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La chica que llegó, sostiene Pereira, llevaba un sombrero de punto. Era muy bella, de tez clara, con los ojos verdes y los brazos torneados. Llevaba un vestido de tirantes que se entrecruzaban detrás de la espalda y que resaltaban sus hombros dulces y bien formados.

Ésta es Marta, dijo Monteiro Rossi, Marta, te presento al señor Pereira del Lisboa, me ha contratado esta noche, desde ahora soy periodista, como ves, he encontrado trabajo. Y ella dijo: Mucho gusto, Marta. Y después, volviéndose hacia Monteiro Rossi, le dijo: Quién sabe por qué he venido a una fiesta como ésta, pero ya que estoy aquí, ¿por qué no me sacas a bailar, tontorrón mío, que la música nos reclama y hace una noche magnífica?

Pereira se quedó solo en la mesa, sostiene, pidió otra limonada y se la fue bebiendo a pequeños sorbos mientras veía cómo los dos chicos bailaban lentamente, mejilla contra mejilla. Sostiene Pereira que en aquel momento pensó una vez más en su vida pasada, en los hijos que nunca había tenido, pero sobre este tema no desea efectuar ulteriores declaraciones. Después del baile, los chicos volvieron a sentarse a la mesa y Marta, como quien no quiere la cosa, dijo: Hoy he comprado el Lisboa, es una pena que no hable del alentejano a quien la policía asesinó sobre su carreta, habla de un yate americano, no es una noticia interesante, me parece. Y Pereira, que sintió una injustificada sensación de culpa, respondió: El director está de vacaciones, está en las termas, yo me ocupo sólo de la página cultural, porque verá, el Lisboa tendrá desde la semana que viene una página cultural, la dirijo yo.

Marta se quitó el sombrero y lo dejó sobre la mesa. Del sombrero salió una cascada de cabellos castaños con reflejos pelirrojos, sostiene Pereira, parecía tener algún año más que su compañero, veintiséis o veintisiete años quizá, de modo que le preguntó: Y usted ¿a qué se dedica? Escribo cartas comerciales para una empresa de exportación e importación, respondió Marta, trabajo sólo por las mañanas, así que por la tarde puedo leer, pasear y ver de vez en cuando a Monteiro Rossi. Pereira sostiene que le pareció extraño que ella llamara al joven Monteiro Rossi por sus apellidos, como si fueran solamente colegas de trabajo, de todas formas no objetó nada y cambiando de tema dijo, por decir algo: Pensaba que era usted de las juventudes salazaristas. ¿Y usted?, replicó Marta. Bueno, dijo Pereira, mi juventud hace ya bastante que se esfumó, en lo que se refiere a la política, aparte de que no me interesa mucho, no me gustan las personas fanáticas, me parece que el mundo está lleno de fanáticos. Hay que distinguir entre fanatismo y fe, respondió Marta, porque uno puede tener ideales, por ejemplo que los hombres sean libres e iguales, e incluso hermanos; perdóneme, pero en el fondo me estoy limitando a recordar la revolución francesa, ¿cree usted en la revolución francesa? Teóricamente sí, respondió Pereira; y se arrepintió de ese teóricamente, porque hubiera querido decir: En la práctica, sí; pero en el fondo había dicho lo que pensaba. Y en aquel momento los viejecitos de la viola y la guitarra comenzaron a tocar un vals en fa, y Marta dijo: Señor Pereira, me gustaría bailar este vals con usted. Pereira se levantó, sostiene, le ofreció el brazo y la condujo hasta la pista de baile. Y bailó aquel vals casi con arrobamiento, como si su tripa y toda su carne hubieran desaparecido como por encanto. Y mientras tanto miraba al cielo por encima de los farolillos coloreados de la Praça da Alegria, y se sintió minúsculo, confundido con el universo. Hay un hombre obeso y entrado en años que baila con una joven en una plaza cualquiera del universo, pensó, y entretanto los astros giran, el universo está en movimiento, y tal vez alguien nos esté mirando desde un observatorio infinito. Después volvieron a su mesa y Pereira, sostiene, pensaba: ¿Por qué no habré tenido hijos? Pidió otra limonada, esperando que le sentara bien, porque aquella tarde, con aquel calor atroz, había tenido problemas con sus intestinos. Y mientras tanto Marta charlaba con total desenvoltura, y decía: Monteiro Rossi me ha hablado de su proyecto periodístico, me parece una buena idea, hay un montón de escritores que ya es hora de que desaparezcan, por suerte ese insoportable Rapagnetta que se hacía llamar D'Annunzio nos dejó hace algunos meses, pero está también esa beatona de Claudel, ya basta de Claudel, ¿no le parece?, y claro, su periódico, que me parece de tendencia católica, tendría mucho gusto en hablar de él, y después está ese truhán de Marinetti, qué odioso personaje, después de haber cantado a la guerra y a los obuses, se ha unido a los camisas negras de Mussolini, sería una bendición que él también nos dejara. Pereira empezó a sudar ligeramente, sostiene, y susurró: Señorita, baje la voz, no sé si es consciente del lugar en el que nos hallamos. Y entonces Marta se volvió a poner el sombrero y dijo: Bueno, ya estoy harta de este sitio, me está poniendo nerviosa, verá como dentro de poco empezarán a entonar marchas militares, es mejor que le deje con Monteiro Rossi, seguro que tendrán cosas de que hablar, mientras tanto me voy a acercar al Tajo, necesito respirar aire fresco, buenas noches, hasta pronto.

Sostiene Pereira que se sintió más aliviado, acabó su limonada y tuvo la tentación de pedir otra, pero estaba indeciso, porque no sabía cuánto tiempo más querría quedarse Monteiro Rossi. De modo que preguntó: ¿Qué le parece si tomamos algo más de beber? Monteiro Rossi aceptó, dijo que tenía toda la noche a su disposición y que tenía ganas de hablar de literatura, tenía tan pocas ocasiones para ello, habitualmente hablaba de filosofía, la gente que conocía se ocupaba exclusivamente de filosofía. Y en ese momento a Pereira le vino a la cabeza una frase que le decía siempre su tío, que era un escritor fracasado, y la repitió. Dijo: La filosofía parece ocuparse sólo de la verdad, pero quizá no diga más que fantasías, y la literatura parece ocuparse sólo de fantasías, pero quizá diga la verdad. Monteiro Rossi sonrió y dijo que le parecía una buena definición para ambas disciplinas. De modo que Pereira le preguntó: ¿Y qué opina de Bernanos? Monteiro Rossi pareció un poco desorientado al principio, y preguntó: ¿El escritor católico? Pereira asintió con un gesto de la cabeza y Monteiro Rossi dijo en voz baja: Escuche, señor Pereira, yo, como le he dicho hoy por teléfono, no es que piense mucho en la muerte y tampoco pienso demasiado en el catolicismo, sabe, mi padre era ingeniero naval, era un hombre práctico, que creía en el progreso y en la técnica, me dio una educación de ese tipo, era italiano, es verdad, pero quizá me educara un poco a la inglesa, con una visión pragmática de la realidad; la literatura me gusta, pero quizá nuestros gustos no coincidan, por lo menos en lo que se refiere a ciertos escritores, pero tengo mucha necesidad de trabajar, y estoy dispuesto a escribir necrológicas anticipadas de todos los escritores que usted desee, mejor dicho, que desee la dirección de su periódico. Fue entonces cuando Pereira, sostiene Pereira, tuvo un arranque de orgullo. Le pareció impertinente que aquel jovenzuelo pretendiera darle una lección de ética profesional, en suma, le encontró arrogante. Y entonces decidió adoptar él también un tono arrogante y respondió: Yo no dependo de mi director en mis gustos literarios, la página cultural la dirijo yo y yo elijo a los escritores que me interesan, por ello he decidido confiarle esta tarea y le dejo campo libre, he querido sugerirle Bernanos y Mauriac porque me gustan, pero no he pretendido imponerle nada, decida usted, haga lo que le parezca. Sostiene Pereira que inmediatamente se arrepintió de exponerse tanto, de arriesgarse de aquella manera ante el director dejando vía libre a aquel jovenzuelo al que no conocía y que le había confesado con candidez que había copiado su tesina. Por un instante se sintió en una trampa, comprendió que se había metido en una situación estúpida él sólito. Pero por fortuna Monteiro Rossi retomó la conversación y empezó a hablar de Bernanos, al que aparentemente conocía bastante bien. Y después dijo: Bernanos es un hombre valiente, no tiene miedo de hablar de las profundidades de su alma. Y ante aquella palabra, alma, Pereira se sintió renacer, sostiene, fue como si un bálsamo le hubiera aliviado de una enfermedad, de modo que preguntó, un poco estúpidamente: ¿Usted cree en la resurrección de la carne? No he pensado nunca en ello, respondió Monteiro Rossi, no es un problema que me interese, le aseguro que no es un problema que me interese, podría acercarme mañana a la redacción, le podría hacer una necrológica anticipada de Bernanos, pero francamente preferiría un elogio fúnebre de García Lorca. Claro, dijo Pereira, la redacción soy yo, estoy en Rua Rodrigo da Fonseca número sesenta y seis, cerca de la Alexandre Herculano, a dos pasos de la carnicería judía, si se encuentra a la portera en la escalera no se asuste, es una bruja, dígale que tiene una cita con el señor Pereira, y no hable demasiado con ella, debe de ser una confidente de la policía.

Pereira sostiene que no sabe por qué dijo aquello, quizá simplemente porque detestaba a la portera y a la policía salazarista, el hecho es que le salió así, pero no fue por crear una complicidad ficticia con aquel jovenzuelo a quien aún no conocía; no fue por eso, el motivo exacto no lo sabe, sostiene Pereira.

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