Aquella mañana de finales de agosto Pereira se despertó a las ocho, sostiene. Durante la noche se había despertado varias veces y había oído que la lluvia restallaba en las palmeras del cuartel de enfrente. No recuerda haber soñado, había dormido de forma intermitente con retazos de sueños, eso sí, pero no los recuerda. Monteiro Rossi dormía en el sofá del salón, se había puesto un pijama que prácticamente le servía de sábana por su amplitud. Dormía encogido, como si tuviera frío, y Pereira le cubrió con una manta, delicadamente, para no despertarle. Se movió con lentitud por la casa, para no hacer ruido, se preparó un café y fue a hacer la compra a la tienda de la esquina. Compró cuatro latas de sardinas, una docena de huevos, tomates, un melón, pan y ocho croquetas de bacalao, de esas ya preparadas que sólo hay que recalentar en la sartén. Después vio un pequeño jamón ahumado que colgaba de un gancho, recubierto de paprika, y Pereira lo compró. Veo que ha decidido llenar la despensa, señor Pereira, comentó el tendero. Pues ya ve usted, respondió Pereira, mi asistenta no regresará hasta mediados de septiembre, está en casa de su hermana en Setúbal, y tengo que apañarme por mi cuenta, no puedo hacer la compra cada mañana. Si quiere una persona como Dios manda que venga a hacerle las labores domésticas yo podría decirle quién, dijo el tendero, vive un poco más arriba, hacia la Graça, tiene un niño pequeño y el marido la ha abandonado, es una persona de confianza. No, gracias, respondió Pereira, gracias señor Francisco, pero es mejor que no, no sé cómo se lo tomaría Piedade, hay muchos celos entre las asistentas y se podría sentir destronada, tal vez para el invierno, a lo mejor podría ser una buena idea, pero por ahora es mejor esperar el regreso de Piedade.
Pereira entró en su casa y dejó las compras en la fresquera. Monteiro Rossi dormía. Pereira le dejó una nota: «Hay huevos con jamón o croquetas de bacalao para recalentar, puede freirías en la sartén pero con poco aceite o de lo contrario se desharán, coma usted bien y estése tranquilo, volveré a media tarde, hablaré con Marta, hasta luego, Pereira.»
Salió de su casa y se dirigió a la redacción. Cuando llegó se encontró a Celeste en su garita manoseando un calendario. Buenos días, Celeste, dijo Pereira, ¿alguna novedad? Ninguna llamada, y tampoco hay correo, respondió Celeste. Pereira se sintió aliviado, mejor si nadie le había buscado. Subió a la redacción y descolgó el teléfono, después cogió el cuento de Camilo Castelo Branco y lo preparó para la imprenta. Hacia las diez telefoneó al periódico y le contestó la suave voz de la señorita Filipa. Soy el señor Pereira, dijo Pereira, quisiera hablar con el director. Filipa le pasó la comunicación y la voz del director dijo: ¿Diga? Soy el señor Pereira, dijo Pereira, sólo quería dar señales de vida, señor director. Bien hecho, dijo el director, porque ayer le estuve buscando pero no estaba en la redacción. Ayer no me encontraba bien, mintió Pereira, me quedé en casa porque mi corazón no marchaba del todo bien. Comprendo, señor Pereira, dijo el director, pero me gustaría saber qué proyectos tiene para las próximas páginas culturales. Publicaré un cuento de Camilo Castelo Branco, respondió Pereira, como usted me aconsejó, señor director, un autor portugués del siglo XIX, creo que quedará bien, ¿usted qué opina? Perfecto, respondió el director, pero me gustaría también que continuara con la sección de efemérides. Tenía pensado escribir una sobre Rilke, respondió Pereira, quería su aprobación. Rilke, dijo el director, el nombre me suena. Rainer María Rilke, explicó Pereira, nació en Checoslovaquia, pero en la práctica es un poeta austriaco, escribió en alemán, murió en el veintiséis. Escuche, Pereira, dijo el director, como ya le dije el Lisboa se está convirtiendo en un periódico amigo de lo extranjero, ¿por qué no hace la efemérides de un poeta de la patria?, ¿por qué no escribe sobre nuestro gran Camoens? ¿Camoens?, respondió Pereira, pero si Camoens murió en mil quinientos ochenta, hace casi cuatrocientos años. Sí, dijo el director, pero es nuestro gran poeta nacional, siempre está de actualidad, además, ¿sabe qué ha hecho Antonio Ferro, el director del Secretariado Nacional de Propaganda, es decir, el Ministerio de Cultura?, ha tenido la brillante idea de hacer coincidir el Día de Camoens con el Día de la Raza, en ese día se conmemora al gran poeta de la épica y a la raza portuguesa, y usted podría escribir una efemérides. Pero el Día de Camoens es el diez de junio, objetó Pereira, señor director, ¿qué sentido tiene celebrar el Día de Camoens a finales de agosto? Por de pronto, el diez de junio no teníamos todavía la página de cultura, explicó el director, y esto puede indicarlo en el artículo, y además siempre se puede conmemorar a Camoens, que es nuestro gran poeta nacional y hacer una referencia al Día de la Raza, basta una referencia para que los lectores lo entiendan. Perdóneme, señor director, respondió Pereira con pesadumbre, pero quisiera preguntarle una cosa, nosotros originariamente éramos lusitanos, luego vinieron los romanos y los celtas, después estuvieron los árabes, ¿qué raza podemos conmemorar los portugueses? La raza portuguesa, respondió el director, perdone, Pereira, pero su objeción no me suena nada bien, nosotros somos portugueses, hemos descubierto el mundo, hemos llevado a cabo las mayores navegaciones del globo, y cuando lo hicimos, en el siglo XVI, ya éramos portugueses, nosotros éramos esto y usted va a conmemorar esto, Pereira. El director hizo después una pausa y continuó: Pereira, la última vez te tuteaba, no sé por qué sigo ahora tratándote de usted. Como a usted le parezca, señor director, respondió Pereira, quizá sea a causa del teléfono. Será eso, dijo el director, en cualquier caso, escúchame bien, Pereira, quiero que el Lisboa sea un periódico muy portugués incluso en su página cultural, y si tú no tienes ganas de hacer una efemérides sobre el Día de la Raza, por lo menos tienes que escribirla sobre Camoens, algo es algo.
Pereira se despidió del director y colgó. Antonio Ferro, pensó, aquel terrible Antonio Ferro, lo peor es que se trataba de un hombre inteligente y listo, y pensar que había sido amigo de Fernando Pessoa, en fin, concluyó, ese Pessoa se elegía unos amigos… Intentó escribir una efemérides sobre Camoens y estuvo hasta las doce y media. Después lo tiró todo a la papelera. Que también Camoens se fuera al diablo, pensó, ese gran poeta que había cantado al heroísmo de los portugueses, pero menudo heroísmo, se dijo Pereira. Se puso la chaqueta y salió para ir al Café Orquídea. Entró y se acomodó en la mesa habitual. Manuel llegó solícito y Pereira pidió una ensalada de pescado. Comió con calma, con mucha calma, y después fue hasta el teléfono. Tenía en la mano el papelito con los números que le había dado Monteiro Rossi. El primer teléfono sonó largamente, pero nadie respondió. Pereira volvió a marcar, no fuera a haberse equivocado. El teléfono sonó largamente, pero nadie respondió. Entonces marcó el otro número. Respondió una voz femenina. ¿Oiga?, dijo Pereira, quisiera hablar con la señorita Lise Delaunay. No la conozco, respondió la voz femenina con reserva. Buenos días, repitió Pereira, estoy buscando a la señorita Delaunay. Perdone, pero ¿usted quién es?, preguntó la voz femenina. Escuche, señora, dijo Pereira, tengo un mensaje urgente para Lise Delaunay, póngame con ella, por favor. Aquí no hay ninguna Lise, dijo la voz femenina, me parece que se ha equivocado usted, ¿quién le ha dado este número? Importa poco quién me lo ha dado, replicó Pereira, pero si no puedo hablar con Lise, páseme a Marta. ¿Marta?, se sorprendió la voz femenina, ¿qué Marta?, hay muchas Martas en este mundo. Pereira se acordó de que no conocía el apellido de Marta y entonces dijo simplemente: Marta es una chica delgada con el pelo rubio que responde también al nombre de Lise Delaunay, yo soy un amigo suyo y tengo un mensaje importante para ella. Lo siento mucho, dijo la voz femenina, pero aquí no hay ninguna Marta ni ninguna Lise, buenos días. El teléfono hizo clic y Pereira se quedó con el auricular en la mano. Colgó y fue a sentarse a su mesa. ¿Qué quiere que le traiga?, preguntó Manuel acercándose solícito. Pereira pidió una limonada con azúcar y después preguntó: ¿Alguna novedad interesante? Me las dan esta noche a las ocho, dijo Manuel, tengo un amigo que sintoniza radio Londres, si quiere mañana se lo cuento todo.
Pereira bebió la limonada y pagó la cuenta. Salió y se dirigió a la redacción. Encontró en su garita a Celeste, que seguía consultando el calendario. ¿Novedades?, preguntó Pereira. Ha habido una llamada para usted, dijo Celeste, era una mujer pero no ha querido decir para qué llamaba. ¿Ha dejado su nombre?, preguntó Pereira. Era un nombre extranjero, respondió Celeste, pero no lo recuerdo. ¿Por qué no lo ha escrito?, le reprochó Pereira, usted tiene que hacer de centralita, Celeste, y tomar nota. Si ya escribo mal el portugués, respondió Celeste, imagínese los nombres extranjeros, era un nombre complicado. A Pereira le dio un vuelco el corazón y preguntó: ¿Y qué le ha dicho esa persona, qué le ha dicho, Celeste? Ha dicho que tenía un mensaje para usted y que estaba buscando al señor Rossi, qué nombre más raro, yo le he contestado que aquí no había ningún Rossi, que ésta era la redacción cultural del Lisboa, así que he llamado a la redacción central porque he creído que allí podría encontrarle a usted, quería avisarle, pero usted no estaba y he dejado el recado de que le estaba buscando una señora extranjera, una tal Lise, ahora me acuerdo. ¿Y ha dicho usted en el periódico que buscaban al señor Rossi?, preguntó Pereira. No, señor Pereira, respondió con expresión astuta Celeste, eso no lo he dicho, me parecía inútil, he dicho tan sólo que le estaba buscando una tal Lise, no se preocupe, señor Pereira, si quieren le encontrarán. Pereira miró el reloj. Eran las cuatro de la tarde, renunció a subir y se despidió de Celeste. Escuche, Celeste, dijo, me voy a casa porque no me encuentro nada bien, si alguien me telefonea, dígale que me llame a mi casa, quizá mañana no venga a la redacción, cójame el correo.
Cuando llegó a casa eran casi las siete. Se había entretenido largamente en el Terreiro do Paço, en un banco, contemplando los transbordadores que salían hacia la otra orilla del Tajo. Era hermosa aquella caída de la tarde y Pereira quiso disfrutarla. Encendió un cigarro y se lo fumó con ávidas bocanadas. Estaba sentado en un banco que miraba hacia el río y cerca de él fue a sentarse un mendigo que tocó para él viejas canciones de Coimbra con su acordeón.
Cuando Pereira entró en su casa no vio de inmediato a Monteiro Rossi y eso le alarmó, sostiene. Pero Monteiro Rossi estaba aseándose en el cuarto de baño. Me estoy afeitando, señor Pereira, gritó Monteiro Rossi, dentro de cinco minutos estaré con usted. Pereira se quitó la chaqueta y preparó la mesa. Puso los platos de Caldas da Rainha, los de la primera noche. En la mesa colocó dos velas que había comprado aquella mañana. Luego se fue a la cocina y pensó qué podía preparar para cenar. Quién sabe por qué, se le ocurrió preparar un plato de cocina italiana. Pensó inventar un plato, sostiene Pereira. Cortó una generosa loncha de jamón y la cortó en dados pequeños, después cogió dos huevos y los batió, los cubrió de queso rayado y añadió el jamón, lo condimentó con orégano y mejorana, lo removió todo bien, luego puso una olla de agua para hervir la pasta. Cuando el agua comenzó a hervir echó unos espaguetis que llevaban ya un tiempo en la despensa. Monteiro Rossi llegó fresco como una rosa, llevaba la camisa de color caqui de Pereira que le envolvía como una sábana. He pensado hacer un plato italiano, dijo Pereira, no sé si es verdaderamente italiano, tal vez sea una fantasía, pero por lo menos es pasta. ¡Qué maravilla, exclamó Monteiro Rossi, hace siglos que no como pasta! Pereira encendió las velas y sirvió los espaguetis. He intentado telefonear a Marta, dijo, pero en el primer número no contestaban y en el segundo ha respondido una señora que se hacía la tonta, le he dicho incluso que quería hablar con Marta, pero no ha habido nada que hacer, cuando he llegado a la redacción la portera me ha dicho que me habían buscado, probablemente era Marta, pero le buscaba a usted, quizá ha sido una imprudencia por su parte, ahora quizá alguien sabe que estoy en contacto con usted, creo que esto traerá problemas. ¿Qué cree que debo hacer?, preguntó Monteiro Rossi. Si sabe de un lugar más seguro es mejor que se vaya, si no es así quédese y ya veremos, respondió Pereira. Llevó a la mesa el frasco de las cerezas y cogió una sin jarabe. Monteiro Rossi volvió a llenarse el vaso.
En ese momento oyeron llamar a la puerta. Eran golpes decididos, como si quisieran echarla abajo. Pereira se preguntó cómo habían conseguido franquear la puerta de la calle y permaneció algunos segundos en silencio. Los golpes se repitieron de manera furiosa. ¿Quién es?, preguntó Pereira levantándose, ¿qué quieren? Abran, policía, abran la puerta o la abriremos a tiros, respondió una voz. Monteiro Rossi retrocedió precipitadamente hacia las habitaciones, tuvo tan sólo fuerzas para decir: Los documentos, señor Pereira, esconda los documentos. Ya están en lugar seguro, le tranquilizó Pereira, y se encaminó a la entrada para abrir la puerta. Cuando pasó ante el retrato de su esposa dirigió una mirada de complicidad hacia aquella sonrisa lejana. Después abrió la puerta, sostiene.