Dos láminas adornaban el escritorio del Coronel en el Servicio de Inteligencia. La mayor era la infaltable reproducción del óleo de Blanes que retrata al libertador José de San Martín resignado a los azares de la guerra. El tema de la otra lámina era el orden. Reproducía un boceto a lápiz y témpera en el que se ve a Emmanuel Kant caminando por las calles de Konigsberg mientras los vecinos verifican la puntualidad de sus relojes. El filósofo tiene una muela inflamada y un pañuelo anudado a la cabeza, pero marcha con energía, consciente de que cada uno de sus pasos refuerza la rutina de la ciudad y ahuyenta los infortunios del caos. Asomados a los balcones o a las puertas de las tiendas, los vecinos repiten el ritual cotidiano de imponer a sus relojes la hora marcada por el paseo de Kant. Debajo del dibujo, obra del ilustrador Ferdinand Bellerman, una leyenda en alemán proclama: «Mi patria es el orden».
El Coronel tenía el hábito de la exactitud. Cada mañana anotaba en un cuaderno los trabajos que ya había terminado y los que se proponía emprender. En los de ese día apareció por primera vez un sobresalto: Evita. A solas con el embalsamador en el santuario, el Coronel había visto por fin el cuerpo en el prisma de cristal. Verlo no lo había sorprendido tanto como su dificultad para reponerse de algo tan irregular como la sorpresa.
Tal como proclamaban los apuntes del doctor Ara, Evita era un sol líquido, la llama detenida de un volcán. En estas condiciones va a ser difícil protegerla, pensó. ¿Qué se le mueve adentro? ¿Ríos de gas, de mercurio, de hielo seco? Tal vez el embalsamador tenga razón y el cuerpo se evapore en el traslado. Ha de ser venenoso. ¿Y si el cadáver que he visto no fuera el de ella? Esa sospecha no cesaba de atormentarlo, como un mueble fuera de lugar.
Escribió en el cuaderno: 22 de noviembre. ¿Cuántos son los cuerpos? Tal vez la madre conozca más detalles. Hablar con ella. Grabar una marca indeleble en la mujer: herrarla como a una yegua. Establecer el paradero de las copias. Determinar el lugar secreto donde permanecerá hasta nueva orden. Elaborar el operativo de traslado. Fijar la fecha y la hora: ¿el 23 a medianoche?
Era demasiado trabajo. Debía comenzar cuanto antes. Tomó el teléfono y llamó a doña Juana. Esperó un rato largo mientras la buscaban: a través de la línea oyó el vaivén de sus pasos huecos, la respiración asmática, la voz cascada:
– ¿Qué quieren ahora de mí?
– Soy el coronel Moori Koenig -la voz fluía en mayúsculas-. El presidente de la república me ha encargado que sepulte cristianamente a su hija. No queda en el país ningún familiar más directo que usted. Necesito verla para unas pocas formalidades. ¿Puedo…?
– No me han pedido permiso para nada de lo que han hecho. No veo por qué ahora…
– Voy a llegar a su casa antes de mediodía. ¿Está…?
– Desde hace días estoy pidiendo los pasaportes de mi familia -dijo la madre. Cada una o dos palabras, carraspeaba. -La policía no me los entrega. A ver si usted hace algo. Tráigamelos. Quiero irme de aquí. Se va mi familia entera. El país se ha vuelto invivible.
– ¿Invivible? -repitió el Coronel.
– Venga. Ya es hora de que estas cosas tengan un fin.
Buscó en los diarios apilados en su escritorio alguna noticia sobre el cadáver. Hacía ya meses que no se filtraba una sola línea. ¿Por superstición, por miedo? Todo podía salir a la luz en cualquier momento. Ahora que el cuerpo estaba por pasar de una mano a otra, nadie tenía el control del secreto. Leyó:
EN LOS ESTADOS UNIDOS VENDEN LOTES PARA VIVIR EN LA LUNA. Nueva York (AP). Una sospechosa Corporación de Fomento fundada por el ex presidente del planetario Hayden ha conseguido ya cuatro mil quinientos clientes dispuestos a invertir un dólar cada uno. POR AHORA NO SERA AUMENTADO EL PRECIO DE LOS COMBUSTIBLES. Así lo anunció el ministro de Industria, ingeniero Álvaro Carlos Alsogaray, quien colabora en formular un programa para la recuperación económica del país, devastado por las políticas del dictador depuesto. LAS FUERZAS ARMADAS ESTAN MAS UNIDAS QUE NUNCA. El presidente provisional de la república, general Pedro Eugenio Aramburu, destacó ayer en un discurso radiofónico la inconmovible y solidaria unidad de todos los cuadros ante los imperativos de la Revolución Libertadora…
El Coronel revisó con mayor cuidado las noticias breves. Nada. Qué alivio: nada. Se asomó a las ventanales blindados y oscuros de su despacho y contempló los jacarandas de la avenida Callao, que se obstinaban en florecer. Zumbaban las abejas en lo alto de las copas. La paz de las colmenas desafinaba con el alboroto de los colectivos y de los tranvías. ¿Abejas en Buenos Aires? Era primavera, un abuso de hojas y papeles taponaba las alcantarillas, las abejas no interrumpían el orden simétrico de la vida.
También el jardín de doña Juana amaneció lleno de abejas. La madre había salido a respirar el aire de la mañana y de pronto descubrió en lo alto el zigzagueo del enjambre. Regresó a la casa para contar el prodigio cuando alguien llamó a la puerta con un batir de palmas. ¿A esa hora?
A través de la mirilla reconoció la calva del mayordomo que había servido a Evita con devoción hasta la víspera de su muerte. Atilio Renzi. Llevaba dos carpetas en la mano y pretendía dejárselas.
– ¿Qué me ha traído, Renzi? ¿Qué voy a hacer con esto?
– Son escritos de su hija. Los rescaté a duras penas de la residencia.
– Quédeselos usted, Renzi. Yo me estoy yendo ya de Buenos Aires. Guárdemelos hasta que vuelva.
– Se los traje arriesgando la vida, doña Juana -insistió el hombre-. No quiero sentir ahora que no vale nada lo que hice.
Cuando el propio Renzi me contó la historia, catorce años después, ya casi nadie se acordaba de él. Debí examinar varios archivos antes de rescatar algunas huellas de su vida anterior. Por lo que vislumbré, era una vida caudalosa. Atilio Renzi. En una borrosa fotografía del diario Democracia se lo ve pidiendo silencio a las mujeres que rezan por la salud de la Señora a la entrada de la residencia presidencial, bajo la lluvia. Un hombre bajo, envarado, húmedo: el mayordomo fiel que siguió a Evita como una sombra y se eclipsó con ella. leí que había sido sargento de infantería hasta que Perón lo incorporó a su servicio personal, primero como chofer y después como intendente de palacio. Pero muy pronto Renzi se convirtió a la religión de Evita y sirvió a Perón sólo con su cortesía. Cada vez que Ella atendía a los humildes, el mayordomo también sentía lástima de si mismo y se le escapaban algunas lágrimas. A la Señora le daba vergüenza verlo en ese estado y le decía, en voz baja: «Vayasé al baño, Renzi. No me gusta que esté dando espectáculos». En el baño, él pensaba: «No debo Llorar, no debo llorar. Ella se mantiene fuerte y yo, en cambio, qué papelón estoy haciendo». Pero ese pensamiento lo hacía llorar más.
Renzi llegó a la casa de doña Juana, a eso de las ocho.
Le sudaba la calva, el sombrero le temblaba en las manos, no sabía cómo esconder las hilachas de los puños de la camisa. Doña Juana le abrió paso entre las valijas esparcidas en el vestíbulo, pero Renzi le hizo notar que no valía la pena.
– Tengo que irme en seguida -dijo, aunque no era verdad.
En la única ocasión que hablé con él, me contó que le había flaqueado el ánimo. «¡Deseaba tanto irme, Dios mío», me dijo, «entregar los papeles y salir de ahí».
Llevaba ya tres años como intendente de la residencia presidencial cuando le llegó el rumor de que Evita estaba languideciendo de cáncer. Verla extenuada y en los huesos despertó en Renzi una devoción más poderosa que el pudor: le limpiaba los orines, frotaba con aceite sus pies hinchados, enjugaba sus lágrimas y sus mocos. Para disuadirla de que el cáncer la había adelgazado hasta extremos de espanto, retiró todos los espejos de cuerpo entero e inmovilizó la tensión de las básculas en cuarenta y seis kilos perpetuos. Ya en los extremos de la agonía, cuando procesiones de mujeres avanzaban desde las orillas de Buenos Aires hasta la Plaza de la República, clamando por un milagro que le salvara la vida, Renzi descompuso los aparatos de radio para que Evita no oyera el largo y terrible llanto de las multitudes.
Al morir la Señora, Perón empezó a desaparecer de la residencia durante semanas enteras, y el mayordomo, sin nada de qué ocuparse, vagaba en silencio por los pasillos vacíos, con un plumero en la mano, a la caza de imposibles motas de polvo. En la memoria de Renzi (una memoria cobarde, como él me dijo, de la que se habían desvanecido los momentos felices), el palacio presidencial se iba rindiendo todos los días a la decrepitud: brotaban manchas de moho en los tapizados damasquinos de los sillones, se desprendían las borlas doradas de las cortinas y durante la noche se oía el frenético avance de las termitas en los balaustres de las escaleras. Perón odiaba la casa y la casa lo odiaba a él. No hubo tregua en ese odio hasta que lo derrocaron y él decidió fugarse.
La mañana de la huida, Renzi lo acompañó hasta el automóvil llevándole las valijas, y cuando el general se volvió para darle un abrazo, el mayordomo simuló que no lo veía y regresó a la casa con las manos en la cintura. Pagó los últimos salarios de los sirvientes y les ordenó que se marcharan, se pagó a sí mismo, y decidió esperar la noche en el cuarto de la Señora, que se mantenía cerrado desde la víspera de su entierro. Todavía estaban allí, intactos, los corpiños y Las bombachas de Dior que Evita había mandado comprar en las horas de agonía y los vestidos de fiesta que el modisto Jamandreu cosió, creyendo engañarla, tres días antes del fin. Renzi acarició aquellas estelas del cuerpo que tanto había venerado, aspiró los restos de rouge, de polvo Coty para la nariz, de Chanel número cinco, extendió sobre la cama las combinaciones de seda y los piyamas de satén que se conservaban en las cómodas bajo capas de celofán, se echó al cuello la estola de armiño que el Politburó de la Unión Soviética envió de regalo a la Señora en los primeros meses de 1952, con una esquela del propio Stalin, y se echó a llorar sobre las almohadas donde Ella había llorado y puteado contra la puta muerte que la parió.
Al oscurecer tuvo un arranque de curiosidad. Abrió el secreter donde Evita guardaba sus cartas y fotografías, y las examinó con la intención de llevarse alguna. Encontró un mensaje con instrucciones para la manicura, que había sido escrito antes de la enfermedad, y algunos retratos de sus últimas salidas al aire libre, de los que Ella misma había recortado las piernas, tal vez porque en su estado extremo de flacura se le veían más rectas de lo que eran.
Encendió unas pocas luces para ahuyentar a los merodeadores. En esas primeras horas que sucedían a la fuga del general Perón, el país aún estaba sin gobierno y, por lo que decían las radios, regía una tregua de fuego mientras duraban las deliberaciones de generales y almirantes. La lluvia no cesaba y la gente permanecía en sus casas por temor a los francotiradores. Desde temprano habían sido retirados los guardias de la residencia presidencial, donde ya no quedaba nadie a quien cuidar.
Tras una puerta disimulada entre los cajones del secreter, que se abría oprimiendo un resorte oculto, Renzi descubrió medio centenar de hojas manuscritas que parecían corresponder al libro escrito por la Señora durante su enfermedad y que se titulaba Mi mensaje. La caligrafía era voluble. Algunas frases, dibujadas con caracteres angulosos, se desvanecían en letras separadas y desiguales, como si la respiración de las palabras fuera convirtiendo a Evita en personas distintas. Otras hojas, donde la letra era regular y prolija, debían corresponder a los momentos en que ella, sin fuerzas para erguirse, prefería dictar. Una segunda carpeta reproducía el mismo texto, esta vez dactilografiado, aunque con omisiones y cambios notables.
En el fondo del escondite se apilaban unos cuadernos escolares fechados en los años 1939 y 1940, cuando Evita se abría paso como actriz en el teatro. Las páginas impares comenzaban con palabras varias veces subrayadas, Uñas, Cabeyos, Piernas, Maquiyaje, Nariz, Ensayos y Gastos de ospital, seguidas por una lista de recomendaciones que siempre quedaban sin terminar.
Renzi empezó a leerlas pero se detuvo, sorprendido de su indiscreción. Había sido en extremo cuidadoso de la intimidad de la Señora mientras Ella vivía, y pensó que tanto más respetuoso debía mostrarse ahora que Evita no estaba allí para defenderse. Aquellos cuadernos correspondían a la etapa más secreta e infortunada de su corta vida y, por lo tanto, no debían caer bajo los ojos de ningún intruso. Eran lecturas apropiadas sólo para una madre, pensó Renzi, y fue en ese momento cuando decidió entregárselos a doña Juana.
Dejó las hojas mecanografiadas de Mi mensaje en el cajón disimulado del secreter y ocultó los cuadernos escolares y el manuscrito del libro entre las ropas de su equipaje. A medianoche cerró todas las puertas de la residencia con llaves dobles y salió a la lluvia, en busca de un taxi.
Dos meses después, cuando por fin juntó coraje para encontrarse con doña Juana, Ella estaba demasiado nerviosa para apreciar aquellos documentos en lo que valían. Los dejó desguarnecidos, sobre las valijas, y agradeció la dádiva con una de esas frases torpes y no pensadas que le habían dado fama de mujer sin sentimientos: «Mire cómo tengo la casa y encima usted viene a traerme más papeles. ¿Ha visto las abejas afuera? Véalas. Me dan temor Hay miles.» Renzi le volvió la espalda y se retiró sin saludar, para siempre, tanto de aquel vestíbulo como de esta historia.
En el dormitorio, la madre soportó otro asedio de los calambres. Hacía calor y la humedad pesaba como cieno. Se aferró a un corto paréntesis sin dolor y, mientras estaba allí, quieta, tuvo la sensación de que tocaba algún fin con la punta de los dedos. ¿El fin del mundo? No soy yo la que se está yendo, es lo que me rodea. Este es el fin de mi país. El fin sin Eva, sin Juancito. El fin de mi familia. Hemos caído al otro lado de la muerte sin darnos cuenta. Cuando me quiera mirar en el espejo no veré nada, no habrá nadie. Ni siquiera yo podré irme de aquí, porque nunca he venido.
Ahora recordaba como dicha todo lo que alguna vez había vivido como infelicidad. Añoraba el pedaleo de la máquina de coser en la que se había quemado los ojos, los juegos de cartas con los huéspedes de su pensión en Junín, las madreselvas en las paredes sin revoque, las tardes en que salía a pasear junto a las vías del tren, las peleas con las vecinas y el cine de los miércoles, cuando se le anudaba la garganta ante los raptos de histeria de Bette Davis y la vida sin amor de Norma Shearer. Eso era tan sólo la mitad de lo que añoraba porque no tenía ya fuerzas para añorar todo. Había dejado que la otra mitad se le desprendiera de la cansada carne y golpeara a las puertas de otros cuerpos. Ella no podía más, Jesús querido, ya ni siquiera podía con su alma.
Se quedó en la cama hasta que los músculos desconcertados por los calambres fueron regresando a su quicio. Oyó los golpes del llamador y la voz gutural del Coronel, presentándose. Suspiró. Se empolvó la cara, disimuló con un pañuelo las arrugadas bolsas de las mandíbulas y cubrió el desaliño del pelo con un turbante negro. Así salió al encuentro del visitante, como si el día acabara de comenzar.
El Coronel llevaba más de quince minutos aguardándola. En el vestíbulo de parquet oscuro coincidían, como en un bazar, un sofá de plástico cuyos brazos veteados imitaban el mármol; un aparador rústico, vagamente bretón; una mesa de roble, rectangular, con butacas de caoba en las cabeceras y, sobre la chimenea, un altar silvestre, con un frutero lleno de flores frescas al pie de un retrato al óleo de Evita. Pese a la hostilidad de los muebles, el cuarto destilaba luz. El sol se filtraba a chorros por la claraboya del techo. Desde allí descendía una telaraña de ruidos roedores. ¿Abejas?, se preguntó el Coronel. O tal vez pájaros. En lo alto, dos caras inexpresivas lo espiaban. Ambas tenían un remoto parecido con Evita. A intervalos irregulares, una mano se alzaba sobre la cara de la izquierda. Las uñas eran largas, pintadas de un color que viraba del verde al violeta. A veces las uñas caían sobre el vidrio de la claraboya y resbalaban. El sonido era tan tenue, tan solapado, que sólo unos oídos diestros como los del Coronel podían percibirlo. ¿Dónde había visto antes esas cabelleras lustrosas? En los diarios, reparó. Aquéllas eran las hermanas de Evita. ¿O tal vez dos mujeres que imitaban a las hermanas? A veces lo señalaban y se interrumpían, dedicándole una sonrisa tonta. No bien la madre entró en el vestíbulo, las caras se apartaron del vidrio.
Al Coronel le sorprendió que la voz y el aspecto de doña Juana no se llevaran bien. La voz era aflautada y salía a empellones, como si le costara vencer la censura de los dientes postizos. El porte, en cambio, era imponente.
– ¿Moori Koenig, verdad? ¿Me ha traído los pasaportes? -preguntó, sin invitarlo a sentarse-. Yo y mis hijas queremos viajar cuanto antes. Nos estamos asfixiando en esta tronera.
– No -respondió el Coronel-. Un pasaporte no es algo sencillo.
La madre se dejó caer en el sofá de plástico.
– Quiere hablarme de Evita -dijo-. Está bien, hable. ¿Qué van a hacer con ella?
– Acabo de ver al embalsamador. El gobierno le ha dado un día o dos para que termine con los baños y los ungüentos. Después, enterraremos a su hija cristianamente, con todas las medallas, como usted ha pedido.
Los labios de la madre se contrajeron.
– ¿Adónde la van a llevar? -preguntó.
El Coronel no lo sabia.
– Se estudian varios sitios -improvisó-. Tal vez bajo el altar de alguna iglesia, tal vez en el cementerio de Monte Grande. Al principio no le pondremos lápidas, placas ni nada que la identifique. Hay que ser muy discretos hasta que los ánimos se serenen.
– Entréguenmela a mí, Coronel. Es lo mejor. Apenas tenga los pasaportes, yo me la llevo. Evita no tiene por qué ir a parar a una tumba sin nombre, como si no le quedara familia.
– No es posible -dijo el Coronel-. No es posible.
– Fije una fecha. ¿Cuándo me podré ir?
– Hoy, si quiere. Mañana. De usted depende. Necesito tan sólo su autorización para el entierro. Y los papeles. Eso. Los papeles.
La madre lo estudió, desconcertada.
– ¿Cuáles papeles?
– Los que le trajo Renzi esta mañana. Tiene que dármelos.
Volvió a oír el chisporroteo en el vidrio y creyó ver, en lo alto, la cara de una de las hermanas. Llevaba el pelo con ruleros y tenía los ojos muy abiertos, como Betty Boop.
– Esto es el colmo -dijo la madre-. Una cloaca. ¿Qué clase de país es éste? Me quitan los pasaportes, vigilan quién entra y sale de mi casa, no me dejan vivir. Dicen que Perón era un tirano, pero ustedes son peores, Coronel. Ustedes son peores.
– Su yerno era un corrupto, señora. En este gobierno hay sólo caballeros: hombres de honor.
– Todos son la misma mierda -murmuró la madre-. Honor con mal olor. Usted disculpe.
– Los papeles de Renzi -insistió el Coronel-. Tiene que entregármelos.
– No son míos. No son de nadie. Me dijo Renzi que eran de Evita, pero ni siquiera he tenido tiempo de mirarlos. No se los pienso dar. Haga de cuenta que no existen.
– De todos modos voy a llevármelos -dijo el Coronel-. Son éstos, ¿no?
Trató de tomar el fajo de carpetas apilado sobre el tumulto de las valijas, pero la madre se le adelantó. Aferró los papeles y, desafiante, se sentó sobre ellos.
– Váyase, Coronel. Ya me ha sacado de quicio.
El Coronel suspiró, resignado, como si hablara con una niña.
– Acepte un trato -dijo. Déme las carpetas, fírmeme esta constancia, y mañana a la tarde le mando los pasaportes. Le doy mi palabra.
– Todos me mienten -contestó la madre-. Ya le firmé un poder al doctor Ara. Y ahora usted me pide una constancia. Todos mienten.
– Yo soy un oficial del ejército, señora. No le puedo mentir.
– Es hombre. Eso me basta para no creerle. -Se alisó la falda y estuvo un rato meneando la cabeza. Luego, dijo: -Qué tengo que firmar.
El Coronel sacó del portafolio un documento escrito a máquina, con monogramas de la embajada del Ecuador, y se lo mostró. Decía: Yo, Juana lbarguren de Duarte, acepto que el cadáver de mi hija Evita sea trasladado por el Superior Gobierno de la Nación desde el lugar donde ahora se encuentra a otro que garantice su eterna seguridad. Expreso esta voluntad por mi libre determinación. Al pie, dos testigos aseguraban que la madre había firmado en su presencia, el 15 de octubre de 1955. Todo era falso, como ya se sabe: la fecha, los monogramas, los testigos.
– Mañana voy a mandarle los pasaportes -repitió el Coronel, tendiéndole una lapicera-. Mañana sin falta.
La madre se apartó y le tendió las carpetas. Tarde o temprano iban a quitárselas. El Coronel o cualquier otro le quitarían. tarde o temprano, lo que les diera la gana.
– Va a ser mejor que cumpla su promesa -dijo, marcando las sílabas-. Yo no estoy sola, Coronel. No estoy indefensa.
– No hace falta que me amenace. Voy a cumplir.
– Ahora váyase -dijo la madre, levantándose-. Cuide a mi hija. No vayan a cometer el desatino de enterrar una copia.
El chisporroteo de la claraboya se volvió tenaz y monótono. Un largo huso de abejas hilaba su rutina sobre los vidrios.
– Quédese tranquila. El cuerpo está identificado.
– ¿Y las copias? ¿Le han entregado ya las tres copias?
– No exagere -dijo el Coronel, sobrador-. Sólo hay una.
– Son tres. Yo las he visto. La que más me impresionó estaba leyendo una carta. Parecía viva. Hasta yo creí que era Evita.
Se echó a llorar Quería evitarlo pero el llanto iba brotando solo: de otros ojos, de otro lugar, de todos los pasados en los que había vivido.
– Oiga a las abejas -dijo el Coronel-. Andan por toda la ciudad. Es raro. Y la radio, no sé… Por la radio no dicen una sola palabra de estas plagas.
En la intemperie amarilla e inmisericorde, el Coronel cedió, por un instante, al desorden de la furia. Tres copias del cuerpo. Era imperioso tenerlas en su poder cuanto antes. Rumió las frases que le había dicho la madre. Todas se le disolvían en una sola palabra odiada, letal, la palabra o nombre que zumbaría en sus pensamientos pero jamás en su boca. Prendió la radio del automóvil. Antonio Tormo, la orquesta típica de Feliciano Brunelli, una partita de Bach: todo lo exasperaba. Contó hasta veinte, en vano. Ensayó ejercicios de respiración:
EVITA. Verb. Conjug. 3° pers. sing. pres. de evitar (del lat. «evitaren, evitare«). Estorbar. Impedir. Hacer que no ocurra cierta cosa que iba a ocurrir.
Evitaría la palabra evita. Evitaría las malsanas palabras de alrededor: levita / prenda masculina; levitar (Ocult.) / alzarse en el aire sin apoyo visible; vital / adjetivo, de la vida. Evitaría todo lenguaje contaminado por el mal agüero de esa mujer. La llamaría Yegua, Potranca, Bicha, Cucaracha, Friné, Estercita, Milonguita, Butterfly: usaría cualquiera de los nombres que ahora rondaban por ahí, mas no el maldito, no el prohibido, no el que rociaba desgracia sobre las vidas que lo invocaban. La morte e vita, Evita, pero también Evita é morte. Cuidado. La morta Evita é mente.
Belvio Botana, que me refirió la obsesión del Coronel por las etimologías de la palabra Evita, insistió (entrevista de septiembre 29, 1987) en que yo debía precisar cuáles eran las fuentes de las que fueron tomados los otros apelativos. Yegua y Potranca eran formas corrientes de aludir a Evita entre los oficiales opositores a Perón desde, por lo menos, comienzos de 1951. Feiné y Butterfly fueron apodos puestos de moda por las columnas de Ezequiel Martínez Estrada en el semanario Propósitos. Bicha y Cucaracha eran, según Botana, nombres de la vagina en el lunfardo carcelario. Estercita y Milonguita derivan del tango “Milonguita”, compuesto en 1919 -año del nacimiento de Evita- por Samuel Linnig y Enrique Delfino. Su estrofa más celebrada es ésta:
¡Estercita!
Hoy te doraran Milonguita,
flor de lujo y de placer,
flor de noche y cabaret.
¡Milonguita!
Las hombres te han hecho retal,
y hoy darías toda su alma
por vestirte de percal.
Voy a contar los otros hechos del día esquivando el énfasis de que adolecieron. Voy a enunciarlos, como un apicultor:
Con una escolta de seis soldados, el Coronel reapareció en el edificio de la Confederación General del Trabajo a la hora del almuerzo. Al entrar en el vestíbulo de la planta baja, advirtió que aún no habían sido retirados los escombros del busto de Evita, destruido la noche anterior por un tanque de guerra. La pequeña tropa iba armada con máuseres y pistolas Ballester Molina, sin observar los recaudos de secreto y cautela impuestos por las nuevas autoridades de la república. El Coronel desarmó a los guardias apostados en el segundo piso, les ordenó regresar a sus guarniciones y los sustituyó por soldados adictos.
Vestido con delantal de trabajo, el doctor Pedro Ara se asomó al pasillo e intentó razonar con el Coronel. Fue inútil, porque ahora el Coronel no aceptaba otra razón que la fuerza. Empujó al embalsamador hacia el laboratorio y lo interrogó de pie, con los puños apretados, sin evitar (maldito verbo) alguna que otra tentación de violencia. Al principio, Ara fingió ignorar que existieran otras copias aparte de la que, esa misma mañana, había dado por desaparecida. Luego, cuando el Coronel citó las revelaciones de la madre, se derrumbó. Las copias no eran suyas, dijo. Pertenecían al escultor italiano que trabajaba en el prodigioso monumento a la Señora y que había dejado tras sí, al fugarse, estelas de camafeos, bajorrelieves, blasones, tallas, vírgenes de terracota, cariátides, mascarillas e imágenes de la Señora en tamaño natural, que impresionaban por esa inesperada naturalidad del tamaño, y porque la Señora estaba reflejada en ellas, las copias, como en una fotografía del paraíso.
Al Coronel no le interesaban las explicaciones. Le interesaban las copias. «Están aquí, al alcance de cualquiera», le informó el embalsamador «En cajones, paradas, tras las cortinas del santuario.
Las pruebas de laboratorio revelarían después que las Evitas falsas habían sido fabricadas con una mezcla de cera, vinil e ínfimas adiciones de fibra de vidrio. Se distinguían del cuerpo real porque parecían más bronceadas -una precaución que se adelantaba a la inevitable mudanza de color de los tejidos embalsamados-, y porque todas miraban hacia abajo.
– Usted ya no hace ninguna falta acá, doctor -dijo el Coronel-. Deje el cadáver en la caja de vidrio y váyase. He ordenado que se clausure este segundo piso. Lo he declarado zona militar.
Tendido sobre el cristal, el cuerpo de Evita se resistía sin embargo a las órdenes y actuaba según su propia lógica funeraria. Las fosas de la nariz empezaban a destilar gases azules y anaranjados. ¿Y ahora qué le pasa?, se preguntó el Coronel. Está perfecta, no necesita nada. No sufre de pesadillas ni de frió. No la molestan las enfermedades ni las bacterias. Ya no tiene razones para estar triste. La examinó de arriba abajo. Le faltaba una punta del lóbulo de la oreja izquierda y la última falange del dedo medio, en la mano derecha. Los médicos legistas del gobierno se las habían cortado para identificarla. Era Ella, era Ella: no cabía duda. De todos modos, necesitaba imponerle su marca: una cicatriz que sólo él pudiera reconocer.
Tomó del laboratorio pinzas, bisturíes, sondas acanaladas. Levantó el cielo raso de los labios y estudió las escalinatas de los dientes, esmerándose en no perder el control. Se detuvo junto a las axilas. Vio los tules recortados del vello, la meseta de los pezones adolescentes, los pechos planos y redondos: pechitos yermos, a medio hacer. Un cuerpo. ¿Qué es un cuerpo?, diría después el Coronel. ¿Puede llamarse cuerpo un cuerpo muerto de mujer? ¿Podía ese cuerpo ser llamado cuerpo?
Las nalgas. El raro clítoris oblongo. No. Qué tentación el clítoris. No; debía refrenar la curiosidad. Leería las notas que había tomado sobre el clítoris. Las galerías y caracoles de la oreja: eso estaba mejor. Levantó el lóbulo sano. A la sombra de los cartílagos, un arco suave: un tobogán. Eligió el punto. En la voluta donde desembocaba el músculo con el nombre más largo de la anatomía humana, esternocleidomastoideo, se abría un espacio virgen, todavía no alcanzado por los aceites fúnebres. Tomó una de las pinzas. Ahora. La punción: una brizna de carne. El corte dejó una señal estrellada de milímetro y medio, casi invisible. En vez de sangre, brotó un hilo de resina amarilla que se evaporó al instante.
Ordenó sellar con fajas de alerta las puertas del laboratorio y del santuario: Zona militar. Prohibido pasar. Y salió a respirar el aire turbio de la tarde, los vapores del río, el polen inclemente.
¿Qué sabía de Evita, después de todo? Sabía que era guaranga, casi analfabeta, trepadora, una sirvienta escapada del gallinero. Él lo había escrito en su cuaderno: «Una mucama con ínfulas de reina. Agresiva, nada femenina. Enjoyada de pies a cabeza para desquitarse de las humillaciones que había conocido. Resentida. Sin escrúpulos. Una vergüenza. Pero ésos eran desahogos. Sabía historias peores. Sabía que, cuando Ella murió, las cartas pidiendo trajes de novia, muebles, empleos, juguetes, lo indecible, tenían que ser dirigidas a su nombre para que hubiera una respuesta. Cartas a Evita. Y que ella, aún después de muerta, firmaba puntualmente las respuestas. Alguien le imitaba la firma al pie de frases como éstas: «Te beso desde el cielo.; «Estoy feliz entre los ángeles»; «Todos los días hablo con Dios»; etcétera. En la agonía, Ella había dispuesto que las cosas fueran así. Una vergüenza.
Llegó a la oficina con un dolor de cabeza tenaz, reflejo de algún desorden. ¿Las comidas, el sexo? Nada de eso: su vida fluía al ritmo de la rutina. Como Kant, como las estaciones. ¿Las estaciones? Algo, ahora, estaba desplazándose de lugar en la estructura de la naturaleza. Se alzaban lenguas de calor: columnas de treinta y cuatro grados. Volaban mangas de langostas. Las ramas de los árboles hervían de panales. Contempló una vez más la minuciosa lámina de Bellerman. Otros tiempos. La caminata sin trastornos de Kant. Los relojes moviéndose obedientes al compás de sus pasos. No había sol ni noche ni señal de viento sino la luz opaca de la eternidad.
Nadie escuchaba. Nada se movía ya entre los pliegues de tanto silencio. Nadie esperaba ninguna respuesta. Entonces, escribió:
¿Qué sé del Personaje: la Difunta?
Los documentos que he examinado fijan su nacimiento en dos lugares y en tres fechas distintas. Según el acta de la iglesia parroquial de Los Toldos o General Viamonte, nació el 7 de mayo de 1919 en la estancia La Unión, de esa localidad, con otro nombre: Eva Maria Ibarguren. Un registro del teatro Comedia (año 1935) modifica todos los datos: «Evita Duarte, dama joven. Junín, 21 de noviembre de 1917. El acta de matrimonio con Juan Perón la menciona como María Eva Duarte, nacida en Junín el 7 de mayo de 1922.
¿Antepasados? ¿Padres? ¿Hermanos?
Hija bastarda. El padre, Juan Duarte (1872-1926), descendía de ganaderos vascos y aragoneses, vasallos de otros terratenientes. Hombre de mediana fortuna, mediocre, politiquero. En 1901 se casó en Chivilcoy con Estela Grisolía, de la que tuvo tres hijas. Llegó a Los Toldos en 1908 y arrendó un par de campos a veinte kilómetros de la estación ferroviaria.
En uno de esos campos, La Unión, servía como mucama Juana Ibarguren, (1894…) la madre, también bastarda. Nacida de la relación casual entre Petronila Núñez, puestera de Bragado, y el cartero vasco Joaquín Ibarguren, quien tuvo la gentileza de legar a Juana su apellido antes de esfumarse para siempre.
La madre se amancebó con el patrón en 1910, durante las fiestas del Centenario. Al empezar el verano, poco antes de la cosecha, la legítima familia Duarte llegó de visita desde Chivilcoy y Juana debió esconderse en los ranchos. En marzo tuvo su primera hija, Blanca. Duarte reanudó la relación en mayo y, desde entonces, durante casi nueve años, la pareja repitió sus monótonos ciclos de vida en común entre abril y noviembre. Otros hijos: Elisa, de 1913; Juan Ramón, de 1914; Erminda, de 1917; Eva María, de 1919. Todos, salvo la última, fueron reconocidos por el padre. Cuatro meses después del nacimiento de Eva Marta, Juan Duarte se marchó de Los Toldos para siempre. Visitó una o dos veces a los bastardos, pero con impaciencia, distraído, ansioso por desaparecer de su pasado.
¿Qué sucedió al morir el padre en 1926?
(Informe cifrado. Última línea: yitghvhatcpmcaislhzkmlbmifesebamkmybegsccgfitbkx).
¿Cuándo empezó la Difunta a destacarse como recitadora? ¿Cuáles fueron los primeros versos de su repertorio?
En 1933, cuando cursaba el sexto grado en la Escuela N° 1 de Junín, la maestra Palmira Repetti le pidió que actuara en la fiesta del 9 de julio. La Difunta eligió para la ocasión un poema breve de la amada inmóvil, el célebre libro de Amado Nervo, titulado»¡Qué bien están los muertos!». Estimulada por la señorita Repetti, se presentó ese mismo día en los micrófonos de un negocio de artículos para el hogar, donde recitó el poema de Nervo que más la conmovía, ¡Muerta!., del libro La sombra del ala.
¿Cuándo y por qué decidió abandonar Junín para probar suerte como artista en Buenos Aires?
(Informe cifrado. Últimas dos líneas: cgifiedbdhgqcuaslhpmkucikggbfitfhgknfbikptcirhectbmbhnukihecs4820bgbezsbhviffb).
¿Se fugó de Junín con el cantante Agustín Magaldi, de 34 años, conocido como»la voz sentimental de Buenos Aires»?
(Informe cifrado. Últimas dos líneas: batilcgbgbvbkfmcgbgimbcfihtfkxcgbgmbpfchggcuasbgfhecsctf biplbmbedbmCPHVBbkjirhectcplbot).
Son conocidas las dificultades de la Difunta para insertarse en el ambiente artístico, donde hasta 1944 se mantuvo como figura de segundo plano. ¿Quiénes fueron los amigos que le permitieron ascender?
Lista de nombres cifrados.
Durante los primeros siete meses de 1943, la Difunta desapareció. No actuó en la radio ni en el teatro y las revistas de espectáculos no la nombran.
¿Qué sucedió en ese lapso? ¿Estuvo enferma, prohibida, retirada en Junín?
(Informe cifrado. Última línea: ipcplitcahqiehsyhglbscpiqbfb ircdsitccqbkjebplhedmbgbtebs).
Cuando el dictador prófugo y la difunta se conocieron en enero de 1944, ¿quién levantó a quién?
Ella se le presentó con una frase de alto voltaje seductor: “Gracias por existir, coronel”,, y le propuso que durmieran juntos esa misma noche. Siempre fue de armas llevar. No concebía que la mujer pudiera ser pasiva en ningún campo, ni aun en la cama, donde lo es por mandato de la naturaleza. El aspirante a dictador era, en cambio, algo incauto en las lides eróticas: romanticón, de gustos simples. La que lo levantó fue ella. Tenía muy claro lo que quería.
¿Se le conoce a la Difunta una cuenta secreta en Zurich, Suiza?
La Difunta poseía 1.200 plaquetas de oro y plata, 756 objetos de platería y orfebrería, 650 alhajas, 144 piezas de marfil, collares y broches de platino, diamantes y piedras preciosas valuados en 19 millones de pesos, además de bienes inmuebles y acciones de establecimientos agrarios en común con el dictador prófugo, su marido, tasados judicialmente en 16.410.000 pesos. Esas joyas y propiedades fueron incautadas por el fisco en 1955. Tanto las encuestas diplomáticas que efectuó discretamente el gobierno de la Revolución Libertadora como los múltiples rastreos de este y otros Servicios de Inteligencia no revelan que haya cuentas secretas a nombre de Juan D. Perón, María Eva Duarte de Perón, familiares de ambos o posibles testaferros.
A la muerte de la difunta, los bienes de la Fundación que llevaba su nombre fueron estimados en más de 700 millones de pesos. ¿Distrajo Ella alguna suma para su beneficio personal?
Manejó arbitrariamente cantidades aun mayores, sin rendir cuentas a nadie. Regaló casas, dinero en efectivo y enseres domésticos a personas adictas de recursos escasos y a otros aduladores anónimos. Pero, a pesar de las escrupulosas pesquisas contables, no hay pruebas de ningún enriquecimiento ilícito. La difunta no necesitaba robar. Tenía todo lo que quería e imaginaba que su poder iba a ser eterno.
¿Hay algún indicio de infidelidad conyugal por parte de la difunta?
Este punto ha sido investigado con minucia. No hay ningún indicio.
¿Hay algún indicio de infidelidad conyugal por parte del dictador prófugo?
Por raro que parezca, tampoco se ha encontrado ninguno. Sobre el punto han sido interrogados ex ministros, ex jueces, ex caudillos sindicales y otros cómplices del tirano. La mayoría admite que, al morir la esposa, incurrió en toda clase de lascivias, estupros, sodomías y obscenidades, pero no antes.
¿Qué importancia puede tener ese tema para un Servicio de Inteligencia?
La máxima importancia. El mapa del erotismo es el mapa del poder. En vez del vulgar desasosiego de las esposas por conservar al marido, la difunta se preguntó cómo haría para superar a Perón. Era una idea desatinada, pero todas sus ideas lo eran. Le dio varias vueltas al asunto hasta que llegó a una conclusión: lo superaría por el peso de su amor. El que más ama, puede más. Nadie fue más leal que ella, nadie más amante, más confiable, más verdadero. La enormidad de su amor lo abarcó todo. Abarcó también al marido, lo contuvo. Es decir, lo devoró.
Según los informes ginecológicos de que disponemos, la difunta se vio impedida de cumplir con sus deberes conyugales íntimos desde fines de 1949, cuando comenzó a experimentar fuertes dolores en las caderas, fiebres y hemorragias intempestivas e hinchazón en los tobillos. Dada tal situación, ¿cómo explicar la fidelidad del tirano, que carecía de imaginación erótica pero no de apetito?
Fuentes confidenciales lo explican. Pese al vértigo de sus actividades, la difunta jamás dejó de satisfacer a su marido, hasta que las fuerzas la abandonaron. Lograba que la masturbación pareciera penetración. Su lengua actuaba como vagina. El dictador nunca se había beneficiado de un sexo tan sabio, ni volvió a encontrarlo después que Ella murió.
¿Cuál fue el último deseo de la difunta?
Se lo dijo a la madre. El último deseo de la difunta fue que ningún hombre tocara su cuerpo indefenso y desnudo, que ningún hombre hablara de su cuerpo, que nadie en el mundo viera la eternidad de su delgadez y de su decadencia.
El primero en violar ese deseo fue el dictador, que la hizo embalsamar y la exhibió descaradamente a las masas durante dos semanas. Yo no tengo por qué respetar nada. Me sentiría más tranquilo si pudiera tirar a los perros ese último deseo.
Cuando el Coronel alzó la cabeza, ya no había ciudad alrededor. Había penumbra, una vaga neblina, el velo de la luna al otro lado de las ventanas. Debía afanarse; correr. ¿Con cuáles pasos? Aún le faltaba encontrar el sitio donde ocultaría el cadáver verdadero, elegir la tropa que iba a secundarlo, fijar la hora del traslado. Después, tendría que decidir el destino de las copias, borrar todas las huellas, darse una ducha, dormir. Tendió el cuerpo hacia atrás y oyó, lejano, el zumbido de las abejas.