Al día siguiente Pereira permaneció en su casa, sostiene. Se levantó tarde, desayunó y guardó la novela de Bernanos porque ya no iba a publicarse en el Lisboa. Rebuscó en su biblioteca y encontró las obras completas de Camilo Castelo Branco. Escogió una novela corta al azar y empezó a leer la primera página. La encontró deprimente, no tenía la ligereza ni la ironía de los franceses, era una historia oscura, nostálgica, llena de problemas y repleta de tragedias. Pereira se cansó pronto. Hubiera deseado hablar con el retrato de su esposa, pero aplazó la conversación para más tarde. Entonces se hizo una tortilla sin hierbas aromáticas, se la comió entera y fue a acostarse, se durmió rápidamente y tuvo un hermoso sueño. Más tarde se levantó y se sentó en un sillón a mirar las ventanas. Desde las ventanas de su casa se veían las palmeras del cuartel de enfrente y de vez en cuando se oía un toque de corneta. Pereira no sabía descifrar los toques de corneta porque no había hecho el servicio militar, y para él eran mensajes sin sentido. Se puso a mirar las ramas de las palmeras agitadas por el viento y pensó en su infancia. Se pasó una buena parte de aquella tarde así, pensando en su infancia, pero eso es algo de lo que Pereira no quiere hablar, porque no tiene nada que ver con esta historia, sostiene.
Hacia las cuatro de la tarde oyó sonar el timbre. Pereira se agitó en su duermevela, pero no se movió. Encontró extraño que alguien llamara a su timbre, pensó que quizá fuera Piedade que regresaba de Setúbal, tal vez a su hermana la habían operado antes de lo previsto. El timbre sonó de nuevo, insistentemente, dos veces, dos largos timbrazos. Pereira se levantó y tiró de la cuerda que abría la puerta de la calle. Permaneció en el descansillo de la escalera, oyó que la puerta se cerraba lentamente y unos pasos que subían con rapidez. Cuando la persona que había entrado llegó al rellano, Pereira no fue capaz de distinguirla, porque la escalera estaba a oscuras y porque él ya no veía demasiado bien.
Buenas tardes, señor Pereira, dijo una voz que Pereira reconoció, soy yo, ¿puedo entrar? Era Monteiro Rossi, Pereira le dejó pasar y cerró la puerta rápidamente. Monteiro Rossi se detuvo en la entrada, llevaba en la mano una pequeña bolsa y vestía una camisa de manga corta. Perdóneme, señor Pereira, dijo Monteiro Rossi, luego se lo explicaré todo, ¿hay alguien más en el edificio? La portera está en Setúbal, dijo Pereira, los inquilinos del piso de arriba han dejado su piso, se han trasladado a Oporto. ¿Cree que me ha visto alguien?, preguntó Monteiro Rossi con ansiedad. Sudaba y tartamudeaba ligeramente. Creo que no, dijo Pereira, pero ¿qué hace usted aquí?, ¿de dónde viene? Luego se lo explicaré todo, señor Pereira, dijo Monteiro Rossi, pero ahora desearía darme una ducha y cambiarme de camisa, estoy agotado. Pereira le acompañó al baño y le dio una camisa limpia, su camisa de color caqui. Le estará un poco ancha, dijo, pero qué le vamos a hacer. Mientras Monteiro Rossi estaba en el baño, Pereira se dirigió hasta el recibidor frente al retrato de su mujer. Hubiera deseado decirle algo, sostiene, que Monteiro Rossi había aparecido de repente por su casa, por ejemplo, y otras cosas más. En cambio no dijo nada, aplazó la conversación para más tarde y volvió al salón. Monteiro Rossi apareció inmerso en la anchísima camisa de Pereira. Gracias, señor Pereira, dijo, estoy agotado, quisiera contarle muchas cosas, pero estoy verdaderamente agotado, quizá me iría bien una siesta. Pereira le condujo hasta el dormitorio y extendió una colcha de algodón por encima de las sábanas. Échese aquí, le dijo, y quítese los zapatos, no se ponga a dormir con los zapatos puestos porque el cuerpo no reposa, y estése tranquilo, yo le despertaré más tarde. Monteiro Rossi se acostó y Pereira cerró la puerta y regresó al salón. Guardó las obras de Camilo Castelo Branco, cogió de nuevo a Bernanos y se puso a traducir el resto del capítulo. Si no podía publicarlo en el Lisboa, paciencia, pensó, a lo mejor podría publicarlo como libro, así al menos los portugueses tendrían un buen libro para leer, un libro serio, ético, que trataba de problemas fundamentales, un libro que sería beneficioso para la conciencia de los lectores, pensó Pereira.
A las ocho Monteiro Rossi dormía todavía. Pereira se dirigió a la cocina, batió cuatro huevos, puso una cucharada de mostaza de Dijon y una pizca de orégano y de mejorana. Quería preparar una buena omelette a las finas hierbas, y posiblemente Monteiro Rossi tendría un hambre endiablada, pensó. Preparó la mesa para dos en el comedor, puso un mantel blanco, colocó los platos de Caldas da Rainha que le había regalado Silva cuando se casó y dispuso dos velas en dos candelabros. Después fue a despertar a Monteiro Rossi, pero entró con sigilo en la habitación porque en el fondo le disgustaba despertarle. El muchacho estaba en la cama boca abajo y dormía con un brazo colgando. Pereira le llamó, pero Monteiro Rossi no se despertó. Entonces Pereira le tiró del brazo y le dijo: Monteiro Rossi, es la hora de la cena, si continúa durmiendo no podrá dormir esta noche, será mejor que venga a comer un bocado. Monteiro Rossi saltó de la cama con expresión aterrorizada. Estése tranquilo, dijo Pereira, soy Pereira, aquí está seguro. Fueron hacia el salón y Pereira encendió las velas. Mientras cocinaba la omelette le ofreció a Monteiro Rossi una lata de paté que quedaba en la despensa, y preguntó desde la cocina: ¿Qué le ha pasado, Monteiro Rossi? Gracias, respondió Monteiro Rossi, gracias por su hospitalidad, señor Pereira, y gracias también por el dinero que me envió, me llegó a través de Marta. Pereira llevó a la mesa la omelette y se colocó la servilleta alrededor del cuello. Veamos, Monteiro Rossi, preguntó, ¿qué pasa? Monteiro Rossi se precipitó sobre la comida como si hiciera una semana que no comía. Tranquilo, así se le va a atragantar, dijo Pereira, coma con calma, hay también queso para después, y cuénteme. Monteiro Rossi tragó un bocado y dijo: Mi primo ha sido detenido. ¿Dónde?, preguntó Pereira, ¿en la pensión que yo le busqué? Nada de eso, respondió Monteiro Rossi, fue arrestado en el Alentejo mientras trataba de reclutar a los alentejanos, yo escapé de milagro. ¿Y ahora?, preguntó Pereira. Ahora me persiguen, señor Pereira, respondió Monteiro Rossi, creo que me están buscando por todo Portugal, ayer por la noche cogí un autobús, llegué hasta el Barreiro, tomé un transbordador, desde el muelle de Sodré hasta aquí he venido a pie porque no tenía dinero para el transporte. ¿Sabe alguien que está aquí?, preguntó Pereira. Nadie, respondió Monteiro Rossi, ni siquiera Marta, por cierto, querría ponerme en contacto con ella, quisiera decirle al menos que estoy en un lugar seguro, porque usted no me echará, ¿verdad, señor Pereira? Puede quedarse aquí todo el tiempo que quiera, respondió Pereira, por lo menos hasta mediados de septiembre, hasta cuando regrese Piedade, la portera del inmueble, que es también mi asistenta, Piedade es una mujer de confianza, pero es una portera y las porteras hablan con las otras porteras, su presencia no pasaría desapercibida. Bien, de aquí al quince de septiembre ya encontraré otro refugio, pero ahora hablaré con Marta. Mire, Monteiro Rossi, dijo Pereira, olvídese de Marta por ahora, mientras esté usted en mi casa no se ponga en contacto con nadie, estése tranquilo y descanse. ¿Y usted qué hace, señor Pereira?, preguntó Monteiro Rossi, ¿se ocupa de las necrológicas y de las efemérides? En parte, respondió Pereira, pero todos los artículos que me ha escrito usted son impublicables, los he guardado en una carpeta en la redacción, no sé por qué no los tiro. Es el momento de que le confiese algo, murmuró Monteiro Rossi, discúlpeme si se lo digo con retraso, pero esos artículos no son totalmente de mi cosecha. ¿Qué quiere decir?, preguntó Pereira. Pues verá, señor Pereira, la verdad es que Marta me ha echado una mano, los ha hecho ella en parte, las ideas fundamentales son suyas. Me parece algo muy poco correcto, replicó Pereira. Oh, respondió Monteiro Rossi, no sé hasta qué punto, ¿sabe usted, señor Pereira, sabe qué gritan los nacionalistas españoles?, gritan Viva la muerte? [1] y yo no sé escribir sobre la muerte, a mí me gusta la vida, señor Pereira, nunca hubiera sido capaz de escribir por mí mismo las necrológicas, de hablar de la muerte, le aseguro que no soy capaz de hablar de ella. En el fondo le entiendo, sostiene haber dicho Pereira, tampoco yo puedo hacerlo.
Había caído la noche y las velas difundían una luz tenue. No sé por qué hago todo esto por usted, Monteiro Rossi, dijo Pereira. Quizá porque es usted una buena persona, respondió Monteiro Rossi. Eso es demasiado simple, replicó Pereira, el mundo está lleno de buenas personas que no van en busca de problemas. Pues entonces no lo sé, dijo Monteiro Rossi, de veras que no lo sé. El problema es que tampoco yo lo sé, dijo Pereira, todos estos días pasados me he estado haciendo muchas preguntas, pero quizá será mejor que deje de hacérmelas. Llevó a la mesa un frasco de cerezas conservadas en licor y Monteiro Rossi se sirvió un vaso lleno. Pereira sólo tomó una cereza con un poco de jarabe, porque temía estropear su dieta.
Cuénteme lo que ha pasado, solicitó Pereira, ¿qué ha hecho hasta ahora en el Alentejo? Hemos recorrido toda la región, respondió Monteiro Rossi, deteniéndonos en lugares seguros, en los lugares más proclives. Perdone, interrumpió Pereira, pero su primo no me parece la persona más adecuada, le he visto una sola vez, pero me pareció un poco ingenuo, un poco alelado, yo diría, y por si fuera poco ni siquiera habla portugués. Sí, dijo Monteiro Rossi, pero su ocupación en la vida civil es la de tipógrafo, sabe trabajar con documentos, no hay nadie mejor que él para falsificar un pasaporte. Pues ya podría haber falsificado mejor el suyo, dijo Pereira, tenía un pasaporte argentino y se veía a una legua que era falso. Ése no lo había hecho él, objetó Monteiro Rossi, se lo habían dado en España. ¿Qué más ocurrió?, preguntó Pereira. Bueno, dijo Monteiro Rossi, en Portalegre encontramos una imprenta de confianza y mi primo se puso a trabajar, hicimos un trabajo perfecto, mi primo preparó una buena cantidad de pasaportes, en gran parte los distribuimos, otros me los quedé yo porque no tuvimos tiempo. Monteiro Rossi cogió la bolsa de viaje que había dejado en el sillón y metió la mano en su interior. Esto es lo que ha quedado, dijo. Puso sobre la mesa un paquete de pasaportes, debían de ser una veintena. Usted está loco, mi querido Monteiro Rossi, dijo Pereira, viaja con eso en la bolsa como si fueran caramelos, si le encuentran con esos documentos va usted a acabar muy mal. Pereira cogió los pasaportes y dijo: Esto lo esconderé yo. Pensó en meterlos en un cajón, pero le pareció un lugar poco seguro. Entonces se dirigió al recibidor y los puso en una estantería, justo detrás del retrato de su esposa. Perdona, le dijo al retrato, pero aquí no vendrá nadie a mirar, es el lugar más seguro de la casa. Después regresó al salón y dijo: Se ha hecho tarde, será mejor que vayamos a la cama. Yo tengo que contactar con Marta, dijo Monteiro Rossi, está preocupada, no sabe qué me ha pasado, a lo mejor se piensa que también me han detenido a mí. Mire, Monteiro Rossi, dijo Pereira, mañana llamaré yo a Marta, pero desde un teléfono público, por hoy será mejor que se quede usted tranquilo y se vaya a la cama, escríbame el número de Marta en este papel. Le dejo dos números, dijo Monteiro Rossi, si no responde en el primero seguro que responderá en el otro, si no responde ella personalmente pregunte por Lise Delaunay, es así como se llama ahora. Lo sé, admitió Pereira, la he visto uno de estos días, esa chica se ha quedado en los huesos, está irreconocible, esta vida no le sienta nada bien, Monteiro Rossi, se está estropeando la salud, en fin, buenas noches. Pereira apagó las velas y se preguntó por qué se había metido en aquella historia, ¿por qué alojar a Monteiro Rossi, por qué telefonear a Marta y dejar mensajes en clave, por qué inmiscuirse en historias que no le atañían? ¿Quizá porque Marta se había quedado tan delgada que se le veían en los hombros dos huesos que sobresalían como dos alas de pollo? ¿Quizá porque Monteiro Rossi no tenía un padre y una madre que pudieran darle refugio? ¿Quizá porque había estado en Parede y el doctor Cardoso le había explicado su teoría sobre la confederación de las almas? Pereira no lo sabía e incluso hoy tampoco sabría responder. Prefirió irse a la cama porque al día siguiente quería levantarse temprano y organizar bien la jornada, pero antes de acostarse se dirigió un momento a la entrada a darle un vistazo al retrato de su esposa. Y no le habló, Pereira, tan sólo le hizo un afectuoso gesto de despedida con la mano, sostiene.