Fidelma y Cass empezaron a seguir a sor Necht, que los guiaba hacia las habitaciones del abad. Al cabo de un rato, la joven novicia se dio cuenta de que Cass iba tras ellas. Se detuvo y pareció turbada.
– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Fidelma.
– Me han dicho que sólo fuera a por vos, hermana -explicó, echando una mirada incómoda a Cass.
– Muy bien -dijo Fidelma con un suspiro-. Podéis esperarme en el hostal, Cass.
El alto guerrero hizo una mueca de desagrado, pero se marchó mientras ella seguía a Necht. La fornida monja parecía nerviosa y tenía prisa, mientras que Fidelma caminaba a un paso menos apresurado. La joven novicia tenía que ir deteniéndose para esperarla. Fidelma se negaba a correr y no quería llegar ante el abad y el jefe de los Corco Loígde nerviosa y jadeante.
– Está bien, Necht -dijo finalmente Fidelma, irritada por la insistencia de la muchacha, que intentaba hacer que se apresurara-. Desde aquí conozco el camino hasta las habitaciones del abad, así que me podéis dejar sin miedo.
La muchacha se detuvo y pareció que iba a protestar, pero Fidelma frunció el ceño molesta. Su expresión fue suficiente para disuadir a la novicia a exponer cualquier pretexto que tuviera en la punta de la lengua. Hizo una inclinación de cabeza mostrando obediencia y dejó a Fidelma.
Fidelma continuó atravesando el patio enlosado hasta entrar en el edificio de granito que albergaba las habitaciones del abad. Había avanzado por un vestíbulo pequeño y oscuro y se dirigía a las escaleras que conducían al segundo piso, donde estaba situada la habitación principal del abad, cuando una sombra se movió en la oscuridad al pie de las escaleras.
– ¡Hermana!
Fidelma se detuvo y oteó con curiosidad entre las sombras. La figura le era familiar.
– ¿Eres Cétach?
La figura del muchacho se adelantó hasta la penumbra. Fidelma percibió tensión en su cuerpo, la forma en que tenía colocados los hombros, el porte de la cabeza.
– Tengo que hablar con vos -susurró el chico de cabello negro, como si tuviera miedo de que alguien lo oyera.
Fidelma arqueó las cejas bajo la penumbra.
– Ahora no es el momento. Voy a ver al abad. Veamonos más tarde…
– ¡No, esperad! -La voz se elevó como si fuera casi un aullido de desesperación. Fidelma se encontró con que la mano de Cétach le agarraba el brazo implorante.
– ¿Qué pasa? ¿De qué tienes miedo?
– Salbach, el jefe de los Corco Loígde, está con el abad.
– Eso ya lo sé -dijo Fidelma-. ¿Pero de qué tienes miedo, Cétach?
– Cuando habléis con él, no mencionéis mi nombre ni el de mi hermano.
Fidelma intentó examinar los rasgos del muchacho, fastidiada porque las sombras le ocultaban la expresión.
– ¿Tienes miedo de Salbach?
– Es una historia larga; no os la puedo explicar ahora, hermana. Por favor, no habléis de nosotros. No digáis siquiera que nos conocéis.
– ¿Por qué? ¿Qué temes de Salbach?
El chico la agarró con fuerza.
– ¡Por el amor de Dios, hermana!
Su voz denotaba tanto miedo que Fidelma le dio unas palmaditas en el hombro para tranquilizarlo.
– Muy bien -dijo-. Te lo prometo. Pero, cuando acabe, hemos de hablar y tienes que decirme qué significa esto.
– ¿Me prometéis que no hablaréis de nosotros?
– Lo prometo -respondió con tono grave.
El chico se giró de repente y se escabulló por entre las sombras y Fidelma se quedó perpleja y mirando en la penumbra. Esperó un rato y luego dejó ir un suspiro y empezó a subir las escaleras.
El abad Brocc la estaba esperando con impaciencia. Por lo que parecía, había estado caminando ante su mesa y se había detenido cuando ella entró en la estancia. Los ojos de Fidelma se posaron inmediatamente en una figura que estaba repanchigada con indolencia en una silla ante el gran fuego que ardía en la habitación del abad. El hombre estaba reclinado en la silla de madera tallada, habitualmente reservada para el abad, con una pierna colgada de uno de los brazos del asiento y una gran copa de vino en una mano. Era un hombre atractivo de cabello color azabache, que contrastaba con una piel blanca y unos ojos azul glacial. Tendría unos treinta años. Había algo saturnino en sus rasgos delgados. Su ropa denotaba riqueza, pues eran sedas y linos finamente tejidos y llevaba una pequeña fortuna en joyas. La espada y la daga que tenía valían el precio de honor de un ceile, un miembro de un clan libre del reino. Todo esto lo percibió Fidelma de una mirada, pero lo que más le impactó de esa información visual fue una cosa: los ojos azules y fríos del jefe denotaban astucia. Era un hombre sagaz y perspicaz.
– ¡Ah, Fidelma!
El abad se sintió aliviado cuando ella entró.
– Me han dicho que me buscabais, Brocc -dijo Fidelma cerrando la puerta tras ella.
– Así es, ciertamente. Éste es Salbach, jefe de los Corco Loígde.
Fidelma se giró hacia el jefe. Apretó la boca al ver que el hombre no hacía ademán de levantarse, sino que seguía repanchigado en la silla, sorbiendo el vino con deliberada lentitud.
– Sor Fidelma de Kildare es mi prima, Salbach -dijo el abad nervioso, al ver que Fidelma iba a fruncir el ceño.
Salbach la miró con frialdad por encima del borde de su copa.
– Me han dicho que sois dálaigh -dijo, con un tono que parecía que aquello le resultara gracioso.
– Soy Fidelma de los Eóganacht de Cashel, hermana de Colgú, presunto heredero de Muman -replicó con un tono acerado-. Tengo conocimientos en leyes hasta el grado de anruth.
Salbach le devolvió la mirada durante un rato sin moverse. Luego dejó lentamente la copa y, con exagerada lentitud, se levantó de la silla y se situó delante de ella. Hizo una inclinación carente de gracia con un movimiento brusco del cuello.
El que tuviera que recordarle las maneras produjo gran irritación a Fidelma. No era por vanidad que exigía que la reconociera como la hermana del presunto heredero del reino, ni porque fuera tan orgullosa que quisiera llamar la atención por tener el grado de anruth, tan sólo un grado por debajo del más elevado que los colegios de los cinco reinos podían otorgar. Era el desprecio de Salbach, que ella se tomaba como un insulto hacia su sexo, lo que hizo que exigiera lo que se le debía. Sin embargo, incluso cuando daba rienda suelta a sus emociones, recordaba a su mentor, el brehon Morann: «El respeto que surge del miedo no es respeto. El lobo puede ser respetado pero nunca gusta». Por lo común, Fidelma no tenía en cuenta las convenciones sociales, siempre que la gente mostrara consideración y respeto con los demás simplemente por el hecho de ser humanos. Ahora bien, cuando se encontraba con individuos que no mostraban respeto de forma natural, sentía que tenía ponerlos en evidencia. Al parecer, Salbach no respetaba a nadie más que a sí mismo.
– Mis disculpas, Fidelma de Cashel -dijo con un tono de voz que no confería valor a sus palabras-. No sabía que estabais emparentada con Colgú.
Fidelma se sentó con expresión sosa.
– ¿Por qué mis parientes habrían de dictar los buenos modales? -preguntó en voz baja.
El abad Brocc se puso rápidamente a toser.
– Fidelma, Salbach ha venido en respuesta al mensaje que le envié.
Fidelma se dio cuenta de que los ojos fríos y azules de Salbach la estaban examinando. Volvió a repanchigarse y levantó de nuevo la copa. Había algo oculto en aquellos ojos. Le recordaban los ojos de un ratonero que sin parpadear observaba a su presa antes de abatirse sobre ella.
– Eso está bien -contestó Fidelma-. Cuanto antes se aborde el asunto del crimen cometido en Rae na Scríne, mejor.
– ¿Crimen? Me han dicho que una gente asustada y supersticiosa, temerosa de la peste que había en Rae na Scríne, atacó el pueblo con la intención de llevar a la gente a las montañas y que prendieron fuego al lugar para que la peste no se extendiera. Si hubo ahí un crimen, fue un crimen causado por el miedo y el pánico.
– No fue así. Fue un ataque perfectamente deliberado.
Salbach retorció la boca y habló con tono cortante.
– He venido aquí, sor Fidelma, porque me he enterado de vuestra acusación contra uno de mis bó-aire, un magistrado que yo mismo nombré recientemente. Supuse que era un error.
– ¿He de entender que os referís al hombre llamado Intat? Si es así, no es un error.
– ¿Me decís que habéis acusado a Intat de conducir una banda de guerreros a destruir la totalidad del pueblo? Mi información es que una banda de gente presa del pánico procedente de algún pueblo vecino le prendió fuego a la aldea.
– Os han informado mal.
– Eso es una acusación seria.
– Se trata de un crimen serio -confirmó Fidelma con frialdad.
– Necesitaré pruebas antes de poder actuar contra tal cargo -respondió Salbach con tozudez.
– Las pruebas se encuentran en las ruinas carbonizadas de Rae na Scríne.
– Eso prueba que el pueblo fue quemado y tal vez que la gente fue asesinada. ¿Qué prueba hay de que Intat fue el responsable?
– Cass, de la guardia del rey de Cashel, y yo nos acercamos al pueblo cuando se estaba cometiendo el terrible acto. Hablamos con ese hombre llamado Intat Nos amenazó de muerte para que nos alejáramos.
Salbach abrió bien los ojos con incredulidad.
– ¿Os dejó marchar? Seguro que, si tuviera que ver con semejante crimen, no estaríais aquí para explicarlo.
Fidelma se preguntó por qué parecía que Salbach estaba intentando proteger a su bó-aire.
– Intat no se dio cuenta de que habíamos visto lo que estaba haciendo. Volvimos sobre nuestros pasos y regresamos al pueblo. Tampoco se enteró de que había supervivientes en el pueblo que pueden testimoniar mejor que yo lo que pasó.
¿Acaso Salbach tragó saliva nervioso? ¿Se percibió en sus rasgos un cierto temor?
– ¿Había supervivientes?
– Sí -contestó el abad Brocc-. Una media docena de supervivientes. Algunos niños…
– Los niños no pueden testificar ante la ley -soltó Salbach-. No tienen obligaciones legales hasta que llegan a la edad de elegir.
Fidelma advirtió que este punto de la ley salía de la boca de Salbach con gran rapidez.
– También había un adulto con ellos -dijo Fidelma-. Y, si el adulto no es suficiente, entonces traednos a Intat delante de Cass y de mí y testificaremos si es el hombre que vimos dirigiendo a los que llevaban antorchas ardiendo y espadas en las manos y que amenazaron nuestras vidas.
– De todas maneras, ¿cómo se identificó a Intat? -exigió Salbach de forma arisca-. ¿Cómo sabíais cómo se llamaba?
– Lo identificó sor Eisten -contestó el abad.
– ¡Ah! Así que ella es la superviviente de la que hablabais.
Los ojos de Salbach volvían a ocultar algo. Fidelma hubiera dado cualquier cosa por oír lo que se retorcía en la mente de aquel hombre. Su rostro era como una máscara, pero parecía que tras aquellos ojos bullían unos pensamientos enloquecidos.
– Resulta difícil creer esto de Intat -dijo Salbach de repente; suspiró y dejó la copa de vino vacía como si estuviera totalmente convencido-. Me entristece oír esta prueba contra él. ¿Sor Eisten y los niños se alojan en Ros Ailithir?
Brocc volvió a contestar antes de que Fidelma pudiera hacerlo.
– Sí. Probablemente los enviaremos pronto al orfanato que regenta Molua.
– Me gustaría verlos -insistió Salbach.
– Pueden pasar varios días antes de que así sea -dijo Fidelma, lanzando una mirada significativa a Brocc. El abad se la quedó mirando asombrado-. El abad ha ordenado que los pongan en cuarentena para evitar cualquier contagio de la peste amarilla.
– Pero… -empezó a decir Brocc. Entonces se mordió la lengua.
Pareció que Salbach no se daba cuenta de esta protesta inacabada y se ponía en pie.
– Regresaré para interrogar a sor Eisten y a los niños cuando resulte más conveniente -dijo-. Pero, dado que el asunto conlleva una grave acusación contra uno de mis magistrados, me pareció que tenía que venir inmediatamente para ver qué pruebas había. Mandaré buscar a Intat a ver qué tiene él que decir. Si ha cometido el crimen, responderá ante mi propio brehon. Podéis estar segura de ello, sor Fidelma.
– Cashel no esperaría menos -replicó Fidelma con gravedad.
Salbach se la quedó mirando con dureza, buscando algún significado oculto, pero Fidelma le devolvió una mirada vacía de expresión.
– Aquí somos gente orgullosa, sor Fidelma -dijo Salbach. Su voz, aunque suave, estaba preñada de significados ocultos-. Los Corco Loígde reivindican ser descendientes de la familia de Míl Easpain, que condujo a los antepasados de los Gael hasta estas tierras en el inicio de los tiempos. Un desafío al honor de uno de nosotros es un desafío al honor de todos nosotros. Y, si uno de nosotros traiciona su honor, nos traiciona a todos y será castigado.
Durante un momento dudó, como si fuera a decir algo más; luego se giró hacia el abad.
– Me voy entonces, abad -empezó a decir, pero Fidelma lo interrumpió.
– Hay unas preguntas referentes a otro asunto en el que me podríais ayudar, Salbach.
Salbach se la quedó mirando asombrado, pues había dejado claro que la reunión había terminado. Estaba acostumbrado a dictar lo que se hacía.
– Yo estoy ocupado ahora…
– En esto actúo de parte del rey de Cashel -insistió Fidelma-. Se refiere a la muerte del venerable Dacán.
Salbach dudó un momento, como si fuera a discutir con ella, pero entonces se encogió de hombros con indiferencia.
– Es un asunto grave -admitió-. No sé nada de la muerte del anciano. ¿Cómo puedo ayudaros?
– ¿Conocíais al venerable Dacán?
– ¿Quién no conocía su reputación? -contestó Salbach desviando la pregunta.
– ¿Así que lo conocíais personalmente?
La pregunta era sencillamente una conjetura y Fidelma percibió que Salbach se ruborizaba. Tan sólo había sido un instinto lo que la había lanzado a hacer la pregunta.
– Había visto a Dacán algunas veces -admitió Salbach.
– ¿Fue aquí, en Ros Ailithir?
Fidelma tuvo que ocultar su sorpresa cuando Salbach sacudió la cabeza en señal de negación.
– No. Lo conocí en Cealla, en una de las grandes residencias de los jefes de Osraige.
– ¿En Osraige? ¿Cuándo fue eso?
– Hace un año.
– ¿Me permitís que os pregunte qué hacíais en Osraige?
– Visitaba a mi primo, Scandlán, que es el rey -respondió Salbach sin poder ocultar la vanidad en su tono de voz.
Fidelma volvió a recordar que su hermano Colgú le había dicho que los reyes de Osraige estaban emparentados con los jefes de los Corco Loígde.
– Ya veo -dijo lentamente-. Aun así, ¿no os entrevistasteis con el venerable Dacán cuando vino a Ros Ailithir?
– No, no lo hice.
Por algún motivo, Fidelma dudaba de él. Sin embargo, no era capaz de traspasar aquella expresión de ratonero. Se dio cuenta de que no le gustaba en absoluto Salbach. Luego se ruborizó al recordar su homilía a sor Necht. A pesar de ello, Fidelma creía que había algo siniestro en Salbach y que por eso no le gustaba. Había maldad y dureza en aquellos ojos pálidos. Le recordaba mucho a un ave de presa.
– ¿Pero conocisteis a Assíd de Laigin? -cambió de pregunta rápidamente, confiando todavía en su instinto.
Salbach abrió ligeramente la boca. Sus ojos brillaron un momento.
– Sí -admitió lentamente-. Vino a mi fortaleza de Cuan Dóir a comerciar.
– ¿Es un comerciante que va por la costa?
– Sí. Comerciaba en nuestras minas de cobre. Nos traía vino de Galia que desembarcaba en Laigin y nosotros se lo cambiábamos por vino.
– Así que hace tiempo que conocéis a Assíd… como comerciante; ¿no es así?
Salbach hizo una mueca y negó con la cabeza.
– He dicho que lo conocía. Eso es todo. Estuvo comerciando por aquí el verano pasado y el anterior. ¿Por qué me hacéis estas preguntas?
– Ése es mi trabajo, jefe de los Corco Loígde -contestó con humor paciente.
– ¿Me puedo ir ahora? -preguntó con un desprecio condescendiente.
– Confío en que pronto nos llegará la noticia de que habéis tenido éxito en la búsqueda de Intat.
– Pondré todo mi empeño en informaros -contestó secamente Salbach.
Hizo una leve inclinación hacia Fidelma y luego otra hacia el abad y Salbach abandonó rápidamente la habitación.
El abad Brocc no parecía contento.
– Salbach no es una persona a quien le guste quedar mal, prima -comentó con ansiedad-. Me ha parecido ver a dos gatos disputándose el mismo territorio.
– Entonces es una pena que se sitúe en una posición que lleve a una confrontación -replicó Fidelma con frialdad-. Su conducta es de una arrogancia insoportable.
La campana dio la hora del ángelus.
Fidelma se sintió obligada a acompañar al abad en la oración ritual.
Cuando Brocc se levantó después de estar arrodillado, se quedó un momento mirando a Fidelma con cierta incomodidad.
– Hay otra noticia -empezó a decir algo dubitativo-. No he querido decir nada delante de Salbach antes de decíroslo.
Fidelma esperaba con incertidumbre, pues su primo había puesto una cara muy solemne.
– Justo antes de la llegada de Salbach, llegó un mensajero de Cashel. El rey, Cathal mac Cathail, murió hace tres días. Vuestro hermano, Colgú, es ahora el nuevo rey de Muman.
Fidelma ni se inmutó. En cuanto Brocc había mencionado al mensajero procedente de Cashel, ya sabía de qué se trataba. Sabía que era una cuestión de tiempo incluso antes de irse de Cashel. Entonces se levantó e hizo una genuflexión.
– Sic transit gloria mundi. Que nuestro primo descanse en paz -dijo-. Y que Dios otorgue a Colgú la fuerza necesaria para la dura tarea a la que se enfrenta.
– Ofreceremos una misa por el alma de Cathal esta noche, hermana -dijo Brocc-. Queda poco tiempo para que toque la campana anunciando la comida de mediodía. ¿Tal vez me acompañaréis con una copa de vino antes de ir al refectorio?
Con gran decepción por parte del abad, Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación.
– Tengo mucho que hacer antes de la comida de mediodía, primo -contestó-. Pero os tengo que hacer una pregunta. El hermano Conghus me dijo que, una semana antes del asesinato, le habíais pedido especialmente que vigilara de cerca a Dacán. ¿Por qué?
– No hay ningún misterio -contestó inmediatamente el abad-. Resultaba evidente que el venerable Dacán no era un hombre simpático. De hecho, había oído que había contrariado a varios estudiantes de aquí. Fue tan sólo una precaución pedirle al hermano Conghus que se asegurara de que Dacán no tuviera mayores problemas con su… ¿cómo diría?… su desafortunada personalidad.
– Muchas gracias, Brocc. Os veré en la comida de mediodía.
Fidelma abandonó la habitación y de repente volvió a dirigir sus pensamientos hacia el joven Cétach. ¿Por qué no quería el chico que ella mencionara a él y a su hermano Cosrach? ¿Por qué temía a Salbach?
Sin embargo, esto no tenía nada que ver con el asesinato del venerable Dacán y el tiempo se iba agotando deprisa antes de que se hubiera de discutir el asunto ante la asamblea del Rey Supremo en Tara.
Regresó directamente al hostal y fue en busca de Cétach. También recordó que tenía que hablar con sor Eisten. Los niños no estaban en sus habitaciones; tampoco estaba sor Eisten. Fidelma miró en las demás habitaciones pero no vio a nadie. La única de los niños de Rae na Scríne que encontró fue una de las hermanas de cabello cobrizo, llamada Cera. La niña estaba sentada jugando con una muñeca de trapo y no respondería a ninguna de sus preguntas.
Fidelma descartó la idea de intentar obtener alguna información de ella y se fue a registrar las habitaciones de arriba, y luego regresó al piso inferior. Oyó un ruido procedente de la officina del hermano Rumann y se apresuró hacia allí. Su interior se encontró a Cass sentado con el hermano Rumann. Estaban en cuclillas a ambos lados de un tablero de brandubh jugando al popular black raven. Al parecer Rumann era un jugador experimentado, pues había ganado a Cass dos piezas de reyes de provincias, Cass se había quedado sólo con su Rey Supremo y otros dos reyes de provincias defensores, mientras que sus ocho piezas estaban intactas. Cass intentaba en vano alcanzar un lugar a salvo en el lateral del tablero, que estaba dividido en cuarenta y nueve cuadrados, siete de un lado y otros siete del otro. Mientras Fidelma miraba, Rumann, con un movimiento diestro, colocó sus piezas de manera que el Rey Supremo se veía amenazado sin ningún cuadrado donde retirarse. Cass, a regañadientes, se rindió al hermano fortachón.
Rumann levantó la vista y sonrió satisfecho al ver a Fidelma.
– ¿Sabéis jugar, hermana?
Fidelma asintió secamente. Todo hijo de rey o de jefe había aprendido a jugar a brandubh y otros juegos de mesa; formaban parte de su educación. El juego tenía gran significado, pues la pieza principal representaba al Rey Supremo de Tara, cuyos defensores eran los cuatro reyes de las provincias de Ulaidh, Laigin, Muman y Connacht. A las ocho piezas que atacaban, tenían que detenerlas los cuatro reyes de provincias y, si la pieza central se veía amenazada, podía escapar hacia el lateral del tablero, aunque esta huida tan sólo se hacía en caso de desesperación, cuando el jugador ya no tenía otra opción.
– ¿Tal vez tengamos ocasión de medir nuestras fuerzas? -la invitó Rumann ansioso.
– Tal vez -contestó Fidelma con educación-. Pero ahora no tengo tiempo.
Con los ojos, indicó a Cass que la siguiera y, una vez fuera, le dio la noticia procedente de Cashel. Al igual que Fidelma, no se mostró sorprendido. La muerte de Cathal era inminente cuando habían abandonado la sede de los reyes de Muman.
– Vuestro hermano hereda una pesada carga, Fidelma -observó Cass-. ¿Cambia esto las cosas aquí?
– No. Tan sólo hace que el éxito de nuestra misión sea más apremiante.
Fidelma le preguntó si había visto a los chicos Cétach o Cosrach.
Cass sacudió la cabeza en señal de negación.
– Como si no tuviera yo bastante -dijo Fidelma desesperada-. ¿No es suficiente que tenga que resolver el misterio de la muerte de Dacán para tenerme que ocupar de este otro que afecta a estos niños?
Como Cass se mostraba asombrado, se inclinó y le explicó lo que Cétach le había dicho y lo de la discusión con Salbach.
– Me han dicho que Salbach es autoritario y arrogante -confesó Cass-. ¿Tal vez os tenía que haber avisado?
– No. Ha sido mejor que lo haya comprobado yo misma.
– En cualquier caso, por lo que decís, parece que casi intentaba proteger a Intat de esa acusación.
– Casi. Tal vez lo único que quería eran pruebas de la acusación. Después de todo, al parecer fue él mismo el que nombró magistrado a Intat.
La campana empezó a llamar para la comida de mediodía.
– Olvidémonos de estos misterios hasta más tarde -sugirió Cass-. De todas maneras, los niños deben estar dirigiéndose al refectorio. No he conocido a ningún niño que se salte una comida. Y, si no están allí, puedo buscarlos esta tarde mientras vos seguís con vuestra investigación.
– Eso es una sugerencia excelente, Cass -admitió Fidelma con prontitud-. He de interrogar a la bibliotecaria y al profesor principal sobre las ocupaciones del venerable Dacán en Ros Ailithir.
Entraron en el vestíbulo del refectorio. Fidelma echó una mirada pero no vio a Cétach o a Cosrach, ni siquiera a sor Eisten. Cass, tal como había prometido, abandonó el refectorio en cuanto hubo comido y fue a buscarlos.
Cuando Fidelma salía del vestíbulo al acabar la comida, oyó a un par de estudiantes que saludaban a un hombre alto y anciano llamándole hermano Ségán. Se detuvo y examinó al profesor principal, el fer-leginn del colegio. Su aspecto escuálido y pensativo parecía no concordar con su personalidad, pues saludó a los dos estudiantes con una rápida sonrisa y contestó a sus preguntas con frases salpicadas por una risa ronca.
Fidelma esperó a que los alumnos se fueran y el hermano Ségán empezaba a marcharse cuando la saludó por su nombre.
– ¿Ah, vos sois Fidelma de Kildare? -dijo con una sonrisa y extendiéndole la mano para saludarla-. Me he enterado de vuestra llegada. El abad Brocc me dijo que veníais. Me han hablado encarecidamente de vuestros juicios en casos de muertes violentas.
– Es del venerable Dacán de quien quisiera hablar.
– Eso pensaba -dijo sonriendo burlonamente el larguirucho profesor-. Venid conmigo y hablaremos.
La condujo bajo un arco y luego entraron en el jardín amurallado de la abadía, que se llamaba lúb-gort, de lúb, una hierba, y gort, un cercado de tierra cultivada. A pesar de encontrarse en lo avanzado del otoño, los sentidos de Fidelma percibieron diversos olores agradables. Siempre se sentía en paz en los jardines, especialmente en los que había hierbas, pues los aromas le daban tranquilidad. No había indicios de que hubiera nadie en el cercado y el hermano Ségán le condujo hasta un asiento de piedra en un diminuto arboreto. Al otro lado del arboreto, se encontraba la boca de un pozo. Un pequeño muro redondo de piedra la protegía y una viga de madera sobre unos pilares aguantaba una cuerda sobre la que se podía colgar un cubo.
– A esto le llaman el pozo sagrado de Fachtna -explicó Ségán al ver que Fidelma observaba el pozo-. Era el pozo originario de la comunidad cuando Fachtna eligió este lugar, pero, por desgracia, la comunidad ya ha crecido mucho. Ahora hay otros pozos en la abadía, pero, para nosotros, éste continúa siendo el pozo sagrado de Fachtna.
Le indicó que se sentara.
– Ahora -dijo con vigor-, preguntadme lo que queráis.
– ¿Conocíais a Dacán antes de que viniera a Ros Ailithir? -empezó preguntando Fidelma.
Ségán sacudió la cabeza sonriendo.
– Sabía de su gran reputación, por supuesto. Era un hombre instruido, un ollamh que era un staruidhe. Pero, si lo que queréis decir es si lo había conocido personalmente, la respuesta es que no.
– ¿Era profesor de historia, no? -Fidelma no tenía conocimiento de que Dacán fuera algo más que maestro de divinidad.
– Oh, sí. La historia era su especialidad -confirmó Ségán.
– ¿Sabéis por qué Dacán vino a Ros Ailithir?
El profesor hizo una mueca.
– Nosotros tenemos un prestigio, hermana -contestó algo divertido-. Entre nuestros estudiantes, hay muchos de los reinos sajones e incluso de los francos, por no mencionar a los britanos y a los de los cinco reinos de Éireann.
– Yo no creo que Dacán viniera aquí simplemente por el prestigio de Ros Ailithir -observó Fidelma con candidez-. Me parece que vino por una necesidad específica.
Ségán reflexionó un rato.
– Sí, tal vez tengáis razón -admitió-. Disculpad mi vanidad, pues me gustaría creer que nuestro prestigio es la única razón. La respuesta simple es que sin duda vino aquí a saquear nuestra biblioteca de conocimientos. Con qué propósito en particular, eso yo no lo sé. Tendréis que consultar con nuestra bibliotecaria, sor Grella.
– ¿Os gustaba Dacán?
Ségán no contestó inmediatamente; parecía que se pensaba la respuesta. Entonces ladeó la cabeza y se rió entre dientes.
– No creo que «gustar» sea la palabra apropiada, hermana. No me desagradaba y, en términos académicos, nos llevábamos bien.
Fidelma se mordió un poco los labios.
– Eso no parece lo normal -comentó.
– ¿Por qué?
– Porque, por lo que me han dicho aquellos a los que ya he interrogado, Dacán desagradaba umversalmente aquí. ¿Tal vez ése fuera el motivo del asesinato? He podido saber que era austero, frío, poco amistoso y un asceta.
Ségán rió ahora abierta y fracamente.
– Ésos no son en absoluto atributos para condenar a un hombre al fuego del infierno. Si fuéramos por ahí matando a quien no nos gusta, cuando cada uno de nosotros hubiera acabado, no quedaría nadie en la tierra. Ciertamente Dacán no era un hombre con humor, ni tampoco era dado a hacer el payaso. Pero era un intelectual serio y, como tal, yo lo respetaba. Sí, «gustar» no es la palabra exacta, pero «respetar» quizá describa mejor mi actitud hacia él.
– Me han dicho que además de enseñar también estudiaba.
– Así es.
– ¿Es de suponer que enseñaba historia?
– Le interesaban las primitivas historias referentes a la llegada a Éireann de nuestro antepasado Míl Easpain y los niños de los Gael y cómo el hermano de Mil, Amergin, prometió a la diosa Éire que la tierra llevaría a partir de entonces su nombre.
Fidelma tenía paciencia.
– Ese camino parece muy inofensivo -comentó Fidelma.
Ségán se volvió a reír entre dientes.
– Entiendo, hermana, que no sugeríais en serio que habían asesinado a Dacán porque a alguien no le gustaba su personalidad o su interpretación de la historia.
– Ha habido casos -replicó Fidelma con solemnidad-. Los estudiosos pueden ser como animales salvajes cuando no están de acuerdo unos con otros.
Ségán inclinó la cabeza en señal de aprobación.
– Sí, es cierto. Algunos historiadores están tan atrapados en la historia como la historia está atrapada en ellos. Dacán era, sin lugar a dudas, un hombre de su pueblo…
– ¿Qué queréis decir con esto? -inquirió Fidelma con rapidez.
– Era un hombre que estaba muy orgulloso de Laigin, eso es lo que quiero decir. Recuerdo que una vez él y nuestro médico, el hermano Midach…
De repente apretó lo labios y se mostró incómodo.
– Decidme -insistió Fidelma-. Cualquier cosa, aunque no sea importante, es valiosa para mi investigación.
– No quiero crear alarma, en especial sin causa.
– La verdad siempre es una buena causa, profesor -insistió Fidelma-. Contadme del hermano Midach y Dacán.
– Una vez tuvieron una pelea en la que casi llegan a las manos; eso es todo.
Fidelma abrió un poco los ojos.
Aquí al menos había algo positivo.
– ¿De qué iba esa pelea tan acalorada?
– Una simple cuestión de historia. Eso es todo. Dacán presumía de Laigin, como siempre. Al parecer, Midach llamó a los hombres de Laigin poco menos que extranjeros. Afirmaba que eran simplemente galos que habían llegado a la provincia, que entonces se llamó Galian. Los Laigin llegaron como mercenarios para ayudar al desterrado Labraid Loinseach a arrebatar el trono a su tío Cobhthach. Midach sostenía que los galos portaban unas lanzas de punta ancha de hierro color azul grisáceo llamadas laigin y, cuando hubieron colocado a Labraid en el trono de Galian, el nombre pasó a ser Laigin por las lanzas que le habían dado la victoria.
– Yo he oído algo de esta historia anteriormente -confesó Fidelma-. Una discusión inofensiva, como decíais. ¿Pero yo creía que el mismo Midach era de Laigin?
– ¿Midach? ¿De Laigin? ¿Quién os ha dicho eso? No, Midach desprecia Laigin. Pero es de algún lugar cercano a su frontera. Tal vez eso explica sus prejuicios. Sí, eso es. Es de Osraige.
– ¿Osraige? -Fidelma gruñó para sí.
¡Osraige y Laigin! No importaba qué camino se tomara siempre parecía que había alguna conexión con Osraige y Laigin. Ambos impregnaban todo este misterio.
– ¿Por qué no se lo preguntáis? -replicó el profesor-. Midach os lo explicará.
– Así que Midach insultó a Laigin ante Dacán -continuó Fidelma sin responder a la pregunta-. ¿Qué dijo Dacán de eso?
– Llamó a Midach loco ignorante y bribón. Dijo que el reino era más antiguo que Muman y que había tomado el nombre de un Nemedian, un descendiente de Magog y Japhet, que había llegado a esta tierra desde Escitia con treinta y dos barcos. Afirmaba que Liath, hijo de Laigin, era el héroe que fundó el reino.
– ¿Cómo se descontroló esa discusión académica? -preguntó Fidelma con curiosidad.
– Ambos sostenían su punto de vista en un tono exaltado y ninguno cedió ni siquiera cuando la discusión pasó al insulto personal. Sólo se acabó cuando el hermano Rumann y yo intervinimos y los persuadimos para que regresaran a sus habitaciones y les hicimos jurar que no volverían a comentar el tema.
Fidelma se mordió los labios pensativa.
– ¿Tuvisteis algún encontronazo con Dacán?
Ségán sacudió la cabeza en señal de negación.
– Como os he dicho, yo le respetaba. Dejé que dirigiera sus clases y creo que la mayoría de sus estudiantes apreciaba sus conocimientos, aunque, es cierto, hubo algunos informes de desacuerdo y antagonismo entre unos pocos. Al parecer, el abad Brocc se tomó el desacuerdo en serio. Creo que incluso pidió al hermano Conghus que vigilara a Dacán. En cualquier caso, a decir verdad, yo pasé poco tiempo con él.
Fidelma se puso en pie con renuencia.
– Habéis sido de gran ayuda, profesor -dijo.
El hermano Ségán sonrió ampliamente.
– Es poca cosa. Si necesitáis algo más de mí, cualquiera os indicará cuáles son mis habitaciones en el colegio.
Fidelma regresó hacia el hostal y, mientras cruzaba el patio enlosado, se encontró de pronto a Cass. El rostro del soldado reflejaba cansancio.
– He hecho preguntas y he mirado por todas partes en busca de los dos chicos y de sor Eisten -dijo saludando a Fidelma indignado-. A menos que se estén escondiendo expresamente de nosotros, yo diría que se han ido de los límites de la abadía.