Al día siguiente Pereira se despertó a las seis. Sostiene que tomó un simple café, y tuvo que insistir para que se lo trajeran porque el servicio de habitaciones no empezaba hasta las siete, y dio un paseo por el parque. También las termas abrían a las siete, y a las siete en punto Pereira estaba delante de la verja. Silva no estaba, el director no estaba, no había prácticamente nadie y Pereira se sintió aliviado, sostiene. Lo primero que hizo fue beber dos vasos de agua que sabía a huevos podridos y sintió una vaga náusea y retortijones de tripas. Hubiera querido una buena limonada fresca, porque a pesar de la hora matutina hacía ya cierto calor, pero pensó que no podía mezclar aguas termales y limonada. Entonces se dirigió a las instalaciones termales, donde le hicieron desnudarse y vestirse con un albornoz blanco. ¿Desea baños de barro o inhalaciones?, le preguntó la empleada. Las dos cosas, respondió Pereira. Le hicieron pasar a una habitación donde había una bañera de mármol llena de un líquido marrón. Pereira se quitó el albornoz y se sumergió en ella. El fango estaba tibio y daba una sensación de bienestar. Al rato, entró un empleado y le preguntó dónde debía darle el masaje. Pereira respondió que no quería masajes, sólo quería un baño y deseaba que le dejaran en paz. Salió de la bañera, se dio una ducha fresca, se puso de nuevo su albornoz y pasó a las habitaciones contiguas, donde estaban los surtidores de vapor para las inhalaciones. Delante de cada surtidor había varias personas sentadas, con los codos apoyados sobre el mármol, que respiraban las emanaciones de aire caliente. Pereira encontró un sitio libre y lo ocupó. Respiró a fondo durante algunos minutos y se sumergió en sus pensamientos. Le vino a la cabeza Monteiro Rossi y, quién sabe por qué, también el retrato de su esposa. Hacía casi dos días que no hablaba con el retrato de su esposa, y Pereira se arrepintió de no habérselo llevado consigo, sostiene. Entonces se levantó, se dirigió a los vestuarios, se vistió, se hizo el nudo de su corbata negra, salió de las instalaciones termales y volvió al hotel. En el salón restaurante vio a su amigo Silva tomando un copioso desayuno con bollos y café con leche. El director, afortunadamente, no estaba. Pereira se acercó a Silva, le saludó, le comentó que había tomado los baños y le dijo: Hacia las doce hay un tren para Lisboa, si pudieras acompañarme a la estación te lo agradecería, si no puedes, cogeré el taxi del hotel. Pero cómo, ¿te vas ya?, preguntó Silva, y yo que esperaba poder pasar un par de días en tu compañía. Discúlpame, mintió Pereira, pero tengo que estar en Lisboa esta noche, mañana tengo que escribir un artículo importante y, además, ¿sabes?, no me hace mucha gracia haber dejado la redacción a la portera del inmueble, es mejor que me vaya. Como quieras, respondió Silva, te llevo.
Durante el trayecto no intercambiaron ni una palabra. Sostiene Pereira que Silva parecía estar molesto con él, pero que él no hizo nada para dulcificar la situación. En fin, pensó, qué le vamos a hacer. Llegaron a la estación hacia las once y cuarto, y el tren estaba ya en el andén. Pereira subió y dijo adiós con la mano desde la ventanilla. Silva le despidió con un amplio gesto del brazo y se marchó. Pereira se sentó en un compartimiento donde había una señora que estaba leyendo un libro.
Era una bella señora, rubia, elegante, con una pierna de madera. Pereira se había sentado en el lado del pasillo, dado que ella estaba junto a la ventanilla, para no molestarla, y advirtió que estaba leyendo un libro de Thomas Mann en alemán. Eso despertó su curiosidad, pero por el momento no dijo nada, dijo solamente: Buenos días, señora. El tren empezó a moverse a las once y media, y pocos minutos más tarde pasó un camarero para hacer las reservas del vagón restaurante. Pereira reservó mesa, sostiene, porque sentía el estómago en desorden y necesitaba comer algo. El trayecto no era largo, es cierto, pero iban a llegar tarde a Lisboa y no tenía ganas de ponerse a buscar un restaurante con aquel calor.
La señora con la pierna de madera hizo también una reserva para el vagón restaurante. Pereira notó que hablaba bien portugués, con un leve acento extranjero. Eso aumentó su curiosidad, sostiene, y le dio valor para atreverse a invitarla. Señora, dijo, discúlpeme, no quisiera parecerle entrometido, pero dado que somos compañeros de viaje y que ambos hemos hecho una reserva para el restaurante, quisiera proponerle que comiéramos en la misma mesa, podremos conversar un rato y quizá nos sintamos menos solos, es tan melancólico comer solo, especialmente en el tren, permítame que me presente, mi nombre es Pereira, soy director de la página cultural del Lisboa, un periódico vespertino de la capital. La señora con la pierna de madera dibujó una amplia sonrisa y le tendió la mano. Mucho gusto, dijo, me llamo Ingeborg Delgado, soy alemana, pero de origen portugués, he vuelto a Portugal para reencontrar mis raíces.
El camarero pasó tocando la campanilla avisando para la comida. Pereira se levantó y cedió el paso a la señora Delgado. No tuvo valor para ofrecerle su brazo, sostiene, porque pensó que ese gesto podía herir a una señora que tenía una pierna de madera. Pero la señora Delgado se movía con gran agilidad a pesar de su miembro artificial y le precedió por el pasillo. El vagón restaurante estaba cerca de su compartimiento, de modo que no tuvieron que caminar demasiado. Se sentaron a una mesita de la parte izquierda del tren. Pereira se metió la servilleta en el cuello de la camisa y sintió que debía pedir disculpas por su comportamiento. Discúlpeme, dijo, pero cuando como me mancho siempre la camisa, mi asistenta dice que soy peor que los niños, espero no parecerle un provinciano. Detrás de la ventanilla se deslizaba el dulce paisaje del centro de Portugal: colinas verdes de pinos y aldeas blancas. De vez en cuando se veían viñedos y algún campesino que, como un punto negro, adornaba el paisaje. ¿Le gusta a usted Portugal?, preguntó Pereira. Me gusta, contestó la señora Delgado, pero no creo que me quede mucho, he visitado a mis parientes de Coimbra, he reencontrado mis raíces, pero éste no es el país más adecuado para mí y para el pueblo al que pertenezco, estoy esperando el visado de la embajada americana, dentro de poco, por lo menos eso espero, partiré para los Estados Unidos. Pereira creyó entender y preguntó: ¿Es usted judía? Soy judía, confirmó la señora Delgado, y la Europa de estos tiempos no es el lugar más adecuado para la gente de mi pueblo, especialmente Alemania, pero tampoco aquí es que nos tengan demasiada simpatía, me he dado cuenta por los periódicos, quizá el periódico en el que usted trabaja sea una excepción, aunque es tan católico, demasiado católico para quien no es católico. Este país es católico, sostiene haber dicho Pereira, y yo también soy católico, lo admito, aunque a mi manera, por desgracia hemos tenido la Inquisición y eso no es ningún motivo de orgullo, pero yo, por ejemplo, no creo en la resurrección de la carne, no sé si eso puede significar algo. No sé qué significa, respondió la señora Delgado, pero en cualquier caso creo que no me atañe. He notado que estaba leyendo un libro de Thomas Mann, dijo Pereira, es un escritor que aprecio mucho. A él tampoco le hace feliz lo que está sucediendo en Alemania, dijo la señora Delgado, yo no diría que esté contento, no. Quizá yo tampoco esté contento con lo que está sucediendo en Portugal, admitió Pereira. La señora Delgado bebió un sorbo de agua mineral y dijo: Pues, entonces, haga algo. ¿Algo como qué?, contestó Pereira. Bueno, dijo la señora Delgado, usted es un intelectual, diga lo que está pasando en Europa, exprese su libre pensamiento, en suma, haga usted algo. Sostiene Pereira que hubiera querido decir muchas cosas. Hubiera querido responder que por encima de él estaba su director, el cual era un personaje del régimen, y que además estaba el régimen con su policía y su censura, y que en Portugal estaban todos amordazados, en resumidas cuentas, que no se podían expresar libremente las propias opiniones, y que él pasaba sus jornadas en un miserable cuartucho de Rua Rodrigo da Fonseca, en compañía de un ventilador asmático y vigilado por una portera que probablemente era una confidente de la policía. Pero no dijo nada de todo ello, Pereira, dijo solamente: Haré lo que pueda, señora Delgado, pero no es fácil hacer lo que se puede en un país como éste para una persona como yo, sabe, yo no soy Thomas Mann, soy sólo el oscuro director de la página cultural de un modesto periódico de la tarde, escribo efemérides de escritores ilustres y traduzco cuentos franceses del siglo pasado, no se puede hacer más. Lo comprendo, replicó la señora Delgado, pero tal vez pueda hacerse todo, basta con tener voluntad para ello. Pereira miró por la ventanilla y suspiró. Estaban en los alrededores de Vila Franca, se veía ya la larga serpiente del Tajo. Qué hermoso, aquel pequeño Portugal, besado por el mar y por el clima, pero qué difícil era todo, pensó Pereira. Señora Delgado, dijo, creo que dentro de poco llegaremos a Lisboa, estamos en Vila Franca, ésta es una ciudad de trabajadores honestos, de obreros, nosotros también, en este pequeño país, tenemos nuestra oposición, es una oposición silenciosa, quizá porque no tenemos a Thomas Mann, pero es todo lo que podemos hacer, y ahora tal vez sea mejor que volvamos a nuestro compartimiento para preparar las maletas, ha sido un placer el haberla conocido y el haber pasado este rato con usted, permítame que le ofrezca mi brazo, pero no lo interprete como un gesto de ayuda, es sólo un gesto de caballerosidad, porque ya sabe que en Portugal somos muy caballerosos.
Pereira se levantó y ofreció su brazo a la señora Delgado. Ella lo aceptó con una leve sonrisa y se levantó de la estrecha mesita con cierta dificultad. Pereira pagó la cuenta y dejó algunas monedas de propina. Salió del vagón restaurante dando el brazo a la señora Delgado, y se sentía orgulloso y turbado al mismo tiempo, pero no sabía por qué, sostiene Pereira.