estábamos orinando. Se puso a orinar al lado mío. El soldado Acuña se retiró y yo seguí. Cuando ya estaba sacudiendo para irme, me tocó el miembro con la punta de un dedo y me preguntó: ¿Sos feliz? Yo le dije: Disculpe, mi teniente, retirándome en el acto, sin más consecuencias." Declaración archivada por orden del jefe del R19. 4) Suboficial asignado: sargento primero Herminio Piquard.”
»Con esas fichas, el Coronel creía tener al fin un cuadro claro de las fuerzas con que contaba, pero no resultó así. Un hombre, como usted sabe, nunca es igual a sí mismo: se mezcla con los tiempos, con los espacios, con los humores del día, y esos azares lo dibujan de nuevo. Un hombre es lo que es, y también es lo que está por ser.
»Sé que en algún momento de aquella madrugada tomó el mapa del Gran Buenos Aires y desplegó sobre él una hoja de calcar en la que había dibujado el tridente de Paracelso. Quizás usted lo haya visto. Tiene tres puntas en forma de triángulos isósceles, unidas por una larga base sobre la que se apoya el mango, corto y cilíndrico. Paracelso creía en la armonía de los contrarios. De ahí que los dientes simbolicen virtudes enemigas como el amor, el terror y la acción.
»Buenos Aires tiene la forma de un pentágono y el tridente consta de tres triángulos. Concertar esas figuras que invocan tantos símbolos es una operación delicadísima y, en manos inexpertas, muy peligrosa. El tridente es Satanás, el ojo de Shiva, las tres cabezas de Cerbero, y también una réplica de la Trinidad. El pentágono es el signo pitagórico del conocimiento, pero Nicolás de Cusa creía que los pentágonos atraen o expulsan lluvias de fuego.
Moori Koenig estudiaba el mapa con la avidez de un alquimista pero también con temor.
Permítanme dejar por un momento la grabación de Cifuentes y decir que siempre me ha sorprendido la afición de los militares argentinos por las sectas, los criptogramas y las ciencias ocultas. En el ejercicio cartográfico del Coronel, las influencias ocultistas eran sin embargo menos visibles que las literarias. Le hice notar a Cifuentes que su plan tenía cierto aire de familia con el que Borges describe en «La muerte y la brújula». No lo admitió. Aunque he leído poco a Borges, dijo (o más bien mintió), tengo algunos recuerdos de ese cuento. Sé que está influido por la Cábala y por las tradiciones jasídicas. Para el Coronel, la más mínima alusión a lo judío hubiera sido inaceptable. Su plan se inspiraba en Paracelso, que es la contrafigura de Lutero y, a la vez, el más ario de los alemanes. La otra diferencia, me dijo, es más notable. El ingenioso juego del detective Lonnrot en «La muerte y la brújula" es un juego mortal, pero sólo sucede dentro de un texto. Lo que el Coronel tramó debía suceder en cambio fuera de la literatura, en una ciudad real por la que se desplazaría un cuerpo abrumadoramente real.
Vuelvo a la grabación ahora. Hemos llegado al punto donde se acaba la cara A del primer cassette. Oigo la voz de Cifuentes:)
«Cuando Moori Koenig hizo coincidir el mango del tridente con el Dock Sur, las puntas sobresalieron del mapa y quedaron apuntando hacia los tambos y tierras para ganado que se perfilan más allá de San Vicente, Caouelas y Moreno. De nada le servían esos campos remotos. Desplazó entonces el mango sobre el mapa hasta situarlo en la esquina de Buenos Aires donde él estaba, de pie, bajo una lámpara. Miró la hora, me dijo, porque en el filo de la realidad a la cual se asomaba todo era vértigo. Eran las seis menos seis minutos. La distracción de su mirada duró menos de un segundo. Eso bastó para que el tridente se contrajera y sus flechas se clavaran en tres sitios increíblemente precisos: la iglesia de Olivos, a orillas de una estación ferroviaria llamada Borges; el Recinto de Personalidades en el cementerio de la Chacarita; el mausoleo blanco de Ramón Francisco Flores en el cementerio de Flores. Ésa era la brújula del azar que había espec…»
Fin de la cinta.
A la hora que el Coronel ha previsto, llaman a la puerta. Arancibia, el Loco, entra de perfil; de sus zapatos reglamentarios brota un empeine jorobado. Fesquet ha debido pasar una noche atroz. En su cara se dibujan los estragos. Galarza, el clarinetista, va dejando al moverse una estela de sonidos abdominales. Nadie se sienta. El Coronel enrolla la hoja de calcar con el tridente y exhibe el mapa, en el que destellan tres puntos rojos.
Le complace abrumar a los oficiales con las revelaciones que ha ido atesorando desde la mañana anterior. Les habla de la madre, del embalsamador. Les explica que no hay un solo cuerpo sino cuatro, y que esa multiplicación favorece los planes del Servicio: cuanto más pistas deban seguir los enemigos, más fácil será borrarlas.
– ¿Cómo? -pregunta Arancibia-. ¿Todavía no hemos empezado y ya aparecieron los enemigos?
– Hay algunos -dice el Coronel, con sequedad. No quiere alarmarlos contándoles que, en su propia casa y por su teléfono privado, se han filtrado amenazas.
Luego, enumera las grandes líneas del plan. Se necesitan cuatro ataúdes idénticos, modestos: los conseguirá Galarza. Los cuerpos serán enterrados entre la una y las tres de la mañana siguiente: al de Arancibia le corresponde la Chacarita, al de Galarza el cementerio de Flores, al de Fesquet la iglesia de Olivos. Es preciso que cada quien se ocupe de que los sitios estén previamente despejados. Cuanto más secretos sean los movimientos, más trabajo van a tener los adversarios en descifrarlos.
– ¿Con qué refuerzos contamos, mi coronel? -quiere saber Galarza.
– Sólo con nosotros cuatro.
Hubo un largo silencio.
– Sólo nosotros cuatro -repite Arancibia-. Demasiado pocos para un secreto tan grande.
– Soy, en este país, el único teórico del secreto -continúa el Coronel-. El único experto. Me he desvelado pensando en eso: las filtraciones, la contrainteligencia, las acciones encubiertas, los atajos, la ley de probabilidades, el azar. He calculado cada paso de este operativo con minucia. He reducido los riesgos a dos o tres por ciento. El factor más expuesto del plan es la tropa de apoyo. Cada uno de nosotros necesita cuatro soldados y un camión de transporte. Ustedes tienen, además, un suboficial asistente. A medianoche nos esperan en el comando en jefe. Los soldados vienen de regimientos y batallones distintos. No se conocen entre sí. Los camiones son cerrados y no tienen mirillas: sólo respiraderos. Nadie debe saber de dónde viene ni adónde va. A las cero quince de mañana nos concentramos en el garaje de la CGT. El lugar se parece a cualquier otro. No me importa lo que piensen los soldados. No me importa lo que puedan decir.
– Brillante -dice Galarza-. Si los soldados no vuelven a encontrarse, nunca van a reconstruir la historia. Y es imposible que vuelvan a encontrarse.
– Hay una posibilidad en ciento cincuenta mil -apunta el Coronel-. Son conscriptos de las provincias. Pasado mañana van a salir de baja.
– Impecable -insiste Galarza, el clarinetista, luchando contra un alud de borborigmos-. Sólo me inquieta un detalle, mi coronel. En ese extremo del secreto, ni los soldados ni los suboficiales deberían manejar los vehículos.
– Correcto, Galarza. Los vamos a manejar nosotros.
Fesquet suspira y dobla en el aire una de sus lánguidas manos.
– Yo manejo muy mal, mi coronel. Y aquí podría fallar. Usted sabe: la responsabilidad, la noche. No me animo.
– Tiene que hacerlo, Fesquet -ordena el Coronel, tajante-. Somos cuatro. No debe haber nadie más.
– Algo me intriga -comenta Galarza-: esa mujer, el cuerpo. Es una momia, ¿no? Hace tres años que ha muerto. ¿Para qué la queremos? La podríamos tirar desde un avión, en el medio del río. La podríamos meter dentro de una bolsa de cal, en la fosa común. Nadie está preguntando por ella. Y si alguien pregunta, no tenemos por qué contestar.
– La orden viene de arriba -dice el Coronel-. El presidente quiere que se la entierre cristianamente.
– ¿A esa yegua? -exclama Galarza-. Nos jodió a todos la vida.
– Nos jodió -dice el Coronel-. Otros creen que los salvó. Hay que cubrirse las espaldas.
– Tal vez ya es tarde -dice Arancibia, el Loco-. Hace dos años se podía. Si hubiéramos matado al embalsamador, el cuerpo se habría corrompido solo. Ahora es un cuerpo demasiado grande, más grande que el país. Está demasiado lleno de cosas. Todos le hemos ido metiendo algo adentro: la mierda, el odio, las ganas de matarlo de nuevo. Y como dice el Coronel, hay gente que también le ha metido su llanto. Ya ese cuerpo es como un dado cargado. El presidente tiene razón. Lo mejor es enterrarlo, creo. Con otro nombre, en otro lugar, hasta que desaparezca.
– Hasta que desaparezca -repite el Coronel, que no cesa de fumar Se inclina sobre el mapa de Buenos Aires. Señala uno de los puntos rojos, al norte, casi pegado al río. -Fesquet -dice-. ¿Qué hay acá?
El teniente primero estudia el área. Descubre una estación de trenes, dos vías que se cruzan, un puerto para yates.
– El río -adivina.
El Coronel lo mira sin decir nada.
– No es el río, Fesquet -apunta Galarza-. Es su destino.
– Ah, sí… la iglesia, en Olivos -dice el teniente.
– Este cuadrado verde es una plaza -dicta el Coronel, como si hablara con un niño-. Acá, en la esquina, junto a la iglesia, hay un jardín enrejado, cubierto de pedregullo, de diez metros de ancho por unos seis de fondo. Está cubierto de tártagos, begonias, plantas de hojas carnosas. Ponga allí, contra el muro, algo que parezca un cantero. Rodéelo con macetas o lo que sea. Haga que los soldados caven una fosa profunda. Disimúlela, para que nadie la pueda ver desde la calle.
– Es un terreno de la iglesia -recuerda Fesquet-. ¿Qué hago si el párroco nos prohíbe trabajar?
El Coronel se lleva las manos a la cabeza.
– ¿Usted no puede resolver el problema, Fesquet? ¿No puede? Tiene que hacerlo. Esto no va a ser fácil.
– Quédese tranquilo, mi coronel. No voy a fallar.
– Si falla, despídase del ejército. Todos deben meterse en la cabeza que el fracaso es inaceptable en esta misión. Nadie venga después a decirme que tuvo tal o cual imprevisto. Es ahora cuando deben adelantarse a las casualidades.
– Voy a la iglesia y pido un permiso -balbucea Fesquet.
– Pídalo en el arzobispado -dice el Coronel. Se distiende, echa hacia atrás el tobogán de la frente y entrecierra los ojos.
– Sólo un punto más. Pongamos los relojes en hora, repasemos las contraseñas.
Un par de llamadas tímidas lo interrumpen. Es el sargento primero Piquard, despeinado. Uno de los mechones que le cubren la calva se ha fugado de su cárcel de gomina y cae, patético, hasta la barbilla.
– Parte urgente para el coronel Moori Koenig -informa-. De la presidencia de la república han traído este sobre. La orden es que lo reciba usted, de inmediato, en persona.
El Coronel palpa el sobre. Son, advierte, dos hojas: una de cartulina, la otra de papel ligero. Observa el lacre del anverso. El dibujo en relieve está borroso: ¿es el escudo nacional o un símbolo masónico?
– Piquard -pregunta-, ¿cómo ha llegado el mensaje hasta acá?
– Mi coronel -dice el sargento primero, con los hombros caídos, en posición de firmes-. Lo trajo un principal, de uniforme. Llegó en un Ford negro con chapas oficiales.
– Déme el nombre del principal, el número del vehículo.
Piquard abre los ojos, consternado:
– No se le pidió identificación. No se anotaron los números. El trámite fue de rutina, mi coronel. Al sobre lo revisamos bien. Pasó sin novedad la pericia de explosivos.
– Mejor así, Piquard. Retírese. Que los soldados anden con los cinco sentidos bien despiertos.
– ¿Y ahora qué falta? -pregunta el Coronel, volviéndose a los oficiales-. Ah, la contraseña.
– Y los relojes -apunta Galarza, señalando la estampa de Kant.
– ¿Se acuerdan de la consigna con la que derrocamos a Perón: «Dios es justo»? Vamos a usarla esta noche, desde las doce hasta las cuatro. Los que se anuncian tienen que hacerlo en tono de pregunta: «¿Dios?» La segunda parte de la contraseña es obvia. Ahora, los relojes.
Son las siete menos cuarto. Todos ajustan las agujas, dan cuerda. El Coronel rompe los lacres del sobre. Echa un vistazo al contenido: una foto y un volante. La foto es rectangular, como una postal.
– Señores -dice, súbitamente pálido-, pueden irse. Sean cuidadosos.
Apenas los oficiales se eclipsan en la negrura de los pasillos, el Coronel cierra la puerta de su despacho y vuelve a mirar, incrédulo, la foto: es Ella, la difunta, yaciendo sobre la losa del santuario, entre nidos de flores. Se la ve de perfil, los labios entreabiertos, los pies descalzos. Que existan fotos así es imprudente. ¿Cuántas habrá? Lo insólito es sin embargo el volante, impreso en mimeógrafo. Comando de la Venganza, lee el Coronel. Y abajo, con una caligrafía torpe: Déjenla donde está. Déjenla en paz.