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Y, a pesar de todo, Pereira le invitó a comer, sostiene, y escogió un restaurante del Rossio. Le pareció la elección más adecuada para ellos, porque en el fondo eran dos intelectuales y aquél era el café y el restaurante de los literatos, en los años veinte había sido famoso, en sus mesas habían nacido las revistas de vanguardia, en resumen, que allí iban todos, y quizá alguno siguiera yendo todavía.

Bajaron en silencio por la Avenida da Liberdade y llegaron al Rossio. Pereira escogió una mesa en el interior, porque fuera, bajo el toldo, hacía demasiado calor. Miró a su alrededor, pero no vio a ningún literato, sostiene. Los literatos están todos de vacaciones, dijo para romper el silencio, tal vez estén veraneando, algunos en la playa, otros en el campo, en la ciudad sólo quedamos nosotros. Quizá simplemente estén en su casa, respondió Monteiro Rossi, no deben de tener muchas ganas de salir por ahí, con los tiempos que corren. Pereira sintió una cierta melancolía, sostiene, pensando en aquella frase.

Comprendió que estaban solos, que no había nadie cerca con quien poder compartir su angustia, en el restaurante había dos señoras con sombrerito y cuatro hombres de aspecto siniestro en una esquina. Pereira eligió una mesa aislada, se colocó la servilleta en el cuello de la camisa, como hacía siempre, y pidió vino blanco. Me apetece tomarme un aperitivo, explicó a Monteiro Rossi, normalmente no tomo alcohol, pero ahora necesito un aperitivo. Monteiro Rossi pidió una cerveza de barril y Pereira le preguntó si no le gustaba el vino blanco. Prefiero la cerveza, respondió Monteiro Rossi, está más fresca y es más ligera, y además no entiendo de vinos. Pues es una pena, susurró Pereira, si quiere usted convertirse en un buen crítico debe refinar sus gustos, debe cultivarse, debe aprender a conocer los vinos, la gastronomía, el mundo. Y después añadió: Y la literatura. Y en ese momento Monteiro Rossi musitó: Tendría que confesarle una cosa, pero no me atrevo. Pues dígamela, dijo Pereira, haré como que no me entero. Más tarde, dijo Monteiro Rossi.

Pereira pidió una dorada a la plancha, sostiene, y Monteiro Rossi un gazpacho y después arroz a la marinera. El arroz llegó en una enorme cazuela de barro, de la que Monteiro Rossi se sirvió tres veces, se lo comió todo, y eso que era una ración enorme. Y después se echó para atrás el mechón de pelo que le caía sobre la frente y dijo: Me comería un helado, o quizá simplemente un sorbete de limón. Pereira calculó mentalmente lo que le iba a costar aquella comida y llegó a la conclusión de que buena parte de su sueldo semanal se le iba a ir en aquel restaurante en donde había creído que iba a encontrarse con los literatos de Lisboa y donde, en cambio, no había más que dos viejecitas con sombrerito y cuatro figuras siniestras en una mesa de una esquina. Empezó a sudar otra vez y se quitó la servilleta del cuello de la camisa, pidió agua mineral helada y un café, después, fijando su mirada en los ojos de Monteiro Rossi, le dijo: Y ahora confiéseme eso que quería confesarme antes de comer. Sostiene Pereira que Monteiro Rossi se puso a mirar al techo, luego le miró y esquivó su mirada, después tosió y enrojeció como un niño, y respondió: Me siento un poco incómodo, perdóneme. No hay nada de lo que avergonzarse en este mundo, dijo Pereira, salvo de haber robado o haber deshonrado al padre o a la madre. Monteiro Rossi se secó la boca con la servilleta como si quisiera impedir que las palabras salieran, se echó para atrás el mechón de pelo de la frente y dijo: No sé cómo decírselo, ya sé que usted exige profesionalidad, que yo debería pensar con el cerebro, pero el hecho es que he preferido seguir otras razones. Explíquese mejor, le instó Pereira. Bueno, balbuceó Monteiro Rossi, verá, la verdad es que… la verdad es que seguí las razones del corazón, quizá no hubiera debido, quizá ni siquiera lo quisiera, pero fue más fuerte que yo, le juro que habría sido capaz de escribir una necrológica sobre García Lorca con las razones de la inteligencia, pero fue más fuerte que yo. Se secó otra vez la boca con la servilleta y añadió: Y además estoy enamorado de Marta. Y eso ¿qué tiene que ver?, objetó Pereira. No lo sé, respondió Monteiro Rossi, quizá nada, pero eso también es una razón del corazón, ¿no le parece?, a su modo, eso es también un problema. El problema es que usted no debería meterse en problemas que son más grandes que usted, hubiera querido responder Pereira. El problema es que el mundo es un problema y seguramente no seremos ni usted ni yo quienes lo resolvamos, hubiera querido decirle Pereira. El problema es que es usted joven, demasiado joven, podría ser mi hijo, hubiera querido decirle Pereira, pero no me gusta que usted me tome por su padre, yo no estoy aquí para resolver sus contradicciones. El problema es que entre nosotros ha de haber una relación correcta y profesional, hubiera querido decirle Pereira, y que debe usted aprender a escribir, porque, de otro modo, si escribe con las razones del corazón, va usted a tropezarse con grandes complicaciones, se lo puedo asegurar.

Pero no dijo nada de todo eso. Encendió un cigarro, se secó con la servilleta el sudor que le bajaba por la frente, se desabrochó el primer botón de la camisa y dijo: Las razones del corazón son las más importantes, es necesario seguir siempre las razones del corazón, esto no lo dicen los diez mandamientos, pero se lo digo yo, de todos modos hay que tener los ojos muy abiertos, a pesar de todo, corazón, sí, estoy de acuerdo, pero también ojos bien abiertos, querido Monteiro Rossi, y con esto ha terminado nuestro almuerzo, en los próximos tres o cuatro días no me llame, le dejo todo este tiempo para reflexionar y para hacer una cosa como Dios manda, pero como Dios manda, ¿de acuerdo?, llámeme el próximo sábado a la redacción, hacia las doce del mediodía.

Pereira se levantó y le dio la mano diciéndole adiós. ¿Por qué le dijo esas cosas cuando hubiera querido recriminarle, incluso despedirle? Pereira no sabe decirlo. ¿Tal vez porque el restaurante estaba desierto, porque no había visto a ningún literato, porque se sentía solo en aquella ciudad y tenía necesidad de un cómplice y de un amigo? Quizá por estas razones y por otras más que no sabe explicar. Es difícil tener convicciones precisas cuando se habla de las razones del corazón, sostiene Pereira.

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