Sostiene Pereira que a las nueve de la mañana bajó la escalera que conduce a la playa de la clínica. En la escollera que bordeaba la playa habían sido excavadas dos enormes piscinas de roca en las que las olas del mar entraban continuamente. Las piscinas estaban llenas de algas largas, brillantes y gruesas que formaban un estrato compacto a ras de agua, y algunas personas chapoteaban dentro. Junto a las piscinas surgían dos casetas de madera pintadas de azul: los vestuarios. Pereira vio al doctor Cardoso que vigilaba a los pacientes sumergidos en las piscinas y les daba instrucciones sobre el modo de moverse. Pereira se le acercó y le dio los buenos días. Se sentía de buen humor, sostiene, y le habían entrado ganas de introducirse en aquellas piscinas, aunque en la playa hacía frío y quizá la temperatura del agua no era la ideal para un baño. Le pidió al doctor Cardoso que le proporcionara un traje de baño, porque él se había olvidado de llevarlo consigo, se justificó, y le dijo que si podría encontrarle uno de los antiguos, de esos que cubren el vientre y parte del pecho. El doctor Cardoso sacudió la cabeza. Lo siento, señor Pereira, dijo, pero tendrá que vencer su pudor, el efecto beneficioso de las algas se produce sobre todo por el contacto con la epidermis y es necesario que froten el vientre y el pecho, tendrá que ponerse un bañador corto, unos calzones. Pereira se resignó y entró en el vestuario. Dejó sus pantalones y su camisa de color caqui en el guardarropa y salió. El aire era verdaderamente frío pero tonificante. Pereira probó el agua con un pie, pero no estaba tan gélida como esperaba. Entró en el agua con cautela, sintiendo una ligera repugnancia por todas aquellas algas que se pegaban a su cuerpo. El doctor Cardoso se acercó al borde de la piscina y empezó a darle instrucciones. Mueva los brazos como si hiciera ejercicios gimnásticos, le dijo, y masajéese con las algas el vientre y el pecho. Pereira siguió atentamente las instrucciones hasta que notó que empezaba a jadear. Entonces se detuvo, con el agua hasta el cuello, y se puso a mover las manos, lentamente. ¿Cómo ha dormido esta noche?, le preguntó el doctor Cardoso. Bien, respondió Pereira, pero he leído hasta tarde, traje conmigo un libro de Alphonse Daudet, ¿le gusta Daudet? Lo conozco mal, confesó el doctor Cardoso. He pensado en traducir un relato de los Cantes du lundi, me gustaría publicarlo en el Lisboa, dijo Pereira. Cuéntemelo, dijo el doctor Cardoso. Verá, dijo Pereira, se llama La dernière classe, habla de un maestro de un pueblo francés en Alsacia, sus alumnos son hijos de campesinos, pobres muchachos que tienen que trabajar en el campo y que faltan a sus clases y el maestro está desesperado. Pereira dio unos pasos adelante para que el agua no le entrara en la boca. Y, en fin, continuó, se llega al último día de escuela, la guerra franco-prusiana ha terminado, el maestro aguarda sin esperanza que llegue algún alumno y, en cambio, llegan todos los hombres de aquel pueblo, los campesinos, los viejos del lugar, que vienen a rendir homenaje al maestro francés que ha de partir, porque saben que al día siguiente su tierra será ocupada por los alemanes, entonces el maestro escribe en la pizarra «Viva Francia», y se marcha así, con lágrimas en los ojos, dejando en el aula una gran conmoción. Pereira se quitó dos largas algas de los brazos y preguntó: ¿Qué le parece, doctor Cardoso? Hermoso, respondió el doctor Cardoso, pero no sé si hoy en Portugal será bien recibido leer «Viva Francia», vistos los tiempos que corren, quién sabe si no estará dándole espacio a su nuevo yo hegemónico, señor Pereira, me parece estar entreviendo un nuevo yo hegemónico. Pero ¿qué dice, doctor Cardoso?, dijo Pereira, sólo es un cuento decimonónico, es agua pasada. Sí, dijo el doctor Cardoso, pero incluso así sigue siendo un cuento contra Alemania, y Alemania es intocable en un país como el nuestro, ¿ha visto cómo nos han impuesto el saludo en las celebraciones oficiales?, saludan todos con el brazo en alto, como los nazis. Ya veremos, dijo Pereira, de todos modos el Lisboa es un periódico independiente. Y después preguntó: ¿Puedo salir? Diez minutos más, replicó el doctor Cardoso, ya que está aquí, quédese y cumpla con el tiempo de la terapia, pero perdóneme, ¿qué significa para usted ser un periódico independiente en Portugal? Un periódico que no está vinculado a ningún movimiento político, respondió Pereira. Puede ser, dijo el doctor Cardoso, pero el director de su periódico, querido señor Pereira, es un personaje del régimen, aparece en todas las ceremonias oficiales y cómo alza el brazo, parece que quiera lanzarlo como una jabalina. Eso es cierto, admitió Pereira, pero en el fondo no es mala persona, y por lo que respecta a la página cultural me ha conferido plenos poderes. Eso es muy cómodo, objetó el doctor Cardoso, total, existe la censura preventiva, cada día, antes de salir, las pruebas de su periódico tienen que pasar el imprimátur de la censura preventiva, y si hay algo que no funciona estése tranquilo que no será publicado, a lo mejor dejan un espacio en blanco, eso ya me ha ocurrido, ver periódicos portugueses con grandes espacios en blanco, da mucha rabia y una profunda melancolía. Lo entiendo, dijo Pereira, yo también los he visto, pero al Lisboa todavía no le ha sucedido. Puede suceder, replicó en tono bromista el doctor Cardoso, eso dependerá del yo hegemónico que tome el timón de su confederación de almas. Y después añadió: ¿Sabe lo que le digo, señor Pereira?, si quiere usted ayudar a ese yo hegemónico que está asomando la cabeza, tal vez debería marcharse a otro sitio, abandonar este país, creo que tendrá menos conflictos consigo mismo, al fin y al cabo usted puede hacerlo, es un profesional serio, habla bien el francés, está viudo, no tiene hijos, ¿qué le ata a este país? Una vida pasada, respondió Pereira, la nostalgia, y usted, doctor Cardoso, ¿por qué no vuelve a Francia?, allí estudió y es de formación francesa. No lo descarto, respondió el doctor Cardoso, tengo contactos con una clínica talasoterápica de Saint-Malo, puede que me decida de un momento a otro. ¿Puedo salir ahora?, preguntó Pereira. Ha pasado el tiempo sin que nos diéramos cuenta, dijo el doctor Cardoso, ha estado en la terapia quince minutos más de los necesarios, vaya, vaya a vestirse, ¿qué me dice, comemos juntos? Con mucho gusto, asintió Pereira.
Aquel día Pereira comió acompañado por el doctor Cardoso, sostiene, y, aconsejado por éste, comió una pescadilla hervida. Hablaron de literatura, de Maupassant y de Daudet, y de Francia, que era un gran país. Y después Pereira se retiró a su habitación, donde reposó un cuarto de hora, sólo se adormiló, y luego se puso a contemplar las franjas de luz y de sombra de las persianas en el techo. A media tarde se levantó, se duchó, se vistió de nuevo, se puso su corbata negra y se sentó ante el retrato de su esposa. Me he encontrado con un médico inteligente, le dijo, se llama Cardoso, estudió en Francia, me ha explicado una teoría suya sobre el alma humana, mejor dicho, es una teoría filosófica francesa, por lo visto en nuestro interior hay una confederación de almas y cada cierto tiempo hay un yo hegemónico que toma las riendas de la confederación, el doctor Cardoso sostiene que estoy cambiando mi yo hegemónico, de la misma forma que las serpientes cambian de piel, y que este yo hegemónico cambiará mi vida, no sé hasta qué punto es cierto todo esto y, a decir verdad, no estoy muy convencido, en fin, qué le vamos a hacer, ya veremos.
Después se sentó a la mesa y empezó a traducir La última lección de Daudet. Se había llevado su Larousse, que le fue muy útil. Pero tradujo sólo una página, porque quería hacerlo con calma y porque aquel cuento le hacía compañía. Y, en efecto, durante toda la semana que Pereira permaneció en la clínica talasoterápica, pasó todas las tardes traduciendo el relato de Daudet, sostiene. Fue una semana estupenda, de dieta, terapia y reposo, animada por la presencia del doctor Cardoso, con quien mantuvo siempre conversaciones vivaces e interesantes, sobre todo de literatura. Fue una semana que pasó volando, el sábado apareció la primera entrega de Honorine de Balzac en el Lisboa y el doctor Cardoso le felicitó. El director no le llamó, lo que significaba que en el periódico todo marchaba bien. Ni siquiera Monteiro Rossi dio señales de vida, como tampoco Marta. En esos últimos días Pereira ya casi no pensaba en ellos. Y cuando abandonó la clínica para tomar el tren hacia Lisboa, se sentía tonificado y en forma, y había adelgazado cuatro kilos, sostiene Pereira.