Capítulo VI

El hermano Tóla, el ayudante del médico de la abadía, era un hombre de cabello gris plateado y rasgos suaves y agradables que sonreía continuamente como si se riera de la vida. Fidelma pensó que la mayoría de médicos que había conocido eran hombres o mujeres con alegría de vivir y que se tomaban todas las tragedias con un cierto humor. Tal vez, razonó, era una defensa contra la continua relación que mantenían con la muerte o tal vez la misma experiencia de la muerte y la tragedia humana les había hecho aceptar que, mientras se estuviera vivo y se tuviera una salud razonable, había que disfrutar de la vida todo lo posible.

– Me gustaría hacerle algunas preguntas -empezó a decir Fidelma, después de acabar las presentaciones. Seguían en el exterior de la puerta de la habitación que había ocupado Dacán.

– Cualquier cosa que pueda hacer, hermana -dijo Tóla sonriendo; sus ojos brillaban alegres mientras hablaba-. Me temo que no será mucho, pero pregunte.

– Me han dicho que, poco después de que el hermano Conghus encontrara el cadáver del venerable Dacán, el abad Brocc os mandó que examinarais el cuerpo.

– Así es.

– ¿Sois el ayudante del médico de la abadía?

– Así es. El hermano Midach es nuestro médico principal.

– Perdonad, pero ¿por qué os mandó llamar el abad y no al hermano Midach?

Ya conocía la respuesta a esa pregunta, pero Fidelma quería asegurarse.

– El hermano Midach no estaba en la abadía. Se había ido la noche anterior de viaje y no regresó hasta pasados seis días. Como médicos, nuestros servicios son con frecuencia requeridos en muchos pueblos vecinos.

– Muy bien. ¿Podéis explicarme con detalle vuestras conclusiones?

– Por supuesto. Fue justo después de la tercia y el hermano Martan, que es el boticario, se dio cuenta de que la campana todavía no había dado la hora…

Fidelma estaba interesada.

– ¿No había tocado la campana? ¿Cómo sabía entonces el boticario que era después de la tercia?

Tóla se rió entre dientes.

– No hay ningún misterio. Martan no sólo es el boticario, sino que le interesa la medición del tiempo. Dentro de la comunidad, tenemos una clepsidra, cuyo proyecto trajo uno de nuestros hermanos de un peregrinaje a Tierra Santa hace muchos años. Una clepsidra es…

Fidelma levantó la mano para interrumpirlo.

– Sé lo que es. ¿Así que el boticario había consultado su reloj de agua…?

– En realidad, no. Martan compara con frecuencia la clepsidra -o reloj de agua, como lo llamáis- con un aparato de medida más antiguo que tiene en el dispensario. Es muy viejo, pero funciona. Tiene un mecanismo que descarga arena de una parte a otra; la arena está medida de manera que cae en un tiempo preciso.

– ¿Un reloj de arena? -sonrió Cass complaciente-. Los he visto.

– Es el mismo fundamento -admitió el hermano Tóla-. Pero el mecanismo de Martan fue construido hace cincuenta años por unos artesanos de esta abadía. El mecanismo es de unas proporciones mayores que el de un reloj de arena y ésta cae del todo de un lado a otro en el período de todo un cadar.

Fidelma arqueó las cejas sorprendida. Un cadar era una medida de tiempo que equivalía a una cuarta parte del día.

– Me gustaría ver esa maravillosa máquina en algún momento -confesó-. Sin embargo, nos estamos alejando de nuestra historia.

– El hermano Martan me había informado de que ya había pasado la hora tercia y, justo entonces, el abad Brocc me hizo llamar. Fui a sus habitaciones y me dijo que habían encontrado muerto al venerable Dacán. Quería que yo examinara el cuerpo.

– ¿Y habíais conocido a Dacán?

Tóla asintió pensativo.

– Somos una comunidad numerosa, hermana, pero no tanto como para que un hombre de talento distinguido pase desapercibido entre nosotros.

– Quiero decir, si teníais contacto con él.

– Compartía la mesa con él durante las comidas, pero, aparte de algunas palabras, tenía poco trato más con él. No era un hombre que invitara a la amistad, era frío y…, bueno, frío y…

– ¿Austero? -sugirió Fidelma en tono grave.

– Eso mismo -admitió rápidamente Tóla.

– ¿Así que vinisteis hacia el hostal? -insistió Fidelma-. ¿Podéis describir lo que encontrasteis?

– Seguro. Dacán yacía sobre su cama. Estaba boca arriba. Tenía las manos atadas por detrás y los pies a la altura de los tobillos. Llevaba una mordaza en la boca. Había sangre en su pecho y resultaba obvio, al menos para mí, que era debido a múltiples cuchilladas.

– ¿Sí? ¿Cuántas cuchilladas?

– Siete, aunque a primera vista no las percibí.

– ¿Decís que estaba boca arriba? ¿Recordáis cómo estaba la manta? ¿Tenía la manta por encima o él estaba encima de ella?

Tóla sacudió la cabeza, algo sorprendido por la pregunta.

– Estaba totalmente vestido encima de la manta.

– ¿La sangre había manado del cuerpo sobre la manta y la había manchado?

– No, las heridas sangraban mucho, pero, como el hombre estaba boca arriba, la sangre se había quedado principalmente sobre el pecho.

– ¿La manta, entonces, no se utilizó para transportar el cuerpo ni limpiarle la sangre?

– No, que yo sepa. ¿Por qué os preocupa tanto esa manta?

Fidelma no hizo caso de la pregunta y le indicó que continuara.

– Cuando el cuerpo ya se hubo llevado al depósito y ya estaba lavado, pude confirmar lo que había visto al principio. Había siete heridas de cuchillo en el pecho, alrededor del corazón y en el mismo corazón. Cuatro de ellas eran golpes mortales.

– ¿Eso os sugiere que se produjo un ataque sañudo? -musitó Fidelma.

Tóla la miró como valorando la pregunta.

– Parece indicar un ataque con rabia. A sangre fría, el atacante no tenía más que asestar un golpe en el corazón. Después de todo, el viejo tenía las manos y los pies atados.

Fidelma frunció los labios pensativa y asintió.

– Continuad. ¿Había alguna indicación de cuándo se había llevado a cabo ese acto?

– Sólo puedo decir que cuando examiné el cuerpo el ataque no había sido reciente. El cuerpo resultaba casi frío al tacto.

– ¿No había señal del arma?

– Ninguna.

– ¿Podéis mostrarme exactamente cómo yacía el cuerpo sobre la cama? ¿Os importaría?

Tóla le lanzó una mirada de curiosidad y luego se encogió de hombros. El hermano entró en la habitación, mientras ella se quedaba en la puerta sosteniendo bien alta la lámpara para poder verlo todo. Él se colocó en una posición reclinada sobre la cama. Fidelma percibió, con interés, que no se quedaba totalmente estirado sobre la cama sino sólo de cintura para arriba; la parte inferior de su cuerpo colgaba del borde de la cama de manera que los pies le llegaban al suelo. Por lo tanto, la parte superior formaba un ángulo. Tóla había colocado las manos a su espalda para que se entendiera que estaban atadas. La cabeza estaba echada para atrás y los ojos cerrados. La posición daba a entender que a Dacán lo habían atacado mientras estaba de pie y que simplemente había caído de espaldas sobre la cama que tenía detrás.

– Os estoy agradecida, Tóla -dijo Fidelma-. Sois un testigo excelente.

Tóla se levantó de la cama y su voz se oyó seca y carente de expresión.

– He trabajado antes con un dálaigh, hermana.

– Entonces, cuando entrasteis aquí, os fijaríais en el estado de la habitación…

– No con atención -confesó el hermano-. Mis ojos se dirigieron al cadáver de Dacán y lo que había causado su muerte.

– Intentad recordar, si podéis. ¿Estaba la estancia ordenada o estaba revuelta?

Tóla echó una mirada alrededor, como intentando recordar.

– Ordenada, diría yo. La lámpara que había sobre la mesa todavía ardía. Sí, ordenada, como lo está ahora. Yo creo, por lo que he oído, que el venerable Dacán era un hombre extremadamente meticuloso, ordenado hasta el punto de llegar a ser obsesivo.

– ¿Quién os dijo eso? -inquirió Fidelma.

Tóla se encogió de hombros.

– El hermano Rumann, creo. Se encargó de la investigación posteriormente.

– Ya sólo os molestaré un poco más -dijo Fidelma-. Hicisteis retirar el cuerpo y lo examinasteis. ¿Tocasteis la lámpara? Por ejemplo, ¿la rellenasteis de aceite?

– La única vez que toqué la lámpara fue para apagarla cuando sacamos el cuerpo de Dacán de la habitación.

– Es de suponer que Dacán fue enterrado aquí en la abadía.

Con gran sorpresa para Fidelma, Tóla sacudió la cabeza en señal de negación.

– No, el cuerpo se transportó a la abadía de Fearna a petición del hermano de Dacán, el abad Noé.

Fidelma se quedó pensativa por un momento.

– Yo creía que el abad Brocc se había negado a enviar las pertenencias de Dacán a Laigin, sabiendo que se iba a llevar a cabo una investigación -dijo secamente-. Esto parece algo contradictorio, que se quedara con las pertenencias de Dacán pero que enviara el cuerpo a Laigin.

Tóla se encogió de hombros mostrando inseguridad.

– Tal vez la razón esté en que un cadáver no se puede conservar -respondió con una sonrisa ceñuda-. De todas maneras, para entonces, el hermano Midach, nuestro médico principal, había regresado a la abadía y se ocupó de los preparativos. Él fue quien autorizó el traslado del cuerpo.

– ¿Decís que eso fue casi seis días más tarde?

– Así es. Había llegado un barco de Laigin para reclamar el cuerpo. Por supuesto, para entonces, ya habíamos colocado el cuerpo en nuestra cripta, una cueva en la colina de detrás de nosotros donde se entierra a los abades de este monasterio. Depositamos el cadáver en el barco procedente de Laigin y es de suponer que las reliquias del venerable Dacán estén ahora en Fearna.

Fidelma sacudía la cabeza perpleja.

– ¿No resulta curioso que Laigin se enterara con tanta rapidez de la muerte de Dacán y con tanta presteza exigiera el retorno de su cuerpo? ¿Decís que el barco de Laigin llegó aquí seis días después del crimen?

Tóla se encogió de hombros.

– Somos un asentamiento costero, hermana. Estamos constantemente en contacto con muchas partes del país y, ciertamente, nuestros barcos zarpan hacia Galia, con cuyas gentes comerciamos con frecuencia. El vino de esta abadía, por ejemplo, es importado directamente de Galia. Con buena marea y viento, uno de los rápidos barca puede partir de aquí y estar en la boca del río Breacán en dos días. Fearna está tan sólo a unas horas de la boca del río. Yo he navegado hasta allí varias veces. Conozco bien las aguas de esta costa sur.

Fidelma conocía las posibilidades de los barca, los barcos costaneros de construcción ligera que comerciaban por las costas de los cinco reinos.

– Eso es como decís en condiciones ideales, Tóla -admitió ella-. De todas maneras, me sigue pareciendo que el abad Noé se enteró muy pronto de la muerte de su hermano. Pero, os lo reconozco, podría haber sido así. ¿Así que se devolvió a Fearna el cuerpo de Dacán?

– Cierto.

– ¿Cuándo llegó aquí el barco de guerra de Laigin? El que sigue anclado en la ensenada.

– Unos tres días después de que se fuera el otro barco hacia Fearna con el cuerpo de Dacán.

– Entonces resulta obvio que ambos barcos fueron enviados por Laigin pocos días después de la muerte de Dacán. El rey de Laigin tenía que saber lo que iba a hacer casi tan pronto como recibió la noticia de que Dacán había sido asesinado. -Hablaba medio para sí misma, como para aclarar sus ideas.

A Tóla no creyó que le pidiera su parecer.

Fidelma suspiró profundamente al ponderar las dificultades del caso. Finalmente habló.

– ¿Cuando examinasteis el cuerpo de Dacán, hubo alguna cosa más que os llamara la atención?

– ¿Como qué?

– No lo sé -confesó Fidelma-. ¿Había algo raro?

Tóla hizo un gesto negativo.

– Tan sólo las cuchilladas que le causaron la muerte; eso es todo.

– ¿Pero no había magulladuras, ni señales de lucha anterior a que lo ataran? ¿Ni marcas de que lo agarraran con fuerza para atarlo? ¿Ninguna marca de que lo golpearan y dejaran inconsciente para poder atarlo?

La expresión de Tóla cambió al ver por dónde iba Fidelma.

– ¿Queréis decir que cómo pudo su enemigo atarlo sin luchar?

Fidelma sonrió tensamente.

– Eso es exactamente lo que quiero decir, Tóla. ¿Dejó que con calma sus atacantes lo ataran de pies y manos sin luchar?

Tóla se puso serio por primera vez durante su conversación.

– Yo no vi que hubiera magulladuras. No se me ocurrió…

Hizo una pausa y una mueca de preocupación.

– ¿Qué? -exigió Fidelma.

– Soy un inepto -suspiró Tóla.

– ¿Y eso por qué?

– Tenía que haberme hecho esa misma pregunta en aquel momento, pero no lo hice. Sin embargo, estoy convencido de que no había contusiones en el cuerpo y, aunque las tiras en las muñecas y en los tobillos estaban bien apretadas, no había magulladuras que mostraran cómo se habían hecho.

– ¿De qué estaban hechas las ataduras? -preguntó Fidelma, queriendo comprobar lo que ya sabía.

– Pedazos de tela. Por lo que yo recuerdo eran trozos de lino teñido.

– ¿Recordáis los colores?

– Azul y rojo, creo.

Fidelma asintió con la cabeza. Aquello concordaba con lo que había dicho el hermano Conghus.

– ¿Supongo que se tiraron? -preguntó Fidelma, suponiendo lo peor.

Se quedó sorprendida cuando Tóla sacudió la cabeza en señal de negación.

– Lo cierto es que no. Nuestro boticario emprendedor, el hermano Martan, tiene un gusto morboso por las reliquias y decidió que las ataduras de Dacán llegarían tal vez algún día a convertirse en reliquias muy buscadas y valiosas, en particular si la fe lo reconocía como hombre de gran santidad.

– ¿Así que ese hermano…?

– Martan -añadió Tóla.

– ¿Así que este hermano Martan las ha guardado?

– Exactamente.

– Bien -dijo Fidelma sonriendo aliviada-, eso es excelente. Sin embargo, me tendré que hacer cargo temporalmente de ellas, puesto que son una prueba pertinente de mi investigación. Podéis decirle al hermano Martan que se las devolveremos tan pronto acabe.

Tóla asintió con la cabeza pensativo.

– ¿Pero cómo se dejó atar Dacán por sus enemigos sin luchar?

Fidelma hizo una mueca.

– Tal vez no se dio cuenta de que eran sus enemigos hasta más tarde. Sólo una cosita más, si no os importa, y luego ya le dejo. Habéis dicho que el cuerpo estaba frío y que ello implicaba que llevaba tiempo muerto. ¿Cuánto tiempo?

– Es difícil de decir. Varias horas al menos. No sé cuándo fue visto por última vez Dacán, pero pudo haber sido asesinado alrededor de medianoche. Ciertamente la muerte ocurrió durante la noche, no más tarde.

Fidelma se quedó mirando la lámpara de aceite que había sobre la mesa junto a la cama.

– A Dacán, lo mataron alrededor de medianoche -dijo reflexionando-. Sin embargo, cuando lo encontraron, la lámpara de aceite todavía ardía.

Cass, que había sido un espectador más o menos silencioso en el interrogatorio de Fidelma al hermano Tóla, la observaba con interés.

– ¿Por qué comentáis eso, hermana? -inquirió.

Fidelma se dirigió una vez más hacia la lámpara y la cogió con cuidado para no verter el aceite. Sin decir nada se la entregó con el mismo cuidado. Él la agarró y su rostro reflejó gran asombro.

– No lo entiendo -dijo.

– ¿No notáis nada raro en la lámpara?

Él sacudió la cabeza.

– Todavía está llena de aceite. Si es la misma lámpara, no puede haber estado encendida más de una hora a partir del momento en que el hermano Conghus descubrió el cuerpo.


Sor Fidelma estaba sentada en su habitación con las manos cogidas en la nuca y mirando hacia el techo en la penumbra. Había decidido hacer una pausa en la investigación por aquella noche. Había agradecido al hermano Tóla su ayuda y le había recordado una vez más que a la mañana siguiente el hermano Martan tenía que entregarle las tiras de tela con las que se había atado a Dacán. Luego había deseado a la joven y entusiasta sor Necht buenas noches y le había dicho que por la mañana volviera a hacer venir al hermano Rumann ante su presencia.

Ella y Cass se habían retirado a sus respectivas habitaciones y ahora, en lugar de quedarse inmediatamente dormida, permanecía sentada, reclinada sobre la cama, con la lámpara ardiendo mientras consideraba la información que había recopilado hasta entonces.

Una cosa de la que se daba cuenta era de que su primo, el abad Brocc, había sido selectivo con la información que le había proporcionado. ¿Por qué le había pedido al hermano Conghus que vigilara a Dacán tan sólo una semana antes de que lo mataran? Eso era algo que tenía que averiguar con Brocc.

Se oyó un golpecito en la puerta de su habitación.

Frunciendo el ceño, se levantó de la cama y la abrió.

Al otro lado estaba Cass.

– He visto que teníais la luz encendida. Espero no molestaros, hermana.

Fidelma sacudió la cabeza, le pidió que entrara y cogió la única silla que había en la habitación mientras ella volvía a sentarse en la cama. Por decoro, dejó la puerta abierta. En algunas comunidades, los nuevos códigos morales estaban cambiando los antiguos fundamentos. Muchos jefes de la fe, como Ultan de Armagh, se mostraban contrarios a las todavía existentes comunidades mixtas e incluso proponían el tan impopular concepto de celibato.

Fidelma estaba enterada de que estaba circulando una encíclica atribuida a Patricio en la que se daban treinta y cinco reglas para los seguidores de la fe. La novena regla ordenaba que un monje soltero y una monja, cada uno de un lugar diferente, no habían de permanecer en el mismo hostal o en la misma casa, ni viajar juntos en un carro de una casa a otra, ni conversar abiertamente. Y, de acuerdo con la regla diecisiete, una mujer que hiciera voto de castidad y luego se casara tenía que ser excomulgada, a menos que abandonara a su marido e hiciera una penitencia. Fidelma estaba indignada de que circulara ese documento en nombre de Patricio y sus obispos, Auxilio e Isernino, porque eran muy contrarios a las leyes de los cinco reinos. En realidad, lo que le hacía sospechar de la autenticidad del documento era que la primera regla decretaba que cualquier miembro de los religiosos que apelara a las leyes seculares merecía la excomunión. Después de todo, hacía doscientos años el mismo Patricio había sido uno de los miembros de la comisión de nueve hombres que el Rey Supremo, Laoghaire, había escogido para poner todas las leyes civiles y criminales de los cinco reinos en la nueva escritura.

Para Fidelma, la circulación de las «Reglas del primer consejo de Patrick», como se las llamaba, era otra nota de propaganda proveniente del bando proromano, que quería que la fe en los cinco reinos de Éireann fuera totalmente gobernada desde Roma.

De repente, se dio cuenta de que Cass había dicho algo.

– Lo siento -dijo torpemente-, la cabeza se me ha ido a muchas millas de distancia. ¿Qué estabais diciendo?

El joven soldado estiró las piernas en la sillita.

– Decía que he tenido una idea respecto a la lámpara.

– ¿Oh?

– Es obvio que alguien rellenó la lámpara cuando se descubrió el cuerpo de Dacán.

Fidelma observó sus ojos cándidos con solemnidad.

– Ciertamente, no hay duda de que la lámpara no podía llevar ardiendo toda la noche, si mataron a Dacán a medianoche o justo después… Es decir -añadió con una sonrisa burlona-, a menos que seamos testigos de un milagro, el milagro de la lámpara que se rellena sola.

Cass frunció el ceño, sin saber cómo tomarse aquello.

– Entonces es lo que yo digo -insistió.

– Quizás. Sin embargo, nos han dicho que el hermano Conghus descubrió el cuerpo y se encontró con que la lámpara estaba ardiendo. Él no la rellenó. Todavía seguía encendida cuando el hermano Tóla fue a examinar el cuerpo, y asegura que él no la rellenó. Luego nos dijo, al preguntárselo, que había apagado la luz cuando él y su ayudante, el hermano Martan, se llevaron el cuerpo al depósito para examinarlo. ¿Quién la rellenó?

Cass se quedó un momento pensativo.

– Entonces la tuvieron que rellenar justo antes de que el cuerpo fuera descubierto o después de que el cuerpo fuera retirado -dijo triunfante-. Después de todo, vos dijisteis que la lámpara sólo podía llevar encendida no más de una hora por la cantidad de aceite que todavía quedaba en ella. Alguien tiene que haberla rellenado.

Fidelma se quedó mirando complacida a Cass.

– Sabéis, Cass, estáis empezando a mostrar una mente de dálaigh.

Cass le devolvió la mirada frunciendo el ceño, sin saber si Fidelma se estaba burlando de él o no.

– Bien… -empezó a decir el soldado mientras se empezaba a levantar con expresión de mal humor.

Fidelma levantó una mano y le hizo señal de que se quedara.

– No quiero ser frívola, Cass. En serio, habéis dado con algo que a mí se me había pasado. Está claro que la lámpara se rellenó justo antes de que Conghus descubriera el cuerpo.

Cass se volvió a sentar con una sonrisa de satisfacción.

– ¡Esto es! Espero haber contribuido a resolver un misterio menor.

– ¿Menor? -reparó Fidelma con un cierto tono de amonestación.

– ¿Qué importa si la lámpara está llena o no? -preguntó Cass extendiendo sus manos para dar énfasis-. El problema principal es encontrar quién mató a Dacán.

Fidelma sacudió la cabeza con tristeza.

– No hay ningún punto lo bastante nimio para no ser tenido en cuenta cuando se intenta buscar la verdad. ¿Qué os dije respecto a recoger las piezas del puzle? Recoger cada fragmento, incluso aunque no parezca que esté conectado con otros. Recoger y guardar. Esto ha de aplicarse especialmente a aquellas piezas que parecen raras, que parecen inexplicables.

– ¿Pero qué importancia tiene una lámpara en este asunto? -inquirió Cass.

– Sólo lo sabremos cuando lo averigüemos. No podemos descubrirlo a menos que empecemos a hacer preguntas.

– Vuestro arte parece complicado, hermana.

Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación.

– En realidad, no. Yo diría que vuestro arte es incluso más complicado que el mío en lo que se refiere a juzgar.

– ¿Mi arte? -preguntó Cass enderezándose-. Soy un simple guerrero al servicio de mi rey. Acato el código de honor que tiene cada guerrero. ¿Qué juicios he de emitir?

– El juicio de cuándo matar, cuándo mutilar y cuándo no. Ante todo, vuestra tarea es matar, mientras que nuestra fe nos lo prohibe. ¿Alguna vez habéis resuelto este problema?

Cass, molesto, se ruborizó.

– Yo soy un guerrero. Mato solamente a los malos, los enemigos de mi pueblo.

Fidelma se sonrió levemente.

– Parece que creyerais que son todos iguales. Sin embargo, la fe dice no matarás. Seguramente si matamos tan sólo para detener a los malvados y el mal, entonces ¿el mismo acto nos hace tan culpables como aquellos a los que matamos?

Cass resopló con desdén.

– ¿Preferirías que os mataran? -preguntó con cinismo.

– Si creemos en las enseñanzas de nuestra fe, hemos de creer que éste es el ejemplo que nos dejó Cristo. Tal como recoge Mateo las palabras del Salvador: «Los que viven de la espada morirán por la espada».

– Bueno, no se puede creer en tal ejemplo -se burló Cass.

A Fidelma le interesó aquella reacción, pues había luchado mucho con la teología de la fe y todavía no había encontrado un terreno bastante firme para argumentar muchos de sus principios básicos. A menudo expresaba sus dudas haciendo de abogado del diablo y a través de ello clarificaba sus propias actitudes.

– ¿Y eso por qué? -exigió ella.

– Porque sois un dálaigh. Creéis en la ley. Estáis especializada en descubrir asesinos y entregarlos a la justicia. Creéis en castigar a los que matan, incluso hasta el punto de levantar la espada contra ellos. No os quedáis a un lado y decís que ésa es la voluntad de Dios. Yo he oído a un hombre de la fe denunciando a los brehons también con las palabras de Mateo: «No juzgues o serás juzgado», dijo. Vosotros, abogados de la ley, no hacéis caso de las palabras de Mateo en eso y yo no hago caso de las palabras de Mateo contra la profesión de la espada.

Fidelma dejó ir un suspiro contrita.

– Tenéis razón. Es duro «poner la otra mejilla» en todas las cosas. Tan sólo somos seres humanos.

En cierto modo, nunca se había sentido a gusto con las enseñanzas de Jesús que había anotado Lucas de que, si alguien roba la capa de una persona, esa persona tenía que darle al ladrón también su camisa. Sin duda, si uno se exponía a tal opresión, como la de poner la otra mejilla, significaba que uno era igualmente culpable, pues en realidad resultaba una invitación a un mayor robo y más injuria por parte del malhechor. Sin embargo, según Mateo, Jesús dijo: «No creáis que he venido a traer la paz sobre la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. He venido, en efecto, a separar al hombre de su padre, a la hija de su madre, a la nuera de su suegra; y serán enemigos del hombre los de su propia casa».


Resultaba confuso. Y a Fidelma le había preocupado mucho.

– ¿Tal vez la fe espera demasiado de nosotros? -inquirió Cass interrumpiéndola abruptamente en sus pensamientos.

– Tal vez. Pero las esperanzas de la humanidad siempre han de exceder sus límites; si no, no habría progreso en la vida.

De repente la expresión de Fidelma se convirtió en una sonrisa maliciosa.

– Tenéis que perdonarme, Cass, pues a veces lo único que hago es intentar comprobar mis actitudes frente a la fe.

El joven soldado se mostró indiferente.

– Yo no tengo esa necesidad -replicó.

– Entonces vuestra fe es grande -contestó Fidelma sin poder evitar un tono de sarcasmo en la voz.

– ¿Por qué he de poner en duda lo que predican los prelados? -inquirió Cass-. Yo soy una persona simple. Ellos llevan siglos pensando en esos asuntos y, si así lo dicen, entonces es que así ha de ser.

Fidelma sacudió la cabeza apenada. Era en momentos como éste en los que echaba de menos las discusiones tormentosas que había tenido con el hermano Eadulf de Seaxmund's Ham.

– Cristo es el hijo de Dios -dijo con firmeza-. Por lo tanto, Él estaría de acuerdo con rendir homenaje a la razón, pues, si no hay duda, no puede haber fe.

– Sois una filósofa, Fidelma de Kildare. Pero yo no esperaba que una religiosa cuestionara su fe.

– He vivido demasiado tiempo para no ser una escéptica, Cass de Cashel. Uno debería atravesar la vida siendo escéptico respecto a todas las cosas y particularmente respecto a uno mismo. Pero ahora hemos agotado el tema y hemos de retirarnos. Tenemos mucho que hacer por la mañana.

Se levantó y Cass, con cierta renuencia, siguió su ejemplo.

Cuando él hubo abandonado su habitación, Fidelma se estiró en la cama y esta vez apagó la lámpara.

Intentó con todas sus fuerzas recordar qué hechos había averiguado respecto a la muerte del venerable Dacán. Sin embargo, se encontró con que eran otros los pensamientos que dominaban sus sentidos. Se referían a Eadulf de Seaxmund's Ham. Mientras pensaba en él, volvió a sentir un curioso sentimiento de soledad, como de nostalgia.

Echaba de menos sus debates. Añoraba la manera en que podía tomarle el pelo a Eadulf al discutir sus opiniones y filosofías encontradas; la forma que él tenía de caer bondadosamente en la trampa. Sus discusiones eran acaloradas, pero no había enemistad entre ellos. Aprendían juntos al examinar sus interpretaciones y debatir sus ideas.

Echaba de menos a Eadulf. Eso no podía negarlo.

Cass era un hombre simple. Resultaba bastante agradable; una compañía gratificante; un hombre que tenía un buen código moral. Sin embargo, para ella, carecía del agudo humor que necesitaba; carecía de una amplia perspectiva de conocimientos con los que los suyos propios pudieran competir. Al considerarlo así, Cass le recordaba un poco a alguien responsable de un episodio desagradable de su vida. Cuando tenía diecisiete años, se había enamorado de un joven soldado llamado Cian. Estaba en la guardia de élite del Rey Supremo, que era Cellach en aquel tiempo. Ella era joven y despreocupada, pero estaba enamorada. A Cian no le preocupaban sus búsquedas intelectuales y la había acabado dejando por otra. Aquel rechazo la dejó desilusionada. Se sintió amargada, aunque los años habían suavizado su actitud. Pero no había olvidado aquella experiencia y, en realidad, nunca se había recuperado. Tal vez nunca se lo había permitido a sí misma.

Eadulf de Seaxmund's Ham había sido el único hombre de su misma edad en cuya compañía se había sentido realmente cómoda y capaz de expresarse.

Quizás había iniciado la discusión de la fe como una manera de probar a Cass.

Entonces, ¿por qué quería probar a Cass? ¿Con qué finalidad? ¿Acaso quería la compañía de Eadulf y buscaba a un sustituto?

Soltó un silbido en la oscuridad, escandalizada ante aquella idea. Una idea ridicula.

Después de todo, había pasado varios días en compañía de Cass durante el viaje hasta allí y no había tenido ningún problema.

Tal vez la clave de la situación residía en el hecho de que ciertamente intentaba recrear a Eadulf porque estaba investigando un asesinato con Cass como compañero, mientras que anteriormente Eadulf había sido su camarada, la pared contra la que podía lanzar sus ideas.

¿Pero por qué había de querer recrear a Eadulf?

Volvió a soltar un silbido como para quitarse todo aquello de la cabeza. Luego se giró y hundió la cabeza enfadada en la almohada.

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