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Aquel sábado por la mañana, a las doce en punto, sostiene Pereira, sonó el teléfono. Aquel día Pereira no se había llevado a la redacción su pan con tortilla, por un lado porque intentaba saltarse de vez en cuando una comida, como le había aconsejado el cardiólogo, por otro, porque, si no resistía el hambre, le quedaba el recurso de tomarse una omelette en el Café Orquídea.

Buenos días, señor Pereira, dijo la voz de Monteiro Rossi, soy Monteiro Rossi. Estaba esperando su llamada, dijo Pereira, ¿dónde se encuentra usted? Estoy fuera de la ciudad, dijo Monteiro Rossi. Perdone, insistió Pereira, está fuera de la ciudad, pero ¿dónde? Fuera de la ciudad, respondió Monteiro Rossi. Pereira sintió una ligera irritación, sostiene, por aquella manera de hablar tan cautelosa y formal. Hubiera deseado de Monteiro Rossi una mayor cordialidad y también una mayor gratitud, pero contuvo su irritación y dijo: Le he mandado algún dinero a su apartado de correos. Gracias, dijo Monteiro Rossi, pasaré a recogerlo. Y no añadió nada más. Entonces Pereira le preguntó: ¿Cuándo tiene intención de venir por la redacción?, quizá sería oportuno que hablásemos personalmente. No sé cuándo me será posible pasar por allí, replicó Monteiro Rossi, la verdad es que le estaba escribiendo precisamente una nota para que fijáramos una cita en un sitio cualquiera, pero, si es posible, que no sea en la redacción. Fue entonces cuando a Pereira le pareció entender que había algo que no andaba bien, sostiene, y bajando la voz, como si alguien, además de Monteiro Rossi, pudiera oírle, preguntó: ¿Tiene usted algún problema? Monteiro Rossi no contestó y Pereira pensó que no le había entendido. ¿Tiene usted algún problema?, repitió Pereira. En cierto sentido, sí, dijo la voz de Monteiro Rossi, pero lo mejor es que no hablemos de ello por teléfono, ahora mismo le escribo una nota para que fijemos una cita a mediados de semana, en efecto, tengo necesidad de usted, señor Pereira, de su ayuda, pero se lo diré personalmente, y ahora, si me disculpa, estoy llamando desde un lugar incómodo y tengo que colgar, tenga usted paciencia, señor Pereira, ya hablaremos en persona, hasta pronto.

El teléfono hizo clic y Pereira colgó a su vez. Se sentía inquieto, sostiene. Meditó sobre lo que debía hacer y tomó unas cuantas decisiones. En primer lugar, bajaría a tomar una limonada al Café Orquídea y después aprovecharía para comerse una omelette. Después, por la tarde, cogería un tren para Coimbra e iría a las termas de Buçaco. Claro está, se iba a encontrar con su director, era inevitable, y Pereira no tenía ningunas ganas de hablar con él, pero tendría una buena excusa para no permanecer en su compañía, porque en las termas estaba su amigo Silva, que pasaba allí las vacaciones y quien le había invitado repetidas veces. Silva era un antiguo compañero de clase de Coimbra, ahora enseñaba literatura en la universidad de aquella ciudad, era un hombre culto, sensato, tranquilo y soltero, sería un placer pasar dos o tres días con él. Y además bebería el agua benéfica de las termas, pasearía por el parque y tal vez pudiera tomar algunas inhalaciones, porque su respiración era penosa, especialmente cuando subía las escaleras tenía que respirar con la boca abierta.

Dejó una nota pegada a la puerta: «Volveré a mediados de semana, Pereira.» Por suerte no se encontró con la portera en la escalera y eso le confortó. Salió a la luz deslumbrante del día y se dirigió al Café Orquídea. Cuando pasaba por delante de la carnicería judía vio una aglomeración de gente y se detuvo. Advirtió que el escaparate estaba destrozado y que la pared estaba cubierta de pintadas que el carnicero estaba borrando con pintura blanca. Atravesó el grupo de gente y se acercó al carnicero, le conocía bien, era el joven Mayer, había conocido también a su padre, con quien iba a menudo a tomar una limonada a los cafés del paseo que bordeaba el río. Después el viejo Mayer había muerto y había dejado la carnicería a su hijo David, un chicarrón corpulento, con una barriga prominente a pesar de su joven edad, y aspecto jovial. David, preguntó Pereira acercándose, ¿qué ha ocurrido? Ya lo ve usted, señor Pereira, respondió David secándose con su delantal de carnicero las manos manchadas de pintura, vivimos en un mundo de vándalos, ha sido obra de vándalos. ¿Ha llamado a la policía?, preguntó Pereira. ¡Menuda ocurrencia!, exclamó David, ¡menuda ocurrencia! Y se puso de nuevo a borrar las pintadas con pintura blanca. Pereira se dirigió hacia el Café Orquídea y se sentó dentro, delante del ventilador. Pidió una limonada y se quitó la chaqueta. ¿Ha oído lo que está pasando, señor Pereira? Pereira abrió los ojos e interpeló: ¿La carnicería judía? Pero ¿de qué carnicería judía habla?, respondió Manuel mientras se iba, hay cosas peores.

Pereira pidió una omelette a las finas hierbas y se la comió con calma. El Lisboa no saldría hasta las cinco de la tarde, y él no tendría tiempo de leerlo porque se encontraría en el tren para Coimbra. Quizá pudiera hacer que le consiguieran un periódico de la mañana, pero dudaba de que los periódicos portugueses hablaran de los acontecimientos a los que se refería el camarero. Simplemente, las voces corrían, iban de boca en boca, para estar informados había que preguntar en los cafés, escuchar las charlas, era la única manera para estar al corriente, o bien comprar algún periódico extranjero a los vendedores de la Rua do Ouro, pero los periódicos extranjeros, cuando llegaban, llegaban con dos o tres días de retraso, era inútil buscar un periódico extranjero, lo mejor era preguntar. Pero Pereira no tenía ganas de preguntar a nadie, quería sencillamente marcharse a las termas, disfrutar de unos días de tranquilidad, hablar con su amigo el profesor Silva y no pensar en los males del mundo. Pidió otra limonada, hizo que le trajeran la cuenta, salió, se dirigió a la central de Correos y mandó dos telegramas, uno al hotel de las termas para reservar una habitación y otro a su amigo Silva. «Llego a Coimbra con el tren de la noche. Stop. Si puedes ir a recogerme en coche, te lo agradecería. Stop. Un abrazo. Pereira.»

Después se dirigió a su casa para hacer la maleta. Pensó que el billete lo sacaría directamente en la estación, total, tenía todo el tiempo del mundo, sostiene.

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