Capítulo XVII

– ¿Y ahora adónde hay que ir, hermana? -preguntó Cass cuando Fidelma, en lugar de conducir su caballo por el camino que llevaba a la abadía de Ros Ailithir, continuaba en dirección oeste.

– A la fortaleza de Salbach -contestó Fidelma apretando la boca-. Vamos a enfrentarlo con esta atrocidad.

Cass estaba inquieto.

– Eso podría ser un plan de acción peligroso, hermana. Habéis dicho que Intat era un hombre de Salbach. Si es así, el mismo Salbach ha ordenado este crimen.

– Salbach todavía es jefe de los Corco Loígde. ¡No se atrevería a hacer daño a un dálaigh de los tribunales y hermana de su rey!

Cass no respondió. No advirtió a la joven rabiosa que, si Salbach había aprobado la violencia de Intat, entonces esa misma violencia probaba que había olvidado su honor y juramento como jefe. Si estaba involucrado y consentía la masacre de niños y religiosos inocentes, no dudaría en hacer daño a cualquiera que lo amenazase. Tan sólo cuando hubieron continuado un rato por el sendero en dirección a Cuan Dóir, Cass se atrevió a sugerirle algo.

– ¿No sería mejor esperar hasta que vuestro hermano, Colgú, llegara con su guardia personal y entonces interrogar a Salbach desde una posición de fuerza?

Fidelma no se molestó en responder la pregunta. En aquel momento, su mente estaba dominada por la ira y por la determinación de seguir la pista de Intat. Si Salbach estaba detrás de Intat, entonces también él debía caer. Permitía que la ira la cegara y le impidiera pensar con lógica y, con aquella rabia dentro, no estaba preparada para detenerse y reflexionar.

Cuan Dóir parecía tan tranquilo como siempre cuando llegaron ante la entrada de la fortaleza de Salbach. Parecía imposible que sólo a una pequeña distancia de allí una alquería entera y más de veinte personas, adultos y niños, hubieran sido asesinados.

El mismo soldado indolente de antes seguía apoyado contra un poste montando guardia. Una vez más negó que Salbach estuviera en la fortaleza, pero esta vez le hizo un guiño a Fidelma.

– Probablemente esté cazando otra vez en los bosques, hermana.

Fidelma reprimió su ira.

– Sabed, soldado, que soy dálaigh de los tribunales -dijo tensa-. Sabed también que soy la hermana de Colgú, rey de Cashel.

El guerrero se movió incómodo y cambió su postura por una más respetuosa.

– Esa información no cambia mi respuesta, hermana -contestó a la defensiva-. Podéis desmontar y registrar los salones de Cuan Dóir vos misma, pero no encontraréis a Salbach. Estuvo antes aquí un momento, pero luego regresó cabalgando al bosque de Dór.

– ¿Cuándo fue eso? -preguntó Cass.

– Hace sólo unos minutos. Supongo que tenía una cita a escondidas en la cabaña del leñador. Pero eso es lo único que sé.

Fidelma clavó los talones en los costados de su caballo e indicó a Cass que la siguiera.

– ¿Volvemos a la cabaña del leñador? -gritó Cass mientras iban a medio galope por el sendero.

– Empezaremos primero por allí -admitió Fidelma-. Obviamente, Salbach ha regresado a por Grella.

Fueron cabalgando a medio galope por el camino en dirección norte hacia los bosques, atravesaron el río por el vado y luego fueron siguiendo la orilla hasta la cabañita que había en el claro del bosque. No tardaron mucho. Esta vez Fidelma no se ocultó. Cabalgó directamente hacia la cabaña y se detuvo frente a ella.

– ¡Salbach de los Corco Loígde! ¿Estáis ahí dentro? -gritó sin desmontar.

No esperaba una respuesta, pues no había rastro del caballo de Salbach.

Recibieron un silencio por respuesta.

Cass descendió de su caballo, desenvainó la espada y se aproximó con cautela a la cabaña. Abrió la puerta de un empujón y desapareció en el interior.

Al cabo de un momento regresó con la espada en la mano.

– No hay rastro de nadie -informó Cass con preocupación-. ¿Y ahora?

– Miremos en la cabaña -contestó Fidelma-. Tal vez haya algo que nos sugiera dónde podemos buscar a Salbach.

Fidelma desmontó. Ataron los caballos en la baranda y entraron en la cabaña.

Estaba vacía, tal como había dicho Cass. Estaba exactamente como la habían dejado cuando se habían llevado a Grella.

– Dudo que Salbach esté lejos -murmuró Fidelma-. Si ha deducido que nos hemos llevado a Grella, y ésta le importa tanto, tal vez haya ido a la abadía a exigir que la suelten.

Cass estaba a punto de contestar cuando oyeron los cascos de unos caballos que resonaban al exterior de la cabaña. Corrió hacia la puerta, pero, antes de que pudiera alcanzarla, ésta se abrió de golpe.

Un individuo de cara roja y grande, tocado con un casco de acero y una capa de lana con ribetes de piel, con una cadena de oro propia de su cargo y con la espada desenvainada, estaba apostado en la puerta. Detrás de él, había una docena de guerreros. Sus diminutos ojos brillaron triunfalmente cuando se posaron sobre Cass y Fidelma.

Fidelma llevaba grabada su imagen en la memoria. Era Intat.

– Vaya -dijo riéndose entre dientes complacido-, si tenemos a los malhechores… ¿Y dónde está Salbach?

– No está aquí, como veis -contestó Cass.

– ¿No? -Intat echó una mirada como para confirmar lo que había oído-. Le dije… -empezó a decir y luego se calló y se quedó mirándolos con el ceño fruncido desde el umbral de la puerta.

– ¿Así que no hay nadie más aquí aparte de vosotros dos?

Fidelma se quedó callada, mirando al hombre con los ojos entornados.

– Ya lo veis, Intat. Entregad vuestra espada. Soy dálaigh de los tribunales y hermana de Colgú, vuestro rey. Entregad vuestras armas y venid con nosotros a Ros Ailithir.

El hombre de cara roja abrió bien los ojos asombrado. Giró la cabeza en dirección a los hombres que estaban detrás de él fuera de la cabaña.

– ¿Oís a esta mujer? -Se echó a reír con sorna-. Dice que entreguemos nuestras armas. Tened cuidado, hombres, pues esta mujercita es una poderosa dálaigh de la ley y una mujer de la fe. Sus palabras nos van a herir y destruir a menos que le hagamos caso.

Sus hombres se rieron a carcajadas ante el grosero ingenio de su jefe.

Intat se volvió hacia Fidelma y le dedicó una mueca burlona que lo afeó mucho.

– Nos habéis desarmado, señora. Somos vuestros prisioneros.

No hizo ademán de bajar la espada.

– ¿Creéis que no vais a rendir cuenta de vuestras acciones, Intat? -preguntó Fidelma con calma.

– Sólo rindo cuentas ante mi jefe -dijo Intat mofándose.

– Hay una autoridad superior a la de vuestro jefe -espetó Cass.

– Ninguna que yo reconozca -respondió Intat dirigiéndose a él-. Entregad vuestra arma, guerrero, y no os haré daño. Eso os lo prometo.

– He visto cómo tratáis a los que están indefensos -replicó Cass con desprecio-. La gente de Rae na Scríne y los niños de la alquería de Molua no tenían armas. No me hago ilusiones sobre el valor de vuestras promesas.

Intat volvió a reírse entre dientes, como si el desafío del soldado le hiciera gracia.

– Entonces parece que habéis escrito vuestro destino, cachorro de Cashel. Mejor sería que lo consultarais con la buena hermana y reflexionarais sobre vuestro destino. Morir ahora o rendiros y vivir un poco más. Os dejaré discutir el asunto un momento.

El hombre de cara roja retrocedió hacia sus compinches, que sonreían cínicamente y se apiñaban en la puerta.

Cass también retrocedió unos pasos más hacia el interior de la cabaña, en guardia con la espada.

– Poneos detrás de mí, hermana -le ordenó en voz baja, hablando por la comisura de los labios en un tono tan bajo que Fidelma apenas lo oyó. Cass taladraba con la mirada a Intat y sus guerreros.

– No hay salida -respondió Fidelma murmurando-. ¿Nos rendimos?

– ¿Habéis visto de qué es capaz ese hombre? Mejor morir defendiéndonos que dejar que nos maten como a ovejas.

– Pero hay varios guerreros. Os tenía que haber hecho caso, Cass. No hay forma de escapar.

– Uno sí, pero dos no -contestó Cass en voz baja-. Detrás de mí y hacia la izquierda hay una escalera que da al desván. Allí arriba hay una ventana. La vi hace un momento. Mientras los entretengo, corred por las escaleras y salid por la ventana. Una vez fuera, agarrad un caballo e intentad llegar a la abadía. Intat no puede atacar allí.

– No os puedo dejar, Cass -protestó Fidelma.

– Alguien tiene que intentar llegar a Ros Ailithir -replicó Cass con calma-. El Rey Supremo ya está allí y vos podéis traer sus tropas. Si no lo hacéis así, ambos pereceremos en vano. Yo puedo retenerlos durante un rato. Ésta es vuestra única oportunidad.

– ¡Hey!

Intat dio un paso adelante, su cara roja sonreía burlonamente de una manera que hizo que Fidelma se estremeciera.

– Ya habéis hablado bastante. ¿Os rendís?

– No, no nos rendimos -respondió Cass, y de repente gritó-: ¡Ya!

La última palabra era para Fidelma. Ésta se giró y corrió hacia las escaleras. Muchos días practicaba el troid-sciathagid, la antigua forma de combate sin armas, y esta disciplina física le había proporcionado un cuerpo ligero y bien musculado bajo una apariencia blanda. Alcanzó el extremo superior de las escaleras con zancadas rápidas y se dirigió hacia la ventana sin detenerse y se subió al alféizar con un movimiento frenético.

Debajo de ella, en la cabaña, oía el choque de los metales y los terribles gritos de furia de los hombres que intentaban matarse.

Algo golpeó contra la pared cercana. Fidelma se dio cuenta de que era una flecha. Otro astil le rozó el antebrazo mientras ella atravesaba el extremo inferior del alféizar de la ventana.

Se detuvo un segundo, conteniendo el impulso de mirar atrás. Luego se descolgó toda ella por la ventana y se dejó caer al suelo blando y fangoso de la parte trasera de la cabaña. Aterrizó casi con la misma agilidad que un gato, a cuatro patas. Un segundo después ya se había puesto en pie y corría; al otro lado de la cabaña estaban los caballos. Además de los caballos de Cass y de ella, había otros tres que pertenecían a Intat y a sus hombres, que se agolpaban en la puerta de la cabaña, de donde le llegaban a sus oídos los sonidos del combate.

Se apresuró en busca del caballo más cercano.

Por el rabillo del ojo vio cómo uno de los hombres de Intat se apartaba del grupo que estaba a la puerta de la cabaña y se giraba en su dirección. La vio y lanzó un grito de ira. Otro hombre también se giró. En lugar de un arma, como su compañero, iba armado de un arco y estaba intentando sujetar una flecha. El primer hombre se dirigió hacia ella dubitativo, con la espada levantada.

Fidelma se dio cuenta de que no podía llegar hasta el caballo antes que su atacante, así que se detuvo, giró en redondo para hacerle frente y colocó sus pies rápidamente en una posición firme.

La última vez que Fidelma había practicado el troid-sciathagid en serio había sido contra una mujer gigante en un burdel de Roma. Esperaba no haber perdido habilidad. Dejó que el hombre corriera hacia ella, lo agarró por su cinturón y utilizó el impulso hacia adelante para levantar al sorprendido rufián por encima de sus hombros. Con un grito de sorpresa, el hombre fue a caer, con la cabeza por delante, en un barril de madera cercano, lo reventó con el impacto de su cabeza y el agua empezó a salir a chorros.

Fidelma se puso enseguida de pie, se inclinó cuando oyó el sonido vibrante de la cuerda de un arco y sintió que una flecha le pasaba volando junto a la mejilla. Luego se subió a la silla y golpeó con sus talones los costados del animal. Con un gran relincho, la bestia atravesó a toda velocidad el claro y penetró en el bosque.

Oyó unos gritos tras ella y se dio cuenta de que al menos uno de los hombres de Intat había montado otro caballo y se había lanzado a perseguirla. No sabía si alguno más se había unido a la persecución. Tan sólo había identificado a Intat y a tres hombres más en la cabaña. No creía que el que había lanzado dentro del barril estuviera en condiciones de darle caza durante un tiempo. Y seguramente Cass se estaba enfrentando a Intat en persona. Tenía que mantener la distancia sobre su perseguidor. No tardaría mucho en llegar a la abadía.

Tomó el camino hacia Ros Ailithir a través del bosque, rogando que el Rey Supremo no tardara mucho en dar la orden a sus hombres de acompañarla de regreso para rescatar a Cass. También deseó que su huida mantuviera alejado a Intat de Cass y así éste tuviera la oportunidad de huir, tal como el valiente soldado había hecho que ella pudiera escaparse.

Ahora empezaba a lamentar amargamente su impetuosidad, surgida de la rabia. Tenía que haber hecho caso del consejo de Cass.

Con la cabeza agachada junto al cuello de su caballo, iba lanzando unos chillidos agudos que habrían hecho ruborizar a su superiora, la abadesa de Kildare, si aquella piadosa mujer hubiera oído a la joven emitir tan variados insultos para que su corcel se apresurara más.

Echó una mirada atrás por encima del hombro.

Un par de jinetes iban tras ella. Se dio cuenta de que el que iba a la cabeza no era otro que el propio Intat. Se quedó helada. Intentó no pensar en lo que eso significaba. No había duda de que Intat cabalgaba un caballo más fuerte que el de Fidelma, pues la iba alcanzando sin dificultad.

A la desesperada, Fidelma hizo que su caballo girara y se saliera del sendero principal, esperando que podría ganar por allí lo mucho que iba perdiendo respecto a sus perseguidores por el camino más directo. Eso fue un error, pues al no conocer los enrevesados senderos del bosque, se encontró con que no podía mantener la misma velocidad que por el camino directo. Intat la iba alcanzando. Oía el sonido de los cascos de su caballo y sus jadeos.

De repente se encontró con un río que le cerraba el paso. Era el mismo río que fluía junto a la cabaña, que hacía una curva en su curso. No tuvo más elección que meterse directamente en él, con la esperanza de que fuera poco profundo, como sucedía en el tramo junto a la cabaña. No lo era. Había atravesado la mitad cuando el caballo tropezó, perdió pie y se hundió con pánico bajo las aguas. Fidelma intentó agarrarse bien pero se soltó; el animal avanzó con rapidez, volvió a tocar fondo y salió a trompicones del agua.

Desesperada, Fidelma se puso a nadar pero Intat estaba ya espoleando su caballo hacia el interior del agua.

Soltó un grito sonoro y triunfal.

Fidelma se giró, vio que venía y volvió a nadar con gran desesperación para alcanzar la otra orilla. En su fuero interno, sabía que era imposible escapar.

Chapoteó en el bajío, tropezó y resbaló en la orilla fangosa.

La montura de Intat alzaba las patas casi por encima de ella. El guerrero corpulento saltó de la silla de montar y se quedó en una posición superior a la de Fidelma, agarrando con ambas manos la empuñadura de su espada.

– Bien, dálaigh, ya me habéis ocasionado bastantes problemas. Aquí se acaba.

Levantó la espada.

Fidelma se retorció, levantó el brazo en un gesto defensivo automático y cerró los ojos.

Oyó que Intat gruñía y, al sentir que no sucedía nada, abrió los ojos.

Intat la estaba mirando fijamente, con la mirada perdida. Todavía se balanceaba desde una posición superior. Entonces empezó a desplomarse lentamente. Fidelma vio que tenía dos flechas clavadas en el pecho. La espada se le escurrió de las manos y cayó de cara en el río delante de ella.

Fidelma pegó un grito, más para aliviar emoción contenida que para pedir ayuda, y con rapidez subió gateando por la orilla fangosa.

Se dio cuenta de que unos caballos se arremolinaban alrededor de ella y se giró para enfrentarse a la nueva amenaza.

– ¡Fidelma! -gritó un voz familiar.

Se quedó mirando con incredulidad a su hermano, que descendía de la montura y corría hacia ella con los brazos extendidos.

– ¡Colgú!

La abrazó con fuerza y luego la cogió de los brazos y, habiendo comprobado que no estuviera herida, sonrió irónicamente.

– ¿Dónde está la hermana que decía que podía cuidar de sí misma?

Fidelma parpadeó mientras le caían unas lágrimas de alivio. Del otro lado del río, algunos miembros de la guardia de Colgú habían rodeado al otro partidario de Intat.

– Has llegado en el momento oportuno -dijo Fidelma resollando alegre-. ¿Cómo ha sido?

Colgú hizo una mueca y señaló hacia un grupo de unos treinta hombres a caballo que cabalgaban bajo su bandera.

– Vamos de camino a Ros Ailithir a la asamblea que ha convocado el Rey Supremo. Mis exploradores vieron que te perseguían y vinimos en tu ayuda. Pero ¿dónde está Cass? -dijo frunciendo el ceño preocupado-. Le di la orden de que te protegiera.

Fidelma estaba angustiada.

– Cass está en la cabaña en el bosque de ahí. Intentó retener a los atacantes mientras yo escapaba para conseguir ayuda en Ros Ailithir. Hemos de regresar allí inmediatamente. Estaba luchando con Intat. -Señaló el cuerpo del hombre que estaba flotando en el río-. Hemos de ser rápidos, pues tal vez esté herido.

Colgú se puso serio.

– Muy bien. De camino me tendrás que decir qué sucede. ¿Quién es…, quién era ese tal Intat?

Uno de los hombres de Colgú había ido a sacar el cuerpo de Intat del río y se inclinaba sobre él.

– Este hombre todavía vive, señor -gritó el soldado-. Pero dudo que durante mucho tiempo.

Fidelma se giró y descendió hasta la orilla lodosa donde el guerrero sostenía la cabeza y los hombros de Intat fuera del agua. Se puso de cuclillas junto a él y le cogió la cabeza con ambas manos.

– ¡Intat! -gritó con fuerza-. ¡Intat!

El hombre entreabrió los ojos, pero tenía la mirada perdida.

– Os estáis muriendo Intat. ¿Queréis morir en pecado?

No contestó.

– ¿Quién os mandó que matarais a los niños?

No obtuvo respuesta.

– ¿Fue Salbach? ¿Os lo dijo él?

Fidelma vio que empezaba a mover los labios y se inclinó hacia delante para oír mejor su respiración asmática.

– ¡Nos… nos veremos, nos volveremos a ver en el… infierno!

De repente el cuerpo se convulsionó y se quedó quieto. El hombre de Colgú se encogió de hombros y miró a Fidelma.

– Muerto -dijo lacónicamente.

Fidelma se levantó y su hermano le tendió una mano para sacarla de la orilla del río.

– ¿Por qué habéis preguntado por Salbach? -dijo con incisiva curiosidad-. ¿Qué sucede?

– Intat era uno de los jefes de Salbach.

– ¿Salbach es el responsable de esto?

Fidelma señaló hacia donde estaba retenido el compañero de Intat.

– Haz que tus hombres lo interroguen. Estoy segura de que incriminará a Salbach en este asunto. Pero ahora apresurémonos en busca de Cass.

Colgú indicó a uno de sus hombres que fuera a por una capa seca y se la colocó a Fidelma por encima de los hombros. Fidelma temblaba de frío y humedad y también por la conmoción de lo que le había sucedido. Su hermano la ayudó a subirse a su caballo y dio órdenes a sus hombres. Cuando todos habían montado, Colgú y su guardia personal fueron a cruzar el vado del río con su prisionero. Tomaron el camino hacia el bosque que había al norte de Cuan Dóir. Por el camino, Fidelma explicó a su hermano todo lo que pudo. En particular, le habló de la matanza de inocentes que había llevado a cabo Intat, instigado por Salbach, según creía ella.

– ¿Cómo encaja esto con la muerte de Dacán? -preguntó el hermano de Fidelma.

– No he averiguado todos los detalles, pero, créeme, hay una conexión. Y argumentaré esta conexión en la asamblea del Rey Supremo.

– ¿Sabes que esa asamblea será cualquier día de éstos? Sin ir más lejos, tan pronto como lleguemos a Ros Ailithir. Me han dicho que el Rey Supremo ya está allí y los barcos de Fianamail de Laigin ya se han avistado en la costa.

– Brocc ya me ha advertido -admitió Fidelma.

Colgú no estaba nada contento.

– Si lo que afirmas es que Salbach está involucrado en la muerte de Dacán y es responsable de ella, también hemos de admitir que Laigin tiene derecho a exigir un precio de honor a nuestro reino. Salbach es un jefe de Muman y debe responder ante Cashel.

– De momento no afirmo nada, hermano -contestó Fidelma secamente-. Lo que busco es la verdad, sea cual sea.

Se detuvieron ante la cabaña del bosque, que estaba en calma. El otro secuaz de Intat todavía yacía inconsciente entre los fragmentos del pesado barril donde lo había lanzado Fidelma. Empezaba a gruñir y a removerse al recobrar el conocimiento.

El corazón se le encogió cuando vio que el caballo de Cass seguía atado y esperaba pacientemente fuera de la cabaña.

Dos hombres de la guardia de Colgú desmontaron inmediatamente y, con las espadas desenvainadas, empujaron la puerta de la cabaña y entraron.

Uno de ellos regresó ante la puerta de la cabaña al cabo de un momento con una expresión fría en el rostro.

Fidelma entendió perfectamente lo que quería decir aquello.

Se deslizó de la silla de montar y corrió hacia el interior.

Cass yacía boca arriba. Tenía una flecha clavada en el corazón y otra en el cuello. Sus atacantes ni siquiera le habían otorgado el honor de defenderse como guerrero. Todavía empuñaba su espada, pero le habían disparado desde la puerta. Ahora yacía con los ojos abiertos con la mirada perdida hacia arriba.

Fidelma se inclinó la cara fría y rígida y cerró los ojos de lo que había sido un rostro atractivo.

– Era un buen hombre -dijo Colgú en voz baja cuando se acercó por detrás de ella y miró hacia abajo.

Fidelma sacudió los hombros de forma casi imperceptible.

– A los hombres buenos los vence tantas veces el mal -murmuró-… Hubiera querido que viviera para ver este misterio resuelto.

Fidelma se levantó apretando con fuerza los puños con angustia. Se giró hacia su hermano con cara triste, incapaz de contener las lágrimas. Una voz interior le dijo que había cometido el tercer error. Era su propia vanidad la que había conducido a Cass a la muerte. Había cometido tres errores y ahora ya no podía cometer ninguno más.

– Murió defendiéndome, Colgú -dijo suavemente.

Su hermano inclinó la cabeza.

– Estoy seguro de que él hubiera querido que fuera así, hermanita. Si sus esfuerzos no son en vano, su alma se encontrará satisfecha. ¿Su muerte no detendrá tu investigación? -añadió ansioso, cuando le vino a la mente esa posibilidad.

Fidelma apretó un momento los labios.

– No -dijo con firmeza al cabo de un momento-. La muerte detiene muchas cosas, pero nunca el triunfo de la verdad. Su alma pronto descansará tranquila, pues creo que estoy cerca de llegar a esa verdad que se me ha escapado durante tanto tiempo.

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