¿Cuales son los elementos que construyeron el mito de Evita?
1°) Ascendió como un meteoro desde el anonimato de pequeños papeles en la radio hasta un trono en el que ninguna mujer se había sentado: el de Benefactora de los Humildes y Jefa Espiritual de la Nación.
Lo consiguió en menos de cuatro años. En septiembre de 1943 la contrataron en Radio Belgrano para interpretar a las grandes mujeres de la historia. Su nuevo salario le permitió mudarse a un departamento modesto de dos ambientes en la calle Posadas. En las primeras audiciones maltrataba el idioma español con tanta saña que el ciclo estuvo a punto de ser suspendido. Hizo decir a Isabel de Inglaterra: «Me muero de la indinación, bilconde Rálf», aludiendo tal vez a sir Walter Raleigh, que no era vizconde. Y en un diálogo improbable de la emperatriz Carlota con Benito Juárez, exclamó: «No le perdono que tenga tan mal conceto de mi amado Masimiliano». Quizá la corrigieron durante el corte comercial, porque en la entrada siguiente dijo, con ponderable esfuerzo: «¡Macksimiliano sufre, sufre, y yo me vuá volver loca!».
Ser cabeza de compañía no tenía entonces ninguna importancia social. Para la gente de bien, que oía poca radio, Evita era sólo una cómica que entretenía a los coroneles y a los capitanes de fragata. Nadie pensaba en Ella como un peligro.
En julio de 1947 ya la historia era otra. Evita apareció en la portada del semanario Time. Volvía de una peregrinación por Europa que los corresponsales bautizaron como «la travesía del arco iris. No tenía ningún cargo oficial, pero en todas partes la recibieron los jefes de Estado, el Papa, las multitudes. En Río de Janeiro, penúltima escala de su viaje, los cancilleres americanos le dieron la bienvenida e interrumpieron su conferencia para brindar por ella. Los que no le habían prestado atención como actriz la odiaban ya como icono del peronismo analfabeto, bárbaro y demagogo.
Tenía entonces veintiocho años. Para los códigos culturales de la época, actuaba como un macho. Despertaba y daba órdenes a los ministros del gabinete a las horas más imprudentes, disolvía huelgas, mandaba despedir a periodistas y actores por venganza o capricho y al día siguiente decidía que les devolvieran el trabajo, albergaba en los hogares de tránsito a miles de cabecitas negras que emigraban de las provincias, inauguraba fábricas, recorría en tren diez o quince pueblos por día improvisando discursos en los que mencionaba por sus nombres a los pobres, puteaba como un carrero, no dormía. Caminaba siempre un paso detrás del marido, pero él parecía la sombra, el revés de la medalla. En una de sus invectivas memorables, Ezequiel Martínez Estrada definió así a la pareja: «Todo lo que le faltaba a Perón o lo que poseía en grado rudimentario para llevar a cabo la conquista del país de arriba abajo, lo consumó Ella o se lo hizo consumar a él.
En ese sentido también era una ambiciosa irresponsable. En realidad, él era la mujer y Ella el hombre.
2°) Murió joven, como los otros grandes mitos argentinos del siglo: a los treinta y tres años.
Gardel tenía cuarenta y cuatro cuando ardió en Medellín el avión donde viajaba con sus músicos; el Che Guevara no había cumplido cuarenta cuando una avanzada del ejército boliviano lo fusiló en La Higuera.
Pero a diferencia de Gardel y del Che, la agonía de Evita fue seguida paso a paso por las multitudes. Su muerte fue una tragedia colectiva. Entre mayo y julio de 1952, hubo a diario centenares de misas y procesiones para implorar a Dios por una salud insalvable. Mucha gente creía estar presenciando los primeros estremecimientos del apocalipsis. Sin la Dama de la Esperanza, no podía haber esperanza; sin la Jefa Espiritual de la Nación, la nación se acababa. Desde que se difundieron los partes médicos sobre la enfermedad hasta que su catafalco fue llevado a la CGT por un cortejo de cuarenta y cinco obreros, Evita y la Argentina pasaron más de cien días muriéndose. En todo el país se alzaron altares de luto, donde los retratos de la difunta sonreían bajo una orla de crespones.
Como sucede con todos los que mueren jóvenes, la mitología de Evita se alimenta tanto de lo que hizo como de lo que pudo hacer. «Si Evita viviera sería montonera», cantaban los guerrilleros de los años setenta. Quién sabe. Evita era infinitamente más fanática y apasionada que Perón, pero no menos conservadora. Hubiera hecho lo que él decidiera. Especular sobre las historias imposibles es una de las diversiones favoritas de los sociólogos, y en el caso de Evita las especulaciones se abren en un abanico de nervaduras, porque el mundo en el que Ella vivió se convirtió rápidamente en otro. “Si Evita hubiera vivido, Perón habría resistido a los intentos revolucionarios que terminaron derrocándolo en 1955”, repiten casi todos los estudios sobre el credo peronista. Esa ucronía se funda en el hecho de que en 1951, después de un golpe militar anémico y fallido, Evita ordenó al comandante en jefe del ejército que comprara cinco mil pistolas automáticas y mil quinientas ametralladoras para que los obreros las empuñaran en caso de otro alzamiento. Quién sabe. Cuando Perón cayó, las armas que debían estar en manos de los sindicatos habían ido a parar a los arsenales de gendarmería y el desconcertado presidente no habló por radio para pedir ayuda. Tampoco las masas se movilizaron espontáneamente en defensa de su líder, como lo habían hecho diez años antes. Perón no quería combatir. Era otro. ¿Era otro porque la vejez se le venía encima o porque la infatigable Evita ya no estaba a su lado? Ni la historia ni nadie pueden contestar a esa pregunta.
3°) Fue el Robin Hood de los años cuarenta.
No es verdad que Evita se resignó a ser víctima, como insinúa su libro La razón de mi vida. No toleraba que hubiera víctimas, porque le recordaban que Ella había sido una. Trataba de redimir a todas las que veía.
Cuando conoció a Perón, en 1944, mantenía a una tribu de albinos mudos escapados de los cotolengos. Les pagaba la cama y la comida, pero su trabajo en la radio no le permitía ocuparse de ellos. Cierta vez, orgullosa, quiso presentárselos a Perón. Fue una catástrofe. Los encontraron desnudos de la cintura para abajo, nadando en un mar de mierda. Horrorizado, el novio los despacho a un asilo de Tandil en una chata del ejército. Los choferes se descuidaron y los perdieron para siempre en la escabrosidad de unos maizales.
Nada acongojaba tanto a Evita como ver desfilar a los expósitos en vísperas de la Navidad y de las fiestas patrias. Rapados a cero para no atraer los piojos, vestidos con capas azules y delantales grises, los huérfanos se apostaban en las esquinas de la calle Florida con alcancías tubulares, de metal, recaudando limosnas para las monjas de clausura y para las colonias de niños débiles. Desde sus automóviles, las damas de la Sociedad de Beneficencia vigilaban el comportamiento de sus protegidos y recibían el saludo zalamero de los transeúntes. Los ajuares que lucían las beneméritas eran cosidos por las jovencitas sin hogar recluidas en El Buen Pastor, que se educaban allí en el arte del corte y la confección usando tijeras encadenadas a las mesas, para impedir los robos. Más de una vez, Evita juró que acabaría con esas ceremonias anuales de humillación.
Se le presentó la oportunidad en julio de 1946, un mes después de que su marido juró como jefe del Estado. En su condición de primera dama, le correspondía ser presidenta honoraria de la Sociedad de Beneficencia, pero las beneméritas se resistían a mezclarse con una mujer de pasado tan dudoso, que era hija ilegítima y había vivido con varios hombres antes de casarse.
El deber, por supuesto, prevaleció sobre los principios. Las beneméritas decidieron mantener la tradición y ofrecer el cargo a la Bataclana -como la llamaban en sus cotorreos-, pero imponiéndole tantas condiciones que no podría aceptarlo.
La visitaron un sábado, en la residencia presidencial. Evita les dio cita a las nueve de la mañana, pero a las once aún no se había levantado. La noche antes, los agentes de Control de Estado le hicieron llegar copia de la carta que una de las directoras de la institución había mandado a la escritora Delfina Bunge de Gálvez.
“Esperamos que vengas a la residencia con nosotras, Delfina querida”, decía la carta. «Sabemos que tenés el paladar muy delicado y que la visita te hará mal al estómago. Pero si cuando estés delante de la h de p (perdonános, pero con una poetisa sólo se deben emplear las palabras justas) te sentís descompuesta, pensá en que estás ofrendándole al Señor un sacrificio que te valdrá infinitas indulgencias plenarias.
Evita bajó las escaleras con una elegancia que las dejó pasmadas. Vestía un tailleur en cuadrillé blanco y negro con adornos de terciopelo. Aunque aún se manejaba con un vocabulario inseguro, su lengua ya era rápida, sarcástica, temible.
– ¿Qué las trae, señoras? -dijo, sentándose en el taburete de un piano.
Una de las damas, ataviada de negro, con un sombrero del que se alzaban unas alas de pájaro, contestó, desdeñosa:
– El cansancio. Llevamos más de tres horas esperando. Evita sonrió con candor:
– ¿Sólo tres horas? Tienen suerte. Hay dos embajadores, arriba, que ya llevan cinco. No perdamos tiempo. Si están cansadas, querrán irse rápido.
– Nos trae una obligación sagrada -dijo otra de las damas, que se envolvía el cuello con una estola de zorro-. Por respeto a una tradición que tiene casi un siglo, le ofrecemos que presida la Sociedad de Beneficencia…
– … aunque es usted demasiado joven -insinuó la del sombrero de pájaro-. Y tal vez, por haber sido artista, no esté familiarizada con nuestras obras. Somos ochenta y siete damas.
Evita se puso de pie.
– Se darán cuenta que no puedo aceptar -dijo, cortante-. Eso no es para mí. No sé jugar al bridge, no me gusta el té con masitas. Las haría quedar mal. Busquen a una que sea como ustedes.
La dama de la estola le tendió, con alivio, una mano enguantada.
Si es así, nos vamos.
– Se olvidan de la tradición -dijo Evita, ignorando el saludo-. ¿Cómo se van a quedar sin presidenta honoraria?
– Quiere sugerirnos algo? -preguntó, sobradora, la del zorro.
– Nombren a mi madre. Tiene ya cincuenta años. Ella no es una hache ni una pe, como dice esta carta -contestó, desplegando la copia sobre la mesa-, pero es mejor hablada que ustedes.
Y dando media vuelta, subió con donaire las escaleras.
En pocas semanas, la caridad desapareció de la Argentina; su lugar fue ocupado por otras virtudes teologales a las que Evita bautizó como «ayuda social». Se desvaneció la Sociedad de Beneficencia y las damas beneméritas se retiraron a sus estancias. Todas las víctimas que aún quedaban en la calle Florida fueron internadas en colonias de vacaciones, donde jugaban al fútbol de la mañana a la noche y cantaban himnos de agradecimiento:
Seremos
peronistas de todo corazón
en la nueva Argentina de Evita y de Perón.
Para saciar su pasión por los casamientos, la primera dama buscó novios obligatorios para las jovencitas sin hogar de El Buen Pastor y para las otras mil trescientas internadas que estaban allí por rantifusas, punguistas, pasadoras de juego, bagayeras o madamas de burdel, redimiéndolas mediante unos desposorios colectivos en los que Ella misma sirvió de madrina.
Todos eran felices. El 8 de julio de 1948, dos años después de la entrevista con las beneméritas, se decretó el nacimiento de la Fundación de Ayuda Social Marta Eva Duarte de Perón, con potestad para ofrendar «una vida digna a las clases sociales menos favorecidas».
Lo peor de esta historia es que las víctimas nunca dejan de ser víctimas. Evita no necesitaba presidir ninguna sociedad de beneficencia; quería que la beneficencia en pleno llevara su nombre. Trabajó día y noche por esa eternidad. Juntó las penas que andaban sueltas y armó con ellas una fogata que se veía desde lejos. Lo hizo demasiado bien. La fogata fue tan eficaz que también la quemó a ella.
4°) Perón la amaba con locura.
El amor no tiene unidades de medida, pero es fácil darse cuenta de que Evita lo amaba mucho más. ¿No he dicho esto antes?
En La razón de mi vida, Evita describió su encuentro con Perón como una epifanía: se creyó Saulo en el camino de Damasco, salvada por una luz que caía del cielo. Perón, en cambio, evocaba el momento sin darle mayor importancia: «A Evita yo la hice», dijo. «Cuando se me acercó, era una chica de instrucción escasa, aunque trabajadora y de nobles sentimientos. Con Ella me esmeré en el arte de la conducción. A Eva hay que verla como un producto mío.»
Se conocieron entre los desconciertos del terremoto de San Juan. La catástrofe sucedió un sábado, el 15 de enero de 1944. El sábado siguiente hubo en el Luna Park un festival a beneficio de las víctimas. He visto en los Archivos Nacionales de Washington los noticieros filmados esa noche: breves fragmentos de películas exhibidos en Singapur, en El Cairo, en Medellín, en Ankara. Suman un total de tres horas veinte minutos. Aunque a veces una misma toma se repite muchas veces -el noticiero francés y el holandés, por ejemplo, son idénticos-, el efecto de realidad quebrada, dividida, desarticulada, con que el espectador sale de allí se parece al desconcierto del hachís contado por Baudelaire. Los seres están suspendidos en su pasado pero jamás son los mismos: el pasado se va moviendo con ellos y, cuando uno menos lo espera, los hechos se han desplazado de lugar y significan otra cosa. Por raro que parezca, Evita es menos Evita en el noticiero de Sao Paulo que en el de Bombay. El de Bombay la muestra desenvuelta, con una pollera tableada, una blusa adornada por una gran rosa de tela y una capelina etérea; en el de Sao Paulo Evita jamás sonríe: parece turbada por la situación. La pollera y la blusa se dibujan allí como un vestido, quizá por efecto de la luz sin matices.
El encuentro sucedió a las diez y catorce de la noche: en lo alto del gimnasio hay dos relojes que lo atestiguan. Evita y una amiga estaban en la primera fila de plateas junto a un hombre de sombrero orión que algunos locutores -el de Medellín, el de Londres- identifican como «teniente coronel Aníbal Imbert, director de Correos y Telégrafos». Era un personaje importante, a quien Evita debía el inmenso favor de un contrato para encarnar por radio Belgrano a dieciocho heroínas de la historia. Esa noche, sin embargo, Imbert no le interesaba. A quien de veras se moría por conocer era al «coronel del pueblo», que prometía una vida mejor a los humillados y ofendidos como ella. «No soy hombre de sofismas ni de soluciones a medias», lo había oído decir por radio dos semanas antes. ¿Qué significaría sofismas? Perón la enredaba a veces con las rarezas de su lenguaje y Ella tenia miedo de no entenderlo cuando se vieran. No importaba: él entendería lo que Ella le dijese y, a lo mejor, ni siquiera habría necesidad de palabras. «Sólo soy», decía Perón, «un humilde soldado al que le ha cabido el honor de proteger a la masa trabajadora argentina». ¡Cuánta belleza había en esas pocas frases, cuánta profundidad! Si Ella pudiera, más adelante, las repetiría tal cual: «Soy tan sólo una humilde mujer de pueblo que ofrece su amor a los trabajadores argentinos».
Largas filas de seres aindiados descendían todas las tardes de los trenes en la estación Retiro, para implorar la ayuda del coronel que prometía pan y felicidad. Ella no había tenido la fortuna de que alguien así la esperara cuando llegó a Buenos Aires, diez años antes. ¿Por qué no ponerse junto a él ahora? No era tarde. Al contrario: quizá fuera demasiado temprano. El coronel tenía poco más de cuarenta y ocho años; Ella estaba por cumplir veinticinco. Desde que Evita recitaba versos de Amado Nervo por los altoparlantes de Junín, vestida aún con el delantal de la escuela, soñaba con un hombre como aquél, compasivo y al mismo tiempo desbordante de fortaleza y de sabiduría. Las demás chicas se conformaban con alguien que fuera laborioso y bueno. Ella no: deseaba que además fuera el mejor. En los últimos meses, había seguido todos los pasos de Perón y sentía que nadie sino él sabría protegerla. Una mujer debe elegir, se decía Evita, no esperar a que la elijan. Una mujer debe saber desde el principio quién le conviene y quién no. Jamás había visto a Perón salvo en las fotografías de los diarios. Y sin embargo, sentía que algo los predestinaba a estar juntos: Perón era el redentor, Ella la oprimida; Perón conocía sólo el amor forzoso de su matrimonio con Potota Tizón y los coitos higiénicos con amantes casuales; ella, el asedio obligatorio de los galanes de la radio, de los editores de chismes y de los vendedores de jabones. Sus carnes se necesitaban; apenas se tocaran, Dios las encendería. Ella confiaba en Dios, para quien ningún sueño es irreal.
Cuando el locutor del festival benéfico anunció por los altavoces que el coronel Juan Perón hacia su entrada en el Luna Park, el público se puso de pie para aplaudido: también Evita. Se alzó temblorosa de la butaca, arqueando un poco más el ala de la capelina, y suspendió en la cara una sonrisa que no se desdibujó un solo instante. Lo vio acercarse al asiento contiguo con los brazos en alto, sintió al saludarlo con sus manos enguantadas el calor de aquellas manos firmes, manchadas de pecas, con cuyas caricias había soñado tanto, y casi lo invitó con un irreprimible cabeceo a que ocupara el sitio vacío, a su derecha. Desde hacía mucho había pensado en la frase que debía decirle cuando lo tuviera cerca. Tenía que ser una frase breve, directa, que le diera en el centro del alma: una frase que le atormentara la memoria. Evita había ensayado ante el espejo la cadencia de cada sílaba, el leve movimiento de la capelina, la expresión tímida, la sonrisa imborrable en unos labios que tal vez debían temblar.
– Coronel -dijo, clavándole los ojos castaños.
– ¿Qué, hija? -respondió él, sin mirarla.
– Gracias por existir.
He reconstruido cada línea de ese diálogo más de una vez en los Archivos Nacionales de Washington. Las he leído en los labios de los personajes. Con frecuencia, congelé las imágenes en busca de suspiros, de pausas cortadas por la moviola, de sílabas disimuladas por un perfil que se escurre o por un ademán que no veo. Pero no hay nada más, aparte de esas palabras que ni siquiera se oyen. Después de pronunciarlas, Evita cruza las piernas y baja la cabeza. Perón, quizá sorprendido, finge mirar hacia el escenario. Volcada sobre el micrófono, Libertad Lamarque canta «Madreselva» con una voz que sobrevive, lluviosa, en casi todos los noticieros.
«Gracias por existir» es la frase que parte en dos el destino de Evita. En La razón de mi vida, Ella ni siquiera se acuerda de que la dijo. El redactor de esas memorias, Manuel Penella de Silva, prefirió atribuirle una declaración de amor más simple y mucho más larga. «Me puse a su lado», escribe (fingiendo que escribe Evita). «Quizás ello le llamó la atención y, cuando pudo escucharme, atiné a decirle con mi mejor palabra: "Si, como usted dice, la causa del pueblo es su propia causa, por muy lejos que haya que ir en el sacrificio no dejaré de estar a su lado hasta desfallecer." Él aceptó mi ofrecimiento. Aquél fue mi día maravilloso.»
Esa versión es demasiado verbal. Las escuetas imágenes del cine refieren que Evita dijo sólo «Gracias por existir» y que después fue otra. Quizá la ráfaga de esas pocas sílabas basta para explicar su eternidad. Dios creó el mundo con un solo verbo: «Soy». Y luego dijo: «Sea». Evita ha perdurado con dos palabras más.
Dieciséis son los noticieros que narran el terremoto y el encuentro de una semana después. Sólo uno de ellos, el de México, extiende el relato hasta su previsible final. Deja desfilar por el escenario a las actrices María Duval, Felisa Mary, Silvana Roth. Después, cuando los músicos de Feliciano Brunelli disponen sus atriles, muestra a Evita alejándose por el pasillo central del Luna Park. Una de sus manos empuja (o así parece) la espalda de Perón, como quien ha tomado posesión de la historia y se la está llevando adonde quiere.
5°)
Para mucha gente, tocar a Evita era tocar el cielo.
El fetichismo. Ah, sí; eso ha tenido una enorme importancia en el mito. Los ayudantes de Evita dejaban caer fajos de dinero cuando Ella pasaba en tren por las poblaciones. La escena ha sido registrada en casi todas las películas documentales sobre su vida. De tanto en tanto, también la propia Evita tomaba un billete entre sus dedos, lo besaba y lo arrojaba a los vientos. Conocí una familia en La Banda, Santiago del Estero, que exhibía uno de los «billetes besados» en un marco. No quiso desprenderse de él ni aun en momentos de miseria extrema, cuando no tenía qué comer. Ahora que el billete está fuera de circulación, la familia lo conserva como un objeto religioso, sobre una repisa del comedor, al lado de una foto coloreada de Evita con un vestido largo, de raso negro. Junto a la foto hay siempre un ramo de flores. Las flores silvestres y las velas encendidas son, para el culto popular, ofrendas inseparables de los retratos de Evita, que se veneran como si fuesen santos o vírgenes milagrosas. Y con la misma unción, ni más ni menos.
Sé que hay unos cien -por lo menos cien- objetos usados, besados o tocados por la Dama de la Esperanza, que han servido para su culto. No voy a citar aquí la Lista completa sino unos pocos botones de muestra:
* El canario embalsamado que Evita le regaló al doctor Cámpora cuando era presidente de la Cámara de Diputados.
* La mancha de rouge que dejó en una copa de champagne durante una velada de gala en el teatro Colón, antes de viajar a Europa. Se conservó durante varios años en el museo del teatro.
* El frasco de Gomenol que el profesor y poeta mendocino Américo Cali compró a mediados de 1936 para que Evita se destapara la nariz. En 1954 lo exhibían dentro de un cofrecito de sándalo en la unidad básica «Evita Inmortal» de Mendoza.
* Los mechones del pelo que le cortaron al morir. Todavía se venden hebras o rulos en algunas joyerías de la calle Libertad. Los preparan dentro de relicarios de plata, cristal u oro, y los precios varían de acuerdo con los deseos del consumidor.
* Los ejemplares autografiados de La razón de mi vida que se rematan en la Feria de San Telmo y que luego se usan como misales.
* Una bata blancuzca, ajada por los años, de escote en ve y mangas cortas, que entre 1962 y 1967 se exhibió en una casa de la calle Irala y Sebastián Gaboto, en isla Maciel, conocida entonces como Museo del Sudario.
* El cuerpo momificado de la propia Evita.
6°) Lo que podría llamarse «relato de los dones».
En cada familia peronista circula un relato: el abuelo no había visto el mar, la abuela no sabía lo que eran las sábanas o las cortinas, el tío necesitaba un camión para repartir cajones de soda, la prima quería una pierna ortopédica, la madre no tenía con qué comprar el ajuar de novia, la vecina enferma de tisis no podía pagarse una cama en los sanatorios de las sierras de Córdoba. Y una mañana apareció Evita. En la escenografía de los relatos, todo sucede una mañana: soleada, de primavera, ni una nube en el cielo, se oye música de violines. Evita llegó y con sus grandes alas ocupó el espacio de los deseos, sació los sueños. Evita fue la emisaria de la felicidad, la puerta de los milagros. El abuelo vio el mar. Ella lo llevó de la mano, y ambos lloraron juntos ante las olas. Eso se cuenta.
La tradición oral va de mano en mano, el agradecimiento es infinito. Cuando llega el momento de votar, los nietos piensan en Evita. Aunque algunos digan que los sucesores de Perón han saqueado a la Argentina y que Perón mismo los traicionó antes de morir, de todos modos entregarán sus votos en el altar de los sacrificios. Porque me lo pidió el abuelo antes de morir. Porque el ajuar de mi madre fue un regalo de Evita. Uno busca, lleno de esperanzas, el camino que los sueños prometieron a sus ansias.
7°) El monumento inconcluso.
En julio de 1951, Evita concibió la idea de un Monumento al Descamisado. Quería que fuera el más alto, el más pesado, el más costoso del mundo, y que se viera desde lejos, como la torre Eiffel. Así se lo dijo a la diputada Celina Rodríguez de Martínez Paiva, quien debía presentar el proyecto en el congreso: «La obra debe servir para que los peronistas se entusiasmen y desahoguen sus emociones eternamente, aun cuando ninguno de nosotros esté vivo».
A fines de aquel año, Evita aprobó la maqueta. La figura central, un trabajador musculoso de sesenta metros, se alzaría sobre un pedestal de setenta y siete. Alrededor habría una enorme plaza, tres veces más amplia que el Campo de Marte, rodeada por las estatuas del Amor, de la Justicia Social, de los Niños Únicos Privilegiados y de los Derechos de la Ancianidad. En el centro del monumento se construiría un sarcófago como el de Napoleón en Invalides, pero de plata, con una imagen yacente en relieve. La inmensa estructura, que duplicaba casi el tamaño de la estatua de la Libertad, debía emplazarse en un espacio abierto entre la facultad de derecho y la residencia presidencial. Evita estaba tan entusiasmada con la maqueta que ordenó cambiar la figura del trabajador musculoso por la de Ella misma. El congreso se apresuró a sancionar la idea veinte días antes de que muriese, y la propia Evita alude en su testamento a esa ilusión de eternidad: «Así yo me sentiré siempre cerca de mi pueblo y seguiré siendo el puente de amor tendido entre los descamisados y Perón».
Después de los funerales, la euforia del monumento se fue apagando. Comenzaron a excavarse los cimientos con expresiva lentitud. Al caer Perón, sólo había un enorme foso, que las nuevas autoridades rellenaron en una noche. Para disimular el espacio vacío, se improvisaron fuentes luminosas y juegos infantiles. Pero la memoria fúnebre de Evita no se ha movido de ese lugar. La enorme plaza sigue vacía, con su ensalmo intacto. A fines de 1974, José López Rega, ex cabo de policía y maestro de ciencias ocultas de la tercera esposa de Perón que era entonces presidenta de la república-, intentó erigir en el mismo sitio un Altar de la Patria que serviría para reconciliar a las almas enemigas. Volvieron a excavarse los cimientos, pero las adversidades de la historia -como en la ocasión anterior- interrumpieron las obras.
De tarde en tarde Evita reaparece allí, sobre las ramas de un lapacho. Los descamisados adivinan su luz, oyen tremolar su vestido, reconocen el murmullo de su voz ronca y agitada, descubren la servidumbre de sus luces en el más allá y los trajines de sus nervios y, mientras encienden velas de promesa en el sitio donde tendría que haber reposado su catafalco, la interrogan sobre el porvenir. Ella responde con elipsis, variaciones de negro, nublamientos de la luz, anunciando que los tiempos futuros serán sombríos. Como siempre han sido sombríos, la credulidad de los devotos está asegurada. Evita es infalible.
El mito se construye por un lado y la escritura de los hombres, a veces, vuela por otro. La imagen que la literatura está dejando de Evita, por ejemplo, es sólo la de su cuerpo muerto o la de su sexo desdichado. La fascinación por el cuerpo muerto comenzó aun antes de la enfermedad, en 1950. Ese año, Julio Cortázar terminó El examen, novela imposible de publicar en más de un sentido, como él mismo lo declara en el prólogo de tres décadas después. Es la historia de una multitud animal que se descuelga desde todos los rincones de la Argentina para adorar un hueso en la Plaza de Mayo. La gente espera no sabe qué milagro, se rompe el alma por una mujer vestida de blanco, «el pelo muy rubio desmelenado cayéndole hasta los senos». Ella es buena, Ella es muy buena, repiten los cabecitas negras que invaden la ciudad, transfigurándose al final en hongos y brumas envenenadas. El terror que flota en el aire no es el terror a Perón sino a Ella, que desde el fondo inmortal de la historia arrastra los peores residuos de la barbarie. Evita es el regreso a la horda, es el instinto antropófago de la especie, es la bestia iletrada que irrumpe, ciega, en la cristalería de la belleza.
En la Argentina de los anos en que Cortázar escribió El examen, la Jefa Espiritual, aún sana, de afilados colmillos y uñas crueles sedientas de sangre, infundía un pavor sagrado. Era una mujer que salía de la oscuridad de la cueva y dejaba de bordar, almidonar las camisas, encender el fuego en la cocina, cebar el mate, bañar a los chicos, para instalarse en los palacios del gobierno y de las leyes, que eran dominios reservados a los hombres. «Aquella extraña mujer era distinta de casi todas las criollas», la define el Libro Negro de la Segunda Erania, que se publicó en 1958. «Carecía de instrucción pero no de intuición política; era vehemente, dominadora y espectacular». Es decir, imperdonable, impúdica, con dones de «pasión y coraje» impropios de una mujer. «Le gustarían las hembras», conjetura Martínez Estrada en sus Catilinarias. «Tendría la desvergüenza de las mujeres públicas en la cama, a las que tanto les da refocilarse con un habitué del burdel como con una mascota doméstica u otra pupila de la casa».
El espectáculo suntuoso de su muerte era un agravio al pudor argentino. Las élites intelectuales la imaginaban muriéndose con los mismos gestos con que, tal vez, amaba. Entregaba el aliento, desaparecía en otro cuerpo, cruzaba los límites, amando más muerta que nadie, muriendo a todo amor, desalmada pero rindiendo el alma, paciendo su placer en el campo de la muerte. Nada a solas, todo tenía que hacerlo sin recato, en la desvergüenza, intimidando a las élites con su intimidad, exagerada, chillona, la malandra, Evita la corrida.
Algunos de los mejores relatos de los años cincuenta son una parodia de su muerte. Los escritores necesitaban olvidar a Evita, conjurar su fantasma. En «Ella», un cuento que escribió en 1953 y publicó cuarenta años después, Juan Carlos Onetti tiñó el cadáver de verde, lo hizo desaparecer en un verdor siniestro: «Ahora esperaban que la pudrición creciera, que alguna mosca verde, a pesar de la estación, bajara para descansar en los labios abiertos. La frente se le volvía verde.»
Casi al mismo tiempo, Borges, más sesgado, más elusivo, denigraba el entierro en «El simulacro», un texto breve cuyo personaje único es un hombre de luto, flaco, aindiado, que exhibe una muñeca de pelo rubio en una capilla ardiente de miseria. El propósito de Borges era poner en evidencia la barbarie del duelo y la falsificación del dolor a través de una representación excesiva: Eva es una muñeca muerta en una caja de cartón, que se venera en todos los arrabales. Lo que le sale, sin embargo es, sin que él lo quiera -porque no siempre la literatura es voluntaria-, un homenaje a la inmensidad de Evita: en «El simulacro», Evita es la imagen de Dios mujer, la Dios de todas las mujeres, la Hombre de todos los dioses.
Quienes mejor han entendido la yunta histórica de amor y muerte son los homosexuales. Todos se imaginan fornicando locamente con Evita. La chupan, la resucitan, la entierran, se la entierran, la idolatran. Son Ella, Ella hasta la extenuación. Hace muchos años vi en París Eva Perón, una comedia -¿o drama?- de Copi. Ya no me acuerdo de quién hacía de Evita. Me parece que Facundo Bo, un travesti. Grabé durante uno de los ensayos o copié de Copi un monólogo en francés que luego él me tradujo con los residuos de lengua que le quedaban: «Un texto mamarracho», me dijo, «pirujo y tierno como la Eva». Algo en el límite del sonido puro, interjecciones que contenían el espectro completo de los sentimientos. Era así, más o menos:
EVITA (al grupo de maricones que la rodean mientras abraza a una o uno, sexo indeciso): Che, me han dejado caer sola hasta el fondo del cáncer Son unos turras. Me volví loca, estoy sola. Mírenme morir como vaca en el matadero. Ya no soy la que fui. Hasta mi muerte tuve que hacerla sola. Todo me lo permitieron. Iba a las villas miserias, repartía billetes y les dejaba todo a los grasitas: mis joyas, el auto, mis vestidos. Volvía como una loca, toda desnuda en el taxi, sacando el culo por la ventanilla. Como si ya estuviera muerta, como si sólo fuera el recuerdo de una muerta.
Sí, claro, es un retrato del derrumbe, pero imperfecto. Copi no tuvo la calle que había tenido Evita, y en ese texto se nota. El lenguaje tiende a la onomatopeya y a la histeria, remeda la desesperación y la insolencia con que Ella fue elaborando un estilo y un tono que no han vuelto a repetirse en la cultura argentina. Pero Copi escribía con buenos modales. No se puede quitar de encima la familia con poder ni la infancia rica (el abuelo de Copi fue, recuérdese, el Gran Gatsby del periodismo argentino), sus mierdas huelen a la place Vendémme y no a los albañales de Los Toldos: está lejos de la brutalidad analfa con que hablaba Evita.
La quería, por supuesto. A la comedia -¿o drama?-Eva Perón se le derrama la compasión por los pespuntes del vestido; ningún espectador puede dudar de que para Copi la obra fue un paciente y no encubierto trabajo de identificación: Evita cest moi. Eso no impidió que una recua de fanáticos peronistas quemaran el teatro L’Epée de Bois a la semana del estreno. La escenografía, los camarines, el vestuario, todo se incineró. Las llamas se veían desde la rue Claude Bernard, a doscientos metros. A los fanáticos les disgustó que Evita mostrara el culo. En la obra, Ella ofrece su amor como puede o como sabe. Entrega el cuerpo para que lo devoren. «Soy la Cristo del peronismo erótico», le hizo decir Copi. «Cójanme como quieran».
Qué falta de respeto, qué atropello a la razón, protestaban los volantes arrojados por los incendiarios del teatro L’Epee de Bois al día siguiente del atentado.
Casi veinte años después, cuando Néstor Perlongher publicó los tres cuentos de Evita Vive (en cada hotel organizado), otros fanáticos invocaron el mismo tango de Discépolo al demandarlo por «atentado al pudor y profanación»: Qué falta de respeto, qué despliegue de maldad insolente.
Perlongher quiere desesperadamente ser Evita, la busca entre los pliegues del sexo y de la muerte y, cuando la encuentra, lo que ve en Ella es el cuerpo de un alma, o lo que llamaría Leibniz «el cuerpo de una mónada… Perlongher la entiende mejor que nadie. Habla el mismo lenguaje de la toldería, de la humillación y del abismo. No se atreve a tocar su vida y, por eso, toca su muerte: manosea el cadáver, lo enjoya, lo maquilla, le depila el bozo, le deshace el rodete. Contemplándola desde abajo, la endiosa. Y como toda Diosa es libre, la desenfrena. En el «El cadáver de la nación, y en los otros dos o tres poemas con que Perlongher la merodea, Ella no habla: las que hablan son las alhajas del cuerpo muerto. Los cuentos de Evita vive, en cambio, son una epifanía en el sentido que daba Joyce a la palabra: una «súbita manifestación espiritual», el alma de un cuerpo ávido que resucita.
Así empieza el segundo de los tres cuentos:
Estábamos en la casa donde nos juntábamos para quemar, y el tipo que traía la droga ese día se apareció con una mujer de unos treinta y ocho años, rubia, con aires de estar muy reventada, mucho revoque encima y un rodete…
Los que pusieron pleito a Perlongher por su «escritura sacrílega» no entendieron que su intención era la inversa: vestir a Evita con una escritura sagrada. Lean el relato de la resurrección en el Evangelio según Juan: la intención paródica de Evita vive salta entonces a la luz. En el cuento, nadie la reconoce al principio, nadie quiere creer que Ella sea Ella. Lo mismo le pasa a Jesús en Juan, XX 14, cuando se le aparece a María Magdalena por primera vez. Al policía que quiere llevarla presa, Evita le ofrece pruebas, señales, tal como hace Jesús con Tomás el Mellizo. Evita chupa una verruga, el Cristo pide que le metan mano: «Acerca tus dedos, mételos en mi costado» (Juan, XX 27).
Cuando escribió la última versión de Evita vive, Perlongher estaba sumido en una onda mística, se había enterado pocas semanas antes de que tenía sida, soñaba con la resurrección. Escribir a Evita con el lenguaje que Evita pudo haber tenido en los años ochenta era su estrategia para salvarse y perdurar en “el cadáver de la nación”. No repetía Evita c’est moi, como había hecho Copi. Se preguntaba más bien: ¿Y si Dios fuera una mujer? ¿Si yo fuera la Diosa y al tercer día mi cuerpo regresara?
La literatura ha visto a Evita de un modo precisamente opuesto a como Ella quería verse. Del sexo jamás habló en público y quizá tampoco en privado. Tal vez se habría librado del sexo si hubiera podido. Hizo algo mejor: lo aprendió y lo olvidó cuando le convino, como si fuera un personaje más de los radioteatros. Los que conocieron su intimidad pensaban que era la mujer menos sexual de la tierra. «No te calentabas con Ella ni en una isla desierta», dijo el galán de una de sus películas. Perón, entonces, ¿cómo hizo para calentarse? Imposible saber: Perón era un sol oscuro, un paisaje vacío, el páramo de los no sentimientos. Ella lo habría llenado con sus deseos. No sexo sino deseos. Eva nada tenía que ver con la hetaira desenfrenada de la que habla el enfático Martínez Estrada ni con la “puta de arrabal” a la que calumnió Borges.
En las definiciones de Evita sobre la mujer, que ocupan toda la tercera parte de La razón de mi vida, la palabra sexo no aparece ni una sola vez. Ella no habla del placer ni del deseo; los refuta. Escribe (o dicta, o acepta que le hagan decir):
“Yo soy lo que una mujer en cualquiera de los infinitos hogares de mi pueblo. Me gustan las mismas cosas: joyas, pieles, vestidos y zapatos… Pero, como ella, prefiero que todos, en la casa, estén mejor que yo. Como ella, como todas ellas, quisiera ser libre para pasear y divertirme… Pero me atan, como a ellas, los deberes de la casa que nadie tiene obligación de cumplir en mi lugar..”
Evita quería borrar el sexo de su imagen histórica y en parte lo ha conseguido. Las biografías que se escribieron después de 1955 guardan un respetuoso silencio sobre ese punto. Sólo las locas de la literatura la inflaman, la desnudan, la menean, como si Ella fuera un poema de Oliverio Girondo. Se la apropian, la palpan, se le entregan. Al fin de cuentas, ¿no es eso lo que Evita pidió al pueblo que hiciera con su memoria?
Cada quien construye el mito del cuerpo como quiere, lee el cuerpo de Evita con las declinaciones de su mirada. Ella puede ser todo. En la Argentina es todavía la Cenicienta de las telenovelas, la nostalgia de haber sido lo que nunca fuimos, la mujer del látigo, la madre celestial. Afuera es el poder, la muerta joven, la hiena compasiva que desde los balcones del más allá declama: “No llores por mí, Argentina”.
La ópera, el musical (¿cómo se llama eso?) de Tim Rice y Andrew Lloyd Webber ha simplificado y resumido el mito. La Evita a la que en 1947 la revista Time declaraba indescifrable, ahora se ha convenido en un articulo cantábile de Selecciones del Readers Digest. En el suburbio donde escribo este relato, que alusivamente se llama Condado del Sexo Medio (¿o del Sexo a Medias? ¿o del Sexo Mediocre?), Evita es una figura tan familiar como la estatua de la Libertad, a la cual, para colmo, se le parece.
A veces, para despejarme de la computadora, salgo a manejar sin rumbo por las rutas desiertas de New Jersey. Voy de Highland Park a Flemington o de Millstone a Woods Tavern con la radio prendida. Cuando menos lo espero, canta Evita. La oigo salir de la garganta raspada de la rapada Sinead O’Connor. La muerta y la cantante tienen la misma voz ronca y triste, a punto de quebrarse en un sollozo. Cantan, las dos, «Dont cry for me Argentina», con erres arrastradas y rumiantes, pronuncian Aryentina como si la ye fuese una ene de mi provincia natal. ¿Yo busco a Evita o Evita me busca a mí? Hay tanto silencio aquí, en esta ahogada respiración del canto!
Voy acercándome a Trenton o alejándome hacia Oak Grove, el tizne del aire no se mueve, el cielo dibuja siempre las mismas cicatrices, y en un centro comercial desierto, entre los carteles fulgurantes de Macys, Kentucky Fried Chicken, Pet Doktor, The Gap, Athletes Foot, entre un afiche de Clint Eastwood y otro de Goldie Hawn, la imagen de Evita se yergue como la de una reina, sola contra los poderes del cielo y de la tierra, ajena al suburbio, a la lluvia, ajena a todo llanto, No llores por mí, con la erizada aureola de la estatua de la Libertad en la cresta de su belleza.
En este Condado del Sexo Medio, en New Jersey, Evita es una figura familiar, pero la historia que se conoce de Ella es la de la ópera, la de Tim Rice. Nadie, tal vez, sabe quién fue de veras; la mayoría supone que Argentina es un suburbio de Guatemala City. Pero en mi casa, Evita flota: su viento está; todos los días deja su nombre en el fuego. Escribo en el regazo de sus fotos: la veo con el pelo al viento una mañana de abril; o disfrazada de marinero, posando para una tapa de la revista Sintonía; o sudando bajo un abrigo de visón, al lado del dictador Francisco Franco, en el férreo verano madrileño; o extendiendo las manos hacia los descamisados; o cayendo entre los brazos de Perón, ojerosa, en los huesos. Escribo en su regazo, oyendo los patéticos discursos de los meses finales, o fugándome de estas páginas para ver otra vez en copias de video las películas que aquí no ha visto nadie: La pródiga, La cabalgata del circo, El más infeliz del pueblo, en las que Evita Duarte se mueve con torpeza y recita con dicción atroz, actriz de última, la bella: ¿No es acaso lo bello sino el comienzo de lo terrible?
Así voy avanzando, día tras día, por el frágil filo entre lo mítico y lo verdadero, deslizándome entre las luces de lo que no fue y las oscuridades de lo que pudo haber sido. Me pierdo en esos pliegues, y Ella siempre me encuentra. Ella no cesa de existir, de existirme: hace de su existencia una exageración.
A pocos kilómetros de mi casa, en New Brunswick, una soprano negra cuyo nombre es Janice Brown, reestrenó hace algún tiempo las arias del musical Evita. Dos noches por semana canta «Don’t cry for me, Argentina». Lleva una peluca rubia y una falda larga en forma de campana. El teatro decrépito, con sillas de terciopelo raído, está siempre lleno. Casi todos los espectadores son negros, comen enormes raciones de pochoclo durante la hora y cuarto que dura el espectáculo, pero cuando Evita agoniza, dejan de masticar y también lloran, como Argentina. Evita nunca se hubiera imaginado reencarnada en Janice Brown ni en la voz rapada de Sinead O’Connor. No se hubiera pensando a sí misma en los carteles remotos de un país donde Ella es un personaje de ópera. Le habría halagado, sin embargo, ver su nombre escrito con lentejuelas en las marquesinas de un teatro de New Brunswick, aunque sea en uno que desde 1990 está a punto de ser demolido y transformado en plaza de estacionamiento.