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Pereira sostiene que se le ocurrió una locura, pero que quizá podría ponerla en práctica, pensó. Se puso la chaqueta y salió. Frente a la catedral había un café que permanecía abierto hasta tarde y que tenía teléfono. Pereira entró y miró a su alrededor. En el café había un grupo de trasnochadores que jugaban a las cartas con el dueño. El camarero era un muchacho adormilado que se aburría detrás de la barra. Pereira pidió una limonada, se dirigió al teléfono y marcó el número de la clínica talasoterápica de Parede. Preguntó por el doctor Cardoso. El doctor Cardoso se ha ido ya a su habitación, ¿quién pregunta por él?, dijo la voz de la telefonista. Soy el señor Pereira, dijo Pereira, necesito urgentemente hablar con él. Voy a llamarle pero tendrá que esperar unos minutos, dijo la telefonista, el tiempo que tarde en bajar. Pereira esperó pacientemente hasta que llegó el doctor Cardoso. Buenas noches, doctor Cardoso, dijo Pereira, quisiera decirle una cosa importante, pero ahora no puedo. ¿De qué se trata?, señor Pereira, dijo el doctor Cardoso, ¿no se encuentra bien? En efecto, no me encuentro bien, respondió Pereira, pero no es eso lo que importa, lo que ocurre es que en mi casa ha sucedido algo grave, no sé si mi teléfono particular está intervenido, pero no importa, ahora no puedo decirle nada más, pero necesito su ayuda, doctor Cardoso. Dígame cómo puedo ayudarle, dijo el doctor Cardoso. Pues bien, doctor Cardoso, dijo Pereira, mañana a mediodía le telefonearé, tiene usted que hacerme un favor, tiene que fingir que es un pez gordo de la censura, tiene que decir que mi artículo ha recibido el visto bueno, sólo eso. No lo entiendo, replicó el doctor Cardoso. Escuche, doctor Cardoso, dijo Pereira, le telefoneo desde un café y no puedo darle explicaciones, tengo en casa un problema que usted no puede ni imaginarse, pero se enterará por la edición de la tarde del Lisboa, estará escrito con todo detalle, pero usted tiene que hacerme un favor inmenso, debe mantener que mi artículo tiene su aprobación, ¿ha entendido?, tiene que decir que la policía portuguesa no tiene miedo a los escándalos, que es una policía limpia y que no tiene miedo a los escándalos. Entendido, dijo el doctor Cardoso, espero su llamada mañana al mediodía.

Pereira regresó a su casa. Fue al dormitorio y quitó la toalla de la cara de Monteiro Rossi. Le cubrió con una sábana. Luego fue a su estudio y se sentó ante la máquina de escribir. Escribió como título: Asesinato de un periodista. Después, unas líneas más abajo, empezó a escribir: «Se llamaba Francesco Monteiro Rossi, era de origen italiano. Colaboraba en nuestro periódico con artículos y necrológicas. Escribió textos sobre los grandes escritores de nuestra época, como Maiakovski, Marinetti, D'Annunzio y García Lorca. Sus artículos no han sido publicados todavía, pero quizá un día vean la luz. Era un muchacho alegre, que amaba la vida pero a quien se le había encargado escribir sobre la muerte, labor a la que no se negó. Y esta noche la muerte ha ido a buscarle. Ayer por la noche, mientras cenaba en casa del director de la página cultural del Lisboa, el señor Pereira, autor de este artículo, tres hombres armados irrumpieron en el apartamento. Se presentaron como policía política, pero no exhibieron documentación alguna que avalara sus palabras. Debería excluirse que se trate de verdaderos policías porque iban de paisano y porque es de suponer que la policía de nuestro país no usa estos métodos. Eran malhechores que actuaban con la complicidad de no se sabe quién, y sería deseable que las autoridades indagaran sobre este vergonzoso suceso. Los dirigía un hombre delgado y bajo, con bigote y perilla, al que los otros llamaban comandante. A los otros dos su comandante les llamó varias veces por sus nombres. Si los nombres no eran falsos, se llaman Fonseca y Lima, son dos hombres altos y robustos, de tez oscura, con expresión poco inteligente. Mientras el hombre delgado y bajo retenía con su pistola a quien esto escribe, Fonseca y Lima arrastraron a Monteiro Rossi hasta el dormitorio para interrogarle, según ellos mismos declararon. Quien esto escribe oyó golpes y gritos sofocados. Después los dos hombres dijeron que habían hecho su trabajo. Los tres abandonaron rápidamente el domicilio de quien esto escribe amenazándole de muerte si divulgaba el suceso. Quien esto escribe se dirigió al dormitorio y no pudo hacer nada más que constatar el fallecimiento del joven Monteiro Rossi.

Fue apaleado con saña, y los golpes, propinados con una porra o la culata de una pistola, le hundieron el cráneo. Su cadáver se encuentra actualmente en el segundo piso de la Rua da Saudade número 22, en casa de quien esto escribe. Monteiro Rossi era huérfano y no tenía parientes. Estaba enamorado de una muchacha bella y dulce cuyo nombre desconocemos. Sólo sabemos que tenía el cabello de color cobrizo y que amaba la cultura. A esta muchacha, si nos lee, le enviamos nuestro más sincero pésame y nuestro más afectuoso saludo. Invitamos a las autoridades competentes a vigilar atentamente estos episodios de violencia, que a su sombra, y tal vez con la complicidad de alguien, se están perpetrando hoy en Portugal.»

Pereira corrió el carro y debajo, a la derecha, puso su nombre: Pereira. Firmó sólo Pereira, porque era así como le conocían todos, por el apellido, como había firmado todas sus crónicas de sucesos durante tantos años.

Levantó los ojos hacia la ventana y vio que alboreaba en las ramas de las palmeras del cuartel de enfrente. Oyó un toque de corneta. Pereira se recostó en un sillón y se quedó dormido. Cuando se despertó era ya de día y Pereira miró alarmado el reloj. Pensó que debía actuar con rapidez, sostiene. Se afeitó, se lavó la cara con agua fría y salió. Encontró un taxi frente a la catedral y se hizo llevar hasta su redacción. En su garita estaba Celeste, quien le saludó con aire cordial. ¿Hay algo para mí?, preguntó Pereira. Ninguna novedad, señor Pereira, respondió Celeste, lo único es que me han dado una semana de vacaciones. Y mostrándole el calendario continuó: Volveré el próximo sábado, durante una semana tendrá que arreglárselas sin mí, hoy en día el Estado protege a los más débiles, o sea, la gente como yo, por algo somos corporativistas. Procuraremos no echarla demasiado en falta, murmuró Pereira, y subió la escalera. Entró en la redacción y cogió del archivador la carpeta donde estaba escrito «Necrológicas». La puso en una bolsa de cuero y salió. Se detuvo en el Café Orquídea y pensó que tenía tiempo para sentarse cinco minutos y tomarse algo. ¿Una limonada, señor Pereira?, le preguntó solícito Manuel mientras él se sentaba a una mesa. No, respondió Pereira, tomaré un oporto seco, prefiero un oporto seco. Es una novedad, señor Pereira, dijo Manuel, y más a estas horas, pero de todos modos me alegra, eso quiere decir que está mejor. Manuel le puso un vaso y le dejó la botella. Mire, señor Pereira, dijo Manuel, le dejo la botella, si tiene ganas de tomarse otro vaso, tómeselo tranquilamente, y si desea un cigarro se lo traigo enseguida. Tráeme un cigarro ligero, dijo Pereira, por cierto, Manuel, tú que tienes un amigo que sintoniza radio Londres, ¿qué noticias hay? Parece que los republicanos están recibiendo duramente, dijo Manuel, pero ¿sabe una cosa, señor Pereira?, dijo bajando la voz, también han hablado de Portugal. ¿Ah, sí?, dijo Pereira, ¿y qué dicen de nosotros? Dicen que vivimos en una dictadura, respondió el camarero, y que la policía está torturando a la gente. ¿Y tú que dices, Manuel?, preguntó Pereira. Manuel se rascó la cabeza. ¿Y qué dice usted, señor Pereira?, replicó, usted está en el periodismo y sabe de estas cosas. Yo digo que los ingleses tienen razón, declaró Pereira. Encendió el cigarro y pagó la cuenta, después salió y cogió un taxi para ir a la imprenta. Cuando llegó, encontró al encargado muy atareado. El periódico entra en máquinas dentro de una hora, dijo el encargado, señor Pereira, ha hecho bien en publicar el cuento de Camilo Castelo Branco, es una maravilla, lo leí de pequeño en la escuela, pero sigue siendo una maravilla. Habrá que acortarlo en una columna, dijo Pereira, tengo aquí un artículo que cierra la página cultural, es una necrológica. Pereira le tendió la hoja, el encargado la leyó y se rascó la cabeza. Señor Pereira, dijo el encargado, es un asunto muy delicado, me lo trae usted en el último momento y no tiene el visto bueno de la censura, me parece que aquí se habla de sucesos muy graves. Mire, señor Pedro, dijo Pereira, nos conocemos desde hace casi treinta años, desde cuando me ocupaba de la crónica de sucesos en el periódico más importante de Lisboa, ¿alguna vez le he causado problemas? Nunca me los ha causado, respondió el encargado, pero los tiempos han cambiado, ahora no es como antes, ahora hay un montón de burocracia y tengo que respetarla, señor Pereira. Escuche, señor Pedro, dijo Pereira, en la censura me han dado el permiso verbalmente, he telefoneado desde la redacción hace media hora, he hablado con el mayor Lourenço, él está de acuerdo. Pero sería mejor telefonear al director, objetó el encargado. Pereira dio un profundo suspiro y dijo: De acuerdo, telefonee usted, señor Pedro. El encargado marcó el número y Pereira permaneció escuchando con el corazón en un puño. Comprendió que el encargado estaba hablando con la señorita Filipa. El director ha salido a comer, dijo el señor Pedro, he hablado con la secretaria, no regresará hasta las tres. A las tres el periódico ya está listo, dijo Pereira, no podemos esperar hasta las tres.

Efectivamente, no podemos, dijo el encargado, no sé qué hacer, señor Pereira. Mire, sugirió Pereira, lo mejor es telefonear directamente a la censura, quizá consigamos hablar con el mayor Lourenço. El mayor Lourenço, exclamó el encargado como si tuviera miedo de aquel nombre, ¿con él directamente? Es un amigo, dijo Pereira fingiendo restarle importancia, esta mañana le he leído mi artículo, está completamente de acuerdo, hablo con él todos los días, señor Pedro, es mi trabajo. Pereira cogió el teléfono y marcó el número de la clínica talasoterápica de Parede. Oyó la voz del doctor Cardoso. Oiga, mayor, dijo Pereira, soy el señor Pereira del Lisboa, estoy en la imprenta para incorporar ese artículo que le he leído esta mañana, pero el tipógrafo está indeciso porque falta el sello de visto bueno, intente convencerle, ahora se lo paso. Le dio el auricular al encargado y le observó mientras hablaba. El señor Pedro empezó a asentir. Claro, señor mayor, decía, de acuerdo, señor mayor. Después colgó el auricular y miró a Pereira. ¿Y bien?, preguntó Pereira. Dice que la policía portuguesa no tiene miedo a estos escándalos, dijo el tipógrafo, que andan sueltos malhechores que hay que denunciar y que su artículo tiene que salir hoy, señor Pereira, es todo lo que me ha dicho. Y después continuó: Y me ha dicho también: Diga al señor Pereira que escriba un artículo sobre el alma, que todos lo necesitamos, eso me ha dicho, señor Pereira. Estaría bromeando, dijo Pereira, ya hablaré mañana yo con él.

Dejó su artículo al señor Pedro y salió. Se sentía agotado y tenía la tripa alborotada. Pensó en detenerse a comer un bocadillo en el café de la esquina, pero sólo pidió una limonada. Luego cogió un taxi y se hizo llevar hasta la catedral. Entró en casa con cautela, con el temor de que alguien le estuviera esperando. Pero no había nadie, sólo un gran silencio. Fue al dormitorio y echó una mirada a la sábana que cubría el cuerpo de Monteiro Rossi. Después cogió una pequeña maleta, puso lo estrictamente necesario y la carpeta de las necrológicas. Fue a la estantería y empezó a hojear los pasaportes de Monteiro Rossi. Finalmente encontró uno apropiado para el caso. Era un buen pasaporte francés, muy bien hecho, la fotografía era de un hombre grueso con bolsas bajo los ojos, y la edad se correspondía con la suya. Se llamaba Baudin, François Baudin. Le pareció un buen nombre, a Pereira. Lo metió en la maleta y cogió el retrato de su esposa. Te llevaré conmigo, le dijo, será mejor que vengas conmigo. Lo puso con la cara hacia arriba, para que respirara bien. Después echó una mirada a su alrededor y consultó el reloj.

Era mejor darse prisa, el Lisboa saldría dentro de poco y no había tiempo que perder, sostiene Pereira.


25 de agosto de 1993

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