Capítulo V

Cuando el penetrante chillido resonó por segunda vez, Fidelma ya se había levantado y avanzaba por el pasillo del hostal con una rapidez que sorprendió al joven soldado, que corría inmediatamente tras ella. El grito provenía del primer piso del edificio. Era un grito en un tono muy alto, como el de una mujer sufriendo.

Al pie de las escaleras Fidelma casi choca con el hermano Rumann. También él se había precipitado hacia la dirección de donde provenía el sonido y, sin decir una palabra, Fidelma y Cass siguieron al corpulento administrador de la abadía, que avanzaba por el pasillo inferior, en el que había una serie de puertas.

Los tres se detuvieron repentinamente, sorprendidos por el sonido de un suave canturreo que surgía del silencio.

El hermano Rumann se quedó ante una puerta y la abrió de un empujón. Fidelma y Cass otearon con curiosidad por encima de su hombro.

En el interior estaba sor Eisten sentada en el extremo de una cama con uno de los niños de cabello oscuro de Rae na Scríne en los brazos. Fidelma vio que era Cosrach, el más joven de los dos niños. Sor Eisten lo tenía cogido y canturreaba una nana en voz baja. El niño sollozaba suavemente abrazado a ella. Los sollozos eran ahora más leves. Sor Eisten parecía ajena a las personas que se amontonaban en la puerta.

Fue el niño mayor, el otro de cabello oscuro, quien, de pie junto a sor Eisten, levantó la mirada, los vio y frunció el ceño. Atravesó la pequeña habitación y, como quien no quiere la cosa, los obligó a retroceder de la puerta hasta el pasillo, los siguió y cerró la puerta tras él. Levantó la barbilla; su expresión parecía desafiante y fruncía el ceño ante aquella intrusión.

– Hemos oído un grito, chico -le dijo resollando el hermano Rumann.

– Era mi hermano -contestó el chico con tono malhumorado-. Mi hermano tenía una pesadilla, eso es todo. Ahora ya está bien. Sor Eisten lo oyó y vino a ayudarlo.

Fidelma se inclinó hacia adelante, sonriendo tranquilizadora, intentando recordar su nombre.

– Entonces no hay de qué preocuparse… ¿Te llamas Cétach, verdad?

– Sí -contestó con tono huraño, casi a la defensiva.

– Muy bien, Cétach. Tu hermano y tú habéis tenido una mala experiencia. Pero ahora ya ha acabado. No hay que preocuparse.

– Yo no estoy preocupado -contestó el chico con desdén-. Pero mi hermano es más joven que yo. No puede evitar tener pesadillas.

Fidelma tuvo la sensación de que hablaba con un hombre más que con un niño. El chaval era más sabio que lo que correspondía a su edad.

– Por supuesto que no -admitió con rapidez-. Tienes que convencer a tu hermano de que ahora está entre amigos que van a cuidarlo.

El chico esperó un momento y luego continuó.

– ¿Puedo volver con mi hermano ahora?

Los dos chicos necesitarían tiempo para superar la experiencia, pensó Fidelma. Volvió a sonreír, esta vez con cierta falsedad, y asintió con la cabeza.

Cuando la puerta de la habitación se cerró tras el muchacho, el hermano Rumann cacareó afligido y luego se volvió por el pasillo anadeando.

Fidelma regresó lentamente hacia la escalera. Cass iba tras ella.

– Pobrecillos -observó Cass-. Algo malo les ha sucedido. Espero que Salbach encuentre a Intat y a sus hombres y los castigue pronto.

Fidelma asintió distraída con la cabeza.

– Al menos el reclamo del niño ha hecho que sor Eisten reaccionara. Yo estaba más preocupada por ella que por los niños. Los niños tienen resistencia. Pero a Eisten le ha afectado la muerte del bebé esta mañana.

– No había nada que ella pudiera haber hecho -contestó Cass con lógica, descartando los aspectos emocionales del asunto-. Aunque no nos hubiéramos visto obligados a acampar al raso la pasada noche, seguro que el niñito hubiera muerto. Yo vi que tenía síntomas de peste amarilla.

Deus vult -contestó Fidelma de forma automática con un fatalismo en el que no creía realmente-. Es la voluntad de Dios.

El tañido de la campana llamando a vísperas, la sexta hora canónica, despertó a Fidelma de mala gana de un sueño profundo. Al oír los tañidos, se dio cuenta de que era demasiado tarde para reunirse con los hermanos en la iglesia de la abadía, y se levantó de la cama y empezó a entonar la oración de aquella hora. La mayoría de los rituales de la iglesia en los cinco reinos se seguía llevando a cabo en griego, la lengua de la fe en la que se habían escrito las Santas Escrituras. Sin embargo, muchos se decantaban por la lengua de Roma, el latín, que estaba reemplazando al griego como una de las lenguas indispensables de la iglesia. A Fidelma no le costaba mucho cambiar de una lengua a otra, pues sabía hablar tan bien el latín como el griego, conocía un poco de hebreo además de su lengua materna y también algo de las lenguas utilizadas por los britanos y los sajones.

Libre de sus responsabilidades religiosas, Fidelma se dirigió hacia el cuenco con agua que había sobre una mesa de su habitación y se lavó rápidamente con el líquido casi helado. Se secó bien con la toalla y luego se vistió. Cuando estuvo lista, salió al pasillo. La puerta de la habitación de Cass estaba abierta y dentro no había nadie, así que siguió avanzando por el pasillo, que, como ya había anochecido, estaba iluminado con algunas velas que parpadeaban en unos receptáculos sujetos en las paredes de piedra.

– Ah, sor Fidelma. -Era la figura asmática del hermano Rumann, que había aparecido en la penumbra cuando ella bajaba las escaleras hacia el vestíbulo principal de la planta baja del hostal-. ¿Se ha perdido las vísperas?

– Me he quedado dormida y me despertó la campana. He hecho las invocaciones a Nuestro Señor en mi habitación.

Se mordió el labio al decir esto. No había sido su intención que aquello pareciera algo dicho a la defensiva, pero sentía que había un cierto tono de censura en la voz del administrador.

El rostro del hermano Rumann se arrugó dando lugar a lo que le pareció una sonrisa, aunque no sabía si era de desprecio o de compasión.

– El joven soldado, Cass, fue a la iglesia de la abadía y es probable que se esté dirigiendo directamente al praintech, nuestro refectorio, para la cena. ¿Quiere que la lleve hasta allí?

– Gracias, hermano -contestó Fidelma con solemnidad-. Le agradeceré que me guíe.

El rechoncho religioso cogió una linterna encendida de uno de los ganchos de la pared y empezó a conducirla por el edificio, luego por el patio ahora a oscuras hasta el edificio contiguo, una gran construcción donde entraban muchos religiosos, tanto hombres como mujeres, formando filas que parecían interminables.

– No os preocupéis, hermana -dijo el hermano Rumann-. El abad ha dado la orden de que vos y el soldado Cass os sentéis en su mesa a las horas de las comidas durante vuestra estancia.

– ¿De qué habría de preocuparme? -inquirió Fidelma mirándolo con curiosidad.

– Hay tanta gente en la abadía que tenemos que hacer tres turnos para las comidas. Los que han de esperar hasta el tercer turno a menudo encuentran la comida fría, lo que causa protestas. Por eso, muchos de los hermanos están ahora trabajando en la construcción de un comedor nuevo en el extremo este de los edificios de la abadía. En el nuevo praintech habrá sitio para todos.

– ¿Un refectorio que albergará a varios centenares de almas bajo un mismo techo?

Fidelma no pudo evitar que su voz reflejara escepticismo.

– Eso mismo, hermana. Una gran obra y que se verá completada pronto, le cunamh Dé. -Añadió el «si Dios quiere» con tono piadoso.

Se detuvieron en el vestíbulo del refectorio y un asistente fue hacia ellos para quitarles los zapatos o las sandalias y apilarlos, pues era costumbre en la mayoría de comunidades monásticas que se sentaran a comer descalzos. Rumann la condujo al interior de la sala abarrotada, pasando junto a las filas de mesas llenas de religiosos de ambos sexos. La sala del refectorio estaba iluminada con numerosas lámparas de aceite chisporroteantes, cuyo olor acre se mezclaba con el fuerte aroma del fuego de turba humeante que ardía en el gran hogar situado al principio de la estancia. Los olores se hacían todavía más intensos al entremezclarse con el contenido de los incensarios situados en varios puntos de la sala. Aun así, las lámparas y el fuego generaban poco calor para vencer el frío atardecer otoñal. Tan sólo después de un rato, con los doscientos cuerpos apretados, emergió un cierto calor.

El abad ya había iniciado el Gratias cuando el hermano Rumann llevó apresuradamente a Fidelma a un sitio vacío en la mesa junto a Cass, que parecía entretenido y que la saludó con una sonrisa.

Benedic nobis, Domine Deus…

Fidelma hizo una rápida genuflexión antes de sentarse.

– ¿Os habéis quedado dormida? -susurró Cass alegremente inclinándose hacia ella.

Fidelma resopló y no prestó atención a la pregunta, cuya respuesta resultaba obvia.

El Gratías terminó y la estancia se llenó con el ruido de los bancos que se arrastraban sobre el suelo enlosado.

A pesar de que habían comido algo hacía tan sólo cuatro horas, Fidelma y Cass devoraron el plato de pescado al horno con ajo y servido con duilesc, una planta marina que se recogía en las rocas de la playa. También sirvieron pan de cebada. Había jarras de cerveza sobre la mesa y los religiosos se la servían en unas copas de cerámica. Al final de la comida, se sirvió un plato de manzanas y algunos pasteles de trigo amasados con miel.

Durante la comida no hubo conversación alguna y Fidelma se dio cuenta de que así era la regla de san Fachtna. Sin embargo, a lo largo de la comida un lector entonaba pasajes de las Escrituras desde un atril de madera elevado al final de la sala. Fidelma esbozó una sonrisa de cansancio cuando el lector eligió para empezar un pasaje del segundo capítulo del Eclesiastés: «No queda al hombre cosa mejor que comer y beber, y recrear su alma con los frutos de sus fatigas. Y he visto que también esto viene de la mano de Dios».

La comida terminó con un único tañido de campana y el abad Brocc se levantó y entonó otro Gratias.

Cuando estaban saliendo del refectorio e iban a recuperar su calzado, Brocc se acercó a ellos. A su lado, estaba la figura abombada del hermano Rumann.

– ¿Habéis descansado bien, prima? -le preguntó el abad.

– Bastante bien -contestó Fidelma-. Ahora necesitaría vuestro permiso y vuestra autorización para empezar mi trabajo.

– ¿Qué puedo hacer? Tan sólo tenéis que pedírmelo.

– Necesitaría a alguien que me sirviera como ayudante, para ir a buscar a la gente que tenga que interrogar y traérmela y para hacer algunos recados en mi nombre. Tiene que conocer la abadía y llevarme allí donde quiera ir.

– La ayudante del hermano Rumann, sor Necht, puede realizar ese trabajo -dijo el abad sonriendo; luego se giró hacia el administrador corpulento, quien sacudió la cabeza de arriba abajo en señal de asentimiento ante las palabras del abad-. ¿Algo más, prima?

– Necesito una estancia donde llevar a cabo los interrogatorios. La habitación que está junto a la mía en el hostal me iría bien.

– Es vuestra mientras la necesitéis.

– Me encargaré de eso -añadió Rumann, deseoso de complacer al abad.

– Entonces no hay que demorarse más. Empezaremos enseguida.

– Dios bendiga vuestro trabajo -entonó el abad con solemnidad-, Mantenedme informado.

Se fue del refectorio con el hermano Rumann cloqueando tras él.

Sor Necht, la ayudante del hermano Rumann, era la joven de aspecto robusto que Fidelma había visto fugazmente al entrar en la abadía. Conghus le había pedido que se hiciera cargo de sor Eisten y los niños. Era de rostro sano, de cabello rizado y rojizo, casi de color cobre bruñido, que le caía bajo la toca. Tenía los hombros muy anchos y la barbilla demasiado cuadrada para considerarla atractiva. Fidelma consideró que sonreía con rapidez, pero que se contrariaba con facilidad. Sin embargo, estaba ansiosa por complacer y por supuesto le entusiasmaba la idea de que se le encomendara una tarea que se apartara del trabajo rígido y metódico que se llevaba a cabo a diario en la comunidad.

Sor Necht parecía mostrar cierto respeto por sor Fidelma. Era obvio que le habían dicho que era la hermana del presunto heredero del reino, primo del abad, y era, además, una distinguida dálaigh de los tribunales de justicia del país que había pronunciado sentencia ante el Rey Supremo e incluso a petición del Santo Padre en la lejana Roma. La joven sor Necht era claramente una adoradora de héroes.

Fidelma le perdonó inmediatamente su nerviosismo y adoración de perrito faldero. Pronto dejaría la edad de la inocencia. Fidelma sintió que era triste que los niños tuvieran que entrar tan rápidamente en la edad adulta. ¿Qué era lo que había escrito Publius Siro? «Si queréis vivir en la inocencia, no perdáis el corazón y la mente que teníais en vuestra niñez.»

Después de instalarse en la habitación donde habían tomado su primera comida en la abadía, Fidelma envió a Necht a buscar al aistreóir, el hermano Conghus.

– Empezaremos por el principio -le explicó a Cass-. Conghus fue la primera persona que descubrió el cuerpo del venerable Dacán.

Cass no tenía claro su papel. No sabía de leyes y nunca había sido testigo de la investigación de un crimen por parte de un dálaigh. Así que se sentó en un rincón de la estancia, al fondo, y dejó que Fidelma se sentara junto a la mesa donde había una linterna que arrojaría luz sobre el proceso.

Poco después regresó sor Necht, algo jadeante, junto con el fornido ostiario, el hermano Conghus, tras ella.

– Lo he traído -dijo jadeando la chica con una voz profunda y ronca, que parecía ser su tono normal-. Tal como habéis dicho.

Fidelma contuvo la sonrisa e hizo una señal a la novicia para que se sentara junto a Cass.

– Podéis esperar allí, sor Necht. No hablaréis hasta que yo os lo diga ni jamás revelaréis nada de lo que se oiga en esta habitación. Me lo tenéis que jurar solemnemente, si queréis seguir ayudándome.

La novicia lo juró al momento y tomó asiento.

Fidelma se volvió entonces sonriendo hacia el hermano Conghus, que estaba esperando en la puerta.

– Entrad, cerrad la puerta y sentaos, hermano -le indicó con firmeza.

El ostiario hizo lo que se le ordenaba.

– ¿En qué puedo ayudaros, hermana? -preguntó cuando se hubo acomodado.

– Tengo que formularos algunas cuestiones. Os tengo que preguntar oficialmente si conocéis el motivo de mi visita.

– ¿Quién no? -contestó Conghus encogiéndose de hombros.

– Muy bien. Volvamos al día de la muerte del venerable Dacán. ¿Me han dicho que fuisteis el primero que descubrió el cuerpo?

Conghus hizo una mueca al recordarlo.

– Así es.

– Describid las circunstancias, por favor.

Conghus se quedó pensativo.

– Dacán era un hombre muy metódico. Su día, así lo veía yo durante los dos meses que estuvo alojado en la abadía, era de observancia ritual. Se podía decir la hora del día que era por sus movimientos.

Hizo una pausa como para reflexionar.

– Mi trabajo de ostiario también incluye el de campanero. Toco las horas principales y los servicios. La campana de maitines anuncia el inicio de nuestro día, que va seguido del ientaculum, la primera comida del día. Dado que somos una comunidad numerosa y nuestro refectorio no tiene cabida para todos, hacemos tres turnos. Dacán siempre comía en el segundo turno, igual que yo. Eso me permite proseguir con mis deberes en cuanto a las llamadas de las horas. Después del tercer turno del ientaculum, toco la hora tercia, cuando se inicia el trabajo de la comunidad.

– Entiendo -dijo Fidelma cuando el ostiario hizo una pausa y le echó una mirada interrogante como para ver si le seguía.

– Bien, aquella mañana en particular, hace dos semanas, Dacán no estaba en su sitio para el desayuno. Yo hice algunas preguntas, pues era muy raro que se perdiera una comida. Como comprenderá…

– Ya habéis dicho lo rígidos que eran sus hábitos -interrumpió rápidamente Fidelma.

Conghus parpadeó y luego asintió con la cabeza.

– Eso es. Bien, averigüé que no había ido al turno anterior. Así que después de comer, la curiosidad me llevó a buscarlo en el hostal.

– ¿Dónde estaba su habitación?

– En el primer piso -respondió Conghus y empezó a levantarse de su asiento-. Os puedo mostrar su habitación ahora…

Fidelma le hizo señal de que volviera a sentarse.

– Dentro de un momento. Continuemos. ¿Así que se fue a buscar a Dacán?

– Eso es. Hay poco más que añadir. Fui a su habitación y lo llamé. No hubo respuesta. Así que abrí la puerta…

– ¿Sin respuesta alguna? -interrumpió Fidelma-. Si no había respuesta, uno podía suponer que el venerable Dacán no estaba en su habitación. ¿Cómo es que os decidisteis a abrir la puerta?

Conghus hizo una mueca y frunció el ceño.

– Porque… porque, vi luz bajo la puerta. El pasillo es oscuro, así que cualquier luz ilumina. Esa luz me atrajo. Pensé que si Dacán había dejado una candela ardiendo tenía que apagarla. La frugalidad es otra regla de san Fachtna -añadió con mojigatería.

– Entiendo. Así que visteis una luz y ¿entonces…?

– Entré.

– ¿Qué era lo que daba luz?

– Había una lámpara de aceite encendida, todavía ardía.

– Continuad -le apremió Fidelma justo cuando Conghus volvió a vacilar.

– Dacán yacía muerto sobre su cama. Eso es todo.

Fidelma reprimió su irritación.

– Intentemos establecer algunos detalles más, hermano Conghus -dijo pacientemente-. Imaginaos de nuevo ante el umbral de la puerta. Describid lo que visteis.

Conghus volvió a fruncir el ceño y pareció que reflexionaba con detenimiento sobre la cuestión.

– La habitación estaba iluminada por una lámpara de aceite que había sobre una mesita a un lado de la cama. Dacán estaba totalmente vestido. Estaba estirado boca arriba. Lo primero en lo que me fijé era que tenía las manos y los pies atados…

– ¿Con una cuerda?

Conghus sacudió la cabeza en señal de negación.

– Con tiras de tela; lino azul y rojo. También tenía una tira de la misma tela en la boca. Supuse que hacía de mordaza. Entonces vi que tenía manchas de sangre por todo el pecho. Me di cuenta de que lo habían matado.

– Muy bien. Ahora decidme, ¿había señal de algún cuchillo, del cuchillo con el que quizá le infligieron las heridas?

– No vi nada de eso.

– ¿Se encontró alguno posteriormente?

– Que yo sepa no.

– ¿Qué aspecto tenía la cara de Dacán?

– No entiendo -respondió Conghus frunciendo el ceño.

– ¿Tenía el rostro en calma y reposo? ¿Sus ojos estaban abiertos o cerrados? ¿Qué aspecto tenía?

– Calmado, diría yo. No había ni miedo ni dolor grabado en los rasgos del muerto, si eso es lo que queréis decir.

– Eso es precisamente lo que quiero decir -respondió Fidelma seria-. Ahora vamos progresando. Os disteis cuenta de que Dacán había sido asesinado. ¿Notasteis algo más en la habitación? ¿La habían registrado? ¿Estaba todo en orden? Si Dacán era tan rígido en sus hábitos, eso implicaría que también era escrupulosamente ordenado.

– La habitación estaba ordenada, por lo que yo puedo recordar. Estáis en lo cierto, por supuesto; la meticulosidad de Dacán era bien conocida. Pero sor Necht os explicará más al respecto.

Fidelma oyó un susurro, se giró y frunció el ceño en señal de advertencia, mirando a la joven novicia por si se sentía en necesidad de responder.

– Bien. -Fidelma volvió a mirar a Conghus-. Empezamos a formar un cuadro. Continuad. Después de daros cuenta de que habían matado a Dacán, ¿qué ocurrió?

– Me encaminé directamente a ver al abad. Le expliqué lo que había descubierto. Mandó llamar al ayudante del médico, el hermano Tóla, quien examinó el cuerpo y confirmó lo que yo ya sabía. Entonces el abad puso el asunto en manos del hermano Rumann. Como administrador de la abadía, era su trabajo llevar a cabo una investigación.

– Una pregunta aquí: habéis dicho que el abad mandó llamar al ayudante del médico, el hermano Tóla. ¿Por qué no llamó al médico principal? Después de todo, el venerable Dacán era un hombre de cierto prestigio.

– Eso es cierto. Pero nuestro médico principal, el hermano Midach, no estaba en la abadía en ese momento.

– Decís que Dacán llevaba en la abadía dos meses -observó Fidelma-. ¿Habíais llegado a conocerlo bien?

El hermano Conghus abrió bien los ojos.

– ¿Bien? -dijo con una mueca áspera-. El venerable Dacán no era un hombre al que se llegara a conocer bien. Era reservado, austero si queréis. Tenía una gran reputación de piedad y sabiduría. Pero era un hombre de maneras bruscas y comportamiento irritable. Era un hombre de hábitos regulares…, tal como he dicho antes…, y no perdía el tiempo en chismes. Cuando salía de su habitación, lo hacía con un motivo específico y no se detenía a intercambiar cumplidos o a perder una hora o dos conversando.

– Habéis pintado una imagen muy clara, hermano Conghus -dijo Fidelma.

Conghus se lo tomó como un cumplido y se acicaló un momento.

– Como ostiario que soy, mi trabajo consiste en evaluar a la gente y conocer su comportamiento.

– ¿Físicamente, qué tipo de hombre era?

– Mayor, pasados de largo los sesenta. Un hombre alto, a pesar de su edad. Delgado, como si necesitara una buena comida. Llevaba largo su pelo blanco. Ojos oscuros y piel cetrina. Quizás el único rasgo distintivo era su nariz bulbosa. Sus rasgos eran en general melancólicos.

– Me han dicho que vino aquí a estudiar. ¿Sabéis el qué?

El hermano Conghus alzó el labio inferior.

– Respecto a ese asunto tendréis que consultar con la bibliotecaria de la abadía.

– ¿Y cómo se llama la bibliotecaria?

– Sor Grella.

– Me han dicho que el venerable Dacán también enseñaba -dijo Fidelma tomando nota mentalmente-. ¿Sabéis qué enseñaba?

Conghus se encogió de hombros.

– Enseñaba algo de historia, creo. Pero sería mejor que vierais al hermano Ségán, nuestro profesor principal.

– Sin embargo, hay algo más que me preocupa -dijo Fidelma al cabo de un rato-. Decís que Dacán era austero. ¿Ésa ha sido la palabra que habéis utilizado, no?

Conghus asintió con la cabeza.

– Es una palabra muy interesante, muy descriptiva -continuó-. ¿Entonces cómo es que tenía una reputación de ser tan querido por la gente? Normalmente un hombre que es ascético, sin compasión y severo, pues eso es lo que parece implicar «austero», difícilmente sería una persona agradable.

– Hemos de hablar por lo que conocemos, hermana -declaró Conghus-. Tal vez la reputación, que sin duda procedía de Laigin, era injustificada.

– Siendo así, ¿por qué os preocupasteis tanto cuando Dacán faltó a una única comida? ¿Si no era tan agradable, seguro que la naturaleza humana reaccionaría y diría, por qué, hermano, ir en busca de tal hombre? ¿Por qué fuisteis a buscar al venerable Dacán?

Conghus parecía incómodo.

– No estoy seguro de seguir vuestros pensamientos, hermana -dijo secamente.

– Son bien simples -insistió Fidelma lentamente y con claridad-. Según parece, os preocupó en gran manera el hecho de que un hombre, al que consideráis antipático, se saltara el desayuno, hasta el punto de que fuisteis en su busca. ¿Podéis explicar esto?

El ostiario apretó los labios, la miró durante un momento y se encogió de hombros.

– Una semana antes de la muerte de Dacán, el abad me mandó llamar y me dijo que tuviera especial cuidado de Dacán. Por eso fui a su habitación después de que faltara a la comida.

Ahora le tocaba a Fidelma quedarse sorprendida.

– ¿Os explicó el abad por qué habíais de tener especial cuidado de Dacán? -preguntó-. ¿Tenía miedo de que le sucediera algo al venerable Dacán?

Conghus hizo un gesto de indiferencia.

– Yo sólo soy el aistreóir aquí, hermana. Soy el ostiario y el campanero. Cuando mi abad me dice que haga algo, lo cumplo, siempre que no sea contrario a las leyes de Dios y de los brehons. No interrogaré a mi abad respecto a sus motivos mientras esos motivos no produzcan daño a sus hombres. Mi deber es obedecer y no preguntar.

Fidelma se lo quedó mirando un momento pensativa.

– Ésa es una filosofía interesante, Conghus. Podríamos discutir ampliamente al respecto. Pero dejad que me aclare. Tan sólo una semana antes del asesinato de Dacán, el abad os pide específicamente que vigiléis al respecto. No dice por qué. No os da ninguna razón por la que pudiera temer por la seguridad de Dacán.

– Ya os lo he dicho, hermana.

Fidelma se levantó con una brusquedad que sorprendió a todos.

– Muy bien. Vayamos abajo para que me podáis mostrar la habitación que ocupaba Dacán.

Conghus se puso en pie parpadeando un poco ante aquel cambio rápido.

Los condujo fuera de la estancia y luego por un pasillo y escaleras abajo.

Cass y sor Necht iban detrás de Fidelma. La cara de Necht todavía resplandecía de entusiasmo y excitación, mientras que Cass tan sólo parecía sorprendido.

Conghus se detuvo ante una puerta en la planta baja del hostal, en el otro extremo del pasillo, donde sor Eisten y los niños tenían sus habitaciones.

– ¿Alguien ocupa ahora la habitación? -preguntó Fidelma mientras Conghus se inclinaba ante el pomo para abrir la puerta.

Conghus dudó y se enderezó otra vez.

– No, hermana. Desde la muerte de Dacán, está desocupada. De hecho, tampoco sus cosas se han tocado de la habitación, por orden del abad. Creo que los representantes del hermano de Dacán, el abad Noé de Fearna, han exigido el retorno de sus efectos personales.

– ¿Y entonces por qué los han guardado? -preguntó Cass, hablando por primera vez desde que había empezado el interrogatorio a Conghus.

Conghus lo miró ciertamente sorprendido por aquella interrupción inesperada.

– Supongo que el abad decidió que no se tocara nada hasta que llegara el dálaigh y concluyera la investigación.

Conghus se volvió a inclinar, manipuló en el pestillo y luego abrió de golpe la puerta. Estaba a punto de entrar en la habitación oscura cuando Fidelma le tocó el brazo y le retuvo.

– Dadme una linterna.

– Hay una lámpara de aceite junto a la cama; la puedo encender.

– No -insistió Fidelma-. No quiero que se toque ni mueva nada; eso si no se ha tocado ya algo. Sor Necht, acercadme esa lámpara de aceite que tenéis detrás.

La joven novicia se movió con presteza para bajar la lámpara de la pared.

Fidelma cogió la lámpara, la levantó alto y se quedó en el umbral oteando el interior.

La habitación era casi como ella había supuesto. Había una cama de madera con un colchón de paja y mantas en una esquina. Junto a ella, había una mesita y encima de ésta una lámpara de aceite. En el suelo, justo bajo la mesa, había un par de sandalias usadas y, de una hilera de colgadores, pendían tres grandes sacos de cuero. Había otra mesa al otro lado de la cama sobre la que estaban esparcidas algunas tablillas de madera recubiertas de cera y, junto a éstas, un graib, un estilo con la punta metálica, para escribir. También había un montón de vitelas y un cuerno que era obviamente un adircín utilizado para contener el dubh o tinta hecha con carbono. Un conjunto de plumas de cuervo estaba apilado al lado y un cuchillito preparado para afilarlas. Fidelma se dio cuenta de que Dacán, como muchos escribas, tomaba notas en las tablillas de cera y luego las transcribía definitivamente sobre las vitelas, que luego se atarían.

Dudó por un momento intentando asegurarse de que no se había olvidado de nada en su examen inicial. Luego avanzó hacia la mesa y echó un vistazo a las tablillas para escribir. Sus labios reflejaron una cierta decepción cuando vio que no tenían caracteres escritos. La superficie estaba totalmente limpia.

Se volvió hacia Conghus.

– No creo que os fijarais en si estaban limpias o escritas en el momento en que fue descubierto el cuerpo de Dacán.

Conghus sacudió la cabeza en señal de negación.

Fidelma dejó ir un suspiro y echó una ojeada a las vitelas. También estaban vacías de contenido.

Se giró. Había unas manchas oscuras en las mantas que todavía seguían amontonadas en desorden sobre la cama. No había que ser muy avispado para darse cuenta de que las manchas eran de sangre seca. Miró hacia los colgadores de la pared y empezó a examinar el contenido de las alforjas de cuero que de allí pendían. Contenían una muda de ropa interior, una capa, algunas camisas y otras prendas. También había algunos utensilios para el afeitado y artículos para el aseo personal, pero poco más. Fidelma volvió a guardar todo con cuidado en el interior de las sacas y las volvió a colgar.

Se quedó un momento mirando alrededor de la habitación hasta que, para gran sorpresa de los que la observaban, se puso de rodillas y examinó con cuidado el suelo mientras seguía sosteniendo la linterna con una mano.

El suelo estaba recubierto de una fina capa de polvo. Al parecer, el hermano Conghus tenía razón cuando había dicho que nadie había entrado en la habitación desde el asesinato. De repente Fidelma se estiró por debajo de la cama y sacó algo que parecía una vara corta. Era una varilla de dieciocho pulgadas de madera de álamo temblón cortada con muescas. Pasaba tan desapercibida que fácilmente podía no verse.

Oyó un leve grito proveniente de la puerta, se giró y vio que sor Necht observaba desde allí.

– ¿Reconocéis esto? -inquirió rápidamente a la joven novicia levantando la varilla hacia la luz.

Necht sacudió inmediatamente la cabeza en señal de negación.

– Era…; no, creía que era otra cosa. No, me equivocaba. No la he visto antes.

Mientras seguía sosteniendo lo que había encontrado, Fidelma posó la vista sobre la mesita que había junto a la cama. Lo único que había allí era la lamparita de aceite. Se pasó la varita de madera a la misma mano que sostenía la linterna y tendió la que le quedaba libre para alcanzar la lamparita. Pesaba y obviamente estaba llena de aceite. La volvió a colocar en su sitio y se pasó la varita a la otra mano.

Se dirigió hacia el umbral, donde se apelotonaban los demás, esperando expectantes como si fuera a decir algo de importancia. Ella seguía ausente agarrando la varita de madera.

Fidelma regresó de nuevo al interior de la habitación y se quedó levantando la lámpara para que iluminara la mayor parte de la estancia. Sus ojos se iban moviendo lentamente y escrutadores para no perderse nada.

Aquella habitación era una celda oscura. Tan sólo había una ventanita, a bastante altura en la pared de encima de la cama, por la que debía de entrar poca luz. El ventanuco no sólo era pequeño, sino que estaba orientado hacia el norte. La luz, pensó ella, sería fría y gris. Una habitación como ésta, para que se pudiera trabajar en ella, había de estar permanentemente iluminada. Se giró y examinó la puerta. No había nada de particular. Ni cerradura ni cerrojo; tan sólo un simple pestillo.

– ¿Necesitáis algo más de mí, hermana? -preguntó el hermano Conghus después de que llevaran todos un rato en silencio-. Se acerca la hora de completa y he de tocar la campana.

La completa o compline era el séptimo y último servicio religioso del día.

Fidelma apartó la vista de la habitación con renuencia.

– ¿Hermana? -insistió Conghus al ver que ella parecía seguir ensimismada en sus pensamientos.

Dejó ir un leve suspiro, parpadeó y entonces se volvió hacia él.

– ¿Qué? Oh, sí, una cosa más, Conghus. Las tiras de tela de colores con las que habéis dicho que estaba atado Dacán, ¿dónde están?

Conghus se encogió de hombros.

– No sé qué deciros. Supongo que el médico debió sacárselas. ¿Eso es todo?

– Podéis iros ahora -accedió ella-. Pero tal vez desee hablar con vos más tarde.

Conghus se giró y se marchó apresuradamente.

Fidelma se volvió hacia la joven hermana.

– Ahora, sor Necht, ¿podéis ir en busca del médico? ¿Se llamaba hermano Tóla?

– ¿El ayudante del médico? Por supuesto -contestó inmediatamente la hermana, y ya se dio la vuelta impaciente para cumplir su misión antes incluso de que Fidelma le hubiera dicho de qué se trataba el recado.

– ¡Esperad! -gritó Fidelma para detener su entusiasmo-. Cuando lo encontréis, traédmelo de inmediato. Lo espero.

La joven hermana se alejó rápidamente.

Fidelma empezó a examinar las muescas que había en la varilla.

– ¿Qué es eso? -preguntó Cass con curiosidad-. ¿Sabéis leer esas letras antiguas?

– Sí. ¿Entendéis vos el ogham?

Cass sacudió la cabeza en señal de negación.

– Nunca me han enseñado el arte del antiguo alfabeto, hermana.

– Ésta es una de las muchas varillas de los poetas, como se las llama. Parece una especie de testamento. Sin embargo, no tiene sentido. Ésta dice: «Dejad que mi dulce primo cuide de mis hijos sobre la roca de Michael como mi honorable primo dicte». Curioso.

– ¿Qué significa? -preguntó confuso.

– ¿Recordáis lo que dije respecto a recoger información? Es como reunir los ingredientes para un plato. Se puede coger algo de aquí y otra cosa de allí; cuando ya está todo completo, se empieza a montar el plato. Por desgracia, no tenemos todos los ingredientes. Pero al menos sabemos más que antes. Sabemos, y es importante, que ha sido un asesinato cuidadosamente planeado.

Cass se la quedó mirando.

– ¿Cuidadosamente planeado? El frenesí del ataque parece indicar que el criminal estaba hecho una furia. Eso parece indicar que fue un acto impulsivo de ira y no premeditado.

– Tal vez. Pero no fue la ira violenta lo que hizo que el viejo fuera atado de pies y manos sin luchar. Eso denota premeditación. ¿Y qué es lo que produjo tal furia en el asesino? Un extranjero, un hombre o una mujer que asesina al azar, seguramente no podría albergar la furia que causó tal violencia.

Se quedó en silencio, como si se le acabara de ocurrir algo.

– ¿Qué pasa? -insistió Cass.

Advirtió que su mente parecía vagar por otro lado. Fidelma seguía mirando el interior de la habitación con el ceño fruncido. Finalmente volvió a entrar en la estancia y colocó la linterna sobre el escritorio y la habitación quedó toda iluminada.

– Ojalá lo supiera -confesó dubitativa-. Siento que hay algo que no encaja bien en esta habitación; algo que debería percibir.

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