Regresó a Lisboa y buena parte de agosto transcurrió como si nada, sostiene Pereira. Su asistenta todavía no había regresado, encontró una postal de Setúbal en su buzón que decía: «Volveré a mediados de septiembre porque mi hermana tiene que operarse de varices, muchos saludos, Piedade.»
Pereira tomó de nuevo posesión de su apartamento. Por suerte, el tiempo había cambiado y no hacía mucho calor. Por la tarde se levantaba una impetuosa brisa atlántica que obligaba a ponerse la chaqueta. Volvió a la redacción y no encontró novedades. La portera ya no le torcía el gesto y le saludaba con mayor cordialidad, aunque en el rellano continuaba flotando un terrible olor a frito. El correo era escaso. Encontró el recibo de la luz y lo envío a la redacción. También había una carta que venía de Chaves, de una señora cincuentona que escribía cuentos infantiles y que ofrecía uno de ellos para el Lisboa. Era un cuento de hadas y elfos, que nada tenía que ver con Portugal y que la señora debía de haber copiado de algún relato irlandés. Pereira le escribió una amable carta, invitándola a inspirarse en el folklore portugués porque, le dijo, el Lisboa se dirigía a lectores portugueses, no a lectores anglosajones. Hacia finales de mes llegó una carta procedente de España. Iba dirigida a Monteiro Rossi, en el destinatario decía en español: A la atención del señor Monteiro Rossi, y debajo: Señor Pereira, Rua Rodrigo de Fonseca, 66, Lisboa, Portugal. Pereira sintió la tentación de abrirla. Casi se había olvidado de Monteiro Rossi o, por lo menos, eso creía, y le pareció increíble que aquel joven se hiciera mandar correspondencia a la redacción cultural del Lisboa. Después la puso en la carpeta de «Necrológicas» sin abrirla. Por las mañanas almorzaba en el Café Orquídea, pero ya no tomaba omelettes a las finas hierbas porque el doctor Cardoso se las había prohibido, y tampoco bebía limonadas, tomaba ensalada de pescado y bebía agua mineral. Honorine de Balzac fue publicado por completo y obtuvo un gran éxito de público. Pereira sostiene que incluso recibió dos telegramas, uno de Tavira y otro de Estremoz, que decían, el primero, que el relato era extraordinario, y el otro que el arrepentimiento era algo en lo que todos deberíamos pensar, y ambos acababan con la palabra «gracias». Pereira pensó que quizá alguien había recogido el mensaje dentro de la botella, quién sabe, y se preparó a elaborar la versión definitiva del cuento de Alphonse Daudet. El director le telefoneó una mañana para felicitarle por el relato de Balzac porque, según dijo, en la redacción central habían recibido un aluvión de cartas de felicitación. Pereira pensó que el director no podía percibir el mensaje dentro de la botella, y se alegró en su interior. En el fondo, aquello era verdaderamente un mensaje en clave, y sólo quien pudiera escucharlo podría aprehenderlo. El director no podía ni escucharlo ni aprehenderlo. Y ahora, señor Pereira, dijo el director, ¿ahora qué nos está preparando? Acabo de terminar de traducir un cuento de Daudet, respondió Pereira, confío en que quedará bien. Espero que no sea L'Arlesienne, replicó el director revelando con satisfacción uno de sus pocos conocimientos literarios, es un cuento un poco osé, y no sé si será apropiado para nuestros lectores. No, se limitó a contestar Pereira, es un relato de los Cantes du lundi, se llama La última lección, no sé si usted lo conoce, es un cuento patriótico. No lo conozco, respondió el director, pero si es un cuento patriótico está bien, todos necesitamos patriotismo en los tiempos que corren, el patriotismo sienta bien. Pereira se despidió y colgó. Estaba cogiendo el texto mecanografiado para llevarlo a tipografía cuando sonó el teléfono de nuevo. Pereira estaba en la puerta y se había puesto ya la chaqueta. ¿Oiga?, dijo una voz femenina, buenos días, señor Pereira, soy Marta, necesito verle. A Pereira le dio un vuelco el corazón y dijo: Marta, ¿cómo está usted, cómo está Monteiro Rossi? Luego se lo explicaré, señor Pereira, dijo Marta, ¿dónde podríamos vernos esta noche? Pereira lo pensó un instante y a punto estuvo de decirle que pasara por su casa, luego pensó que mejor que no fuera en su casa y respondió: En el Café Orquídea, a las ocho y media. De acuerdo, dijo Marta, me he cortado el pelo y me lo he teñido de rubio, nos veremos en el Café Orquídea a las ocho y media, de todos modos, Monteiro Rossi está bien y le manda un artículo.
Pereira salió para ir a tipografía, y se sentía inquieto, sostiene. Pensó en volver a la redacción y esperar hasta la hora de la cena, pero consideró que debería regresar a su casa y tomar un baño refrescante. Cogió un taxi y lo obligó a subir la pendiente que llegaba hasta su edificio, habitualmente los taxistas no querían subir por aquella pendiente porque resultaba difícil maniobrar, así que Pereira tuvo que prometerle una propina, porque se sentía muy cansado, sostiene. Entró en casa y lo primero que hizo fue llenar la bañera de agua fría. Se sumergió y se frotó meticulosamente el vientre, como le había enseñado a hacerlo el doctor Cardoso. Después se puso el albornoz y paseó por el recibidor ante el retrato de su esposa. Marta ha vuelto a dar señales de vida, le dijo, parece que se ha cortado el pelo y se lo ha teñido de rubio, quién sabe por qué, me trae un artículo de Monteiro Rossi, pero ese Monteiro Rossi evidentemente sigue con lo suyo, estos chicos me preocupan, en fin, qué le vamos a hacer, luego te contaré cómo ha ido la cosa.
A las ocho y treinta y cinco, sostiene Pereira, entró en el Café Orquídea. Por lo único que reconoció a Marta en aquella delgada muchacha rubia de cabellos cortos que estaba cerca del ventilador fue porque llevaba el mismo vestido de siempre, de otra forma seguro que no la habría reconocido. Marta parecía transformada, con aquellos cabellos rubios y cortos, con flequillo y bucles sobre las orejas que le daban un aire travieso y extranjero, quizá francés. Y, además, debía de haber adelgazado por lo menos unos diez kilos. Sus hombros, que Pereira recordaba dulces y redondeados, eran ahora dos omóplatos huesudos, como dos alas de pollo. Pereira se sentó frente a ella y le dijo: Buenas noches, Marta, ¿qué le ha pasado? He decidido cambiar de aspecto, respondió Marta, en determinadas circunstancias es necesario y para mí se había vuelto necesario convertirme en otra persona.
Quién sabe por qué, a Pereira se le ocurrió hacerle una pregunta. No sabría decir por qué se la hizo. Tal vez porque era demasiado rubia y demasiado antinatural y a él le costaba hacerse a la idea de que aquélla era la muchacha que había conocido, tal vez porque ella, de cuando en cuando, lanzaba alguna mirada furtiva a su alrededor como si esperara a alguien o temiera algo, pero lo cierto es que Pereira le preguntó: ¿Todavía se llama Marta? Para usted sigo siendo Marta, claro, respondió Marta, pero tengo un pasaporte francés, me llamo Lise Delaunay, soy pintora de profesión y estoy en Portugal para pintar paisajes a la acuarela, aunque el verdadero motivo sea hacer turismo.
Pereira sintió grandes deseos de pedir una omelette a las finas hierbas y de beber una limonada, sostiene. ¿Qué le parecería si nos tomáramos unas omelettes a las finas hierbas?, le preguntó a Marta. Encantada, respondió Marta, pero antes tomaría un oporto seco. Yo también, dijo Pereira, y pidió dos oportos secos. Me huelo algún problema, dijo Pereira, está usted metida en algún lío, Marta, confiésemelo. Así es, respondió Marta, pero es de la clase de líos que a mí me gustan, me encuentro a mi aire, en el fondo es la vida que yo he elegido. Pereira estiró los brazos. Si usted está contenta…, dijo, ¿y Monteiro Rossi?, también tiene problemas, supongo, porque no ha vuelto a dar señales de vida, ¿qué le pasa? Puedo hablar de mí misma, pero no de Monteiro Rossi, dijo Marta, yo sólo respondo por mí, no ha vuelto a ponerse en contacto con usted hasta ahora porque ha tenido problemas, de momento sigue fuera de Lisboa, recorre el Alentejo, pero sus problemas son acaso peores que los míos, en todo caso además necesita dinero y por eso le manda un artículo, dice que es una efemérides, si quiere puede darme a mí el dinero, yo me encargaré de hacérselo llegar.
Lo que faltaba, sus artículos, hubiera deseado responder Pereira, necrológicas o efemérides, da lo mismo, no hago otra cosa que pagarlos de mi bolsillo, ese Monteiro Rossi, no sé aún por qué no lo despido, yo le había propuesto que fuera periodista, le había proyectado una carrera. Pero no dijo nada de eso. Sacó la cartera y cogió dos billetes. Entrégueselos de mi parte, dijo, y ahora déme el artículo. Marta cogió un papel de su bolso y se lo dio. Mire, Marta, dijo Pereira, quisiera decirle en primer lugar que puede contar conmigo para algunas cosas, pero quisiera permanecer al margen de sus problemas, como sabe, la política no me interesa, de todos modos, si ve a Monteiro Rossi, dígale que dé señales de vida, quizá también a él pueda serle útil a mi manera. Usted es una gran ayuda para todos nosotros, señor Pereira, dijo Marta, nuestra causa no lo olvidará. Acabaron de comer las omelettes y Marta dijo que no podía entretenerse por más tiempo. Pereira se despidió de ella y Marta se marchó deslizándose con delicadeza. Pereira se quedó en su mesa y pidió otra limonada. Hubiera querido hablar de todo aquello con el padre Antonio o con el doctor Cardoso, pero a aquellas horas con seguridad el padre Antonio estaría ya durmiendo y el doctor Cardoso estaba en Parede. Bebió su limonada y pagó la cuenta. ¿Qué, qué pasa por el mundo?, dijo al camarero cuando se acercó. Cosas peregrinas, respondió Manuel, cosas peregrinas, señor Pereira. Pereira le puso una mano en el brazo. ¿Cómo que peregrinas?, preguntó. ¿No sabe lo que está pasando en España?, respondió el camarero. No, no lo sé, dijo Pereira. Por lo visto, hay un gran escritor francés que ha denunciado la represión franquista en España, dijo Manuel, ha estallado un escándalo con el Vaticano. ¿Cómo se llama ese escritor francés?, preguntó Pereira. Bueno, respondió Manuel, ahora no me acuerdo, es un escritor que seguro que usted conoce, se llama Bernan, Bernadette o algo así. ¡Bernanos!, exclamó Pereira, ¿se llama Bernanos? Exacto, respondió Manuel, es así como se llama. Es un gran escritor católico, dijo con orgullo Pereira, sabía que tomaría partido, tiene una ética de hierro. Y se le ocurrió que quizá podría publicar en el Lisboa un par de capítulos del Journal d'un curé de campagne, que todavía no había sido traducido al portugués. Se despidió de Manuel y le dejó una buena propina. Hubiera deseado hablar con el padre Antonio, pero el padre Antonio a aquellas horas dormía, se levantaba todas las mañanas a las seis para celebrar la misa en la Iglesia das Mercés, sostiene Pereira.