Aquel sábado apareció en el Lisboa la traducción de La última lección de Alphonse Daudet. La censura había dejado pasar tranquilamente el cuento, y Pereira sostiene que pensó que en el fondo podía escribirse «Viva Francia» y que el doctor Cardoso no tenía razón. Tampoco esta vez firmó Pereira la traducción. Sostiene que lo hizo porque no le parecía correcto que el director de la página cultural firmase la traducción de un relato, hubiera dejado entrever a todos los lectores que en el fondo la página la hacía él solo, y eso le molestaba. Fue una cuestión de orgullo, sostiene.
Pereira leyó el relato con gran satisfacción, eran las diez de la mañana, era domingo, y él estaba ya en la redacción porque se había levantado muy temprano, había empezado a traducir el primer capítulo del Journal d'un curé de campagne de Bernanos y estaba trabajando a buen ritmo. En aquel momento sonó el teléfono. Pereira solía tenerlo descolgado, porque desde que estaba conectado con la portera detestaba que le pasaran las llamadas, pero aquella mañana se había olvidado de descolgarlo. ¿Oiga?, señor Pereira, dijo la voz de Celeste, tiene una llamada, preguntan por usted de la clínica talasopírica de Parede. Talasoterápica, corrigió Pereira. Bueno, bueno, algo así, dijo la voz de Celeste, ¿quiere que le pase la comunicación o tengo que decir que no está? Pásemela, dijo Pereira. Oyó el clic de un conmutador y una voz dijo: ¿Oiga?, soy el doctor Cardoso, quisiera hablar con el señor Pereira. Soy yo, respondió Pereira, buenos días, doctor Cardoso, me alegro de oírle. El gusto es mío, dijo el doctor Cardoso, ¿cómo está, señor Pereira, sigue usted mi dieta? Hago todo lo posible, admitió Pereira, hago todo lo posible pero no es fácil. Escuche, señor Pereira, dijo el doctor Cardoso, estoy a punto de tomar un tren para Lisboa, leí ayer el cuento de Daudet, es verdaderamente magnífico, me gustaría hablar de ello con usted, ¿qué le parece si nos vemos para el almuerzo? ¿Conoce el Café Orquídea?, preguntó Pereira, está en la Rua Alexandre Herculano, pasada la carnicería judía. Lo conozco, dijo el doctor Cardoso, ¿a qué hora, señor Pereira? A la una, si le parece bien. Perfecto, respondió el doctor Cardoso, a la una, hasta luego. Pereira estaba seguro de que Celeste había escuchado toda la conversación, pero no le importó en exceso, no había dicho nada por lo que tuviera que estar atemorizado. Continuó traduciendo el primer capítulo de la novela de Bernanos y esta vez dejó el teléfono descolgado, sostiene. Trabajó hasta la una menos cuarto, se puso la chaqueta, se metió la corbata en el bolsillo y salió.
Cuando entró en el Café Orquídea el doctor Cardoso todavía no había llegado. Pereira hizo que les prepararan la mesa cercana al ventilador y se sentó. Pidió como aperitivo una limonada, porque tenía sed, pero sin azúcar. Cuando el camarero volvió con la limonada Pereira le preguntó: ¿Qué noticias hay, Manuel? Noticias contradictorias, respondió el camarero, parece que ahora hay cierto equilibrio en España, los nacionales han conquistado el norte, pero los republicanos vencen en el centro, parece que la decimoquinta brigada internacional se ha comportado valerosamente en Zaragoza, el centro está en manos de la república y los italianos que apoyan a Franco están actuando de manera vergonzosa. ¿A favor de quién está usted, Manuel? A veces de unos, a veces de los otros, respondió el camarero, porque los dos bandos son fuertes, pero esa historia de nuestros chicos de la Viriato que han ido a combatir contra los republicanos no me gusta, en el fondo nosotros también somos una república, expulsamos al rey en mil novecientos diez, no veo por qué motivo se combate contra una república. Exacto, aprobó Pereira.
En ese momento entró el doctor Cardoso. Pereira lo había visto siempre con una bata blanca, y al verlo así, vestido normalmente, le pareció más joven, sostiene. El doctor Cardoso llevaba una camisa de rayas y una chaqueta clara y parecía un poco acalorado. El doctor Cardoso le sonrió y Pereira le devolvió la sonrisa. Se estrecharon las manos y el doctor Cardoso se sentó. Formidable, señor Pereira, dijo el doctor Cardoso, formidable, es verdaderamente un cuento bellísimo, no creía que Daudet tuviera tanta fuerza, he venido para felicitarle, lástima que no haya firmado usted la traducción, hubiera deseado ver su nombre entre paréntesis bajo el cuento.
Pereira le explicó pacientemente que lo había hecho por humildad, o mejor, por orgullo, porque no quería que los lectores descubrieran que toda aquella página la escribía él, que era su director, quería causar la impresión de que el periódico contaba con otros colaboradores, que era un periódico como Dios manda, en resumen: lo había hecho por el Lisboa.
Pidieron dos ensaladas de pescado. Pereira hubiera preferido una omelette a las finas hierbas, pero no tuvo el valor de pedirla delante del doctor Cardoso. Quizá su nuevo yo hegemónico ha ganado algunos puntos, murmuró el doctor Cardoso. ¿En qué sentido?, preguntó Pereira. En el sentido de que ha podido usted escribir «Viva Francia», dijo el doctor Cardoso, aunque haya sido por persona interpuesta. Ha sido una satisfacción, admitió Pereira, y luego, fingiendo estar informado, continuó: ¿Sabe usted que la decimoquinta brigada internacional lleva las de ganar en el centro de España?, parece que se ha comportado heroicamente en Zaragoza. No se haga demasiadas ilusiones, señor Pereira, replicó el doctor Cardoso, Mussolini ha enviado varios submarinos a Franco y los alemanes le apoyan con la aviación, los republicanos no lo conseguirán. Pero los soviéticos están con ellos, objetó Pereira, las brigadas internacionales, todos los pueblos que han confluido en España para ayudar a los republicanos… Yo no me haría demasiadas ilusiones, repitió el doctor Cardoso, quería decirle que he llegado a un acuerdo con la clínica de Saint-Malo, partiré dentro de quince días. No me deje, doctor Cardoso, hubiera querido decir Pereira, se lo ruego, no me deje. Pero en cambio dijo: No nos deje, doctor Cardoso, no abandone a nuestra gente, este país necesita a personas como usted. Por desgracia, la verdad es que no las necesita, respondió el doctor Cardoso, o por lo menos yo no necesito a este país, creo que será mejor que me vaya a Francia antes del desastre. ¿El desastre?, preguntó Pereira, ¿qué desastre? No lo sé, respondió el doctor Cardoso, espero algún desastre, un desastre general, pero no quiero preocuparle, señor Pereira, quizá esté usted elaborando su nuevo yo hegemónico y necesita tranquilidad, mientras tanto yo me marcho, por cierto, ¿cómo están sus chicos?, los chicos que ha conocido y que colaboran en su periódico. Sólo uno de ellos colabora conmigo, respondió Pereira, pero todavía no me ha hecho ni un artículo que sea publicable, imagínese, ayer me mandó uno sobre Maiakovski en el que conmemoraba la revolución soviética, no sé por qué continúo dándole dinero por artículos impublicables, tal vez porque tiene problemas, de eso estoy seguro, y esa chica que sale con él también, y yo soy su único punto de referencia. Usted los está ayudando, dijo el doctor Cardoso, ya me doy cuenta de ello, pero menos de lo que desearía hacer efectivamente, quizá si su nuevo yo hegemónico consigue asomar la cabeza, hará algo más, señor Pereira, perdóneme si soy demasiado sincero. Mire usted, doctor Cardoso, dijo Pereira, contraté a ese chico para hacer necrológicas anticipadas y efemérides, sólo me ha mandado artículos delirantes y revolucionarios, como si no supiera en qué país vivimos, le he dado siempre dinero de mi bolsillo, para que no fuera una carga para el periódico y porque era mejor no implicar al director, le he protegido, he escondido a su primo, que me parece un pobre hombre y que combate en las brigadas internacionales en España, ahora sigo enviándole dinero y él vaga por el Alentejo, ¿qué más puedo hacer? Podría reunirse con él, respondió con simplicidad el doctor Cardoso. ¿Reunirme con él?, exclamó Pereira, ¿seguirle por el Alentejo en sus desplazamientos clandestinos?, y además, ¿dónde reunirme con él, si ni siquiera sé dónde vive? Sin duda lo sabrá su novia, dijo el doctor Cardoso, estoy convencido de que su novia lo sabe pero no se lo dice porque no confía plenamente en usted, señor Pereira, pero usted tal vez podría ganarse su confianza, presentarse menos reservado, tiene usted un fuerte superego, señor Pereira, y ese superego está combatiendo con su nuevo yo hegemónico, está usted en conflicto consigo mismo en esa batalla que se está desarrollando en su alma, tendría que abandonar a su superego, tendría que dejar que se fuera a su destino como si fuera un desecho. ¿Y qué quedaría de mí?, preguntó Pereira, yo soy lo que soy, con mis recuerdos, con mi vida pasada, la memoria de Coimbra y de mi mujer, una vida transcurrida como cronista de un gran periódico, ¿qué quedaría de mí? La elaboración del luto, dijo el doctor Cardoso, es una expresión freudiana, perdóneme, soy sincrético, y he pescado un poco de aquí, otro poco de allá, pero usted necesita elaborar el luto, necesita decir adiós a su vida pasada, necesita vivir en el presente, un hombre no puede vivir como usted, señor Pereira, pensando sólo en el pasado. ¿Y mis recuerdos?, preguntó Pereira, ¿y todo lo que he vivido? Serían tan sólo memoria, respondió el doctor Cardoso, y no invadirían de forma tan avasalladora su presente, usted vive proyectado en el pasado, usted está aquí como si estuviera en Coimbra hace treinta años y su mujer estuviera viva todavía, si continúa así acabará convirtiéndose en una especie de fetichista de sus recuerdos, quizá se pondrá a hablar con la fotografía de su esposa. Pereira se limpió la boca con la servilleta, bajó el tono de voz y dijo: Ya lo hago, doctor Cardoso. El doctor Cardoso sonrió. Vi el retrato de su esposa en la habitación de la clínica, dijo y pensé: Este hombre habla mentalmente con el retrato de su mujer, todavía no ha elaborado el luto, es eso justamente lo que pensé, señor Pereira. En realidad, no hablo mentalmente con él, añadió Pereira, le hablo en voz alta, le cuento todas mis cosas, y es como si el retrato me contestase. Son fantasías dictadas por su superego, dijo el doctor Cardoso, tendría que hablar con alguien de todas estas cosas. Pero no tengo a nadie con quien hablar, confesó Pereira, estoy solo, tengo un amigo que es profesor de la Universidad de Coimbra, fui a encontrarme con él a las termas de Buçaco y me marché al día siguiente porque no lo soportaba, los profesores de universidad están todos a favor de la actual situación política y él no es una excepción, y está también mi director, pero participa en todos los actos oficiales con el brazo tendido como una jabalina, imagínese si puedo hablar con él, y después está la portera de la redacción, Celeste, es una confidente de la policía, y ahora me hace de centralita, y estaría además Monteiro Rossi, pero se halla en la clandestinidad. ¿Monteiro Rossi es el chico al que ha conocido?, preguntó el doctor Cardoso. Es mi ayudante, respondió Pereira, el joven que me escribe los artículos que no puedo publicar. Pues búsquelo, replicó el doctor Cardoso, como ya le he dicho antes, búsquelo, señor Pereira, él es joven, es el futuro, usted necesita tratar con un joven, aunque escriba artículos que no pueden publicarse en su periódico, deje ya de frecuentar el pasado, frecuente el futuro. ¡Qué expresión más hermosa!, dijo Pereira, frecuentar el futuro, qué expresión más hermosa, no se me habría ocurrido nunca. Pereira pidió una limonada sin azúcar y continuó: Por último, queda usted, doctor Cardoso, con quien me gusta mucho hablar y con quien hablaría gustosamente en el futuro, pero usted me deja, usted me deja, me deja aquí con mi soledad, y no tengo a nadie más que el retrato de mi esposa, ¿comprende? El doctor Cardoso se bebió el café que Manuel le había llevado. Puedo hablar con usted en Saint-Malo si viene a verme, señor Pereira, dijo el doctor Cardoso, ¿quién ha dicho que este país está hecho para usted?, y además está lleno de recuerdos, intente tirar por el desagüe su superego y déle espacio a su nuevo yo hegemónico, tal vez podamos vernos en otras ocasiones y usted sea ya un hombre distinto.
El doctor Cardoso insistió en pagar la comida y Pereira aceptó de buen grado, sostiene, porque con aquellos dos billetes que había entregado a Marta la tarde anterior su cartera se había quedado más bien vacía. El doctor Cardoso se levantó y se despidió. Hasta pronto, señor Pereira, dijo, espero volver a verle en Francia o en otro país de este vasto mundo y, se lo pido de nuevo, déle espacio a su yo hegemónico, déjelo ser, necesita nacer, necesita afirmarse.
Pereira se levantó y se despidió. Le vio alejarse y sintió una gran nostalgia, como si aquella despedida fuera definitiva. Pensó en la semana transcurrida en la clínica talasoterápica de Parede, en sus conversaciones con el doctor Cardoso, en su soledad. Y cuando el doctor Cardoso salió por la puerta y desapareció en la calle se sintió solo, verdaderamente solo, y pensó que cuando se está verdaderamente solo es el momento de medirse con el yo hegemónico que quiere imponerse en la cohorte de las almas. Y aunque pensó en todo ello no se sintió tranquilo, sintió en cambio una gran nostalgia, no sabría decir de qué, pero era una gran nostalgia de una vida pasada y de una vida futura, sostiene Pereira.