Capítulo I

La tormenta irrumpió con repentina violencia. Un relámpago blanco anunció el estallido de un trueno enojado y seguidamente empezó a caer una fuerte y gélida lluvia.

El caballo y su jinete acababan de salir del abrigo de un bosque y se detuvieron en una cresta a contemplar una llanura ancha y plana. El jinete era una mujer; iba vestida con una larga capa y una capucha parda de lana, gruesa y cálida que le envolvía y protegía el cuerpo del frío del otoño avanzado. La mujer levantó los ojos al cielo sin temer el frenesí de la tormenta. Las nubes eran de un color gris oscuro y daban vueltas cerca del suelo ocultando las cimas de la montaña lejana como si fuera neblina. Aquí y allá, unos pedazos de nubes más oscuros, negros y agoreros traían consigo el trueno amenazador.

La mujer parpadeaba cuando la lluvia fría le salpicaba el rostro; era tan helada que llegaba a producirle dolor. Su rostro era joven, atractivo sin llegar a ser bello, y unos mechones rebeldes de cabello pelirrojo se le escapaban por debajo de la capucha de la capa y le cruzaban la ancha frente. Su piel pálida era ligeramente pecosa. Sus ojos reflejaban el color de los cielos sombríos y parecían grises, pero, cuando el relámpago brilló en ellos, descubrieron un leve fulgor verde. Cabalgaba con agilidad juvenil y controlaba firmemente al animal inquieto con su cuerpo alto. Examinándola de cerca, se habría visto que llevaba un crucifijo de plata colgando del cuello y que, bajo la capa y la capucha de montar, se ocultaba un hábito de religiosa.

Sor Fidelma, de la comunidad de Santa Brígida de Kildare, llevaba esperando la llegada de aquella tormenta durante varias horas y no le había sorprendido su estallido aparentemente repentino. Hacía rato que veía los signos. Mientras iba avanzando había observado que las copas de los pinos se acercaban unas a otras, que los pétalos de las margaritas y de los dientes de león se ocultaban y que los tallos de los tréboles del prado se hinchaban. Todo revelaba a su mirada observadora y aguda la llegada de la lluvia. Incluso la última golondrina, que se preparaba para desaparecer de los cielos de Éireann durante los meses de invierno, se había mantenido cerca del suelo; una indicación clara de que amenazaba tormenta. Por si fueran necesarias más señales, al pasar por la cabaña de un leñador en el bosque que quedaba a su espalda, había visto que el humo del fuego descendía en lugar de elevarse en espiral; caía y se arremolinaba alrededor de la construcción, y luego se dispersaba en el aire frío. La mujer sabía por experiencia que el humo que se comporta de tal manera siempre indica que va a llover.

Estaba totalmente preparada para la tormenta, aunque no para su ferocidad. Se detuvo un momento y se preguntó si le convendría regresar al interior del bosque y buscar abrigo allí hasta que el chaparrón amainara. Pero tan sólo estaba a unas pocas millas de su destino y la urgencia del mensaje que había recibido, de ir a toda velocidad, le hicieron golpear con los talones los costados del caballo para que avanzara por el sendero que conducía a la gran llanura en dirección a la colina lejana, que todavía era visible a pesar de la lluvia torrencial y de la oscuridad del cielo.

Aquel espectacular montículo era su objetivo; un gran crestón de roca caliza que se elevaba doscientos pies y dominaba la llanura en todas las direcciones. Se levantaba de manera escarpada y de vez en cuando el relámpago recortaba su silueta. Fidelma sintió una opresión en la garganta al contemplar aquellos lugares familiares. Observó las construcciones fortificadas que dominaban aquella fortaleza natural (Cashel, sede de los reyes de Muman, el mayor de los cinco reinos de Éireann. Era donde había nacido y pasado su niñez).

Al ir avanzando con la cabeza inclinada contra el viento salvaje y racheado que la empapaba de lluvia, sintió una curiosa mezcla de emociones. Le excitaba la idea de ver a su hermano Colgú, después de varios años de ausencia, pero también experimentó una cierta ansiedad al pensar en por qué le había tenido que enviar un mensaje pidiéndole que abandonara la comunidad de Kildare y se apresurara en llegar a Cashel con suma urgencia.

Durante todo el viaje, las preguntas iban asaltando su mente, aunque posiblemente no pudiera encontrarles respuesta. Se había reprendido varias veces por perder tiempo y energía en eso. Fidelma había sido educada en una antigua disciplina. Recordó el consejo de su primer maestro, el brehon Morann de Tara: «No coloques los huevos sobre la mesa antes de haber ido a visitar a la gallina». No tenía sentido preocuparse de la respuesta de un problema antes de saber las preguntas que había que hacerse.

Así pues, intentó olvidarse de tales preocupaciones y buscó refugio en el arte del dercad, el acto de meditación con el que innumerables generaciones de místicos irlandeses habían alcanzado el estado de sitcháin o paz, calmando los pensamientos extraños y los enfados de la mente. Ella practicaba regularmente este antiguo arte en momentos de tensión, a pesar de que algunos miembros de la fe, como Ultan, el arzobispo de Armagh, denunciaban su uso como una práctica pagana porque lo habían practicado los druidas. Incluso el mismo san Patricio, un britano que había hecho mucho por establecer la fe en los cinco reinos hacía dos siglos, había proscrito expresamente algunas de las artes meditativas de autoiluminación. Sin embargo, el dercad, aunque se censuraba, todavía no estaba prohibido. Era una manera de relajar y calmar el torbellino de pensamientos en una mente preocupada.

De esta manera Fidelma fue avanzando por entre la lluvia y el viento, con el continuo retumbar de los truenos y los destellos de los relámpagos, hasta aproximarse a la fortaleza de los reyes de Muman. Llegó a las afueras del lugar casi antes de darse cuenta.

Alrededor del crestón de roca caliza, bajo la sombra de la fortaleza, durante siglos había ido creciendo una gran población con mercado. El día se había oscurecido considerablemente, pues la tormenta seguía sin amainar. Fidelma llegó a la entrada de la ciudad y empezó a guiar a su caballo por entre las estrechas calles. Sentía el olor acre de los fuegos de turba y veía, aquí y allá, la tenue luz de numerosos faroles parpadeantes. De repente, surgiendo de entre las sombras oscuras, un guerrero alto, aguantando con una mano una linterna en lo alto y sosteniendo una lanza, sin hacer fuerza pero de forma profesional, le dio el alto en la entrada con la otra mano.

– ¿Quién sois y qué venís a hacer aquí a Cashel?

Sor Fidelma refrenó su caballo.

– Soy Fidelma de Kildare -contestó alzando la voz para que se le oyera entre el ruido de la tormenta. Luego decidió corregir sus palabras-. Soy Fidelma, hermana de Colgú.

El guerrero dejó ir un silbido y se puso firme.

– Pasad, señora. Esperábamos vuestra llegada.

Se volvió a retirar hacia las sombras para continuar su incómoda tarea de centinela frente a los peligros de la noche.

Fidelma siguió guiando a su caballo por entre las estrechas y oscuras calles de la ciudad. Sus oídos percibían el sonido de risas ocasionales y de una música animada procedente de algunos de los edificios junto a los que pasaba. Atravesó la plaza de la ciudad y se encaminó hacia el sendero que ascendía sinuoso hasta la cima de la colina rocosa. Ésta estaba habitada desde tiempos inmemoriales. Los antepasados de Fidelma, los Éoganacht, los hijos de Eoghan, se habían establecido allí hacía trescientos años cuando reclamaron para sí el trono de Muman, haciendo de la roca su centro político y luego eclesiástico.

Fidelma conocía cada pulgada del terreno, pues su padre, Failbe Fland, había sido rey de Cashel.

– ¡No sigáis avanzando! -chilló una voz débil y aflautada, despertando repentinamente a Fidelma de su ensoñación.

Fidelma se detuvo bruscamente y bajó la mirada sorprendida hacia la figura amorfa que había saltado delante de su caballo para cortarle el paso. Sólo por la voz pudo Fidelma darse cuenta de que aquel revoltijo de pieles y harapos era una mujer. La figura estaba en cuclillas, empapada por la lluvia, y se apoyaba en un bastón. Fidelma se acercó pero no era capaz de distinguir los rasgos de la mujer. Que era vieja resultaba obvio, pero todo quedaba a oscuras salvo, gracias a la luz de un rayo, la visión fugaz del cabello blanco empapado por la lluvia y pegado a su cara.

– ¿Quién sois? -inquirió Fidelma.

– No importa. ¡No avancéis, si valoráis vuestra vida!

Fidelma arqueó las cejas con sorpresa ante tal respuesta.

– ¿Qué es esta amenaza, vieja? -preguntó con dureza.

– No es una amenaza, señora -se carcajeó la bruja-. Simplemente os aviso. La muerte se ha instalado en ese lúgubre palacio de allá. La muerte abarcará a todos los que vayan allí. ¡Dejad este lugar miserable si valoráis vuestra vida!

Un relámpago repentino y el retumbo de un trueno distrajeron por un momento a Fidelma mientras intentaba calmar a su inquieta cabalgadura. Cuando se volvió a girar, la vieja había desaparecido. Fidelma apretó los labios y se encogió de hombros. Luego hizo avanzar a su caballo por el camino hasta llegar a las puertas del palacio de los reyes de Muman. Dos veces más le dieron el alto durante el ascenso y una y otra, al responder ella, los soldados la dejaron pasar con señales de respeto.

Un mozo de escuadra vino corriendo a hacerse cargo de su caballo mientras ella por fin descendía de su caballo en el patio enlosado, que estaba iluminado por trémulas linternas vacilantes que danzaban con el viento siguiendo misteriosos movimientos. Fidelma sólo se detuvo para acariciar a su caballo en el hocico y retirar su alforja de cuero y luego se apresuró a grandes zancadas hacia la puerta principal del edificio. Ésta se abrió para recibirla antes de que la golpeara.

Ya en el interior se encontró en un amplio vestíbulo, caldeado por un gran fuego crepitante en un hogar situado en el centro y casi tan grande como una estancia pequeña. El vestíbulo estaba lleno de personas que se giraron para mirarla y susurraron entre ellas. Un criado se adelantó para cogerle la bolsa y ayudarle a quitarse la capa de viaje. La muchacha sacudió la prenda empapada por la lluvia y se la quitó de los hombros y corrió a calentarse al fuego. Un segundo criado, según le dijo el primero, había ido a informar a su hermano Colgú de que ella había llegado.

Entre la gente que estaba en el gran vestíbulo del palacio examinando con curiosidad su figura empapada, Fidelma no vio ningún rostro familiar. En el vestíbulo se respiraba un aire de estudiada solemnidad. De hecho, Fidelma percibió una profunda melancolía en el lugar. Incluso una atmósfera de hostilidad. Un religioso de rostro adusto, con las manos juntas como en manifiesta actitud de plegaria, estaba a un lado del fuego.

– Buenos días os dé Dios, hermano -lo saludó Fidelma con una sonrisa, intentando iniciar una conversación-. ¿Por qué hay caras tan largas en este lugar?

El monje se dio la vuelta y se quedó mirándola con severidad; parecía que su rostro se volvía incluso más lúgubre.

– ¿Acaso os esperabais diversión en un momento como éste, hermana? -resopló con aire de desaprobación, se giró y se fue antes de que Fidelma pudiera pedir más explicaciones.

Fidelma se quedó por un momento desconcertada y luego lanzó una mirada a su alrededor en un intento de encontrar un alma más comunicativa.

Vio a un hombre de rostro delgado que la contemplaba con arrogancia. Cuando levantó la mirada y se vio altaneramente examinada, le sobrevino un recuerdo. Antes de que pudiera articularlo, el hombre había avanzado hacia ella.

– Así pues, Fidelma de Kildare -dijo con voz frágil y sin calidez-, parece que vuestro hermano Colgú os ha hecho venir…

Fidelma estaba sorprendida por su tono hostil, pero respondió saludando con una sonrisa al identificar al hombre.

– Os reconozco, sois Forbassach, brehon del reino de Laigin. ¿Qué hacéis tan lejos de Fearna?

El hombre no le devolvió la sonrisa.

– Tenéis buena memoria, sor Fidelma. He sabido de vuestras hazañas en la corte de Oswio de Northumbria y del servicio que cumplisteis en Roma. Sin embargo, vuestro talento no servirá de nada en este reino. El juicio no se verá impedido por vuestra brillante reputación.

Fidelma sintió por un momento que la sonrisa se le helaba. Era como si se le hubieran dirigido en un idioma extraño y ella intentara evitar que su rostro revelara que no comprendía nada. El brehon Morann de Tara le había advertido de que un buen abogado no tenía que dejar nunca que el adversario supiera lo que estaba pensando y, ciertamente, Forbassach le estaba indicando que, en cierta manera, era su adversario; sin embargo, no era capaz de adivinar a qué se debía.

– No dudo, Forbassach de Fearna, de lo profundo de vuestras declaraciones, pero no les acabo de comprender -contestó Fidelma lentamente, permitiéndose una sonrisa para relajarse un poco.

Forbassach se ruborizó.

– ¿Os mostráis insolente conmigo, hermana? ¿Sois la mismísima hermana de Colgú y sin embargo pretendéis…?

– Disculpad, Forbassach.

Una voz calmada y masculina interrumpió la réplica con tono colérico del brehon.

Fidelma alzó la mirada. A su lado había un joven de su misma edad, aproximadamente. Era alto, de casi seis pies, e iba vestido de guerrero. Estaba bien afeitado, tenía el cabello castaño y rizado y a primera vista parecía duro pero atractivo. Sus rasgos resultaban agradables. Fidelma no tenía tiempo para una valoración más detenida. Se percató de que llevaba una gargantilla de oro retorcido y trabajada con ricos adornos que mostraba que era un miembro de la Orden del Collar de Oro, la guardia de élite de los reyes de Muman. Se giró hacia ella con una sonrisa amable.

– Disculpad, sor Fidelma. Tengo órdenes de daros la bienvenida a Cashel y de acompañaros al momento hasta vuestro hermano. ¿Os importaría seguirme…?

Fidelma vaciló, pero Forbassach se había alejado frunciendo el ceño en dirección a un grupito que estaba murmurando y lanzando miradas hacia ella. Estaba perpleja. Pero dejó estar ese asunto y empezó a seguir al joven soldado por el vestíbulo enlosado, apresurándose lo justo para mantener su paso sin prisa pero ligero.

– Yo no lo entiendo, soldado -dijo jadeando un poco al esforzarse en seguir su ritmo-. ¿Qué hace aquí Forbassach de Fearna? ¿Por qué está de tan malhumor?

El soldado dejó ir un sonido sospechoso, como un soplido despectivo.

– Forbassach es un enviado del nuevo rey de Laigin, el joven Fianamail.

– Eso no explica su saludo desagradable, ni que todos estuvieran tan de luto. Cashel solía ser un palacio lleno de risas.

El soldado parecía incómodo.

– Vuestro hermano os explicará cómo están las cosas.

Llegaron frente a una puerta que se abrió antes de que pudiera levantar la mano para llamar.

– ¡Fidelma!

Un joven se apresuró hacia ella atravesando la puerta. Resultaba obvio, incluso con un examen superficial, que él y Fidelma eran parientes. Eran iguales en estatura y tenían el mismo cabello pelirrojo y los mismos ojos verdes cambiantes; la misma estructura facial y el mismo movimiento indefinible.

Los hermanos se abrazaron con cordialidad. Se separaron y se quedaron cogidos por los brazos, examinándose el uno al otro.

– Los años te sientan bien, Fidelma -observó Colgú con satisfacción.

– Y a ti también, hermano. Estaba ansiosa cuando recibí tu mensaje. Han pasado muchos años desde que estuve en Cashel por última vez. Temía que te hubiera sucedido algún percance. Sin embargo, pareces sano y te veo contento. Pero esas personas del vestíbulo, ¿por qué están tan tristes y melancólicas?

Colgú mac Failbe Fland condujo a su hermana al interior de la estancia y se volvió hacia el soldado alto.

– Más tarde os llamaré, Cass -dijo, y luego siguió a Fidelma al interior de la cámara.

Era una sala de estar con un fuego ardiendo en un rincón. Un criado se acercó portando una bandeja donde había dos copas de vino calentado con especias; estaba tan caliente que unas volutas de vapor se elevaban del líquido. Después de colocar la bandeja sobre una mesa, el criado se retiró sin molestar mientras Colgú acompañaba a Fidelma a una silla frente al fuego.

– Caliéntate después de tu largo viaje desde Kildare -le dijo Colgú, mientras los truenos seguían retumbando en el exterior-. El día sigue enfadado -observó él, cogiendo una de las copas de vino especiado y ofreciéndosela a su hermana.

Fidelma sonrió con malicia al tomar la copa y alzarla.

– Sin duda. Pero brindemos por los tiempos mejores que vendrán.

– «Amén», hermanita -contestó Colgú.

Fidelma sorbió del vino saboreándolo.

– Hay mucho de que hablar, hermano -dijo-. Han pasado muchas cosas desde que nos vimos por última vez. Ciertamente, yo he viajado a muchos lugares: a la isla de Colmcille, a la tierra de los sajones e incluso a la misma Roma. -Hizo una pausa al darse cuenta de repente de que los ojos de su hermano reflejaban un estado preocupado y de ansiedad-. Pero todavía tienes que responder a mi pregunta… ¿Por qué hay este aire de melancolía en el palacio?

Vio que su hermano fruncía el ceño e hizo una pausa.

– Siempre eras aguda en tus observaciones, hermanita -dijo él con un suspiro.

– ¿Qué pasa, Colgú?

Colgú estuvo dudando unos momentos y luego hizo una mueca.

– Me temo que no has sido requerida para una reunión familiar -confesó amablemente.

Fidelma se lo quedó mirando, esperando que su hermano se explicara. Como no fue así, continuó.

– No creía que fuera para eso. ¿Qué sucede?

Colgú miró a su alrededor casi furtivamente, como para asegurarse de que nadie escuchaba a escondidas.

– El rey… -empezó-. El rey Cathal tiene la peste amarilla. Yace en su lecho a las puertas de la muerte. Los médicos no le dan mucho tiempo de vida.

Fidelma parpadeó; sin embargo, en su fuero interno, no estaba muy sorprendida por la noticia. Desde hacía dos años la peste amarilla se extendía por toda Europa, diezmando la población. Decenas y miles de personas habían muerto a causa de su virulencia. No había perdonado ni al campesino más pobre, ni al obispo más pagado de sí mismo, ni siquiera a los orgullosos reyes… Hacía tan sólo dieciocho meses, cuando la peste había llegado por primera vez a Éireann, los Reyes Supremos de Irlanda, Blathmac y Diarmuid, habían muerto con días de diferencia en Tara. Hacía pocos meses, Fáelán, rey de Laigin, había muerto a causa de sus estragos. La peste seguía sin remitir. La plaga había dejado infinidad de niños huérfanos por todo el país, que habían quedado desamparados y hambrientos. Algunos miembros de la fe, como el abad Ultan de Ardbraccan, habían reaccionado estableciendo orfanatos y luchando contra la peste, mientras que otros, como Colman, el principal profesor del colegio de san Finnbarr en Cork, se había llevado a sus cincuenta alumnos y había huido a alguna isla remota para intentar escapar de la plaga. Fidelma estaba bien enterada de los estragos de la peste amarilla.

– ¿Por eso me has llamado? -preguntó la muchacha-. ¿Porque nuestro primo se está muriendo?

Colgú sacudió la cabeza rápidamente en señal de negación.

– El rey Cathal me mandó que enviara a alguien a buscarte antes de sucumbir a las fiebres de la peste. Ahora que él no puede informarte, me toca a mí hacerlo.

Se acercó hasta ella y la tomó por el codo.

– Pero primero has de descansar de tu viaje. Luego habrá mucho tiempo para eso. Ven, he ordenado que te preparen tu antigua habitación.

Fidelma intentó reprimir un suspiro de impaciencia.

– Me conoces muy bien, hermano. Sabes que no voy a descansar mientras quede un misterio por explicar. Me pica la curiosidad. Ven, explícame qué es este misterio y luego descansaré.

Colgú estaba a punto de hablar, pero se oyeron unas voces al otro lado de la puerta. Se oyó un ruido de pelea y, mientras Colgú se dirigía hacia la puerta para preguntar qué sucedía, ésta se abrió de repente y se encontró con Forbassach de Fearna justo bajo el marco. Tenía la cara roja y respiraba pesadamente con esfuerzo.

Detrás de él estaba el joven soldado Cass frunciendo el ceño con ira.

– Perdonadme, señor. No he podido detenerlo.

Colgú se quedó frente al enviado del rey de Laigin con rostro disgustado.

– ¿Qué significa esta demostración de malos modales, Forbassach? Por lo que veo, habéis perdido la compostura.

Forbassach levantó su barbilla. No abandonó su actitud arrogante y despectiva.

– Necesito una respuesta que llevar a Fianamail, el rey de Laigin. Vuestro rey está a punto de morir, Colgú, de modo que os toca a vos responder a las acusaciones de Laigin.

Fidelma mantenía una expresión inmóvil en su rostro para disimular la frustración, pues no entendía el significado de aquella confrontación.

Colgú estaba rojo de ira.

– Cathal de Muman aún está vivo, Forbassach. Mientras viva, su voz es la que ha de responder a vuestra acusación. Ahora habéis violado la hospitalidad de esta corte. Como tánaiste, exijo que os retiréis inmediatamente de este lugar. Cuando la corte de Cashel tenga que comunicarse con vos, seréis citado a oír su voz.

Los delgados labios de Forbassach se retorcieron hasta dibujar una sonrisa sarcástica.

– Sé que lo único que buscáis es retrasar la respuesta, Colgú. Nada más ver la llegada de vuestra hermana, Fidelma de Kildare, me di cuenta de que queréis demoraros y buscar evasivas. No os servirá de nada. Laigin sigue exigiendo una respuesta. ¡Laigin exige justicia!

Los músculos faciales de Colgú luchaban para controlar su ira.

– Fidelma, enséñame las leyes -dijo dirigiéndose a su hermana sin quitar los ojos de Forbassach-. Este enviado de Laigin ha transgredido, así lo creo yo, los límites de la sagrada hospitalidad. Se ha metido donde no debía y ha insultado. ¿Puedo ordenar que lo aparten de esta corte?

Fidelma echó una mirada al desdeñoso brehon de Fearna.

– ¿Os disculpáis por haber entrado sin autorización en una estancia privada, Forbassach? -preguntó la muchacha-. ¿Y os disculpáis por vuestras maneras ofensivas hacia el presunto heredero de Cashel?

La barbilla de Forbassach se elevó y éste frunció todavía más el ceño.

– Yo no.

– Entonces vos, como brehon, debéis conocer la ley. Os echarán de esta corte.

Colgú lanzó una mirada al guerrero llamado Cass y asintió muy levemente con la cabeza.

El hombre alto puso su mano sobre el hombro de Forbassach.

El enviado de Laigin se retorció al sentir que lo agarraban y se puso rojo.

– Fianamail de Laigin se enterará de este insulto, Colgú. ¡Servirá para agravar vuestra culpabilidad cuando seáis juzgado ante la asamblea de Rey Supremo de Tara!

El soldado había hecho girar sobre sus talones al enviado de Laigin y lo impulsaba puertas afuera sin hacer excesiva fuerza. Luego, dirigiendo un gesto de disculpa a Colgú, cerró la puerta tras ellos.

Fidelma se volvió hacia su hermano, que se había relajado y ya no mantenía una postura rígida, y mostró su perplejidad.

– Me parece que ya es hora de que me expliques lo que está sucediendo realmente. ¿Qué misterio hay aquí? -exigió con calmada autoridad.

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