A las once en punto, sostiene Pereira, sonó el timbre. Pereira había desayunado ya, se había levantado temprano, y sobre la mesa del comedor estaba ya preparada una jarra de limonada con cubitos de hielo. Primero entró Monteiro Rossi con aire furtivo y susurró los buenos días. Pereira cerró la puerta un poco perplejo y le preguntó si su primo no venía. Ha venido, sí, respondió Monteiro Rossi, pero no quiere entrar así sin más, me ha mandado a mí por delante para ver. Para ver ¿qué?, preguntó Pereira con irritación, ¿están jugando a policías y ladrones o es que creen que les está esperando la policía? Oh, no, no se trata de eso, señor Pereira, se disculpó Monteiro Rossi, es sólo que mi primo es muy desconfiado, dése cuenta, la suya no es una situación nada fácil, se halla aquí para una misión delicada, tiene un pasaporte argentino y está que se sube por las paredes. Eso ya me lo explicó ayer por la noche, replicó Pereira, y ahora haga el favor de llamarle, basta ya de tonterías. Monteiro Rossi abrió la puerta e hizo un gesto que quería decir adelante. Ven, Bruno, dijo en italiano, todo en orden. Entró un hombrecillo pequeño y delgado. Llevaba el pelo cortado a cepillo, tenía un par de bigotitos rubios y vestía una chaqueta azul. Señor Pereira, dijo Monteiro Rossi, le presento a mi primo Bruno Rossi, aunque según el pasaporte se llama Bruno Lugones, lo mejor sería que usted le llamara siempre Lugones. ¿En qué idioma debemos hablar?, preguntó Pereira, ¿su primo sabe portugués? No, dijo Monteiro Rossi, pero sabe español.
Pereira los hizo pasar al comedor y sirvió la limonada. El señor Bruno Rossi no dijo nada, se limitó a mirar a su alrededor con aire desconfiado. A lo lejos se oyó la sirena de una ambulancia y el señor Bruno Rossi se puso rígido y se acercó a la ventana. Dígale que esté tranquilo, dijo Pereira a Monteiro Rossi, aquí no estamos en España, no hay ninguna guerra civil. El señor Bruno Rossi volvió a sentarse y dijo en español: Perdone la molestia, pero estoy aquí por la causa republicana. Escuche, señor Lugones, dijo Pereira en portugués, hablaré lentamente para que usted me entienda, a mí no me interesan ni la causa republicana ni la causa monárquica, yo dirijo la página cultural de un periódico de la tarde y esas cosas no forman parte de mi entorno, yo voy a buscarle un alojamiento tranquilo, más no puedo hacer, y a usted no se le ocurra venir a buscarme, porque yo no quiero tener nada que ver ni con usted ni con su causa. El señor Bruno Rossi se volvió hacia su primo y le dijo en italiano: No era así como me lo habías descrito, yo me esperaba un compañero. Pereira comprendió y replicó: Yo no soy compañero de nadie, vivo solo y me gusta estar solo, mi único compañero soy yo mismo, no sé si me explico, señor Lugones, visto que es ése el nombre de su pasaporte. Sí, sí, dijo casi balbuceando Monteiro Rossi, pero el caso es que, verá, necesitamos su ayuda y su comprensión, porque nos hace falta dinero. Explíquese mejor, dijo Pereira. Bueno, dijo Monteiro Rossi, él no tiene dinero y si nos piden el pago por adelantado en el hotel, no podremos hacerle frente por el momento, pero después ya me encargaré yo, mejor dicho, se encargará Marta, se trataría sólo de un préstamo.
En ese momento Pereira se levantó, sostiene. Pidió disculpas y dijo: Tengan paciencia pero necesito algunos instantes de reflexión, necesito unos minutos. Les dejó solos en el comedor y se dirigió al vestíbulo. Se detuvo delante del retrato de su esposa y le dijo: Escucha, en realidad no es ese Lugones quien me preocupa, sino Marta, para mí es ella la responsable de esta historia, Marta es la novia de Monteiro Rossi, esa del pelo color cobrizo, ya te he hablado de ella, pues bien, creo, es ella la que mete en estos líos a Monteiro Rossi, estoy seguro, y él se deja meter en líos porque está enamorado, yo tendría que ponerle en guardia, ¿no te parece? El retrato de su esposa le sonrió con una sonrisa lejana y a Pereira le pareció comprender. Volvió al comedor y preguntó a Monteiro Rossi: ¿Por qué Marta?, ¿qué tiene que ver Marta con esto? Oh, verá, balbuceó sonrojándose ligeramente Monteiro Rossi, porque Marta tiene muchos recursos, sólo por eso. Escúcheme atentamente, querido Monteiro Rossi, dijo Pereira, me parece que usted se está metiendo en líos a causa de una chica guapa, pero escuche, yo no soy su padre ni quiero adoptar un aire paternal con usted que se pudiera interpretar como paternalismo, sólo le quiero decir una cosa: cuidado. Sí, dijo Monteiro Rossi, tendré cuidado, pero ¿y el préstamo? Eso ya lo resolveremos, respondió Pereira, pero ¿por qué tengo que adelantárselo precisamente yo? Mire, señor Pereira, dijo Monteiro Rossi sacando del bolsillo una hoja y dándosela, he escrito un artículo y escribiré otros dos la próxima semana, me he permitido hacer una efemérides, he hecho la de D'Annunzio, he puesto en ella el corazón pero también la inteligencia, como usted me aconsejó, y le prometo que los próximos serán dos escritores católicos, como usted desea.
Sostiene Pereira que sintió de nuevo una leve irritación. Escuche, respondió, no es que yo quiera escritores católicos por fuerza, pero usted, que ha escrito una tesina sobre la muerte, podría pensar un poco más en escritores que se hayan interesado por ese problema, es decir, que se hayan interesado por el alma, en cambio me trae usted una efemérides de un vitalista como D'Annunzio, que puede que fuera un buen poeta pero que desperdició su vida en frivolidades, no sé si me explico, a mi periódico no le gustan las personas frívolas o por lo menos no me gustan a mí. Perfecto, dijo Monteiro Rossi, he captado el mensaje. Bien, añadió Pereira, ahora vámonos a la pensión, he encontrado una pensioncilla en la Graça donde no se andan con historias, yo pagaré el adelanto, si nos lo piden, pero espero por lo menos otras dos necrológicas, querido Monteiro Rossi, será su paga de dos semanas. Verá, señor Pereira, dijo Monteiro Rossi, la efemérides sobre D'Annunzio la he escrito porque el sábado pasado compré el Lisboa y vi que había una sección que se llama «Efemérides», la sección no estaba firmada pero supongo que la hace usted, aunque si quisiera ayuda, yo se la proporcionaría encantado, me gustaría ocuparme de una sección de ese tipo, hay un montón de escritores de los que podría hablar, y además, dado que es una sección anónima, no corro el riesgo de crearle problemas. ¿Por qué?, ¿tiene usted problemas?, sostiene haber dicho Pereira, Bueno, alguno sí, como ve, respondió Monteiro Rossi, pero si quisiera un nombre distinto he pensado en un seudónimo, ¿qué le parecería Roxy? Me parece un nombre bien escogido, dijo Pereira. Retiró la limonada de la mesa y la colocó en la fresquera, después se puso la chaqueta y dijo: Bueno, vámonos.
Salieron. En la placita que estaba delante del edificio había un soldado que dormía tendido en un banco. Pereira admitió que no se sentía capaz de recorrer la subida a pie, de modo que esperaron un taxi. El sol era implacable, sostiene Pereira, y la brisa había cesado. Pasó un taxi lentamente y Pereira lo detuvo con un gesto del brazo. Durante el trayecto no hablaron. Bajaron frente a una cruz de granito que presidía una minúscula capilla. Pereira aconsejó a Monteiro Rossi que esperara fuera, entró en la pensión seguido del señor Bruno Rossi, y se lo presentó al encargado. Era un viejecillo con gafas de gruesos cristales que dormitaba detrás del mostrador. Este es un amigo argentino, dijo Pereira, es el señor Bruno Lugones, tenga su pasaporte, pero preferiría mantener el anonimato, está aquí por razones sentimentales. El viejecillo se quitó las gafas y hojeó el libro de registro. Esta mañana ha llamado una persona para hacer una reserva, dijo, ¿es usted? Soy yo, confirmó Pereira. Tenemos una habitación de matrimonio sin baño, dijo el viejecillo, pero no sé si al señor le irá bien. Le irá estupendamente, dijo Pereira. El pago por adelantado, dijo el viejecillo, ya sabe usted cómo funciona. Pereira sacó la cartera y extrajo dos billetes. Le dejo tres días pagados, dijo, buenos días. Se despidió del señor Bruno Rossi pero prefirió no darle la mano, le parecía un gesto de excesiva intimidad. Feliz estancia, le dijo.
Salió fuera y se detuvo ante Monteiro Rossi, que esperaba sentado al borde de la fuente. Pase mañana por la mañana por la redacción, hoy leeré su artículo, tenemos cosas de que hablar. Yo, la verdad…, dijo Monteiro Rossi. La verdad, ¿qué?, preguntó Pereira. Verá, dijo Monteiro Rossi, pensaba que llegados a este punto era mejor que nos viéramos en un sitio tranquilo, en su casa, por ejemplo. De acuerdo, dijo Pereira, pero no en mi casa, basta ya con mi casa, veámonos mañana a la una en el Café Orquídea, ¿qué le parece? De acuerdo, respondió Monteiro Rossi, a la una en el Café Orquídea. Pereira le estrechó la mano y le dijo adiós. Se le ocurrió ir hasta su casa a pie, total era todo bajada. El día era magnífico, y por suerte había comenzado a soplar una brisa atlántica estupenda. Pero no se sentía capaz de apreciar el día. Se sentía inquieto y le apetecía hablar con alguien, tal vez con el padre Antonio, pero el padre Antonio pasaba los días en la cabecera de sus enfermos. Y entonces pensó que podía ir a charlar un rato con el retrato de su esposa. De modo que se quitó la chaqueta y se dirigió lentamente hacia su casa, sostiene.