La campana daba el ángelus de mediodía cuando Fidelma y su grupo avistaron la abadía de Ros Ailithir. El viaje les había llevado más tiempo del que ella había calculado, pues, aunque el día era cálido y luminoso, el camino todavía estaba encharcado y embarrado y resultaba difícil avanzar.
La abadía era mayor de lo que Fidelma había imaginado; constituía un amplio complejo de edificios de piedra gris elevados, tal como le habían informado, en la ladera de la punta de una estrecha cala. Era una ensenada demasiado larga y estrecha para llamarla bahía. Enseguida se dio cuenta de que había varios barcos anclados allí, y luego volvió la mirada hacia las varias construcciones grises. Había diversas estructuras grandes, todas ellas en el interior de unos oscuros y altos muros de granito que formaban una figura oval. En el centro distinguió la imponente iglesia de la abadía. Era un edificio extraordinario y peculiar. La mayoría de las iglesias de los cinco reinos estaba construida en plantas circulares, pero ésta estaba edificada en forma de crucifijo con una gran nave y un crucero en los ángulos rectos. Fidelma sabía que este estilo se iba haciendo popular entre los nuevos constructores de iglesias. Junto a ésta, había un alto cloictheach, o campanario, desde donde las solemnes campanadas resonaban por el pequeño valle que descendía al mar.
Uno de los niños, otra vez el más joven de los dos muchachos de cabello negro, soltó un gemido y empezó a temblar. Su hermano le dijo algo bruscamente, pero en voz baja.
– ¿Qué le aflige? -preguntó Cass. Era el que estaba más cerca de los dos niños; el más joven estaba sentado sobre su caballo.
– Mi hermano cree que nos harán daño si vamos donde haya adultos -contestó el mayor con solemnidad-. Tiene miedo después de lo que pasó ayer.
Cass sonrió amablemente al joven.
– No tengas miedo, hijo. Nadie allí os hará daño. Es una abadía santa. Os ayudarán.
El mayor susurró secamente algo a su hermano menor y luego se volvió hacia Cass.
– Ya está mejor.
Ahora todos los niños mostraban signos de fatiga, cansancio y agitación después de su aterradora experiencia. De hecho, todos estaban exhaustos tanto física como emocionalmente. El malestar y la inquietud de la fría noche no habían resultado reparadores y aquella mañana habían realizado un duro trayecto desde los bosques hasta la costa. Sus rostros reflejaban cansancio.
– No pensaba que la abadía fuera tan grande -le comentó Fidelma a Cass, como para dar un aire de normalidad a la compañía deprimida.
Sin embargo, también era cierto que se sentía impresionada por la amplitud de los edificios que dominaban la cala.
– Me han dicho que aquí estudian cientos de proselitistas -contestó Cass con indiferencia.
De repente la campana dejó de sonar.
Fidelma hizo que volvieran a avanzar. Se sentía un poco incómoda, porque no había hecho caso de la llamada a la oración. Habría tiempo de sobra para detenerse y rezar cuando ella y su exhausta carga estuvieran a salvo bajo la protección de las murallas de la abadía. Echó una mirada ansiosa a sor Eisten. La rolliza joven parecía perdida en pensamientos melancólicos. Fidelma lo atribuyó a la conmoción que la mujer había recibido por la mañana al conocer la muerte del bebé. Justo después de que se pusieran en marcha, había caído en un malestar, una contemplación sensiblera, y parecía que no era consciente de lo que sucedía a su alrededor. Caminaba automáticamente, con la cabeza inclinada hacia delante, los ojos fijos en el suelo, y no respondía cuando se le hablaba. Fidelma había reparado en que ni siquiera había alzado los ojos cuando habían avistado Ros Ailithir y se había oído el tañido de la campana. Sí, era mejor llevar al grupo hasta la abadía que detenerse a rezar en el camino.
Mientras se acercaban a las murallas de la abadía, se dio cuenta de que había unos cuantos religiosos trabajando en los campos de los alrededores. Parecía que estaban cortando col rizada, probablemente para dar de comer a las vacas. Lanzaron algunas miradas en dirección de ellos, pero los hombres se entregaban diligentemente a su trabajo en aquella mañana fría de otoño.
Las puertas de la abadía estaban abiertas. Fidelma frunció el ceño cuando vio, colgando junto a la puerta, un manojo de ramas retorcidas de mimbre y álamo temblón. Le recordó algo, pero no supo qué. Todavía seguía intentando encontrar entre sus recuerdos el simbolismo de aquel manojo cuando tuvo que fijar su atención en un hombre grueso y de mediana edad que vestía hábito de religioso y estaba esperándolos en la entrada. El cabello que le crecía junto a su tonsura tenía algunas canas. Era un hombre musculoso y su rostro ceñudo parecía advertir que no era alguien con quien bromear.
– Bene vobis -entonó con voz profunda de barítono, haciendo el saludo ritual.
– Deus vobiscum -respondió sor Fidelma automáticamente y luego decidió prescindir de las demás cortesías habituales-. Estos niños necesitan comida, descanso y entrar en calor -dijo sin más preámbulo, haciendo que el hombre abriera bien los ojos asombrado-. Lo mismo necesita esta hermana. Han tenido una mala experiencia. He de advertiros de que han estado expuestos a la peste amarilla, así que vuestro médico tendría que examinarlos inmediatamente. Mientras tanto, mi compañero y yo queremos que nos llevéis ante el abad Brocc.
El hombre tartamudeó sorprendido de que una joven anacoreta pudiera largar tantas órdenes antes de haber sido propiamente admitida en la abadía. El hombre frunció el ceño y abrió la boca para articular una protesta.
Fidelma lo interrumpió antes de que pudiera hablar.
– Soy Fidelma de Cashel. El abad debe de estar esperándome -añadió con firmeza.
El hombre se quedó con la boca abierta, como un pez. Luego se apartó. Fidelma pasó majestuosamente a su lado y atravesó las puertas con las personas a su cargo. El monje se giró y corrió tras ella; la alcanzó cuando entraba en un patio grande y empedrado que había tras la entrada.
– Sor Fidelma… Nosotros, es… -Resultaba claro que estaba nervioso debido a la entrada brusca que habían realizado-. Llevamos esperándoos desde ayer, más o menos. Nos advirtieron… dijeron… que os esperásemos… Yo soy el hermano Conghus, el aistreóir de la abadía. ¿Qué ha sucedido? ¿Quiénes son estos niños?
Fidelma se volvió hacia el ostiario y contestó bruscamente.
– Supervivientes de Rae na Scríne, que unos asaltantes han quemado.
El religioso dirigió su mirada de los niños lastimosos a la joven y rolliza hermana Eisten. Abrió de un palmo los ojos al reconocerla.
– ¡Sor Eisten! ¿Qué ha sucedido?
La joven seguía contemplando con aspecto depresivo el aire y no le saludó.
El monje se volvió hacia Fidelma claramente desconcertado.
– En esta abadía conocemos a sor Eisten. Se ocupaba de una misión en Rae na Scríne. ¿Destruido por unos asaltantes, habéis dicho?
Fidelma inclinó la cabeza asintiendo levemente.
– El pueblo fue atacado por un grupo de hombres conducidos por un tal Intat. Tan sólo han sobrevivido sor Eisten y estos niños. Pido santuario para ellos.
– ¿También habéis mencionado algo respecto a la peste? -preguntó el hermano Conghus confuso.
– Me han dicho que la razón de este horrible ataque era que había peste en el pueblo. Por ello pido que llamen al médico de la abadía. ¿Teméis la plaga, aquí?
El hermano Conghus sacudió la cabeza en señal de negación.
– Con la ayuda de Dios, la mayoría de nosotros ha descubierto una inmunidad en esta abadía. Hemos tenido cuatro brotes de peste durante el último año, pero tan sólo se ha llevado algunas vidas entre los jóvenes estudiantes. Ya no tenemos miedo a la enfermedad. Voy a por alguien al hostal que se haga cargo de sor Eisten y sus niños; se ocuparán de ellos.
Se giró y llamó con la mano a una joven novicia que pasaba. Era una muchacha alta, de espaldas ligeramente anchas y andares torpes.
– Sor Necht, llevad a esta hermana y a los niños al hostal. Decidle al hermano Rumann que llame al hermano Midach para que los examine. Luego ocupaos de que les den de comer y descansen. Después hablaré con Midach.
Sus órdenes fueron dictadas en varios arranques. Fidelma percibió que la joven vacilaba y se quedaba con la boca abierta, sorprendida al reconocer a Eisten y los niños. Entonces pareció hacer un esfuerzo consciente para recuperarse y se apresuró a conducir a los niños y a la triste y rolliza Eisten. El hermano Conghus, seguro de que sus órdenes se obedecían, se volvió hacia Fidelma.
– El hermano Midach es nuestro médico principal y Rumann es nuestro administrador. Se ocuparán de sor Eisten y de los niños -explicó sin que hubiera necesidad. Señaló del otro lado del patio-. Os llevaré ante el abad. ¿Venís entonces directamente de Cashel?
– Así es -confirmó Cass mientras le seguían. Cass, como soldado que era, se detuvo para llamar la atención respecto a un asunto que Fidelma no había tenido en cuenta-. Nuestros caballos necesitan que los cepillen y les den de comer, hermano.
– Me ocuparé de vuestros caballos tan pronto como os haya conducido hasta el abad -contestó Conghus.
El ostiario de la abadía empezaba a apresurarse por el patio empedrado y se iba deteniendo de vez en cuando para exhortarlos a seguirlo con mayor rapidez. Fidelma y Cass obedecían, pero con un ritmo mucho más tranquilo debido a su fatiga. La caminata parecía interminable pero, por fin, después de ascender las escaleras de un gran edificio algo separado de los demás, el aistreóir se detuvo ante una puerta de roble oscuro y les hizo señal de esperar mientras él llamaba y desaparecía tras ella. Tan sólo pasaron unos momentos y volvió a aparecer y, aguantando la puerta abierta, les indicó que entraran.
Se encontraron en una estancia grande y abovedada cuyas paredes de piedra fría y gris se alegraban con coloridos tapices, cada uno ilustrando algo de la vida de Jesús. Un fuego ardía en el hogar y el olor a incienso invadía la habitación. El suelo estaba cubierto por suaves alfombras de lana. El mobiliario era rico y los adornos extravagantes por su opulencia. El abad de Ros Ailithir parecía no creer en la frugalidad.
– ¡Fidelma!
Un hombre alto se levantó de detrás de una mesa de roble oscuro pulido. Era delgado, con nariz aguileña y penetrantes ojos azules; su cabello pelirrojo estaba cortado según la tonsura de la iglesia irlandesa, afeitado por delante hasta una línea de oreja a oreja y luego suelto y largo por atrás. Había algo en su cara que, para un ojo crítico, sugería que existía algún tipo de relación con Fidelma.
– Soy vuestro primo, Brocc -anunció el hombre delgado. Parecía que su voz tronara como la de un bajo-. No os había vuelto a ver desde que erais niña.
Se suponía que se trataba de un saludo cálido; sin embargo, había alguna nota falsa en la voz del abad. Era como si parte de sus pensamientos estuviera en otro lugar mientras intentaba dar la bienvenida.
Incluso cuando tendió ambas manos para tomar las de Fidelma en señal de saludo, estaban frías y flacidas y parecían desvirtuar el pretendido tono de bienvenida de su voz. Fidelma tenía pocos recuerdos de su primo. Tal vez era comprensible, pues el abad Brocc era al menos diez o quince años mayor que ella.
Fidelma le devolvió el saludo con una cierta formalidad estudiada y luego presentó a Cass.
– Cass ha sido asignado por mi hermano Colgú para que me ayude en este asunto.
Brocc examinó a Cass con una mirada inquietante, dirigiendo los ojos a su cuello. El soldado se había aflojado la capa y ésta se le había abierto y dejaba ver la gargantilla de oro que denotaba su rango. Por su parte, Cass tendió la mano para dársela al abad. Fidelma vio que los músculos faciales del abad se contraían al percibir la fuerza de su mano.
– Venid, sentaos, prima. Vos también, Cass. Mi ostiario, el hermano Conghus, me ha dicho que habéis llegado con sor Eisten y algunos niños de Rae na Scríne. La misión que tiene allí Eisten recae en la jurisdicción de esta abadía, así que nos preocupa mucho lo que ha sucedido. Explicadme la historia.
Fidelma miró a Cass mientras se dejaba caer agradecido en la silla, relajándose por primera vez en veinticuatro horas con una cierta comodidad. El joven soldado captó la invitación que su mirada implicaba y pronto empezó a explicar la historia de cómo habían encontrado a Eisten y a los niños en Rae na Scríne.
El rostro de Brocc se convirtió en una máscara de ira y levantó una mano y se dio unos golpecitos sin darse cuenta en el puente de la nariz.
– Es algo repugnante. Enviaré enseguida un mensajero a Salbach, el jefe de los Corco Loígde. Castigará a Intat y sus hombres por este acto atroz. Dejadme que me ocupe de este asunto. Me aseguraré de que Salbach se entere de esto inmediatamente.
– ¿Y sor Eisten y los niños? -preguntó Fidelma.
– No temáis. Nos ocuparemos de ellos. Tenemos una buena enfermería y nuestro médico, el hermano Midach, ha tratado diez casos de peste amarilla durante el último año. Dios ha sido bueno con nosotros. A tres de las víctimas las pudo curar. Aquí no tememos la peste. ¿Y no habría de ser así, no tener miedo, pues pertenecemos a la fe y estamos en manos de Dios?
– Estoy encantada de que veais las cosas desde esta perspectiva -contestó Fidelma con gravedad-. No hubiera esperado menos.
Cass se preguntó, por un momento, si la muchacha se estaba mostrando irónica ante la piadosa actitud de Brocc.
– Así pues -prosiguió Brocc examinándola fijamente con sus fríos ojos-, ahora vayamos al motivo principal de vuestra visita.
Fidelma gruñó para sí. Hubiera preferido dormir y serenarse antes de ocuparse de ese asunto. Una buena dormida era lo que más deseaba. Le habría gustado comer y beber vino especiado para entrar en calor y luego dejarse caer en una cama seca, sin importarle siquiera lo dura que fuera. Pero probablemente Brocc tenía razón. Era mejor empezar a solucionar las cosas.
Mientras Fidelma pensaba en una respuesta, Brocc se levantó y fue junto a una ventana que, incluso desde su posición sentada, daba a la cala. El abad se quedó mirando hacia abajo con las manos cogidas a su espalda.
– Soy consciente de la importancia del tiempo, prima -dijo lentamente-. Y soy consciente de que yo, como abad, soy responsable de la muerte del venerable Dacán. Por si necesitara que me recordaran el hecho, el rey de Laigin me ha enviado una señal para que lo recuerde.
Fidelma se lo quedó mirando un momento.
– ¿Qué queréis decir? -preguntó Cass; justo lo que iba a decir Fidelma.
Brocc señaló con su cabeza al otro lado de la ventana.
– Mirad ahí abajo, en la boca de la ensenada.
Fidelma y Cass se levantaron y fueron hasta donde estaba el abad y otearon con curiosidad por encima de su hombro hacia el lugar que había indicado. Había varios barcos anclados en la ensenada, entre ellos dos grandes naves oceánicas. Brocc señalaba uno de éstos, junto a la salida de la bahía protegida.
– Vos sois un guerrero, Cass -dijo Brocc con voz malhumorada-. ¿Podéis identificar esa nave? ¿Veis a cuál me refiero? No digo el mercante franco, sino el otro.
Cass entornó los ojos mientras examinaba atentamente el barco.
– Ondea el estandarte de Fianamail, el rey de Laigin -contestó sorprendido-. Es un barco de guerra de Laigin.
– Exactamente -suspiró Brocc, haciéndolos regresar a sus asientos-. Apareció hace una semana. Un barco de guerra de Laigin para recordarme que allí se me considera culpable de la muerte de Dacán. Está ahí en la ensenada, día tras día. Para darle más importancia, cuando llegó, su capitán bajó a tierra a informarme de la intención del rey de Laigin. Desde entonces, nadie del barco ha venido a la abadía. Ahí está, en la entrada de la ensenada, y espera (como un gato acechando a un ratón). Si su intención era destruir mi paz, lo han conseguido. Sin duda esperarán aquí hasta que la asamblea del Rey Supremo tome una decisión.
Cass se sonrojó de ira.
– Esto es un ultraje a la justicia -dijo con rabia-. Es una intimidación. Es una amenaza física.
– Es, tal como he dicho, un aviso de que Laigin exige ojo por ojo, diente por diente. ¿Qué dicen las Escrituras? ¿Si un hombre destruye el ojo de otro hombre, han de destruirle su ojo?
– Ésa es la ley de los israelitas -señaló Fidelma-. No es la ley de los cinco reinos.
– Algo discutible, prima. Si hemos de creer que los israelitas son los elegidos de Dios, entonces deberíamos seguir su ley al igual que su religión.
– Luego nos ocuparemos del debate teológico -replicó Cass-. ¿Por qué os consideran responsable, Brocc? ¿Matasteis al venerable Dacán?
– No, claro que no.
– Entonces Laigin no tiene por qué amenazaros -dijo Cass, para quien el asunto era simple.
Fidelma se giró hacia él como regañándolo.
– Laigin se atiene a la ley. Brocc es el abad de aquí. Es el cabeza de familia de esta abadía y, ante la ley, se le considera responsable de cualquier cosa que suceda a sus huéspedes. Si no puede pagar las multas y compensaciones debidas, entonces la ley dice que su familia ha de hacerlo. Como es Eóganachta la familia que gobierna en Muman, la totalidad de Muman es considerada rehén por el acto. ¿Seguís la lógica, Cass?
– Pero eso no es justicia -señaló Cass.
– Es la ley -replicó Fidelma con firmeza-. Deberíais saberlo.
– Y con frecuencia la ley y la justicia son dos cosas que no son sinónimos -observó Brocc con amargura-. Pero tenéis razón en mostrar el caso tal como lo ve Laigin. No tenemos mucho tiempo para presentar una defensa antes de que la asamblea del Rey Supremo se reúna en Tara.
– Tal vez entonces -Fidelma intentó reprimir un bostezo- deberíais explicarme los hechos esenciales de manera que yo pueda establecer un plan de hacia dónde dirigir mi investigación.
El abad Brocc no percibió su fatiga. Al contrario, tendió las manos con un gesto elocuente de desconcierto.
– Poco es lo que puedo decir, prima. Los hechos son como siguen: El venerable Dacán vino a esta abadía con permiso del rey Cathal a estudiar nuestra colección de libros antiguos. Tenemos un buen número de «varillas de los poetas», antiguas historias y sagas grabadas en el alfabeto ogham en varitas de avellano y álamo temblón. Nos enorgullecemos de esta colección. Es la mejor de los cinco reinos. Ni siquiera en Tara tienen una colección como ésta.
Fidelma entendía el orgullo de Brocc. A ella le habían enseñado el antiguo alfabeto, cuya leyenda decía que se lo había dado a los irlandeses su dios pagano de la literatura, Ogham. El alfabeto estaba representado por un número variable de trazos y nudos respecto a una línea base y los textos estaban tallados sobre unas varas de madera llamadas «varillas de los poetas». El antiguo alfabeto estaba cayendo en desuso con la adopción del alfabeto latino debido a la penetración de la fe cristiana.
Brocc prosiguió.
– Estamos especialmente orgullosos de nuestra tech screptra, nuestra gran biblioteca, y nuestros estudiosos han demostrado que nuestro reino de Muman fue el primero que llevó el arte de ogham a las gentes de los cinco reinos. Como debéis saber, esta abadía fue fundada por san Fachtna Mac Mongaig, un alumno de Ita, hace casi cien años. Fundó este lugar no sólo como una casa para el culto, sino también como depósito de libros de sabiduría, un lugar de aprendizaje, un lugar donde la gente de los cuatro puntos de la tierra pudiera recibir instrucción. Y vinieron y siguen viniendo aquí desde entonces; un flujo interminable de peregrinos en busca de saber. Nuestra fundación de Ros Ailithir se ha hecho famosa en los cinco reinos e incluso más allá.
Fidelma no podía ocultar que le hacía gracia el repentino arranque de entusiasmo del abad por su fundación. Incluso entre los religiosos, quienes se suponía que eran ejemplo de humildad, la vanidad no se hallaba muy lejos de la superficie.
– Y por eso la abadía se conoce como el promontorio de los peregrinos -dijo Cass, como si deseara mostrar que podía contribuir con algún conocimiento.
El abad lo miró con fría valoración e inclinó levemente la cabeza.
– Así es, soldado. Ros Ailithir, el promontorio de los peregrinos. No sólo peregrinos de la fe, sino peregrinos de la verdad y del saber.
Fidelma se removía impaciente.
– Así pues, el venerable Dacán, con permiso del rey Cathal, vino aquí a estudiar. Esto ya lo sabemos.
– Y a dar algunas enseñanzas en pago por tener acceso a nuestra biblioteca -añadió Brocc-. Su mayor interés residía en descifrar los textos de las varillas de los poetas. La mayoría de los días trabajaba en nuestra tech screptra.
– ¿Durante cuánto tiempo se hospedó aquí?
– Unos dos meses.
– ¿Qué sucedió? Quiero decir, ¿cuáles son los detalles referentes a su muerte?
Brocc se reclinó en la silla y colocó ambas manos con la palma hacia abajo sobre la mesa.
– Sucedió hace dos semanas. Fue justo antes de que sonara la campana de la hora tercia. -Se volvió hacia Cass para ofrecerle una explicación pedante-. El trabajo de la abadía se lleva a cabo entre la hora tercia de la mañana y las vísperas por la tarde.
– La hora tercia es la tercera del día canónico -explicó Fidelma cuando vio que Cass fruncía el ceño asombrado ante la explicación del abad.
– Es la hora en que empezamos el estudio y cuando algunos de los hermanos van a los campos a trabajar, pues tenemos tierras cultivadas que cuidar y animales a los que dar de comer y peces que pescar.
– Continuad -le indicó Fidelma, que se irritaba por el tiempo que llevaba aquella explicación. Los párpados se le caían y anhelaba un pequeño descanso, un sueño reparador.
– Como he dicho, fue justo antes de que la campana sonara la tercia cuando el hermano Conghus, mi aistreóir, que es el ostiario de la abadía, quien también tiene el deber de sonar las campanas, prorrumpió en mi habitación. Naturalmente yo le pregunté a qué se debía aquello…
– ¿Entonces os dijo que Dacán estaba muerto? -interrumpió Fidelma, intentando de la mejor manera posible contener su impaciencia ante los rodeos de su primo.
Brocc parpadeó, poco habituado como estaba a que lo interrumpieran cuando estaba hablando.
– Había estado en el cubiculum de Dacán en el hostal de los huéspedes. Al parecer, no habían visto a Dacán en el ientaculum -hizo una pausa y se giró condescendiente hacia Cass-. Ésa es la comida con la que rompemos el ayuno al levantarnos.
Esta vez Fidelma no se molestó en ocultar el bostezo. El abad se sintió algo molesto y se apresuró a continuar.
– El hermano Conghus fue al hostal y se encontró el cuerpo del venerable Dacán sobre la cama. Lo habían atado de pies y manos y luego, eso parece, lo habían apuñalado varias veces. Se mandó llamar al médico y éste lo examinó. Las heridas iban directas al corazón y cualquiera de ellas podía ser mortal. A mi fer-tighis, el administrador de la abadía, se le ordenó que llevara a cabo una investigación. Interrogó a los de la abadía, pero nadie había visto u oído nada extraño. No se aclaró nada sobre quién había llevado a cabo aquel acto ni por qué. Dado que el venerable Dacán era un huésped tan distinguido, yo inmediatamente envié una nota al rey Cathal a Cashel.
– ¿También enviasteis una nota a Laigin?
Brocc sacudió inmediatamente la cabeza en señal de negación.
– En aquel momento había un comerciante de Laigin en la abadía. A lo largo de esta costa, hasta Laigin, hay mucho comercio marítimo. Sin duda este comerciante fue el que informó a Fearna de la muerte de Dacán y también al hermano de Dacán, el abad Noé.
Fidelma se inclinó hacia adelante mostrando interés.
– ¿Cómo se llamaba el comerciante?
– Creo que Assíd. Mi feer-tighis, el hermano Rumann, ha de saberlo.
– ¿Cuándo partió para Laigin ese comerciante?
– Yo creo que fue el mismo día en que se descubrió el cuerpo de Dacán. No estoy muy seguro de cuándo. El hermano Rumann conocerá más detalles.
– ¿Pero él hermano Rumann no encontró nada que explicara la muerte? -interrumpió Cass.
El abad asintió con la cabeza y Fidelma continuó preguntando.
– ¿Cuándo supisteis por primera vez que Laigin os responsabilizaba de la muerte y exigía una indemnización por parte del rey de Muman?
Brocc se mostraba ceñudo.
– Cuando ese barco de guerra llegó y su capitán bajó a tierra para decirme que, como abad, yo era considerado el responsable. Entonces recibí a un mensajero de Cashel que me informó que la indemnización, cifrada en las tierras de Osraige, era lo que exigía el nuevo rey de Laigin, pero que el rey Cathal había enviado a por vos para que investigarais el asunto.
Fidelma se reclinó en su silla y juntó las manos una yema contra otra tratando de concentrarse.
– ¿Y éstos son los hechos tal como los conocéis, Brocc?
– Tal como yo los conozco -afirmó Brocc con solemnidad.
– Bueno, lo único claro es que el venerable Dacán fue asesinado -resumió Cass taciturno-. También está claro que el acto sucedió en esta abadía. Por lo tanto, también está claro que se ha de pagar una indemnización.
Fidelma lo miró con expresión irónica.
– Ciertamente, éste es nuestro punto de partida -dijo sonriendo levemente-. Sin embargo, ¿quién ha de pagar esa indemnización? Eso es lo que debemos descubrir ahora.
Se levantó de repente y Cass siguió su ejemplo con cierta renuencia.
– ¿Y ahora qué, prima? -preguntó ansioso Brocc alzando la vista hacia su joven pariente.
– ¿Ahora? Ahora, yo creo que Cass y yo vamos a buscar algo para comer, pues no hemos tomado nada desde ayer a mediodía y luego debemos descansar un poco. Hemos pasado la noche en el bosque frío y húmedo y hemos dormido poco. Empezaremos nuestra investigación después de vísperas.
Brocc abrió bien los ojos.
– ¿Empezar? Yo creía que os había dicho todo lo que se sabía en la abadía sobre este asunto.
Fidelma apretó los labios con ironía.
– No entendéis cómo lleva una investigación un brehon. No importa. Empezaremos a averiguar quién mató a Dacán y por qué.
– ¿Creéis que podéis? -inquirió Brocc, mostrando en sus ojos un débil rayo de esperanza.
– Para eso estoy aquí -dijo Fidelma con voz cansada.
Brocc parecía dudar. Entonces cogió una campanita de plata que había sobre la mesa y la hizo sonar.
Un anacoreta de mediana edad y metido en carnes prorrumpió en la estancia. Todos sus movimientos mostraban una actividad frenética, una energía apenas oculta que parecía producir la agitación de cada uno de sus miembros. Aquella nerviosa inquietud del hombre hacía que incluso Fidelma se sintiera incómoda.
– Éste es mi fer-tighis, el administrador de la abadía -lo presentó Brocc-. El hermano Rumann se ocupará de satisfecer todas vuestras necesidades. No tenéis más que pedírselas. Os volveré a ver en vísperas.
Parecía que el hermano Rumann los impulsara físicamente delante de él cuando salieron de las estancias del abad.
– Al haberme enterado por el hermano Conghus de que habíais llegado, he preparado unas habitaciones en el tech-óiged, hermana. -Su voz era tan jadeante como su apariencia agitada-. Estaréis muy cómodos en nuestro hostal de huéspedes.
– ¿Y la comida? -preguntó Cass.
El comentario que había hecho Fidelma de que habían comido muy poco en las últimas veinticuatro horas había hecho que él lo recordara y estaba muerto de hambre.
La cabeza del hermano Rumann iba botando de arriba abajo, o eso parecía; una pelota grande, redonda y carnosa donde el cabello crecía ralo. La carne de su cara redonda tenía tantas arrugas que resultaba imposible ver si sonreía o fruncía el ceño.
– Hay comida preparada -confirmó-. Os llevaré al hostal enseguida.
Lo fueron siguiendo por los pasillos de piedra gris de los edificios de la abadía, atravesaron diminutos patios y luego continuaron por oscuros pasadizos.
– ¿Cómo están sor Eisten y los niños? -preguntó Fidelma después de permanecer en silencio un rato.
El hermano Rumann hizo un sonido como de cacareo con la lengua, como una mamá gallina nerviosa. De repente Fidelma sonrió, pues eso era precisamente lo que le recordaba el hermano Rumann mientras avanzaba anadeando delante de ellos con las manos aleteando en sus costados.
– Sor Eisten está exhausta y parece que está muy afectada por la experiencia vivida. Los niños sólo están cansados y lo que más necesitan en este momento es calentarse y dormir. El hermano Midach, nuestro médico, los ha examinado. No tienen signos de enfermedad.
El hermano Rumann se detuvo ante la puerta rectangular de un edificio de dos plantas situado junto a uno de los muros principales de la abadía, separado de la imponente iglesia central por una plaza empedrada en cuyo centro había una campana.
– Éste es nuestro tech-óiged, hermana. Nos enorgullecemos de nuestro hostal de huéspedes. En verano recibimos visitantes de muchos lugares.
Abrió de golpe la puerta, como un artista que fuera a representar alguna proeza ante un numeroso público, y luego los condujo al interior del edificio. Inmediatamente se encontraron en un gran vestíbulo que era espacioso y estaba bien decorado con tapices e iconos. Una escalera de madera los condujo a un segundo piso donde el administrador les mostró las habitaciones. Fidelma vio que sus alforjas ya estaban en el interior.
– Espero que este alojamiento sea bastante cómodo -dijo el hermano Rumann y, antes de que pudieran contestar, ya se había dado la vuelta y se metía por otra habitación-. Para esta ocasión -su voz les indicaba que lo siguieran-, he ordenado que os traigan aquí la comida. Sin embargo, a partir de esta noche, las comidas se sirven en el refectorio, que es el edificio contiguo. Todos nuestros huéspedes suelen comer allí.
Fidelma vio sobre una mesa de la estancia unos cuencos con caldo caliente con fuentes de pan, quesos y una jarra de vino con unas copas de barro. Todo muy apetecible para sus ojos hambrientos.
Fidelma sintió que la boca se le hacía agua al ver aquella comida.
– Esto es excelente -dijo en señal de aprobación.
– Mi habitación está abajo, en el otro extremo del hostal -continuó diciendo el hermano Rumann-. Para cualquier cosa que deseéis, me encontraréis allí o, tocando la campana -dijo señalando una campanita de bronce que había sobre la mesa-, podéis llamar a mi ayudante, sor Necht, que es una de nuestras jóvenes novicias y se ocupa de atender a nuestros huéspedes.
– Una cosa antes de que os vayáis… -dijo Fidelma al ver que el hermano Rumann se dirigía hacia la puerta.
El hombre rechoncho se detuvo y se giró con curiosidad.
– ¿Cuánta gente hay en el hostal?
El hermano Rumann frunció el ceño.
– Tan solo vos. Oh, y hemos alojado a sor Eisten y a los niños temporalmente.
– Me habían dicho que la abadía tenía cientos de estudiantes.
El hermano Rumann cacareó.
– No os preocupéis de ellos. Los dormitorios de los estudiantes están situados al otro lado de la abadía. Somos una comunidad mixta, por supuesto, como lo son la mayoría. Los miembros masculinos predominan. ¿Eso es todo, hermana?
– De momento sí -admitió Fidelma.
El hombre se fue cacareando. Justo cuando iba a atravesar la puerta, Cass se dejó de composturas y se acomodó en un asiento y se acercó un cuenco con caldo.
– Varios cientos de estudiantes y religiosos… -Miró con expresión ceñuda a Fidelma mientras ésta se acercaba a la mesa-. Encontrar a un asesino entre tantos sería como intentar identificar un granito de arena en una playa.
Fidelma hizo una mueca y luego se llevó la cuchara de madera a la boca para saborear el caldo caliente.
– Tenemos las de ganar -dijo, después de una pausa-. Es decir, si el asesino todavía está en la abadía. Por lo que dice Brocc, la gente ha estado entrando y saliendo desde que se cometió el crimen. Si yo hubiera matado al venerable Dacán, dudo que me quedara aquí. Pero eso dependería de quién fuera y del motivo del asesinato.
Cass iba vaciando el cuenco con satisfacción.
– El asesino debe confiar en que no lo pillarán -sugirió.
– O la asesina -corrigió Fidelma-. Lo curioso de esta investigación es que, en otras pesquisas en las que me he visto implicada, siempre hay algún motivo visible que captas inmediatamente. Éste no es el caso.
– ¿Qué queréis decir?
– Una persona encontrada muerta. ¿Por qué? A veces hay un robo. O la persona es odiada. O hay cualquier otra razón obvia que puede ser motivo de asesinato. Conociendo el motivo, se pueden empezar las pesquisas para ver quién es el que se beneficia más con el crimen. Aquí tenemos a un estudioso y respetable anciano que tiene un final violento, pero no se me ocurre ningún motivo inmediato.
– Tal vez no hubiera un motivo. Tal vez lo mató alguien que estaba loco y…
Fidelma reprendió suavemente a Cass.
– La locura es en sí misma un motivo.
Cass sacudió la cabeza y volvió a concentrarse en el cuenco del caldo que había devorado y observó con tristeza que estaba vacío.
– Me ha gustado -comentó casi con pena de que no hubiera más-. Avena, leche y puerros, creo. ¿No es delicioso? ¿O acaso es mi hambre canina lo que me hace verlo así?
Fidelma hizo una mueca divertida por el entusiasmo con el que había cambiado de conversación.
– Se dice que este caldo era el plato favorito de san Colmcille -dijo Fidelma-. Y estáis en lo cierto en cuanto a sus ingredientes, pero yo creo que cualquier cosa sabría igual de maravilloso si no se hubiera comido nada en mucho tiempo.
Cass ya estaba cortando un trozo de queso y Fidelma le indicó que ella también quería un poco. El joven soldado le colocó el pedazo en su plato y cortó otro. Luego arrancó un trozo de pan. Masticaba con fruición y al mismo tiempo sirvió una copa de vino para cada uno.
– En serio, hermana, ¿cómo pensáis resolver este misterio? Sucedió hace más de quince días y yo dudo que el que perpetrara el crimen se haya quedado cerca de este lugar. Incluso si lo ha hecho, parece que no hay algún testigo, nadie que viera nada, algo que conduzca al culpable.
Fidelma sorbió lentamente un poco de vino.
– Así pues, Cass, si estuvierais en mi lugar, ¿qué haríais?
Cass dejó de masticar y parpadeó. Se quedó unos instantes considerándolo.
– Buscar cuantos más detalles mejor, supongo, para informar en Cashel.
– Bien -respondió Fidelma con seriedad burlona-; al menos parece que estamos de acuerdo en eso. ¿Queréis darme algún otro consejo, Cass?
El joven se sonrojó.
Fidelma era dálaigh. Él lo sabía. Y seguro que se estaba burlando de él por atreverse a decirle cómo tenía que hacer su trabajo.
– No era mi intención… -empezó a decir.
Fidelma lo desarmó con una sonrisa.
– No os preocupéis, Cass. Si yo creyera que hablabais con arrogancia, os encontraríais con una lengua afilada y amarga. Tal vez es bueno que no me aduléis. Aunque, en verdad, conozco mis posibilidades como también conozco mi debilidad, pues tan sólo los tontos se creen el respeto que se otorga a su rango.
Cass miró incómodo en el interior del fuego helado de aquellos ojos verdes y tragó saliva.
– De todos modos -continuó Fidelma-, acordemos que yo no os diré cómo tenéis que blandir la espada en combate y vos no me aconsejaréis cómo tengo que llevar a cabo el arte que me enseñaron.
El joven hizo una mueca, un poco enfurruñado.
– Yo sólo quería decir que el problema parece irresoluble.
– Por mi experiencia, sé que todos los problemas se le plantean desde ese punto de vista. Pero resolver un problema significa que hay que empezar en lugar de quedarse quieto. Cuando cambia el punto de vista, se cambia de opinión.
– ¿Entonces cómo os proponéis empezar? -preguntó rápidamente, intentando apaciguar la sensación de desavenencia que todavía permanecía en la voz de Fidelma.
– Empezaremos interrogando al hermano Conghus, que encontró el cuerpo, luego al médico que examinó el cuerpo y finalmente a nuestro agitado administrador, el hermano Rumann, que llevó a cabo la investigación inicial. Todos o alguno de ellos deben de tener algunas piezas del puzle. Luego, cuando hayamos reunido todas las piezas, aunque sean pequeñas, las examinaremos, con cuidado y dedicación. Tal vez seamos capaces de encajarlas y formar un cuadro, ¿quién sabe?
– Hacéis que parezca bastante fácil.
– Fácil no -apuntó ella con rapidez-. Recordad que toda información es útil. Recogedla y guardadla hasta que tengáis que hacer uso de ella. Ahora, creo que voy a dormir un poco antes…
Cuando se empezaba a levantar, un chillido penetrante de terror rompió el silencio del hostal.