El arte del embalsamador se parece al del biógrafo: los dos tratan de inmovilizar una vida o un cuerpo en la pose con que debe recordarlos la eternidad. El caso Eva Perón, relato que Ara completó poco antes de morir, une las dos empresas en un solo movimiento omnipotente: el biógrafo es a la vez el embalsamador y la biografía es también una autobiografía de su arte funerario. Eso se ve en cada línea del texto: Ara reconstruye el cuerpo de Evita sólo para poder narrar cómo lo ha hecho.
Poco antes de la caída de Perón escribió:
«Trato de disolver los cristales de timol en la arteria femoral. Oigo en la radio los Funérailles de Liszt. La música se interrumpe. La voz del locutor repite, como todos los días: "Son las veinte y veinticinco, hora en que la Jefa Espiritual de la Nación pasó a la inmortalidad". Miro el cuerpo desnudo, sumiso, el paciente cuerpo que desde hace tres años sigue incorrupto gracias a mis cuidados. Soy, aunque Eva no quiera, su Miguel Angel, su hacedor, el responsable de su vida eterna. Ella es ahora -¿por qué callarlo?- yo. Siento la tentación de inscribirle, sobre el corazón, mi nombre: Pedro Ara. Y la fecha en que comenzaron mis trabajos: 26 de julio de 1952: Tengo que pensarlo. Mi firma alteraría su perfección. O tal vez no: tal vez la aumentaría».
Embalsamador o biógrafo, A mí me desconcertó durante algunos años. Su diario dedica un par de páginas a narrar el secuestro del cadáver. Aunque abunda en detalles, poco de lo que dice coincide con lo que el Coronel le refirió a su esposa y a Cifuentes, a través de los cuales conocí yo esa parte de la historia.
Ara escribe:
«Terminaba ya el 23 de noviembre de 1955. Antes de medianoche entré en la CGT Los enviados del gobierno no habían llegado todavía. En el segundo piso, varios soldados montaban guardia, unos ante la capilla funeraria, otros junto a los accesos de la escalera.
»-Es el profesor -dijo un oficial de policía. Al reconocerme, los soldados bajaron sus armas.
»Abrí la puerta de la capilla. La dejé abierta. Como en otras ocasiones, los soldados se acercaron tímidamente y se asomaron para ver a Evita. Uno de ellos se santiguó. Conmovidos, me preguntaron:
»-¿Se la llevan esta noche, doctor?
»-No lo sé.
»-¿Qué van a hacer con ella?
»-No lo sé.
»-¿Cree que van a quemarla?
»-No lo creo.
»Mientras los soldados volvían a la guardia, revisé el laboratorio. Todo estaba en orden.
»Descendí al vestíbulo para recibir a los jefes. El primero en llegar fue el coronel Moori Koenig; en seguida, un capitán de navío. Exploramos juntos el complicado pasadizo que conducta al garaje. oí doce campanadas en un reloj lejano. El nuevo día comenzaba.
»Volví a la capilla. Ya estaba el ataúd allí. Hice una seña. Dos obreros se acercaron para ayudarme a cargar el cuerpo venerado. Uno de ellos levantó a Evita tomándola por los tobillos; entre el otro y yo la alzamos por los hombros. Fuimos muy cuidadosos: no desordenamos su peinado ni su vestido. Sobre el pecho, se distinguía la cruz del rosario ofrendado por Pío XII. Sólo faltaba sellar la tapa metálica del ataúd.
»-¿Dónde están los soldadores? -pregunté.
»-Ya es muy tarde -respondió uno de los militares-. Vamos a dejar eso por ahora.
»Insistí, pero no encontré ningún eco favorable.
»-No se preocupe -me dijo el Coronel-. Mañana haremos todo lo que falta.
»Ese mañana no llegó nunca. Traté de ver al Coronel en su despacho de Viamonte y Callao, para cerciorarme de que el cadáver estaba decorosamente protegido. No quiso recibirme. Tampoco pude volver al segundo piso de la CGT.
»Meses después de aquel 24 de noviembre, me despertó en medio de la noche la insistente llamada del teléfono. Una voz que no me era del todo desconocida dijo:
»-Doctor, ya se la llevaron a otro país. La noticia es segura.
»-¿Segura?
»-Lo vi yo mismo, doctor. Adiós.»
Aldo Cifuentes, en cambio, me contó esta versión:
«Al principio, el plan que había preparado Moori Koenig se cumplió sin fallas. A medianoche, su grupo salió en cuatro camiones del comando en jefe del ejército. Cada camión llevaba un ataúd vacío. Todos entraron poco después en el garaje de la CGT. Hubo un incidente en el vestíbulo del edificio porque el embalsamador, apostado allí desde la tarde, no quería marcharse antes de hablar con Moori Koenig. Pretendía que le firmara una constancia de que el cadáver estaba en perfectas condiciones. Imagínese, como si se tratara de una mercancía. Creo que el Coronel subió al vestíbulo para mandarlo a la mierda. En la sala de guardia, donde nadie estaba enterado de lo que pasaba en el garaje, reinaba (como se diría en los diarios) gran agitación. Corría la noticia de que los peronistas de las orillas se estaban concentrando en los galpones del puerto y amenazaban con avanzar sobre la ciudad. Se temía un ataque a la CGT, otro 17 de octubre, otra noche oscura de San Perón. Las masas en la Argentina se han desplazado siempre como animales en celo. Despacio, tanteando el aire, fingiendo humildad. Cuando uno quiere acordarse, ya no hay quien las detenga.
Moori Koenig conocía esos antecedentes. Tuvo la presencia de ánimo de llamar al comando en jefe por teléfono para informar lo que estaba pasando. Pidió que dispersaran la concentración a balazos. Dijo que, si no reprimían a esa gente antes del amanecer, iba a reprimir él mismo. El embalsamador merodeaba, cabizbajo. Parecía muy asustado. Cuando el Coronel pasó a su lado, lo detuvo:
»-Si váis a llevaros pronto a la Señora, quiero estar en la ceremonia -dijo.
»Moori no le perdonaba que hubiera tratado de engañarlo con las copias del cadáver.
»-Usted no tiene nada que hacer aquí -contestó-. Ésta es una operación militar.
»-No me deje fuera, coronel -insistió el médico-. Yo cuidé el cuerpo desde el primer día.
»-No debió hacerlo. Usted es un extranjero. No debió meterse con la historia de un país que no era suyo.
»Ara se llevó la mano al sombrero y salió a la calle, en busca de su automóvil. Tenía la expresión aturdida de alguien que se ha perdido a sí mismo y no sabe por dónde empezar a buscarse.»
Cifuentes eligió ese momento de la historia para deslizar otro de sus autorretratos:
«Yo soy, como usted sabe, un payaso de Dios. Me llaman Pulgarcito porque tengo el tamaño del pulgar de Dios. A veces soy gigantesco, a veces no se me ve. Lo que me ha salvado de la solemnidad es mi desprestigio. Gracias al desprestigio fui siempre libre de hacer lo que se me dio la gana. No me juzgue por lo que estoy contando. Mi estilo es menos tenebroso que esta realidad.
»Le abreviaré los detalles. En el santuario, Moori Koenig rescató las copias del cadáver de sus cajas, detrás de las cortinas, las vistió con túnicas blancas idénticas a las de Eva y las dejó en el piso. Eran flexibles, casi no pesaban. En el extremo más alejado de la puerta depositó a la Difunta, luego de identificar una vez más la marca detrás del lóbulo. El cuerpo verdadero se distinguía de las copias por la rigidez y por el peso: siete, ocho kilos más. Pero el tamaño era el mismo: un metro veinticinco. Moori Koenig lo verificó una y otra vez, porque no podía creerlo. De lejos, sobre la losa de cristal, el cadáver parecía inmenso. Pero los baños de formol habían contraído los huesos y los tejidos. Sólo la cabeza seguía como siempre: hermosa y perversa. Le concedió una última mirada y la cubrió con un velo, como a las otras.
»En el pasillo del segundo piso ya estaban los ataúdes, abiertos, en línea. No había otros testigos que los tres oficiales del Servicio. Moori Koenig abrió las puertas del santuario y, con la ayuda de sus hombres, acomodó los cuerpos. Cada ataúd llevaba una placa de hojalata, con un nombre y una fecha grabados. La de Evita era un guiño a los historiadores -si acaso alguno llegaba a leer la inscripción-, porque los datos eran los de su abuela materna, que había muerto también a los treinta y tres años: Petronila Núñez / 1877-1910.
»Sellaron las cajas con tornillos. Ordenaron a los soldados que las bajaran al garaje. Los cuerpos fueron depositados en los camiones: sin banderas, sin ceremonias, en silencio. Poco antes de la una, todo había terminado. Moori Koenig hizo formar a la tropa al pie de los vehículos. Arancibia, el Loco, estaba pálido, por la impresión o el esfuerzo. Uno de los suboficiales, creo que Gandini, apenas podía tenerse en pie.
»-En un par de horas, esta misión habrá terminado -dijo el Coronel-. Los soldados van a ser llevados de regreso al comando en jefe. Mañana los darán de baja. A los demás los espero en el Servicio, a las tres.
»El aire estaba húmedo, hinchado, irrespirable. Cuando Moori Koenig salió a la noche, descubrió en el horizonte una enorme luna creciente atravesada por una raya negra, de lluvia o de mala suerte.»
Inventario de los efectos hallados en el segunda piso de la Confederación General del Trabajo el 24 de noviembre de 1955:
* Un prisma triangular, de cristal, con dos amplias paredes unidas en lo alto, similar a los nichos que se usan en las iglesias para exhibir imágenes sagradas.
* Un camisón o túnica de mujer, de lienzo blanco, en el que se observan manchas y quemaduras.
* Dos horquillas de pelo.
* Tres cajas de madera ordinaria, oblongas, de metro y medio de largo. En una de las cajas se encontró una tarjeta postal, con sello del correo de Madrid, 1948. Tanto el texto como el nombre de la persona a la que fue enviada la tarjeta son indescifrables.
* Setenta y dos cintas negras y violetas con inscripciones doradas de homenaje a la difunta esposa del tirano prófugo.
* Un frasco de cristales de timol, sin abrir.
* Cinco litros de formol al 10 por ciento.
* Nueve litros de alcohol de 96 grados.
* Una libreta con anotaciones manuscritas, que se atribuyen al doctor Pedro Ara. Consta de catorce hojas. Sólo se han podido descifrar las siguientes oraciones: «le haremos con brocatos un sudario bordado reemplazando al que tiene que le deja al aire» (hoja 2) / «-libre no-» (hoja 9) / «las pantorrillas mostrando para mayor contorsión» (hoja 8) / «de los súbditos» (hoja 4) / «la huella o la mordida de los rayos» (hoja 3) / «la falta de los tules» (hoja 10) / «de dermis necrosada» (hoja 6) / «para abrirla y que penetren» (hoja 11) «las toses de los pobres» (hoja 13). * Un ramo de alverjillas frescas junto al prisma. * Una vela de sebo, encendida.
Empezaron a cruzar el río al caer la tarde. Se reunían en grupos de diez o de doce en los apostaderos de isla Maciel y esperaban el paso de las lanchas que iban a la Boca. Aunque hacía calor y la humedad encenagaba el aire, llevaban ropas de abrigo en las mochilas, como si se prepararan para un asedio de meses. Cuando subían a bordo, obligaban a los lancheros a internarse en los canales de la dársena sur, entre los vapores que volvían de Montevideo, y desembarcaban en cualquier claro de los muelles, luego de pagar puntualmente el pasaje. Otras barcazas navegaban desde Quilmes y Ensenada, con farolitos encendidos en los mástiles, y atracaban un poco más al norte, cerca de los galpones. Algunos de los viajeros esgrimían carteles a medio pintar, otros llevaban bombos. Iban acomodándose en silencio, al pie de los grandes silos, y enseguida, con ritmo de hormigas, armaban reparos de madera para que las mujeres pudieran amamantar a sus hijos. Todos olían a curtiembre, a madera quemada, a jabón en barra. Eran de pocas palabras, pero altas y agudas. Las mujeres vestían batones floreados, de algodón, o vestidos sin mangas. Los viejos, con barrigas aerostáticas, exhibían unas relucientes dentaduras postizas. Dientes nuevos y máquinas de coser eran los regalos más frecuentes de Evita. Cada mes, en la Fundación, Ella recibía cientos de paquetes con moldes de encías y paladares y, a vuelta de correo, mandaba las dentaduras con el siguiente mensaje: «Perón cumple. Evita dignifica. En la Argentina.
En el inventario original, las frases seguían el orden de las hojas. Néstor Perlongher las reagrupó hacia 1989 y las incluyó en la segunda parte de su poema “El cadáver de la nación” dedicado a Evita de Perón, “os obreros tienen el comedor completo y sonríen sin complejos de pobreza”
Algunas familias se habían aventurado a pie por los astilleros, esquivando los puestos militares. Otras se orientaban en la espesura de los juncos o seguían el rastro de los vagones de carga, por las vías muertas. A medianoche eran ya más de seiscientos. Cocinaban achuras y costillares en elásticos de flejes. Se acercaban al fuego con un pan, formaban fila y comían.
Los amenazaba un peligro inminente, pero no se daban cuenta o no les importaba. Desde hacía una semana, el gobierno de la llamada revolución libertadora había resuelto aniquilar toda memoria del peronismo. Estaba prohibido elogiar en público a Perón y a Evita, exhibir sus retratos y hasta recordar que habían existido. Uno de los bandos decía: «Se reprimirá con pena de seis meses a tres años a todo el que deje en lugar visible imágenes o esculturas del depuesto dictador y su consorte, use palabras como peronismo o tercera posición, abreviaturas como PP (Partido Peronista) o PV (Perón vuelve), o propale la marcha de esa dictadura excluida».
Indiferentes al bando, un par de chicas de quince o dieciséis años, con las bocas pintadas de rojo furia y el vestido pegado al cuerpo, cantaban, desafiantes, al lado de los asadores: Eva Perón / tu corazón / nos acompaña sin cesar. Detrás de los galpones había un altar de ladrillos con un enorme retrato de Evita entre velas de procesión. Al pie, la gente iba dejando estrellas federales, glicinas y nomeolvides tejidos en guirnaldas mientras repetía: El pueblo ya lo canta / Evita es una santa. El bullicio debía oírse desde lejos. A unos quinientos metros estaban las vallas de la guardia del puerto, y quinientos metros más allá, hacia el norte, se erguían las torres del comando en jefe.
¿Por qué iba a ser verdad la represión? No había que tener miedo, se decían unos a otros. El decreto del gobierno debía estar aludiendo a desórdenes graves, a vandalismos en edificios públicos; no mencionaba las devociones privadas. Todo el mundo tenía derecho a seguir queriendo a Evita. ¿Acaso la primera declaración de los «libertadores» no hablaba de una Argentina «sin vencedores ni vencidos»? Y el día que Perón cayó, cuando corrió la voz de que iban a matarlo, ¿no le habían permitido buscar asilo en una cañonera paraguaya y hasta el propio canciller de la república lo había visitado a bordo, para asegurarse de que nada le faltaba? Rumores. Nunca los rumores se convertían en verdades. En lo único en que se debía creer era en las noticias de la radio.
A medida que avanzaba la noche, iban sumándose viejos y enfermos. Una mujer de bocio difuso, que se presentó como parienta del peluquero de Evita, acababa de oír en un informativo que los alrededores del puerto estaban llenándose de indeseables. El ejército los quería dispersar antes de que amaneciera. «¿Será por nosotros?», dijeron unos viejos que habían venido del barrio Los Perales. «Quién sabe de quiénes hablan. El puerto es grande.»
Al reparo de las chapas, encendieron velas y esperaron. Habían oído que Perón iba a volver de su exilio esa noche en un avión negro y que aparecería otra vez en el balcón de la Plaza de Mayo. Evita estaría a su lado, iluminada, en una caja de cristal. Los chismes eran contradictorios. También se decía que el ejército iba a enterrar el ataúd de Evita junto al de San Martín, en la catedral. Y que la marina pensaba dejarlo dentro de un bloque de cemento, en una fosa oceánica. El rumor que más se repetía, sin embargo, era el que los había reunido allí: Evita sería exhumada de su panteón en la CGT y entregada solemnemente al pueblo para que la cuidara y velara, tal como se leía en su testamento. «Quiero vivir eternamente con Perón y con mi pueblo», había pedido antes de morir. Perón no estaba ya. El pueblo la recibiría.
Alguna verdad debía esconder ese tejido de versiones porque desde el amanecer entraban y salían tropas del edificio de la CGT. El cuerpo llevaba ya tres años allí, en un altar que no se podía ver.
En los meses que siguieron a la muerte, el edificio había estado siempre cubierto de flores. Cada noche, a las veinte y veinticinco, las luces de las ventanas se prendían y se apagaban, intermitentes. Pero las flores habían ido desapareciendo, y hasta el crespón que colgaba de las ventanas del segundo piso se cayó un día, desmigajado por los temporales. Ahora algo estaba por pasar, pero nadie sabía qué. Desde la caída de Perón todo les resultaba desconocido.
En el horizonte del río se insinuó la luna, atravesada por rayas de nubes oscuras. Hacía calor. El aire estaba saturado por el polvillo del trigo. En un extremo de los galpones, sobre las grúas, algunos chicos se turnaban vigilando el descampado que se abría entre la ciudad y el río: las desiertas playas de maniobras, los vagones vacíos, los astilleros, las lejanas garitas de los guardias militares.
Poco después de medianoche, uno de los vigías advirtió que un auto negro, macizo, avanzaba con las luces bajas por las playas de maniobras. Corrió a dar el aviso, entre las chispas de un estrépito atroz. Detrás de los galpones repiqueteaban los martillos sobre la madera. Los carpinteros levantaban refugios y altares. Por fin, dos de los hombres salieron al encuentro del intruso. Uno llevaba anteojos y caminaba con muletas.
El automóvil frenó bajo un farol y el conductor bajó, ajustándose el sombrero. Vestía un traje de franela con chaleco. Sudaba. Caminó unos pasos y miró alrededor, tratando de orientarse. Lo desconcertó el perfil de los galpones y la claridad de atrás: las velas, las fogatas. Adivinó a lo lejos la inmensidad del río. Zumbaban los ruidos en tantas direcciones que no se podía pensar: los llantos de las criaturas se entreveraban con los gritos de las mujeres y los desafíos de los jugadores de cartas. Antes de que se le despejaran los sentidos, el hombre de las muletas le cerraba el paso, examinándolo de arriba abajo.
– Soy el doctor Ara -explicó el conductor-. Pedro Ara, el médico que cuidó a Evita todos estos años.
– Es el que la embalsamó -reconoció el segundo de los hombres-. ¿Qué le hizo?
– Ella quedó muy bien. Tiene todas las vísceras. Está perfecta, como dormida. Parece que estuviera viva.
– Qué necesidad había de atormentarla así -murmuró el de las muletas.
Todos estaban incómodos, desconcertados. El propio embalsamador no Sabía qué hacer. En su diario de aquel día, el relato es confuso:
«Me siento responsable por el cadáver. Me lo han quitado. No es mi culpa, pero me lo han quitado. Salí de la CGT con miedo de que los militares estropearan un trabajo que ha costado años de investigaciones y desvelos. Pensé ir a los diarios, pero el esfuerzo hubiera sido vano. Está prohibido publicar una sola línea sobre el cuerpo. Y el gobierno español no se quiere meter en el asunto. Lo mejor creo, es hablar con la gente que se ha reunido en el puerto».
Ante el intruso, los viejos dejaron de jugar a las cartas. El hombre de las muletas se encaramó sobre unas tablas y golpeó las manos.
Aquí está el doctor Arce carraspeó. Le silbaban los pulmones. -Es el que embalsamó a Evita.
– Ara, no Arce. Doctor Ara -trató de explicar, pero muchas otras voces se alzaron a la vez, alejando a la suya.
– ¿Van a traerla para aquí esta noche? ¿O la llevaron a la catedral? Diga, ¿se la llevaron? -preguntaba la gente-. ¿Se la van a entregar al general? Pobrecita, ¿por qué la tienen de un lado a otro? ¿Por qué no la dejan en paz?
El embalsamador bajó la cabeza.
– Se la llevaron los militares -dijo-. Yo no he podido hacer nada. La tienen en un camión del ejército. ¿Por qué no hacéis algo vosotros?
La palabra «vosotros» sobresaltó a la gente. No conocían a nadie que la hubiera usado, salvo Evita en sus primeros discursos. Les parecía una palabra antigua, perdida, de otra lengua. «Vosotros” “se la llevaron», murmuró alguien. Y la voz se fue esparciendo: «Se la llevaron los militares». Una mujer que cargaba dos criaturas en alforjas rompió a llorar y se alejó entre los juncos.
– ¿Que hagamos algo? ¿Como ser qué? -preguntó uno de los viejos.
– Marchad a la Plaza de Mayo. Subleváos. Haced lo mismo que cuando el general estuvo preso, hace diez años.
– Ahora puede haber una matanza -dijo el de las muletas-. ¿Acaso no ha oído que están preparando una matanza?
– No he oído nada -contestó el embalsamador-. Vosotros sóis muchos. No se atreverán a mataros a todos. Tenéis que conseguir que me devuelvan a Evita.
– Dijeron que la iban a traer para el puerto. Si no la traen, Evita va a venir sola -porfió una vieja llena de verrugas. Varios chicos estaban atados a su falda, como un sistema planetario. -No hace falta que vayamos a buscarla. Ella nos va a buscar a nosotros.
– ¿Cómo nos va a buscar? Se la llevaron los militares -repitió el de las muletas.
– Pero Ella nos conoce -explicó otro de los hombres-. Anduvo muchas veces por el barrio.
El embalsamador sudaba a chorros. Tenía en la mano un pañuelo perfumado y cada dos por tres se lo pasaba por la calva.
– No comprendéis -dijo-. Si no hay quien cuide su cuerpo, mi trabajo se podría dañar Es un trabajo magistral. Ya os he dicho que el general me la confió.
– Ella siempre se supo cuidar sola -insistió la vieja de las verrugas.
– Ya no la van a traer -dijo el de las muletas. Se paró sobre unas tablas y alzó la voz: -A Evita se la llevaron lejos de acá. Va a ser mejor que nos vayamos.
La vieja de las verrugas también gritó:
– Yo me voy. Da lo mismo estar acá o al otro lado del río.
Se abrió paso entre la hojarasca de mujeres que empezaban a crisparse y tomó asiento en uno de los botes, con sus planetas a cuestas. Un lento río de gente la siguió hasta la orilla. Hasta las chicas de labios incandescentes formaron fila en el muelle, cantando: Por eso es bueno / tu nombre pleno / tu nombre bueno / Eva Perón.
– ¿Por qué no váis a buscarla? -insistió Ara.
Pero la dispersión ya no tenía freno. Los que habían estado jugando a las cartas apagaron las fogatas y cuando el embalsamador repitió «Traédmela, por favor, traédmela», uno de los hombres se detuvo en mitad de la marcha y le dejó caer una mano de hierro sobre el hombro.
– No vamos a buscarla porque nos quieren matar a todos -dijo-. Pero si usted se pone adelante, doctor Arce, a lo mejor lo seguimos.
– Ara -corrigió-. Doctor Ara. Yo no puedo ir con vosotros. No soy de aquí.
– Si no es de acá es de allá. Si no está con nosotros está con ellos -exclamó el hombre-. ¿Qué tiene ahí, bajo el brazo?
El embalsamador se puso pálido. Llevaba una bata blanca, almidonada. La apretó contra el pecho. No sabía qué hacer con ella.
A lo lejos se oyó el ronroneo de los camiones del ejército, el trote de los soldados, el traqueteo de los fusiles, mientras el primero de los botes se alejaba, corriente arriba.
– Esta fue la mortaja de Evita -murmuró el embalsamador. Se le enredaban las palabras. Vaciló un instante y desdobló la bata. Era sencilla, de mangas cortas. Tenia el escote en ve. -¿Os dáis cuenta? Es la mortaja de Evita. Si marcháis hacia la plaza y pedís que me devuelvan el cuerpo, podéis llevaros la mortaja y hacer con Ella lo que os parezca.
El hombre de las muletas se quitó los anteojos y acercándose al embalsamador, le dijo secamente:
– Déme eso.
Abrumado por la desesperación y por la impotencia, el médico entregó el vestido y se derrumbó.
– Perdón -dijo. Nadie Sabía por qué pedía perdón. -Quisiera irme.
– Rápido, suban a los botes -ordenó el de las muletas. Se dejó caer en una balandra y quitó las amarras.
Ataron la mortaja junto a una de las velas y alzaron los remos. Hinchada por la brisa, la tela flameaba de un lado a otro.
oyeron el aliento de los camiones, cada vez más cerca.
Los rezagados desbarataron los refugios y apilaron los tablones sobre las cubiertas de los botes. No tardaron casi. Eran muchos y se repartían el trabajo sin estorbarse, como en una colmena. Cuando estaban yéndose, alguien cantó: Eva Perón / tu corazón / nos acompaña sin cesar. Los que desaparecían entre los juncos y se alejaban en las otras barcazas también cantaron: Te prometemos nuestro amor / con juramento de lealtad. Las voces se apagaron pero el embalsamador siguió en la orilla, mirando la oscuridad.
Esta historia ha sido contada muchas veces, y nunca de una sola manera. En algunas versiones, el embalsamador llega con la bata puesta a los refugios del puerto y se la quita al bajar del auto; en otras, los camiones del ejército atacan y el hombre de las muletas muere. A veces la mortaja es amarilla y ha sido ajada por la muerte; otras veces no es siquiera una mortaja sino una ilusión de la memoria, la estela que dejó Evita en la lisura de aquella noche. En la primera de las versiones, la concentración es un deseo, no un hecho, y los avisos de la radio jamás fueron oídos. Nada se parece a nada, nada es nunca una sola historia sino una red que cada persona teje, sin entender el dibujo.
¿Alguien puede embalsamar una vida? ¿No es ya suficiente castigo ponerla bajo el sol y en esa luz terrible comenzar a contarla?
Ya que ahora se abre un delta intrincado de historias, voy a tratar de ser conciso. En una orilla está el relato de los cuerpos falsos (o copias del cadáver); en la otra, el relato del cuerpo real. Hay, por suerte, un momento en que los caminos se despejan y queda una sola historia en pie, que enceguece o anula a las demás.
Durante la travesía hacia el cementerio de la Chacarita, el mayor Arancibia, el Loco, violó las instrucciones del Coronel. Manejaba con ansiedad y a ratos se le cortaba el aliento. Estacionó el camión en un recodo sin luz del parque Centenario y abrió la cabina. Concedió a los soldados diez minutos de descanso y les ordenó que se alejaran.
Se quedó a solas con Armani, su sargento ayudante. El Loco tenía confianza en Armani: le había curado las fiebres en el desamparo de Tartagal; lo había salvado de su obsesión por los perros. Ahora quería que Armani compartiera el secreto. Necesitaba desahogarse.
Ordenó al sargento que trajera un par de linternas mientras él quitaba la tapa del ataúd.
– Prepárese, porque ésta es Eva -dijo en voz baja. El sargento no respondió.
A la luz de las linternas, el Loco desvistió a la figura y le puso la mortaja bajo la cabeza, sin despeinarle el rodete. Tenía lunares y un vello oscuro, ralo, en el pubis. Le sorprendió que, con un pelo tan dorado, el vello fuera oscuro.
– Era teñida -dijo-. Se teñía.
– Murió hace tres años -dijo el sargento-. Esta no es Ella. Se parece mucho, pero no es Ella.
Arancibia recorrió el cuerpo con la yema de los dedos: los muslos, el ombligo algo salido, el arco sobre los labios. Era un cuerpo suave, demasiado tibio para estar muerto. Entre los dedos llevaba un rosario. Le habían cercenado una punta de la oreja izquierda y parte del dedo medio, en la mano derecha.
– Puede ser una copia -dijo Arancibia, el Loco-. ¿Usted qué cree?
– No sé qué es -contestó Armani.
– A lo mejor es Ella.
Cerraron otra vez el ataúd y llamaron a los soldados. El camión atravesó la avenida Warnes y luego entró en la calle Jorge Newbery donde los árboles formaban un largo túnel. El sargento Armani iba esta vez en la cabina, junto al mayor. Un guardián los esperaba detrás de la reja, en una de las entradas de la Chacarita. Llevaba anteojos de sol. En la noche, los anteojos de sol parecían más amenazantes que un arma. Preguntó:
– ¿Dios?
– Es justo -contestó el Loco.
Se internaron en línea recta por una avenida que copiaba el diseño de la ciudad. A un lado y otro se alzaban mauseoleos enormes, cubiertos de placas. Detrás de los vidrios se veían capillas y ataúdes. Al final de la avenida se abría un descampado. Sobre la derecha se recortaban unas pocas estatuas, que representaban a un guitarrista, a un hombre pensativo y a una mujer que fingía arrojarse desde lo alto de un barranco. a la izquierda se acumulaban lápidas, jardines y unas pocas cruces inclinadas.
– Es aquí -señaló el guardián.
Los soldados descargaron el ataúd y lo bajaron, con sogas, a un foso que ya estaba abierto. Luego lo cubrieron con tierra y pedregullo. El guardián clavó en el extremo una cruz de madera barata, con las puntas en forma de trébol. Sacó una tiza y preguntó:
– ¿Cómo se llamaba el difunto?
Arancibia consultó una libreta.
– María de Magaldi -respondió-. María M. de Magaldi.
– Lo que son las casualidades -dijo el guardián-. Ése que ven allá, de espaldas, con la guitarra, es Agustín Magaldi, el cantor, la voz sentimental de Buenos Aires. Ha muerto hace casi veinte años pero todavía le traen floras. Dicen que fue el primer novio de Evita.
– Casualidades -repitió el Loco-. Así es la vida.
El guardián anotó “Maria M. de Magaldi” sobre el brazo transversal de la cruz. La luna desapareció detrás de las nubes. En la oscuridad, oyeron el zumbido de las abejas.
Fesquet estaba seguro de que no iba a fallar. Antes de salir hacia el comando en jefe se hizo leer el tarot por una vecina: «Todo va a salir bien», dijeron las cartas. «En tu futuro hay una persecución y el fantasma de una mujer muerta. Pero ahora el horizonte está limpio.» Y así fue. Condujo el camión sin que crujiera la caja de velocidades, no se desvió del itinerario, las avenidas paralelas al río estaban despejadas. Entre las torres neogóticas de la iglesia de Olivos asomaban grandes vitrales de luz grisácea. Se oía, en sordina, música de armonio. Tal como esperaba, los canteros estaban listos y la fosa abierta. Cuando los soldados descargaron el ataúd, la música se interrumpió y de entre las sombras brotó el párroco, seguido por un par de monaguillos.
– Tengo que rezar el oficio -anunció-. Ésta es la primera persona que vamos a enterrar en la iglesia.
Murmuró un par de oraciones rápidas. No tenía un solo pelo en la cabeza y las luces amarillas se le reflejaban como si estuvieran en un salón de baile. A Fesquet le sorprendió que el sargento primero Piquard se arrodillara y oyera las oraciones con las palmas juntas.
– Kyrie eleison. Christe eleison -rezó el párroco-. ¿Cuál era el nombre del difunto?
– Difunta -corrigió Fesquet-. María M. de Maestro.
– ¿Una dama de beneficencia?
– Algo así. No conozco los detalles.
– ¿Por qué han elegido esta hora?
– Quién sabe -dijo Fesquet-. Oí que Ella lo había pedido en el testamento. Debía de ser una persona rara.
– Odiaría las pompas de este mundo. Quería encontrarse a solas con Dios.
– Algo así -repitió Fesquet, que estaba ansioso por irse.
En el camino de regreso le pidió a Piquard que manejara. Fue la única orden del Coronel que desobedeció. Pensaba que no era importante.
Al camión del capitán Galarza se le reventó una goma en la avenida Varela y la explosión repentina le arrebató el volante de las manos. El vehículo zigzagueó, trepó a la vereda y quedó inclinado, como pidiendo disculpas. Galarza examinó el daño e hizo bajar a los soldados. Todos se creían dentro de una pesadilla y miraban la ciudad con desconfianza. Detrás de una larga reja se alzaban las ventanas del hospital Putero. Los enfermos se asomaban en pijama y chistaban. Una mujer de barriga enorme, con los brazos en la cintura, gritó:
– ¡Dejen dormir!
Galarza sacó el revólver, con expresión indiferente, y le apuntó:
– Si no cerras la ventana te la cierro yo a balazos.
Habló sin levantar la voz y las palabras se perdieron en la noche. Pero el tono debió oírse desde lejos. La mujer se tapó la cara y desapareció. Los otros enfermos apagaron las luces.
Tardaron casi diez minutos en cambiar la goma. A la entrada del cementerio de Flores los esperaba un guardián lagañoso, con una pierna más corta que la otra. Las tumbas eran bajas, modestas, y formaban dédalos que cerraban el paso y obligaban a dar rodeos. Los cuatro soldados llevaban el ataúd. Uno de ellos dijo:
– No pesa casi nada. Parece un chico.
Galarza le ordenó que se callara.
– Pueden ser huesos -dijo el guardián-. Aquí se entierran huesos cada dos por tres.
Pasaron junto al mausoleo blanco del fundador del cementerio y doblaron a la izquierda. La luna salía y se ocultaba a intervalos breves. Detrás de una fila de bóvedas redondas, donde yacían las víctimas de la fiebre amarilla, se abrían dos fosas grandes, revocadas con cemento.
– Es aquí -anunció el guardián. Sacó una planilla y pidió a Galarza que la firmara.
– No firmo nada -dijo el capitán-. Éste es un muerto del ejército.
– Acá nadie entra ni sale sin una firma. Es el reglamento. Si no hay firma, no hay entierro.
– A lo mejor hay más de un entierro -dijo el capitán-. A lo mejor hay dos. Déme su nombre.
– Léalo en mi chapa. Llevo veinte años en este cementerio. Déme usted el nombre del muerto.
– Se llama NN. Es el nombre que les damos en el ejército a los hijos de puta.
El guardián les entregó la soga para que bajaran el ataúd y se alejó por la avenida de pinos, maldiciendo a la noche.
El Coronel imaginaba su misión como una línea recta. Salía de la CGT. Avanzaba dos kilómetros por la avenida Córdoba. Entraba al palacio de Obras Sanitarias por una de las puertas laterales. Ordenaba que descargaran el ataúd. Arrastraba el cuerpo hacia su destino. «Dos cuartos vacíos y sellados», había dicho Cifuentes, «en la esquina sudoeste de Obras Sanitarias». Lo difícil era conseguir que los soldados transportaran el ataúd, sano y salvo, por la escalera de caracol que desembocaba en el segundo piso. Sano y salvo eran adjetivos que jamás había usado en relación a la muerte. Todas las palabras le parecían ahora desconocidas.
Sobre la marcha, el Coronel dibujó sus planes por segunda vez. En la trama había una figura nueva: el sargento ayudante Livio Gandini. A última hora había decidido quitárselo al clarinetista Galarza. Aunque ninguno de los otros lo sabía, era él, Moori Koenig, quien iba a llevar el cuerpo verdadero. Necesitaba más refuerzos, más certezas. Ahora, los hechos iban a ser así:
Los soldados dejarían el ataúd en el segundo piso de Obras Sanitarias. Regresarían al camión, vigilados por Gandini. Él, Moori Koenig, encendería una lámpara sol de noche. Arrastraría a la difunta hacia los cuartos de la esquina sudoeste. Cubriría el ataúd con lonas. Clausuraría la puerta con candado. Et finis coronat opus, como hubiera dicho el embalsamador.
Una y otra vez, durante la tarde, el Coronel había estudiado el lugar. Subió y bajó tres veces por la escalera de caracol. Las curvas eran estrechas y no habría otro remedio que izar el ataúd en posición vertical. Estaba preparado para todo. Repitió la frase, como un conjuro: para todo.
Condujo el camión en silencio por las avenidas. Se estremeció.
La historia: ¿era así la historia? ¿Uno podía entrar y salir de ella tranquilamente? Se sintió liviano, como dentro de otro cuerpo. A lo mejor no estaba sucediendo nada de lo que parecía suceder. A lo mejor la historia no se construía con realidades sino con sueños. Los hombres soñaban hechos, y luego la escritura inventaba el pasado. No había vida sino sólo relatos.
Después del próximo movimiento, él también podría morir. Todo lo que tenía que hacer ya estaba terminado. Había cumplido con doña Juana. Había recuperado los pasaportes de su familia y se los había mandado esa misma tarde, a través de un mensajero. La madre le contestó con una esquela breve, que aún llevaba en el bolsillo: «Yo y mis hijas nos vamos mañana mismo a Chile. Confío en su palabra. Cuide a mi Evita». Ahora, sólo faltaba ocultar el cuerpo. Se sintió respirar. Estaba vivo. Su respiración era un sonido más entre los pliegues de los sonidos infinitos. ¿Para qué morir? ¿Qué sentido tendría?
Vio a lo lejos una columna de humo y, luego, la hebra de llamas. Adivinó un incendio en alguna parte de la ciudad. El fuego se estiraba como una culpa y desaparecía. De pronto, un par de cuadras más allá, las llamas alzaron su cresta y se extendieron por el cielo. Por las veredas se paseaban perros, olfateando las rarezas de la noche. El Coronel disminuyó la marcha. Otros vehículos se detuvieron. La calle se llenó de curiosos y de comedidos. Junto al camión corrieron unas monjas con sábanas en las manos.
– ¡Son para los quemados, para los quemados! -gritaron, respondiendo a una mirada ofensiva del Coronel.
Una mujer estaba sentada bajo un cartel de propaganda, abrazada a una máquina de coser. Lloraba. Dos adolescentes agitaron los brazos ante el camión. El Coronel tocó la bocina. Nadie se movió.
– No puede seguir -le dijo uno de los chicos-. ¿No ve?. Se está incendiando todo.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó el Coronel.
– Explotaron unas garrafas de querosén contestó un hombre alto, que se sujetaba el sombrero, como si luchara contra un viento ilusorio. Tenía manchas de tizne en las mejillas. Dijo: -Vengo del incendio. Uno de los conventillos se ha vuelto cenizas. En menos de diez minutos se vino abajo.
– ¿Es lejos? -averiguó el Coronel.
– A pocas cuadras. Frente a Obras Sanitarias. Si no fuera porque han conectado varias mangueras a los depósitos de agua, las llamas ya estarían acá.
– Tiene que haber una equivocación.
– No -repitió el hombre alto-. ¿No se da cuenta que vengo del incendio?
Fue el azar, diría el Coronel años después, al hablar con Cifuentes de aquella noche. La realidad no es una línea recta sino un sistema de bifurcaciones. El mundo es un tejido de ignorancias. En el despejado horizonte de la realidad, los planes pueden desmoronarse sin ningún aviso ni presentimiento. Caen derrotados por la naturaleza, alcanzados por un ataque al corazón o por el capricho de un rayo. A mí me desconcertó el azar, diría el Coronel. A la luz del incendio, advertí que la difunta ya no podría descansar en los cuartos perdidos del palacio, oculta entre las cisternas. Fue el azar, pero también pudo haber sido un mal cálculo con el tridente de Paracelso. Situé mal sus ejes, calculé mal la posición de su mango.
Subió el camión a la vereda, exhibió el caño del máuser a través de la ventanilla para abrirse paso, y así fue deslizándose hacia una calle transversal. Al otro lado de la ciudad despejada se veía el río. ¿Y si dejaba el cuerpo en un galpón de las dársenas?, pensó. ¿Si lo perdía en el agua? Buenos Aires era la única ciudad de la tierra con sólo tres puntos cardinales. La gente hablaba del norte, del oeste o del sur, pero el este era el vacío: la nada, el agua. Recordó que, en la brújula, el signo de la difunta coincidía con el nortenordeste. Alguna clave secreta habría en esos conocimientos. Paró el camión. Leyó la ficha que llevaba en la guantera. El signo zodiacal de Eva Perón. «Tauro: la humedad triunfa sobre la sequedad, la tierra sobre el fuego. El eje de su cuerpo pasa por el estómago. La nota musical que corresponde a su eternidad es Mi. El dedo con el que señala su destino es el índice.» Hacia el río, hacia el este, repitió.
Cruzó las vías erizadas de la estación Retiro. En la oscuridad de la caja, Gandini y los soldados cantaban. Un momento antes, cuando el Coronel había aminorado la marcha, en la antesala del incendio, oyó que golpeaban la cabina con la culata del máuser. Dos o tres golpes, y después, la extrañeza de aquel canto sin música.
Acababa de ocultarse la luna. A la izquierda, vislumbró los portones de un regimiento de la marina. No voy a ir más lejos, se dijo. Este será el lugar. Aquí es donde más la odian.
Preguntó por el capitán de navío que estaba al mando de la guarnición. -Duerme, -dijo el jefe de la guardia. Acaba de acostarse. Hemos tenido todos un día difícil. No puedo despertarlo.
– Avísele que estoy aquí, -ordenó el Coronel. No me voy a mover hasta que él venga.
Esperó un largo rato. El cielo estaba lleno de señales. Caían algunas estrellas y, a veces, se veía en lo alto sólo la cresta de los barcos. El cielo era un espejo cansado que reflejaba las desdichas de la tierra.
– ¡Ya viene, ya viene el capitán!,, gritó el jefe de la guardia. Pero tardó aún mucho tiempo más, casi hasta el amanecer.
Conocía al capitán. Se llamaba Rearte. Habían estudiado juntos algunos cursos de Inteligencia. Era un maestro en logias, en conspiraciones. Llevaba en un cuaderno el inventario de todas las sociedades secretas: un rimero de nombres y de fechas, de planes fracasados y de agentes dobles. El Coronel solía decir que, si Rearte quisiera, podría usar sus apuntes para escribir la historia desconocida de la Argentina: el revés de la luna. ¿Querría? Siempre había sido una persona esquiva y también sospechosa. Ahora que lo pensaba, Raúl Rearte y Eva Duarte eran casi anagramas.
Oyó cantar otra vez a Gandini y a los soldados. Les preguntó, desde afuera, si tenían sed. Nadie le respondió: sólo el canto. Apoyado sobre el volante, el Coronel se adormeció. Oyó al fin el chirrido de la verja del regimiento y vio salir al capitán de navío, recién bañado. Tenía la cabeza pegajosa de gomina. Aunque llevaba puesta la gorra y la chaqueta, aún estaba metiéndose la camisa del uniforme dentro del pantalón. El Coronel le pidió, por señas, que hablaran a solas.
Caminaron hacia el patio del regimiento. Se alzaba un árbol solitario y escuálido en el centro.
– Tuvimos un operativo importante esta noche, Rearte -dijo el Coronel-. Trasladamos un cuerpo. Pero no fue tan fácil. Uno de los movimientos falló.
El capitán meneó la cabeza.
– Esas cosas pasan.
– En este caso, no tendrían que haber pasado. Fue la casualidad.
– ¿Y yo en qué puedo ayudar? El presidente no quiere que la marina se meta en los asuntos del ejército.
– Tengo uno de los ataúdes en el camión dijo el Coronel-. Necesito dejarlo aquí. Van a ser sólo unas horas. Hasta la medianoche.
El marino se quitó la gorra y se alisó todavía más el pelo. -No puedo -dijo-. Me cortarían la cabeza.
– Es un favor personal -insistió el Coronel. Sentía una angustia seca en la garganta, pero trataba de que la voz fluyera neutra, indiferente. -Sólo entre usted y yo. No hace falta que nadie más lo sepa.
– Eso es imposible, coronel. Tengo por fuerza que avisar más arriba. Usted conoce bien cómo son estas cosas.
– Lleve el ataúd a un barco. Si está en un barco, nadie tiene por qué enterarse.
– ¿En un barco? Me extraña, Moori. No sabe lo que está diciendo.
El Coronel se rascó la nuca. Miró a Rearte con fijeza. -No puedo andar con esa cosa de un lado a otro -dijo-. Si me la quitan, vamos a volar todos.
– Tal vez. Pero nadie se la va a quitar.
– ¿Que no? Todos la querrían tener. Es impresionante. -Bajó la voz: -Es esa mujer, Eva. Venga a verla.
– No me joda, Moori. No me va a convencer.
– Échele un vistazo. Usted es un tipo culto. No se va a olvidar en la vida.
– Eso es lo malo. Que no me voy a olvidar. Si esa mujer está ahí, llévesela. Trae mala suerte.
El Coronel trotó de sonreír y no pudo.
– ¿Usted también se ha tragado ese cuento? Lo inventamos nosotros, en el Servicio. ¿Cómo carajo quiere que dé mala suerte? Es una momia, una muerta como cualquier otra. Venga. Total, qué pierde.
Abrió las puertas del camión e hizo bajar a los soldados. El marino lo siguió, confundido. El amanecer avanzaba entre aleteos de insectos, roces de hojas, truenos lejanos. Al salir del largo encierro junto al ataúd, el sargento Gandini tropezó. Daba vueltas, como un pájaro ciego.
– Oímos que hubo un incendio, mi coronel -murmuró, parpadeando.
– No era nada. Una falsa alarma.
– ¿Qué hago con los soldados?
– Sáquelos de acá. Espéreme a cien metros.
– Hay un olor raro adentro, mi coronel. Seguro que en ese cajón hay químicos.
– Vaya a saber qué es. Explosivos, alcoholes. No hay indicaciones.
– Hay una placa con un nombre, Petrona no sé cuánto -dijo Gandini, mientras se alejaba-. Y unas fechas. Es algo viejo, del siglo pasado.
El olor era dulce, apenas perceptible. El Coronel se preguntó cómo no lo había pensado antes: el cuerpo verdadero olía y las copias no. Qué importaba eso. Las versiones de Evita nunca volverían a estar juntas.
– ¡Rearte! -Llamó.
El marino respondió con una tosecita seca. Ya estaba detrás de él, arriba de la caja, en la tiniebla.
– No se imagina lo que es esto -decía el Coronel mientras aflojaba, con torpeza, la tapa del ataúd. El destornillador se le escurrió de las manos más de una vez, y tres de las tuercas se perdieron.
– Ahí la tiene -dijo al fin.
Apartó la sábana que cubría la cara de la difunta y encendió una linterna. Bajo el haz de luz, Evita era puro perfil, una imagen plana, partida en dos, como la luna.
– Quién iba a decir. -El capitán se alisó de nuevo el pelo, deslumbrado. -Mire a esta yegua que nos jodió la vida. Qué mansa parece. La yegua. Está igualita.
– Así como la ve ahora va a quedar para siempre -dijo el Coronel, con voz ronca, excitada-. Nada la afecta: el agua, la cal viva, los años, los terremotos. Nada. Si le pasara un tren por encima, seguiría tal cual.
Bajo la luz de la linterna, Evita tenía reflejos fosforescentes. Del ataúd subían tenues vapores coloreados.
– Trae mala suerte, la hija de puta -repitió el capitán-. Mire lo que le hizo a usted. Usted ya no es el mismo.
– A mí no me hizo nada -se defendió el Coronel-. ¿Cómo se le ocurre? No le puede hacer mal a nadie.
Las palabras se le escapaban sin que él las pensara. No las quería decir, pero las palabras estaban allí. El marino desvió la mirada. Vio que dos suboficiales se entretenían jugando a los dardos en la garita de guardia.
– Es mejor que se la lleve, Moori Koenig -dijo.
El Coronel apagó la linterna.
– Usted se lo pierde -contestó-. Podría estar en la historia y no va a estar.
– Qué carajo me importa la historia. La historia no existe.
A lo lejos, Gandini remedó el graznar de una gaviota. El Coronel contestó un silbido largo y agudo, llevándose dos dedos a los labios. Los ruidos reverberaron en la niebla. El río estaba ahí, a unos pasos.
Los soldados regresaron al camión, soñolientos. Gandini iba a subir con ellos, pero el Coronel le ordenó sentarse a su lado, en la cabina.
– Vamos al comando en jefe -dijo-. Hay que devolver esta tropa.
– También la carga -supuso Gandini.
– No -contestó el Coronel, seguro y altanero-. A la carga la vamos a dejar dentro del camión, día y noche, en la vereda de Inteligencia.
Atravesaron las dársenas en silencio. Dejaron a los soldados en los garajes del comando y luego se pusieron a dar vueltas por la ciudad vacía. Creían ver sombras que los vigilaban en las esquinas, temían que alguien les disparan desde un zaguán y les arrebatan el camión. Se desplazaron por las avenidas, por los parques, por los descampados, deteniéndose bruscamente en las curvas, con los máuseres en ristre, a la espera del enemigo que debía estar en alguna parte, al acecho. Se levantó viento. Un torrente de nubes bajas y grises amortajó el cielo. No querían decirlo, pero les pesaba el cansancio. Avanzaron hacia el Servicio a través de otros viajes en círculo y otros desvíos.
Al llegar, el Coronel descubrió una nueva fatalidad. En la vereda junto a la que pensaba dejar el camión ardía una hilera de velas delgadas y largas. Alguien, alrededor, había esparcido margaritas, glicinas y pensamientos. Ahora sabía que el enemigo no lo perseguía. Era peor que eso. El enemigo adivinaba cuál iba a ser su próximo destino, y se le adelantaba.