Después de que Mugrón hubiera identificado debidamente el cuerpo de Eisten como el de la misma religiosa que había visto en la fortaleza de Salbach, regresó a su barco. Fidelma y Cass se encaminaron hacia las cocinas de la abadía en busca de algo para comer, pues, al haberse perdido la cena, estaban hambrientos. Fidelma tuvo que insistir mucho y hacer gran énfasis en su rango y en su relación con el abad para que la arisca hermana encargada les proporcionara una jarra de cerveza, algo de pan de cebada y unos trozos de larac o pierna de buey. También les dio un cuenco con manzanas y se pusieron a comer con voracidad y en silencio en una mesita que había en un rincón del refectorio vacío.
En realidad, Fidelma no esperaba que Mugrón se equivocara en el reconocimiento del cuerpo de sor Eisten, pero quería estar segura, más allá de cualquier duda, de que Eisten había estado en la fortaleza de Salbach. Ahora se enfrentaba a un misterio más frustrante, pero que, al parecer, mantenía una cierta relación con el asesinato de Dacán. Lo que le había producido gran alteración había sido que Mugrón identificara a la esposa de Dacán. ¿Por qué Grella no le había mencionado aquello tan esencial? Lo más obvio era que Grella había intentado ocultar su culpabilidad. ¿Acaso su relación proporcionaba algún motivo para asesinar a Dacán?
Pero había algo más que preocupaba a Fidelma. ¿Qué hacían Grella y Eisten juntas en la fortaleza de Salbach? ¿Y por qué Eisten había intentado reservar dos pasajes para Galia en un barco? ¿Con quién tenía intención de viajar? ¿Era con Grella? ¿Y quién había torturado y asesinado a Eisten?
Fidelma iba dando vueltas a todo esto mientras admitía que tenía poco sentido hacerse preguntas cuando las esperanzas de obtener respuestas eran nulas.
Echó una mirada a Cass, sentado al otro lado de la mesa, y sintió frustración al ver que ni siquiera podía discutir sus preocupaciones con él. Seguía deseando la presencia del hermano Eadulf, poder atacar y parar lo golpes dados con la rápida espada de su mente despierta; diseccionar, analizar y, quizás, llegar de forma gradual a una verdad… Inmediatamente después volvió a sentirse culpable.
De repente se dio cuenta de que Cass la estaba mirando con una sonrisa curiosa.
– ¿Qué es lo siguiente? -le preguntó dejando sobre la mesa la jarra de cerveza vacía y reclinándose en su asiento, obviamente satisfecho por la comida.
– ¿Lo siguiente?
– Vuestra mente ha estado trabajando como el reloj de agua de la torre. Casi podía oír el mecanismo mientras trabajaba.
Fidelma hizo una mueca.
– Obviamente hay que ir a ver a una persona, sor Grella. Hemos de descubrir por qué mintió, o mejor, por qué no nos dijo toda la verdad.
Se puso en pie y Cass la siguió.
– Iré con vos -dijo el soldado-. Por lo que me decís, es más que posible que sea la asesina. Si es así, no os tenéis que arriesgar.
Esta vez Fidelma no puso objeciones.
Atravesaron los tenebrosos edificios de la abadía hasta llegar a la oscura y desierta biblioteca. No parecía que hubiera nadie en la sala fría y lúgubre. Los asientos se hallaban vacíos, los libros estaban bien ordenados en sus sacas y no ardía ninguna vela.
Fidelma se encaminó hacia la pequeña habitación donde sor Grella la había llevado a hablar, la estancia donde estudiaba Dacán. Le sorprendió ver un fuego ardiendo en el hogar del rincón. Mientras Cass se inclinaba para encender una vela, Fidelma se dirigió con rapidez hacia la chimenea. Algo le había llamado la atención. Se agachó para recogerlo.
– ¿Qué opináis de esto? -preguntó ella.
Cass se encogió de hombros mientras observaba el trozo de ramita quemada que ella le mostraba.
– Es una simple vara. ¿Con qué si no se encienden los fuegos?
Fidelma chasqueó la lengua preocupada.
– Normalmente, no con estas varitas. Examinadla de cerca.
Cass así lo hizo y vio que era un trozo de álamo temblón con algunas muescas grabadas en ogham.
– ¿Qué dice? -preguntó el soldado.
– Nada que tenga sentido ahora. El trozo de aquí dice «la resolución del honorable determina la adopción de mis hijos». Eso es todo.
Fidelma colocó la varilla en ogham en su marsupium y se quedó mirando con interés los restos del fuego.
– Significa que alguien ha decidido quemar todo un libro. -Echó una mirada a los contenedores que Grella había examinado el día anterior. Era lo que ella sospechaba-. Éste era el libro en ogham que había estado estudiando Dacán. Una varilla de él, que yo descubrí, se quedó en su habitación después de morir él. Yo la traje aquí para mostrársela a sor Grella, quien la identificó como un poema.
– ¿No os parecía parte de un testamento?
Fidelma se mordió los labios con un gesto poco comprometedor.
– ¿Por qué creía alguien que era tan importante destruirlo? -preguntó como si no esperara que Cass respondiera.
Con un suspiro, Fidelma salió de la biblioteca hasta el pasillo del exterior.
Un cenobita que pasaba los miró con curiosidad.
– ¿Buscáis a sor Grella? -preguntó con educación.
Fidelma afirmó que sí.
– Si no está en la tech screptra, encontraréis a sor Grella en sus habitaciones.
– ¿Dónde están sus habitaciones? -preguntó Cass con cierta impaciencia.
El cenobita les dio las indicaciones, que resultaron fáciles de seguir.
Sin embargo, la habitación de la bibliotecaria de Ros Ailithir estaba vacía. Fidelma había llamado a la puerta con cuidado dos veces. Se aseguró de que el pasillo estuviera vacío y giró el pomo. Tal como esperaba, la puerta no estaba cerrada.
– Dentro, rápido, Cass -le indicó al soldado.
Él la siguió de mala gana y, cuando ya estaba dentro de la habitación de sor Grella, Fidelma cerró la puerta y buscó una vela.
– Seguro que esto no está bien, hermana -murmuró Cass-. No deberíamos estar en esta habitación si no nos invitan.
Fidelma encendió la vela y miró a Cass con desprecio.
– Como dálaigh de los tribunales, tengo derecho a registrar a una persona o un local si tengo sospechas razonables de mala conducta.
– ¿Entonces realmente creéis que sor Grella mató a su esposo y a sor Eisten?
Fidelma lo hizo callar y empezó a registrar la habitación. Por ser alguien que llevaba ocho años en la abadía, la habitación de sor Grella tenía muy pocos objetos personales. Había un devocionario situado junto a la cama y algunos artículos para el aseo personal, peines y otras cosas así. Examinó una gran jarra llena de líquido. Fidelma olisqueó dentro con suspicacia y apretó los labios y esbozó una sonrisa cínica. Era cuirm, aguamiel fuerte fermentada a partir de cebada malteada. Al parecer, a sor Grella le gustaba beber en la soledad de su habitación.
Fidelma se volvió hacia unas ropas que pendían de una hilera de colgadores, pero en realidad no le interesaban. Había poca cosa de interés aquí. Sin gran entusiasmo, se había girado hacia una mochila que pendía de un colgador bajo algunas de las ropas y rebuscó dentro; era sólo para acabar de completar el registro. Al principio, pensó que contenía sólo algunas enaguas. Las sacó y las examinó a la luz de la vela. Entre ellas halló una falda de lino y soltó un grito entrecortado de satisfacción.
– Cass, examinad esto -susurró.
El soldado se inclinó hacia delante.
– Una falda de lino multicolor -empezó a decir sin interés-. ¿Qué…?
Se calló y de repente se dio cuenta de lo que era.
– Azul y rojo. El color de las tiras con que ataron a Dacán.
Fidelma giró el dobladillo de la falda. Se veía cómo habían rasgado una gran tira de tela. Expiró todo el aire de sus pulmones dejando ir un silbido.
– ¡Entonces Grella es la asesina! -anunció Cass excitado-. Aquí está la prueba.
Fidelma estaba tan alterada como él, pero su mente de juez le pedía prudencia.
– Eso sólo prueba la procedencia de la tela que ató a Dacán. Sin embargo, este vestido no es del tipo que usaría la bibliotecaria de una abadía. Claro que, en realidad, sor Grella no tiene aspecto de ser la típica bibliotecaria. Cass, tal vez os llame para testificar dónde encontré esta falda.
– Lo haré -admitió deseoso el soldado-. Yo no veo que haya lugar a dudas. Grella os mintió respecto a su relación con Dacán y ahora hemos encontrado esto. ¿Se necesitan más pruebas?
Fidelma no respondió mientras volvía a guardar las otras cosas en la mochila y se metió la falda en su marsupium. Se dirigió de nuevo hacia la cama para echar una última ojeada. Con la punta de su zapato, tropezó con algo en el suelo; algo que no cedió al golpe y que le causó un agudo dolor en el pie.
Inmediatamente se inclinó hacia el suelo para mirar. Había una losa levantada en el pavimento. Se había golpeado el dedo con ella. Se levantaba con cierto orgullo sobre las otras losas del suelo y se balanceaba un poco al tocarla.
– Ayudadme con esto, Cass -le dijo al guerrero.
El soldado extrajo un gran cuchillo y lo metió en la ranura y levantó la piedra. Debajo había una cavidad. Seguidamente, levantó bien la vela y oteó en el interior. Extrajo una vitela enrollada.
Fidelma la desenrolló y miró la cuidada caligrafía.
– ¡Los escritos de Dacán! -susurró-. Los ocultaba Grella.
– Entonces ya no se necesitan más pruebas. ¡Debió matar a Dacán! -insistió Cass con satisfacción.
Fidelma estaba demasiado ocupada examinando el contenido de los escritos para comentar nada.
– Es una carta a su hermano, el abad Noé. -Luego rectificó-. No, es sólo el borrador de una carta. Habla de la búsqueda de los herederos de los reyes originarios de Osraige. Pero se le vertió tinta encima y por eso la desechó. Escuchad esto, Cass… «El hijo de Illian, según la relación, acaba de alcanzar la edad de elegir. Tiene ya la edad para ser considerado para el trono. He descubierto que mi presa se oculta en el monasterio de Finan de Sceilig Mhilchil, bajo la protección de su primo. Mañana me iré de aquí e iré para allá.» ¡Mirad cuándo está fechado! -Le tendió la vitela a Cass y le señaló la fecha-. Esto debió de escribirse pocas horas antes de que lo mataran.
– ¿Qué presa? -inquirió Cass-. Parece que eligiera las palabras de forma extraña, como si Dacán fuera un cazador.
– ¿Conocéis ese monasterio de Sceilig Mhichil?
– No he estado nunca allí pero sé que es un pequeño asentamiento en una isla rocosa en el mar, en dirección oeste.
– Dacán no llegó nunca a emprender el viaje a Sceilig Mhichil -murmuró Fidelma-. Lo mataron a las pocas horas de haber escrito esto.
Fidelma no devolvió la vitela a su escondrijo, sino que se la metió en su marsupium junto con la falda. Luego se inclinó para volver a poner la losa en su sitio.
– Sor Grella va a tener que explicar muchas cosas -comentó.
Echó una mirada alrededor de la habitación, apagó la vela y abrió la puerta con cuidado. No había nadie fuera y salió deprisa de la habitación, indicando a Cass que la siguiera. Cuando cerró la puerta, se giró con rapidez sobre sus talones y se apresuró por el pasillo.
– ¿Y ahora adónde vamos? -inquirió Cass, un poco molesto por tener que preguntarlo.
– A buscar a sor Grella -contestó Fidelma con brusquedad.
– ¿Por dónde hemos de empezar?
Comenzaron preguntándole al hermano Rumann, el administrador, pero, cuando ya había pasado una hora entera, no había señal de la bibliotecaria desaparecida. Cass hizo una sugerencia.
– Tal vez se haya ido de la abadía.
– ¿No hay aistreóir en esta abadía? -espetó Fidelma.
– El ostiario es el hermano Conghus -respondió Cass automáticamente antes de darse cuenta de que era una pregunta retórica. Se ganó una mirada de desprecio de los iracundos ojos verdes de Fidelma.
– Ya me he enterado de eso -dijo la joven con dureza-. Sin embargo, parece que la gente puede salir de la abadía y desaparecer a voluntad. Primero, Eisten, desaparecida; luego, los dos chicos de Rae na Scríne, y ahora, la bibliotecaria no está en ningún sitio.
Al menos, el hermano Conghus no se había esfumado. Estaba en su pequeña officina junto a las puertas de entrada de la abadía haciendo anotaciones en unas tablillas de cera. Alzó la vista sorprendido cuando Fidelma entró sin avisar.
– ¿Hermana? ¿En qué puedo ayudaros? -preguntó, poniéndose lentamente en pie.
– Estoy buscando a sor Grella -contestó Fidelma.
El portero alzó un hombro y lo dejó caer como para indicar una negación.
– ¿Entonces la biblioteca…? -empezó a decir, pero Fidelma lo cortó.
– Si estuviera allí, nosotros no estaríamos aquí. Tampoco estaba en su habitación. ¿Ha salido de la abadía?
El hermano Conghus lo negó inmediatamente con la cabeza.
– Mi trabajo es registrar las entradas y salidas de la gente -dijo-. Según mis anotaciones, sor Grella no ha salido.
– ¿Lleváis un registro diario?
– Por supuesto.
– Pero ésta no es la única entrada a la abadía -señaló Fidelma.
– Es la entrada principal -replicó Conghus-. La regla establece que aquel que se va de la abadía o entra en ella tiene que dar cuenta de sus movimientos para que sepamos quién hay dentro de sus muros.
– ¿Y si se hubiera ido por una entrada lateral…?
– Me habría informado. Eso ordena la regla -repitió Conghus.
– Antes, yo salí de la abadía por la puerta posterior cuyo sendero lleva a la playa. Luego regresé y traje conmigo al capitán del barco de guerra de Laigin. Se quedó un rato en la abadía y luego regresó a su nave. ¿Vuestro registro da cuenta de ello?
Conghus se ruborizó.
– No he sido informado. El onus establece que la gente debe obedecer la regla y vos teníais que haberme informado.
Fidelma suspiró profundamente.
– Eso significa que vuestro registro no es totalmente fiable. Sólo lo es en la medida en que la gente obedece las reglas.
– Si sor Grella hubiera abandonado la abadía, conocería la regla -replicó con tozudez Conghus.
– Sólo si quería que se supiera que se había ido -intervino Cass, que encontraba algo que le permitía contribuir a la conversación.
Conghus respondió con un bufido de enfado.
– ¿Qué sabéis de sor Grella? -le preguntó Fidelma de repente.
Conghus se sorprendió por la pregunta.
– ¿Saber de ella? Es la bibliotecaria de la abadía y lo ha sido desde que la conozco.
– ¿Y no sabéis nada más?
– Sé que vino aquí procedente de la abadía de Cealla. Me consta que es competente en su profesión. ¿Qué más debería saber?
– ¿Ha estado alguna vez casada? -preguntó Fidelma.
– Nunca mencionó nada de un matrimonio en el pasado.
– ¿Cuánto conocía a sor Eisten?
La pregunta fue como un disparo repentino e intuitivo, pero no alteró al hermano Conghus.
– La conocía, eso es todo lo que puedo decir. Sor Eisten realizó algunos estudios en la biblioteca este mismo año, hace unos meses, y supongo que la bibliotecaria la debía conocer.
– Así pues, ¿no había una relación estrecha? ¿No eran especialmente amigas?
– No más que cualquier otro miembro de la abadía que conociera sor Grella.
– Hará cosa de una semana, sor Grella visitó la fortaleza de Salbach en Cuan Dóir. ¿Sabéis por qué?
– ¿Ah, sí? ¿Hace una semana? -Conghus estaba evidentemente perplejo-. Entonces hemos de tener registrado eso.
Se levantó y se giró hacia una estantería de tablillas de cera y empezó a revisarlas mientras iba sacudiendo la cabeza y chasqueando la lengua.
– ¿No podéis imaginar, así sin mirar, la razón por la que iría a la fortaleza de Salbach? -preguntó Fidelma, mientras el portero rebuscaba con diligencia entre las tablillas.
– No, a menos que Salbach ofreciera un obsequio a la biblioteca. A veces, algunos jefes se dan cuenta de que están en posesión de algunas de las antiguas varillas de los poetas. Estas obras en ogham actualmente son piezas raras, incluso aquí en Muman. La abadía ofrece una recompensa si se recogen. Pudiera ser que Salbach encontrara alguna y decidiera ofrecerla a nuestra biblioteca. Sin embargo, si Grella fue allí por eso, o por cualquier otro motivo, me habría informado de que abandonaba la abadía. No hay ningún registro de que así lo hiciera. -Se apartó de las tablillas y se dirigió hacia Fidelma-. No encuentra ninguna referencia de que sor Grella saliera para ir a Cuan Dóir. Sin embargo, partió hacia Rae na Scríne hace una semana.
– ¿Rae na Scríne? -repitió Fidelma.
– Así está registrado -contestó el hermano Conghus con una sonrisita-. Fue a recoger un libro que tenía sor Eisten y le llevó algunas medicinas.
Fidelma intentó contener la frustración que sentía.
– Podría haberse ido en dirección opuesta, hacia Cuan Dóir -sugirió la joven-. O ella y sor Eisten podrían haberse dirigido a Cuan Dóir luego.
– Nos hubiera dicho que iba a visitar Cuan Dóir -replicó Conghus con estoicismo-. Y no hay ninguna referencia a tal viaje.
– Si se hubiera anotado.
– Claro que se hubiera anotado. Visitar a Salbach de parte de la abadía requiere del permiso y de la bendición del abad.
– ¿Quién ha dicho que necesariamente habría de ser un viaje de parte de la abadía? -inquirió Fidelma.
– ¿Y por qué sino visitaría la bibliotecaria al jefe local?
– Cierto, ¿por qué sino? -La paciencia de Fidelma se agotaba-. Gracias por vuestra ayuda, Conghus.
Al salir, Cass examinó la expresión preocupada de Fidelma.
– ¿Creéis que oculta algo? Parece más que inútil.
– Tal vez sí, tal vez no. Sospecho que el hermano Conghus vive según las reglas y no puede concebir que alguien las incumpla.
Cuando estaba afuera dudando, Conghus salió corriendo y, con un breve gesto de la cabeza dirigido a ambos, atravesó el patio enlosado hasta el alto campanario.
– Ya debe de ser casi completa -murmuró Cass.
Un momento después, como si respondiera a sus palabras, la campana sonó llamando a los hermanos al servicio.
La última vez que Fidelma había asistido a una misa tan lujosa había sido en Roma en la ostentosa basílica de san Juan de Letrán, donde yacía el cuerpo de Wighard, el arzobispo de Canterbury asesinado. Una docena de obispos y sus ayudantes, y el mismo Santo Padre, habían oficiado el servicio.
La iglesia de la abadía, oscura y de altos muros, aunque no era nada comparado con el esplendor de la basílica romana, resultaba impresionante. Unos tapices cubrían las altas paredes de granito y las velas despedían calor, luz y una mezcla de perfumes. Fidelma se sentó en un banco reservado para los huéspedes distinguidos; Cass estaba a su lado. A su alrededor, los miembros de la abadía, religiosos y estudiantes, se amontonaban para rendir sus respetos al alma de Cathal de Cashel. Aunque examinó los rostros con detenimiento, Fidelma no reconoció a sor Grella.
El coro alzó las voces en el Sanctus.
«Is Naofa, Naofa, Naofa Tú, a Thiarna. Dia na Sula…» («Santo, santo, santo es el Señor, Dios del universo…»)
Algo hizo que Fidelma mirara hacia el otro lado del pasillo de la iglesia; un sexto sentido.
Vio que los ojos de la joven sor Necht la observaban con intensidad. La novicia la había estado contemplando y ahora, sorprendida, bajó la cabeza para mirar a sus pies. Fidelma ya se estaba girando cuando se dio cuenta de que alguien más estaba observando, pero esta vez la examinada era la misma sor Necht y el que la controlaba el rechoncho hermano Rumann. Junto a Rumann, el hermano Midach también observaba a la joven novicia. Lo que sorprendió a Fidelma fue que el médico estuviera tenso y, si las miradas matasen, pensó Fidelma, Midach sería culpable del asesinato de la joven. Luego Midach percibió su mirada, hizo una sonrisa forzada y dejó caer sus ojos y se concentró en el santo oficio. Cuando volvió a prestar atención al hermano Rumann, el rostro redondo del administrador también estaba concentrado en las palabras del servicio.
Fidelma se preguntó qué querría decir aquello. Cuando se pudo volver a concentrar en el servicio, el coro ya estaba en el Agnus Dei.
Al hacer las voces una pausa para empezar A Rí an Domhnaigh -Santo Dios- se oyó un leve ruido. Las voces del coro vacilaron y se desvanecieron. El ruido se hizo más fuerte y levantó un murmullo de aprensión, pues el ruido era el de un niño chillando. Gemía de forma desesperada.
Todo el mundo miraba alrededor buscando al niño abandonado, pero nadie podía identificar de dónde provenía el sonido. Parecía resonar en la gran iglesia de la abadía; se alzaba como si atravesara los muros de granito, resonando una y otra vez.
Algunos de los hermanos, más supersticiosos que lógicos, se arrodillaron.
Incluso el abad Brocc intercambiaba miradas de preocupación con sus clérigos.
Fidelma sintió que Cass le agarraba el brazo. El soldado hizo un gesto con la cabeza hacia la nave y, siguiendo su indicación, Fidelma vio que el hermano Midach se escurría rápidamente fuera del edificio.
Sin embargo, antes de que llegara a la puerta, el llanto cesó repentinamente. Todo quedó en un silencio mortal. El portazo que se oyó tras la salida de Midach hizo que toda la congregación se moviera con nerviosismo.
El maestro del coro dio unos golpes sobre el atril de madera y volvió a empezar el A Rí an Domhnaigh, primero vacilante, pero las voces acabaron cobrando fuerza y confianza.
El servicio continuó sin mayor incidente. El abad Brocc habló con elocuencia de la tristeza por la pérdida del viejo rey a manos de la peste amarilla, pero con alegría por la llegada del nuevo rey; invocó la bendición de Cristo, de sus apóstoles y de todos los santos de los cinco reinos por la futura prosperidad del reino y por la sabiduría con que gobernaría el nuevo monarca, Colgú.
Cuando la congregación empezó a dispersarse, después de la bendición final, Fidelma dijo a Cass que hablaría con él más tarde y empezó a abrirse camino a empujones por entre la gente atravesando la nave de la iglesia de la abadía hacia el asiento donde había visto a la joven sor Necht. Al llegar allí, no había rastro de ella. Oteó a su alrededor entre la asamblea que se iba disgregando, pero la novicia había desaparecido.
Reprimiendo un suspiro de preocupación, Fidelma salió por la puerta más cercana, que la llevó al exterior de la iglesia frente al espacioso almacén de la abadía. Aunque era de noche, había numerosas linternas que daban luz, sin duda encendidas para que la gente de la asamblea encontrara el camino de vuelta a sus dormitorios con facilidad.
Absorta en sus pensamientos, Fidelma decidió no regresar directamente al hostal, sino que siguió el camino que el hermano Ségán le había mostrado y que llevaba al jardín. Quería estar a solas para meditar y el jardincillo fragante parecía un lugar ideal para ello.
Un grito apagado proveniente del jardín que tenía delante la alertó y se aproximó allí sigilosamente.
Había dos sombras en el arboreto junto a la boca del pozo. Una sombra de aspecto masculino y robusto agarraba a una figura delicada. A Fidelma le pareció que aquella figura delgada le resultaba algo familiar.
– Vos, joven arrogante…
Reconoció la voz del hermano Midach, dura y airada.
Cuando Fidelma observaba, el médico levantó la mano abierta y golpeó a la otra figura en la nuca.
Se oyó un gruñido de dolor.
– ¡Cómo os atrevéis a ponerme la mano encima! -soltó una voz ronca que a Fidelma no le resultó desconocida.
Fidelma estaba a punto de avanzar para saber qué estaba sucediendo cuando oyó la voz del hermano Midach que reprendía a alguien.
– ¡Haréis lo que os digo! ¡Un arrebato como ése será la destrucción de todos nosotros! El sepulcro tiene eco. Si nos descubren, se acabaron las esperanzas para Osraige.
Las sombras se adentraron en la oscuridad y Fidelma las perdió de vista. No se veía movimiento en el arboreto.
Fidelma escuchaba, pero no oía nada.
Avanzó con cautela. Era como si la tierra se hubiera abierto de repente y se los hubiera tragado. Estaba perpleja, pues no había otra puerta de salida del jardín amurallado más que aquella por la que ella había entrado.
Examinó el área todo lo minuciosamente que pudo, pero no vio rastro de Midach ni de la otra persona, ni pasaje o puerta a través de la cual hubieran podido desaparecer. Incluso oteó en el interior del pozo, el pozo de san Fachtna, pero lo había visto a la luz del día y sabía que descendía casi hasta la oscuridad infinita.
Hasta pasada media hora, no se rindió a aquel misterio y regresó disgustada hacia el hostal. Cass la estaba esperando con evidente impaciencia.
– Estaba casi a punto de dar la alarma por vos, hermana -la regañó-. Con toda esa gente que se evapora, pensaba que tal vez habíais corrido la misma suerte.
– ¿Qué era tan urgente? -contestó, preguntándose si habría presenciado otra desaparición asombrosa-. ¿Están alarmados los hermanos por esa voz de niño que se ha oído durante el servicio?
Cass se mostraba hosco.
– Más que alarmados, están asustados. Incluso vuestro primo cree que fue el eco fantasmal de un alma perdida.
Fidelma esbozó una sonrisa cínica.
– Seguro que hay opiniones mucho más inteligentes entre los estudiantes.
– Bueno, la única que he oído es del hermano Rumann, quien cree que es una distorsión del sonido del agua del pozo que hay bajo la abadía.
– Ah -suspiró Fidelma-. Por ahora, creo que los voy a dejar en la ignorancia durante un tiempo. En cualquier caso, seguro que esto no era tan urgente como para dar la alarma.
Cass sacudió la cabeza en señal de negación.
– Después del servicio, yo me dirigía hacia aquí cuando me puse a conversar con el hermano Martan. Es…
– El mismo que tiene pasión por las reliquias y que, gracias a Dios, guardó los trozos de lino con que ataron a Dacán. Lo vimos antes en la playa con Midach examinando el cuerpo de sor Eisten.
– Exactamente.
– ¿Y bien? -insistió Fidelma.
– El hermano Martan y yo estábamos discutiendo por qué querría alguien matar a Dacán. Martan repitió que Dacán no era un personaje agradable.
– De eso, al menos, estamos seguros -dijo Fidelma.
– Me dijo que Midach una vez dijo que había varios a los que preferiría ver muertos, y nombró a Dacán.
Fidelma levantó un poco la cabeza.
– ¿Midach dijo eso? ¿Por qué lo dijo?
– Al parecer, Martan fue testigo de una gran discusión entre Midach y Dacán.
– ¿La discusión sobre Laigin? Ya sé de qué va eso. Midach insultó a Laigin; eso fue todo.
– Según Martan, fue algo más. -Cass parecía turbado-. Al parecer, fue una discusión sobre sor Necht.
– ¿Necht? ¿Con qué motivo? -De repente Fidelma estaba interesada.
– Parece que Dacán acusó a Midach de tener una relación… ya sabéis…
Fidelma apretó la mandíbula al ver que él dudaba, como si estuviera turbado.
– Entiendo lo que eso implica -dijo secamente-. ¿Dacán acusó a Midach de tener un asunto con la joven sor Necht? ¿Estáis seguro? No -continuó enseguida-, mejor que me asegure. Creo que debería hablar con el hermano Martan.
Cass esbozó una sonrisa de satisfacción.
– Por eso lo he retenido aquí. Está en la habitación de arriba esperándoos.
El hermano Martan, ahora que lo veía con mejor luz, tenía un aspecto bastante triste. Era un hombre de mediana edad, con tez pálida, dientes feos y una tos rebelde; hablaba con jadeos cortos. Se levantó cuando Fidelma entró en la habitación, y ella le indicó con la mano que se sentara.
– Primero quisiera agradeceros, Martan, que guardarais las tiras de lino. Nos han sido de gran utilidad.
El hombre no se inmutó.
– Le habéis dicho a mi colega, aquí -señaló a Cass-, que Midach tuvo una discusión con Dacán.
Vio que el rostro de Martan reflejaba temor.
– No era mi intención levantar una acusación… -empezó a decir-. El médico principal se ha portado muy bien conmigo y no quisiera ponerlo en en ningún apuro.
Fidelma alzó una mano para tranquilizarlo.
– Por lo que yo sé, simplemente habéis informado de unos hechos. ¿Tuvo lugar esa discusión? La verdad, Martan, siempre es el camino más fácil. -Añadió esto porque vio que él se daba de repente cuenta de las implicaciones que tenía lo que había dicho.
– No quiero que el hermano Midach tenga problemas -dijo malhumorado.
– ¿Tuvo una discusión o no? -le espetó Fidelma con dureza.
Martan asintió con renuencia.
– Explicádmelo -apuntó Fidelma.
– Fue el día anterior a que se encontrara con Dacán. Resulta que yo caminaba por el pasillo hacia la biblioteca. Iba a buscar una copia de los Aforismos de Hipócrates que tiene la abadía. -Hablaba con orgullo-. Cuando iba por el pasillo, oí unas voces que provenían de una pequeña habitación lateral, la estancia donde sor Grella tiene su officina. Es una habitación que da a la sala principal de la biblioteca y que tiene una entrada que da al pasillo.
Fidelma esperaba con paciencia mientras el hermano hizo una pausa para pensar.
– Oí la voz del hermano Midach que se alzaba airada, así que me detuve al exterior de la puerta. Me sorprendió encontrarlo en la biblioteca. También resultaba extraño que algo enfadara al hermano Midach, pues normalmente es un hombre de lo más alegre.
Hizo una pausa; parecía sentirse incómodo.
– Continuad -le indicó Fidelma-. ¿Os detuvisteis frente a la puerta abierta? ¿Y entonces?
– Es que resultaba inusual oír a Midach tan enfadado -repitió Martan, como para disculparse por haber escuchado a escondidas. Hizo una pausa al ver que Fidelma se preocupaba-. Me di cuenta de que la persona con la que discutía no era otra que el venerable Dacán.
– ¿Y el motivo de la discusión?
– Al parecer, Dacán acusaba a Midach de registrar sus escritos, de leer cosas a las que no tenía derecho. Midach lo negaba acaloradamente, por supuesto. Dacán estaba tan furioso que amenazó a Midach con informar al abad.
»Midach respondió que acusaría a Dacán de tratar a las personas del hostal como esclavos, en particular a la joven sor Necht. Al oír esto, Dacán se enfadó tanto que acusó a Midach de mantener una relación con sor Necht. Midach pareció tomárselo en serio y replicó que simplemente había actuado como un padre adoptivo de Necht. Y su relación era sólo paternal. En cualquier caso, añadió Midach, no era asunto de Dacán.
Fidelma no se sorprendió de que Midach fuera el padre adoptivo de Necht. Era bastante frecuente que se enviara a los niños fuera de casa a los siete años para que los educaran. El proceso se conocía como adopción y los nuevos padres tenían que mantener a sus hijos adoptivos de acuerdo a su rango y proporcionarles educación. Una niña a menudo completaba su educación a los catorce años, aunque algunas, como la misma Fidelma, podían continuar hasta los diecisiete. Los catorce años eran la edad de elegir y de la madurez para una chica. Un chico continuaría hasta los diecisiete. La adopción era un contrato legal que se consideraba beneficioso para ambas casas y para el que la ley consideraba dos modalidades. Una era por «afecto» y no se ofrecía dinero. En la otra los padres naturales pagaban por la adopción de su hijo. La adopción era el principal sistema de educar a los niños en la sociedad.
– ¿Estáis seguro de que dijo que era padre adoptivo?
– El término datán ciertamente se usó.
Era el término legal que se usaba para referirse a un padre adoptivo.
– ¿Sabíais vos que Midach era el padre adoptivo de sor Necht?
Martan sacudió la cabeza en señal de negación.
– ¿Qué pensabais que era entonces esa relación del hermano Midach? -le preguntó.
– ¿Con Necht?
– Precisamente.
– Midach era la anamchara de Necht, su alma amiga. Eso es lo único que sé. Por eso eran amigos y se tenían confianza.
– Así pues, ¿Midach obviamente se sentía responsable de Necht?
– Supongo -admitió Martan.
– ¿Os sorprendió que Dacán acusara a Midach de mantener una relación con ella? Dacán era un hombre con una reputación de distante serenidad. ¿Qué hizo que de repente atacara así a Midach?
– No era un santo. Era un hombre extraño, malhumorado, que ponía a prueba el humor de Midach hasta el límite -replicó Martan-. Lo único que sé es que oí que Midach reaccionaba mal. Le dijo a Dacán que no se entrometiera y que, si continuaba haciéndolo e insultaba a Midach, Midach lo…
Hizo una pausa y abrió bien los ojos, como si se diera cuenta de lo que iba a decir.
– Continuad -insistió Fidelma-. Obviamente lo amenazó físicamente.
– Midach dijo que lo mataría -admitió Martan.
Hizo una pausa.
– ¿Creéis que lo decía de verdad?
– Yo no -protestó el boticario-. Ni soy quién para juzgar los hábitos personales de la vida de los demás. Las cosas son como son. Midach no haría daño a nadie.
– Pero Midach lo amenazó -observó Fidelma secamente-. Cuando supisteis de la muerte de Dacán, justo un día después de esta discusión, ¿no lo encontrasteis preocupante? Supongo que no lo comentasteis al hermano Rumann, a quien encargaron la investigación.
Martan se ruborizó.
– No informé de ello, pues no creí que tuviera relevancia. Midach no estaba en la abadía cuando se encontró el cuerpo de Dacán. Si me preguntáis si sospecho que Midach es el asesino, os diré que no. Midach es un hombre que ama la vida y la disfruta. No pensaría en destruir la vida de otro hombre en la misma medida que tampoco se le ocurriría destruir la suya.
– ¿Así que no comentasteis este asunto a Rumann -observó Fidelma-. ¿Y qué os lleva a hacerlo ahora?
Martan se puso rojo.
– Ojalá no lo hubiera hecho. Lo único en que pensaba es que ambos deberíais saber que Dacán no era el hombre santo que la mayoría de gente supone. Era capaz de acusar a la gente injustamente.
– Y todo esto vino porque Dacán en un principio acusó a Midach de revisar sus notas y escritos en la biblioteca.
– Midach también negó eso -le recordó Martan.
– Una cosa más. Habéis dicho que Midach se había ido de la abadía la noche anterior a la muerte de Dacán. Regresó seis días después, según me han dicho. ¿Sabéis por qué se fue y adónde?
Martan sacudió la cabeza en señal de negación.
– Sé que no era un viaje planeado. Fue en barca. Probablemente fue una emergencia médica en alguno de los pueblos. Sucede a menudo.
– ¿Qué os hace pensar que no fue planeado?
– Porque no se lo dijo a nadie, salvo a sor Necht, que vino a informar al hermano Tóla cuando ya se había marchado.
– ¿Cuándo fue eso?
– Justo antes de completa. Debió embarcarse con la marea de la tarde o, si no, no podría haberse ido hasta el día siguiente al mediodía.
Fidelma entrecerró los ojos.
– ¿Estáis seguro de esa hora?
– Absolutamente.
– Bien -dijo Fidelma reclinándose-. Creo que habéis sido de gran ayuda para nosotros, Martan. Podéis marcharos, pero os agradecería que no mencionarais esta conversación a nadie…, especialmente al hermano Midach. ¿Entendéis?
Martan se levantó con inseguridad.
– Eso creo, hermana. Sólo deseo no haber dicho nada malo…
– ¿Cómo puede ser algo malo la verdad? -inquirió Fidelma con gravedad.