Capítulo IX

Sor Grella sorprendió a Fidelma. Era una mujer atractiva de unos treinta años largos. Aunque bajita y algo entrada en carnes, era de carácter vivaz, cabello castaño bien arreglado y unos ojos oscuros graciosos. Para Fidelma, solamente la boca antipática y voluptuosa le estropeaba los rasgos de la cara. La primera impresión era que estaba fuera de lugar entre la lobreguez de la abadía, y más aún en la biblioteca. Sin embargo, era la bibliotecaria principal de la abadía. Y, a pesar de su inicial apariencia sensual, sor Grella se comportaba de una manera recta y majestuosa, como una reina en medio de su corte. Estaba sentada en una silla de roble ricamente tallada al fondo de la gran sala de la biblioteca, que era casi tan grande y tan abovedada como la iglesia de la abadía. Era un edificio impresionante, incluso en comparación con las grandes bibliotecas que Fidelma había visitado en cualquier lugar de los cinco reinos de Éireann.

Los libros no se guardaban en estanterías, sino que cada obra se guardaba en una taig liubhair o saca, una funda de cuero que se colgaba de una hilera de colgadores que había a lo largo de las paredes, claramente etiquetados con su contenido. Fidelma, al contemplar aquella impactante colección, recordó la historia de la muerte de san Longargán, un eminente erudito contemporáneo de Colmcille. La noche en que aquel santo había muerto, al parecer, todas las sacas de libros de Irlanda se habían caído de los colgadores en señal de respeto y como símbolo de la pérdida de su sabiduría.

La mayoría de libros contenidos en las sacas eran obras de referencia, consultadas con asiduidad por los estudiosos. Sin embargo, también había repartidas por toda la biblioteca obras especiales de gran valor, que se guardaban en fundas de cuero ricamente ornamentadas y repujadas con esmaltes y finas capas de oro y plata e incluso con piedras preciosas incrustadas. Se decía que Assicos, el calderero de Patricio, hacía fundas cuadradas de cobre para guardar los libros del santo. Algunas de estas obras también se guardaban en cajones especiales de madera y de metal.

Unos contenedores de madera tallada se usaban para guardar haces de varillas de avellano y álamo temblón, sobre los que se habían grabado letras en el antiguo ogham. Estas obras eran las varillas de los poetas, pero iban desapareciendo, pues las finas varillas se pudrían. La información que contenían a menudo se transcribía al nuevo alfabeto en vitelas antes de que se destruyeran.

Había bastante gente en la biblioteca, que estaba en penumbra y olía a humedad. A pesar de la luz del día que se filtraba por las altas ventanas hasta el interior de la tech screptra, había unas velas gigantes encendidas, incrustadas en grandes soportes de hierro. Éstas daban a la estancia una luz vacilante. La atmósfera asfixiante que producía el humo de esas velas, pensó Fidelma, no era muy adecuada para estudiar bien. Por toda la estancia había escribas, sentados en mesas especiales, que se inclinaban sobre las vitelas con plumas de cisne o de ganso en una mano y un tiento para apoyar la muñeca en la otra, mientras transcribían de forma elaborada y con ornamentos alguna obra antigua para la posteridad. Otros estaban sentados en silencio o dejaban ir algún suspiro cuando las páginas crujían al girarlas.

Fidelma fue avanzando por entre las filas de sacas y las mesas de esos estudiosos diligentes. Nadie levantó la cabeza a su paso.

El centelleo que reflejaron los ojos castaños de sor Grella mostró que la bibliotecaria la había estado observando. Fidelma llegó a la cabeza de la sala, donde estaba situada la silla de la bibliotecaria tras un escritorio situado sobre una tarima para tener una buena visión de la tech screptra.

– ¿Sor Grella? Soy… -empezó a decir Fidelma al tiempo que se detenía ante la bibliotecaria.

Sor Grella alzó su mano pequeña pero torneada en señal de silencio. Luego se puso un dedo en los labios, se levantó y le hizo un gesto hacia una puerta lateral.

Fidelma lo interpretó como una invitación a seguirla.

Al otro lado de la puerta, había una pequeña habitación llena de estanterías con libros y con una mesa y varias sillas. Había unas vitelas sobre la mesa y un tintero con tapa cónica, un adirícín, con una selección de plumas y una navaja para cortar las plumillas. Estaba claro que era un estudio privado.

Sor Grella esperó a que Fidelma entrara y luego cerró la puerta tras ella y, con otro gesto imperial de su mano, señaló hacia una silla, indicando a Fidelma que se podía sentar. Cuando Fidelma hubo tomado asiento, la bibliotecaria hizo lo mismo con su pose regia en una silla frente a ella.

– Sé quién sois y por qué habéis venido -dijo la bibliotecaria con una suave voz de soprano.

Fidelma sonrió burlonamente a aquella mujer amable.

– En tal caso, mi labor será mucho más simple -contestó Fidelma.

La bibliotecaria arqueó las cejas, pero no dijo nada.

– ¿Hace mucho tiempo que sois la bibliotecaria de Ros Ailithir?

Estaba claro que sor Grella no esperaba que empezara con esta pregunta y frunció el ceño.

– Llevo ocho años de leabhar coimedach -contestó después de dudar un momento.

– ¿Y antes de eso? -insistió Fidelma.

– No estaba en esta fundación.

Fidelma simplemente le había preguntado aquello para obtener alguna información anterior de la bibliotecaria, pero percibió un cierto recelo en su voz y se preguntó a qué se debería.

– Entonces debisteis venir aquí muy bien recomendada para conseguir un puesto tan importante como el de bibliotecaria sin haber recibido enseñanzas en este monasterio, hermana -comentó Fidelma.

Sor Grella hizo un gesto desdeñoso, un movimiento con su mano izquierda.

– Tengo el grado de sai.

Fidelma sabía que para conseguir el grado de sai se tenía que haber estudiado en una escuela eclesiástica durante seis años y tener conocimientos de las Escrituras, así como otros generales.

– ¿Dónde estudiasteis? -preguntó Fidelma con curiosidad natural.

De nuevo, sor Grella volvió a dudar. Entonces pareció que se decidía.

– En la fundación de san Colmcille conocida como Cealla.

Fidelma se la quedó mirando un momento pasmada.

– ¿Cealla en Osraige?

– No sé de otra -dijo Grella.

– ¿Entonces sois de Osraige?

Aquella tierra fronteriza entre Muman y Laigin se le aparecía cualquiera que fuera el camino que tomara su investigación. A Fidelma le parecía increíble que el reino de Osraige se viera relacionado tantas veces con Ros Ailithir.

– Sí -admitió sor Grella-. Todavía no sé qué tiene que ver esto con vuestra labor. El abad Brocc me informó de que sois dálaigh y habéis venido a investigar la muerte de Dacán de Fearna. Pero mi lugar de nacimiento y mis titulaciones seguro que tienen poco que ver con este asunto.

Fidelma se la quedó mirando pensativa.

La mujer se había puesto tensa. Sus venas bajo la piel blanca de la frente se veían de color azul. La boca le temblaba ligeramente y tenía los músculos de la cara rígidos. Una mano torneada jugaba nerviosa con el crucifijo de plata que le colgaba del cuello.

– Me han dicho que el venerable Dacán pasó una buena parte de su tiempo en la biblioteca -continuó Fidelma sin molestarse en contestar a la protesta de sor Grella.

– Era un estudioso. El propósito de su visita a Ros Ailithir era el estudio. ¿Dónde sino iba a pasar todo el tiempo?

– ¿Cuánto tiempo estuvo aquí?

– Me imagino que el abad ya os lo habrá dicho.

– Dos meses -informó Fidelma, dándose cuenta de que la bibliotecaria de aspecto amable no iba a ser de mucha ayuda y que tendría que plantear las preguntas con cuidado para obtener alguna información de sus cautelosas respuestas-. Y, en estos dos meses -continuó Fidelma-, pasó la mayor parte de su tiempo en esta biblioteca estudiando. ¿Qué estudiaba?

– Era un estudioso de la historia.

– Era muy respetado por sus conocimientos, lo sé -contestó Fidelma con paciencia-. ¿Pero qué libros estudió aquí?

– Los libros que se estudian son asunto exclusivo del bibliotecario y del estudioso -contestó con dureza sor Grella.

Fidelma se dio cuenta de que había llegado el momento de mostrar su autoridad.

– Sor Grella -dijo suavemente y en voz tan baja que la bibliotecaria tuvo que inclinarse hacia adelante en la silla para oír sus palabras-. Yo soy un dálaigh que investiga un asesinato. Tengo estudios hasta el grado de anruth. Esto me otorga unos ciertos derechos y obligaciones sobre a quiénes he de interrogar. Estoy segura de que como sai sois perfectamente consciente de estas obligaciones. Ahora me contestaréis a las preguntas que os haga sin mayores evasivas.

De repente sor Grella se puso tensa mientras la voz de Fidelma se alzaba con dureza. Había abierto bien los ojos y miraba con ira mal disimulada a la joven. El rubor de sus mejillas mostraba que no estaba acostumbrada a verse reprendida de aquella manera. Tragó saliva haciendo ruido.

– ¿Qué libros estudiaba Dacán aquí? -volvió a preguntar Fidelma.

– A él…, a él le interesaban los volúmenes que tenemos dedicados a la historia de… de Osraige.

¡Otra vez Osraige! Fidelma se quedó mirando el rostro, ahora impasible, de la bibliotecaria.

– ¿Osraige? ¿Por qué habría de tener una abadía en las tierras de los Corco Loígde libros referentes a un reino que queda a tantas millas de aquí?

Por primera vez los labios de sor Grella esbozaron una sonrisa de superioridad. La afeaba.

– Obviamente, Fidelma de Kildare, a pesar de vuestro saber en leyes, tenéis pocos conocimientos de la historia de estas tierras.

Fidelma se encogió de hombros con aire indiferente.

– Todos somos novatos en el oficio de los otros. Yo me contento con las leyes y dejo la historia a los historiadores. Instruidme si hay algo que debería saber de este asunto.

– Hace doscientos años, hubo un jefe de los Osraige que se llamaba Lugne. Visitó esta tierra de los Corco Loígde y conoció a la hija del jefe, que se llamaba Liadán. Durante un tiempo, vivieron juntos en una isla de esta costa. Tuvieron un hijo al que llamaron Ciarán y que se convirtió en uno de los grandes apóstoles de la fe en Irlanda.

Fidelma había seguido el relato con interés.

– He leído la historia del nacimiento de san Ciarán que cuenta que cayó una estrella del cielo en la boca de su madre Liadán una noche mientras dormía y, después de esto, quedó embarazada.

La bibliotecaria estaba indignada.

– A los narradores les gusta embellecer sus historias con fantasías, pero la verdad, tal como os lo digo, es que el padre de Ciarán era Lugne de Osraige.

– No tengo intención de discutir -la tranquilizó Fidelma-; sólo apuntaba que las historias de los grandes apóstoles de Irlanda son múltiples.

– Os estoy explicando la relación entre Osraige y los Corco Loígde -replicó la bibliotecaria con acritud-. ¿La queréis conocer o no?

– Entonces continuad.

– Cuando Ciarán creció, después de muerto Lugne, inició la conversión de la gente del reino de su padre a la nueva fe. En aquel tiempo, hace doscientos años, la mayoría todavía no había oído la Palabra de Cristo. Convirtió a Osraige y ahora es su santo patrón, aunque eligiera Saighir para fundar su comunidad, que está justo en la frontera norte. Por eso se le conoce como Ciarán de Saighir.

Fidelma ya sabía todo eso, pero prefirió morderse la lengua.

– Acepto que Ciarán tuviera a un padre de Osraige y a una madre de Corco Loígde. ¿Es eso lo que estudiaba Dacán? ¿Una vida de Ciarán?

– La cuestión es que, cuando Ciarán llevó la fe a Osraige, también se llevó a muchos seguidores de los Corco Loígde, incluida su madre viuda, Liadán, que fundó una comunidad de religiosas no lejos de Saighir. Y con esos seguidores iba su amigo más íntimo y pariente, Cúcraide mac Duí, quien, después de que Ciarán derrotara al reino pagano de Osraige, fue hecho rey.

Ahora, repentinamente, Fidelma sintió un gran interés por la historia.

– ¿Entonces es así como los reyes de los Osraige fueron elegidos de la misma familia que los jefes de los Corco Loígde?

– Exactamente. Durante doscientos años, los Osraige han sido gobernados por la familia de los jefes Corco Loígde. Esto a menudo se ha considerado injusto. Durante los últimos cien años, muchos reyes de Osraige, procedentes de Corco Loígde, han muerto a manos de su gente, como Feradach, que fue asesinado en su cama.

– ¿Y el primo de Salbach, Scandlán, también es de los Corco Loígde?

– Exacto.

– ¿Sigue habiendo disputas sobre la realeza?

– Siempre habrá conflicto hasta que Osraige pueda reestablecer su propia línea de reyes.

Fidelma advirtió cierta vehemencia en la voz de Grella.

– ¿Por eso Dacán estaba interesado en estudiar la relación entre Osraige y Corco Loígde?

Grella optó por ponserse inmediatamente en guardia otra vez.

– Estudiaba nuestros textos sobre la historia de Osraige y sus reyezuelos; eso es lo único que sé.

Fidelma, exasperada, suspiró profundamente.

– Veamos, tiene su lógica. Dacán era de Laigin. Laigin lleva mucho tiempo reclamando Osraige. Tal vez Laigin estaba interesado en situar a los reyes originarios de Osraige de nuevo en el poder si estos reyes cambiaban su lealtad de Cashel a Laigin. ¿No sería lo que hacía que Dacán estuviera interesado en la historia de la realeza?

Grella se ruborizó y apretó los labios.

Fidelma se dio cuenta de que tenía razón y que Grella sabía perfectamente lo que estaba estudiando el anciano sabio.

– Dacán fue enviado aquí por Fianamail, el nuevo rey de Laigin, o por su propio hermano, el abad Noé de Fearna, que es el consejero del nuevo rey, para recoger la historia de la realeza de Osraige y entonces se pudiera presentar el caso contra los Corco Loígde ante la asamblea del Rey Supremo. ¿Me equivoco?

Grella permaneció en silencio, mirando desafiante a Fidelma.

Fidelma sonrió de repente a la bibliotecaria.

– Estáis en una situación delicada, Grella. Como mujer de Osraige, al saber esto, parece que apoyéis a los desposeídos reyes originarios. Pero creo que ahora resulta claro por qué el venerable Dacán había venido a Ros Ailithir. ¿Entonces por qué lo mataron? ¿Para evitar que esos conocimientos llegaran a Laigin?

Sor Grella no se inmutó.

– Venga, hablad, Grella -insistió Fidelma-. Todos tenemos derecho a opinar. Vos sois una mujer de Osraige. Sin duda tenéis una opinión. Si apoyarais el regreso de los reyes originarios, significaría que no teníais motivo para matar a Dacán.

Los ojos de Grella brillaron de ira.

– ¿Yo? ¿Yo matar a Dacán? Cómo os atrevéis… -Se mordió los labios e intentó controlar su ira. Luego se puso a hablar con calma-: Sí, por supuesto que tengo una opinión. El legado de Ciarán pende como una losa alrededor de nuestros cuellos. Pero no soy una revolucionaria que quiera cambiar las cosas.

Fidelma se reclinó en su silla. Sentía que había dado un paso adelante, pero que, a su vez, le abría nuevos misterios.

– Así que proporcionasteis a Dacán todos los textos antiguos que necesitaba para recabar esta información y que el nuevo rey de Laigin presentara una nueva reclamación ante el Rey Supremo para que le devolvieran Osraige.

Sor Grella no se molestó en responder, pero otra idea asaltó a Fidelma.

– Dacán estaba estudiando los textos y tomaba notas para preparar un informe que llevaría a Laigin… ¿No es así?

– Eso es lo que he afirmado.

– ¿Entonces dónde guardaba todas las notas y escritos?

Sor Grella hizo una mueca.

– En su habitación del hostal, supongo.

– Os sorprendería saber que sólo había unas vitelas blancas, algo de material para escribir y nada más, salvo…

Fidelma sacó de su hábito la varilla de avellano que había encontrado en la habitación de Dacán.

Grella la cogió, la giró y examinó los caracteres.

– Forma parte de la «Canción de Mugain», hija de Cúcraide mac Duí, el primer Corco Loígde rey de Osraige. Enumera parte de la genealogía de los reyes originarios de Osraige. Ni siquiera sabía que se había perdido.

Se levantó de la silla y fue hacia un rincón de la habitación y empezó a rebuscar en unos contenedores en los que se guardaban los haces de varillas. Encontró uno y lo revisó, emitiendo unos chasquidos con la lengua.

– Sí; es una varilla de esta colección.

– Está escrita en un estilo curioso, parece más un testamento que una genealogía -comentó Fidelma.

Grella entrecerró los ojos.

– ¿Conocéis el ogham? -preguntó secamente.

– Sí.

– Bueno, no es un testamento -dijo Grella con voz quejumbrosa-. El simbolismo es el de un poema.

– Al parecer, Dacán se había llevado estas varillas a su habitación para transcribirlas y, cuando las devolvió, se olvidó una de ellas que se había caído al suelo de la habitación. ¿Era eso normal, que se llevara material a su habitación?

Grella sacudió la cabeza en señal de negación.

– Anormal. Dacán no trabajaba así. No quería que nadie supiera en qué estaba trabajando, por lo que normalmente no sacaba nada de la tech screptra. Por lo común trabajaba en esta misma habitación en la que estamos sentadas. Éste es mi estudio privado. Nunca se sacó nada de esta estancia.

– Entonces alguien sacó al menos una de las varillas de esta «Canción de Mugain» -señaló Fidelma-. ¿Cómo sino podría encontrarse en la habitación de Dacán?

– No puedo responder a esa pregunta.

– ¿Y decís que nunca dejaba notas o escritos suyos aquí en la biblioteca?

Sor Grella se puso rígida.

– Os puedo asegurar que no sé nada de eso.

– ¿Conocíais a Assíd, el comerciante?

El cambio de tema fue tan repentino que sor Grella le pidió que le repitiera la pregunta.

– Lo vi en la cena la noche de la muerte de Dacán -contestó sor Grella-. ¿Qué tiene que ver ese hombre en este momento?

– ¿Os fijasteis en si Dacán conocía a Assíd?

El rostro de Grella no reveló nada.

– Assíd era de Laigin. Mucha gente conocía a Dacán en ese reino o sabía de él.

– Yo creo que debió ser Assíd el que llevó la noticia de la muerte de Dacán directamente a Fearna -continuó Fidelma-. La noticia de su muerte viajó rápido y sólo un veloz barc, que tomara la ruta costera, podía llegar a Fearna en tan poco tiempo.

– No puedo comentar nada respecto a eso.

– Bien, ¿podría ser que Assíd se llevara las notas de Dacán?

– ¿Estáis diciendo que Assíd las robó? -inquirió Grella.

No parecía ni sorprendida ni ofendida.

– Es una explicación posible.

– Posible, sí -admitió sor Grella-. Pero eso implica seguramente que Assíd mató a Dacán.

– Todavía no he llegado a esa conclusión.

Fidelma se levantó de su asiento.

Sor Grella la miraba impasible.

– Tal explicación permitiría al rey de Cashel sacarse la responsabilidad de encima.

Fidelma la miró esbozando una sonrisa.

– ¿Y eso?

– Porque, si Dacán fue asesinado por un hombre de Laigin, la exigencia de Laigin respecto a Osraige como precio de honor de Dacán resultaría irrelevante. ¿No es así?

– Ciertamente, eso es exacto -admitió Fidelma con solemnidad.

Se giró y dejó a sor Grella todavía sentada en su silla y regresó a la tranquilidad de la tech screptra, entre los suspiros, el crujir de las vitelas y el raspar de las plumas.

Una figura le llamó la atención entre las hileras de sacas colgadas. Le sorprendió principalmente porque resultaba obvio que no quería que ella la observara. Si hubiera estado examinando los libros, ella no se habría fijado. Pero la figura intentaba de forma tan ostentosa parecer un lector entusiasmado en la biblioteca que en seguida se merecía una segunda mirada. En fin, si la figura resultaba obvio que no quería ser vista, Fidelma concluyó que tenía que hacer ver que no la había visto.

Era la joven y entusiasta sor Necht.

Fuera de la sombría tech screptra iluminada por velas, el día se había vuelto frío y las nubes de tormenta se arracimaban otra vez procedentes del oeste y traían llovizna.

Fidelma gruñó suavemente y empezó a apresurarse hacia el hostal.

En el vestíbulo, el hermano Rumann se había asegurado de que ardiera un fuego lento en la gran chimenea. Fidelma agradeció aquel calor, pues el tiempo era realmente desagradable. Se preguntó si sor Eisten o los niños ya habrían aparecido y se encaminó hacia las habitaciones. Las puertas estaban abiertas, pero las habitaciones seguían vacías.

Fidelma frunció los labios un momento. Se dio cuenta de que no sólo las habitaciones de los niños estaban vacías, sino que no había señal alguna de que hubieran estado ocupadas.

Frunciendo el ceño, Fidelma se apresuró por el pasillo hasta la habitación que el hermano Rumann utilizaba como officina.

El cenobita rechoncho estaba sentado frente a su tablero de brandubh, al parecer resolviendo algunos movimientos.

Levantó la vista sorprendido al ver que Fidelma entraba después de llamar brevemente a la puerta.

– Ah, sois vos hermana. -Su rostro se arrugó esbozando una sonrisa y bajó la mirada a su escritorio-. ¿Habéis venido a retarme?

Fidelma sacudió rápidamente la cabeza en señal de negación.

– Aún no, hermano Rumann. Me interesa más saber dónde están los niños.

– ¿Los niños?

– Los niños de Rae na Scríne.

Su rostro se mostró sorprendido.

– A los niños los llevaron junto al hermano Midach después de la comida de mediodía. ¿Queríais verlos antes de que se fueran?

– ¿Se fueran? ¿Adónde?

– El hermano Midach les iba a hacer un último examen para asegurarse de que no había señales de la peste y luego sor Aíbnat se los iba a llevar al orfanato que hay en la costa que regentan esta buena hermana y el hermano Molua. Yo creo que ya deben de haberse ido.

– ¿Se han ido todos?

– Eso creo, hermana. El hermano Midach lo ha de saber.

Fidelma corrió en busca del médico de la abadía.

El hermano Midach tenía unos rasgos redondeados más propios de un animador que de un médico. Para Fidelma, todos los médicos tenían sentido del humor, pues todos tenían muchas arrugas en las líneas de la risa. Era bastante calvo, así que resultaba difícil ver dónde empezaba su tonsura y dónde la carencia de pelo era natural. Sus labios eran finos, los ojos de un castaño cálido y amables y mostraba una barba incipiente en las mejillas.

Fidelma entró en su habitación sin llamar. El médico estaba solo, al parecer ocupado en mezclar algunas hierbas. Levantó la mirada con el ceño fruncido.

– Soy Fidelma de Kildare… -empezó a decir.

El médico la examinó con atención antes de decir más cosas, pero sin parar en su actividad.

– Mi colega el hermano Tóla ha hablado con vos. ¿Me buscabais?

– No. Me han dicho que habéis examinado a los niños de Rae Na Scríne esta tarde. ¿Es así?

El médico arqueó sus oscuras y pobladas cejas.

– Así es. El abad pensó que era mejor enviarlos directamente al cuidado del hermano Molua, que tiene una casa en la costa y se ocupa de huérfanos. Sor Aíbnet recibió la orden de llevarlos allí. A mí me pidieron que comprobara que estuvieran sanos.

Fidelma mostró su decepción.

– ¿Así que se han ido todos?

Midach asintió con la cabeza sin hacer mucho caso mientras continuaba machacando hojas en un mortero.

– Aquí no tenemos instalaciones para los niños -explicó en tono familiar-. Las dos niñitas estaban muy bien -sonrió-. Y, cuanto antes esté el niño, Tressach, con otros de su edad, más feliz estará. Sí, está claro que estarán mejor en la casa de Molua.

Fidelma estaba a punto de girarse hacia la puerta cuando dudó y frunció el ceño al mirar al médico.

– ¿No me decís nada de los dos hermanos, Cétach y Cosrach?

Midach alzó de repente la vista del mortero, con los ojos oscuros e impenetrables.

– ¿Qué dos hermanos? -inquirió-. Había dos hermanas…

– Los chicos de cabello negro -interrumpió ella con impaciencia.

Midach hizo una mueca.

– No sé nada de dos chicos de cabello negro. Me pidieron que examinara a las dos niñas y a un chaval de ocho años.

– ¿No visteis a un chico de catorce y otro de unos diez?

Midach sacudió la cabeza asombrado.

– ¿No me digáis que el hermano Rumann se ha equivocado y que había otros dos chicos que tenían que ir al hogar de Molua? Yo, desde luego, no los he visto…

Fidelma ya se había ido corriendo hacia el hostal.

El hermano Rumann se movió sorprendido cuando Fidelma volvió a entrar.

– Los dos chicos de cabello negro -exigió-. Cétach y Cosrach. ¿Dónde están?

El hermano Rumann se la quedó mirando con expresión desconsolada y luego bajó la vista hacia su tablero de brandubh. Las piezas se habían salido de sus casillas, al parecer debido al gesto de sorpresa producido cuando Fidelma había atravesado la puerta.

– ¡Qué sorpresa, hermana! Un poco de paciencia. Ya casi había resuelto una nueva táctica. Una maravillosa manera de…

Hizo una pausa, observando, por primera vez, la expresión alterada de la joven.

– ¿Qué decíais?

– Os pregunto dónde están los dos chicos de cabello negro, Cétach y Cosrach.

El hermano Rumann empezó lentamente a recoger las piezas esparcidas y a volverlas a colocar en el tablero de brandubh.

– Ordenaron a sor Aíbnat que se llevara a todos los niños al hermano Midach y, si éste decía que estaban bien de salud, tenía que partir para el hogar de Molua en la costa.

– El hermano Midach dice que sólo vio a las dos niñitas, Ciar y Cera, y al niño de ocho años que se llama Tressach. ¿Qué ha pasado con los otros dos niños?

El hermano Rumann se puso en pie con expresión de preocupación, mientras agarraba las piezas de brandubh.

– ¿Estáis segura de que no se fueron con sor Aíbnat? -preguntó con incredulidad.

– El hermano Midach no sabe nada de ellos -respondió Fidelma con aire de exagerada paciencia.

– ¿Entonces dónde se pueden haber escondido? ¡Niños tercos y estúpidos! Tenían que haberse ido con sor Aíbnat. Eso significa que ahora habrá que hacer otro viaje para llevarlos al orfanato de Molua.

– ¿Cuándo los visteis por última vez?

– No lo recuerdo. Tal vez cuando Salbach llegó aquí. Recuerdo que la joven sor Necht estaba hablando con ellos en su habitación. La orden de que los niños tenían que ir al orfanato la dio Brocc poco después.

– ¿Hay algún sitio en el que resultara obvio que se pudieran esconder? -preguntó Fidelma al recordar lo asustado que se había mostrado Cétach de Salbach. ¿Se habrían ocultado él y su hermano en alguna parte esperando a que Salbach se fuera de la abadía? ¿Estarían todavía ocultos sin saber que ya se había marchado?

– Hay muchos escondrijos -le aseguró Rumann-. Pero no os preocupéis, hermana. Pronto serán vísperas y la campana y el hambre los sacarán de su escondrijo.

Fidelma no estaba convencida.

– Se suponía que la campana para la comida de mediodía los haría salir a causa del hambre. Si veis a sor Eisten, decidle que quisiera verla.

El hermano Rumann asintió sin prestar atención, volviendo a fijarse en el juego de brandubh. Lentamente volvió a reunir las piezas en el tablero.

Al volver a su habitación, Fidelma se estiró exhausta sobre la cama. ¡Ojalá hubiera dicho a Brocc que quería que los niños de Rae na Scríne se quedaran en la abadía hasta que hubiera resuelto el misterio! No se le había ocurrido que se los llevarían tan pronto. Por cada misterio que se resolvía, enfrentaba a otros nuevos.

¿Por qué le había rogado el joven Cétach que no dijera nada de él ni de su hermano Cosrach ante Salbach? ¿Por qué se habían esfumado los chicos? ¿Por qué era tan remiso Salbach a creer la acusación contra Intat? ¿Y tenía alguno de estos asuntos relación con la muerte de Dacán? ¿Qué misterio era el que tenía que resolver principalmente?

Resopló con frustración mientras permanecía estirada boca arriba y con las manos detrás de la cabeza.

Por el momento, esta investigación tenía poco sentido. Sí, había un par de teorías que podía desarrollar, pero el anciano brehon Morann la había advertido que no montara teorías antes de conocer todas las pruebas. ¿Cuál era su frase preferida? «No hagas queso hasta que hayas ordeñado las vacas.» Sin embargo, era plenamente consciente del paso rápido de su mayor enemigo, el tiempo.

Se preguntaba cómo se sentiría ahora su hermano Colgú, que era rey de Muman. Se angustiaba al pensar en su hermano mayor.

Habría poco tiempo para llorar al rey muerto, Cathal mac Cathail, su primo. Ahora lo principal era evitar esa guerra. Y esa gran responsabilidad recaía enteramente en ella.

Una vez más deseó que Eadulf de Seaxmund's Ham estuviera con ella para poder discutir con él sus ideas y sospechas. Luego se sintió algo culpable por tener ese pensamiento sin saber bien por qué.

El sonido repentino de un portazo hizo que se levantara. Oyó unos pasos pesados que corrían por el suelo enlosado del piso inferior y luego subían por escaleras hasta el segundo piso del hostal. Tales pasos no auguraban nada bueno. Cuando las pisadas llegaron hasta su puerta y se detuvieron, ella ya había saltado de la cama y estaba frente a ella.

Era Cass, que empujó la puerta, después de llamar con premura. Jadeaba con fuerza tras el ejercicio realizado.

Se metió hasta el centro de la habitación de Fidelma y se quedó allí plantado con los hombros levantados frente a ella.

– ¡Sor Fidelma! -tuvo que detenerse para recobrar la respiración.

Ella se lo quedó mirando, preguntándose qué era lo que había alterado tanto al joven guerrero. Enseguida adivinó que tenía que haber corrido una larga distancia para llegar en semejante estado. Un guerrero como él no se quedaba sin respiración fácilmente.

– ¿Bueno, Cass? -le preguntó en voz baja-. ¿Qué hay?

– Sor Eisten. La han encontrado.

Fidelma lo leyó en sus ojos.

– ¿La han encontrado muerta? -preguntó sin inmutarse.

– ¡Sí! -confirmó Cass con amargura.

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