Capítulo XIV

Los finos rasgos del abad Brocc se relajaron aliviados cuando Fidelma entró en su habitación.

– Me acabo de enterar de que habéis desembarcado. ¿Ha sido fructífero vuestro viaje, prima? -preguntó con impaciencia, levantándose para recibirla.

– Me ha aportado algún conocimiento -replicó Fidelma evasiva.

El abad vaciló, como si no supiera si debía presionar a su prima un poco más al respecto, pero decidió no hacerlo.

– Tengo noticias -añadió, indicándole que se sentara-. Sin embargo, me temo que son malas noticias.

Fidelma se sentó mientras Brocc levantaba una tablilla de cera.

– Ayer recibí este mensaje; el Rey Supremo tiene la intención de llegar aquí en los próximos días.

La sorpresa que mostró Fidelma le complació. Se enderezó en su asiento. Abrió bien los ojos.

– ¿Sechnassach, el Rey Supremo? ¿Viene aquí?

Brocc asintió con énfasis.

– Ha ordenado que el tribunal ha de ver las reclamaciones de Laigin contra Muman a propósito de la muerte de Dacán en la abadía donde lo asesinaron. Sus palabras dicen que era… -Brocc dudó y echó una ojeada a la tablilla-…apropiado que la vista tuviera lugar aquí.

– ¿Sí? -Fidelma alargó la palabra, como si fuera un largo suspiro-. ¿Y todo el tribunal viene con él?

– Por supuesto. El gran brehon Barrán se erigirá en juez con el Rey Supremo, y el arzobispo Ultan de Armagh viene en representación de las órdenes eclesiásticas de los cinco reinos. Vuestro hermano Colgú y sus consejeros también están al llegar.

– Y supongo que el joven Fianamail, el rey de Laigin, y sus abogados pronto estarán aquí.

– Fianamail trae al abad Noé y a su brehon Forbassach.

– ¡Forbassach! ¿Así que Forbassach defenderá la causa para Laigin?

A pesar de que no le gustaba nada el abogado de Laigin, Fidelma sabía que tenía una inteligencia viva y era un jurista competente, y alguien a quien no se había de subestimar. Sin duda alguna, sería de lo más mordaz, pues querría devolver a Fidelma que por su culpa lo expulsaran de Cashel.

– ¿Para cuándo exactamente se espera su llegada? -preguntó, sintiendo, tal como Brocc había previsto, que no eran buenas noticias.

– Dentro de unos días, a fines de semana como muy tarde. -Brocc se mostraba claramente nervioso al saberse anfitrión de semejante asamblea en la que él ocupaba el lugar del acusado-. Decidme, prima, ¿estáis más cerca de resolver el misterio?

Su voz sonaba como una súplica, pero Fidelma no podía apaciguar sus miedos.

Se puso en pie y se dirigió hacia la ventana, dirigiendo su mirada a la ensenada.

– He visto, cuando veníamos hacia Ros Ailithir, que el barco de guerra de Mugrón todavía está anclado ahí.

Brocc se quedó con los hombros algo caídos.

– Laigin no renunciará a la querella antes de que se reúna la asamblea.

Fidelma se giró hacia el interior de la habitación mirando al abad.

– ¿Supongo que el Rey Supremo y su séquito vendrán en barco?

– Al igual que el rey de Laigin y su comitiva -confirmó Brocc-. Se supone que he de ofrecer hospitalidad a todos ellos. El hermano Rumann y el hermano Conghus se están volviendo locos por encontrar acomodo y comida para todos. Oh, y eso significa que la habitación en la que lleváis a cabo vuestras investigaciones ya no estará disponible. Podéis seguir utilizando la misma habitación en el hostal para vuestro uso personal, tal como corresponde a vuestro rango, pero el joven soldado… ¿Cómo se llama…? ¿Cass? Él tendrá que usar una cama en una de las residencias.

– No hay nada que hacer. Tenéis mucho que preparar para la asamblea.

Brocc la examinó con pesimismo.

– Y vos también, prima, pues de vos depende nuestro futuro.

Fidelma no necesitaba que Brocc se lo recordara. Las palabras del Evangelio de Lucas le vinieron con rapidez a la mente: «A todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho le será demandado». Nunca, desde que había recibido su titulación en leyes, se le había exigido tanto. Sentía aquella responsabilidad como una pesada carga. A pesar de sus esfuerzos, de lo más agotadores, seguía viendo un espejo ahumado donde se aparecían unas sombras sugestivas, pero no había nada claro ni nada que tuviera sentido.

Brocc percibió la ansiedad que había en su rostro y ablandó su actitud.

– Es sólo que estoy realmente empezando a preocuparme, prima. Nunca he asistido a una asamblea del Rey Supremo -añadió con una cierta fascinación-. Si no fuera porque se me acusa en este asunto, sería una experiencia estimulante.

Fidelma alzó las cejas con cinismo.

– ¿Una experiencia estimulante? También puede ser funesta si no podemos presentar pruebas que demuestren vuestra inocencia y que eviten que la demanda de Laigin lleve a una guerra entre los dos reinos.

Se hizo un silencio incómodo; luego Fidelma habló sin esperar una respuesta positiva.

– No me habéis dicho si tenéis noticias de sor Grella. ¿Supongo que no ha regresado?

Brocc hizo una mueca de desolación y confirmó lo que suponía.

– No. Simplemente ha desaparecido. Por lo que me habéis dicho, me temo que ha huido con su culpabilidad.

Fidelma frunció el ceño y se levantó.

– Eso hemos de verlo. Necesitaré las cosas que os dejé.

Brocc asintió con rapidez, alcanzando las llaves bajo la mesa. Fidelma lo observó mientras iba hasta el armario y abría la puerta. Sacó el marsupium de Fidelma y se lo entregó.

Fidelma metió la mano y rebuscó dentro para comprobar que no faltaba nada.

Aspiró hondo. Alguien había tocado el contenido de la bolsa. El trozo de varita quemada en ogham y las vitelas que encontró en la habitación de sor Grella no estaban. Sin embargo, las tiras y la falda de lino de donde se habían rasgado todavía estaban allí.

– ¿Qué pasa? -preguntó Brocc corriendo a su lado.

Ella se quedó un rato callada. No servía de nada responder emocionalmente a la desaparición de la prueba crucial que ella había recogido y colocado en lugar seguro.

– Alguien me ha quitado de la bolsa algunas pruebas vitales.

– No lo entiendo, prima -afirmó Brocc. Parecía realmente asombrado. Su rostro se ruborizó de frustración.

– ¿Cuándo abristeis por última vez este armario, Brocc? -preguntó.

– Cuando me pedisteis que depositara la bolsa dentro por seguridad.

– ¿Y dónde guardáis las llaves?

– Están colgadas, como habéis visto, en unos ganchos bajo la mesa.

– ¿Y lo sabe mucha gente?

– Yo creía que era el único que sabía exactamente dónde se guardaban las llaves.

– No costaría mucho encontrarlas. ¿Cuánta gente sabía que los objetos valiosos a veces se guardan en ese armario?

– Tan sólo algunos de los miembros más antiguos de la abadía.

– Y, no hace falta decirlo, cualquiera pudo tener acceso a vuestra habitación mientras vos cumplíais con los deberes de vuestro cargo.

Brocc exhaló suavemente.

– Ninguno de los hermanos de esta abadía cometería un crimen como el de robar al abad, prima. Eso va más allá de los límites de las reglas de nuestra orden.

– También el asesinato -replicó Fidelma secamente-. Sin embargo, alguien de esta abadía mató a Dacán y a sor Eisten. Decís que sólo los miembros más antiguos de la abadía sabían que los objetos valiosos a veces se depositaban aquí. ¿Como quién?

Brocc se frotó la barbilla.

– El hermano Rumann, por supuesto. El hermano Conghus. El profesor principal, el hermano Ségán. El hermano Midach… Oh, y sor Grella, por supuesto. Pero no está aquí. Eso es todo.

– Es suficiente. -Fidelma estaba irritada-. ¿Por casualidad mencionasteis que yo os había dejado algunos objetos valiosos mientras estaba fuera?

Las delgadas mejillas de Brocc se ruborizaron.

– Los clérigos más antiguos me preguntaron dónde habíais ido -admitió con renuencia-. No pude decírselo, pues no lo sabía. Pero todos estaban interesados en que este asunto se aclarase. Yo dije que creía que teníais pruebas, que dejasteis… Bueno, yo creo que mencioné que… Dije que sor Grella tenía que ser retenida hasta que regresarais y…

Se detuvo al ver la mirada de rabia de Fidelma.

– Así que quizás alguno no tardaría mucho tiempo en encontrar el lugar lógico donde se esconden esas llaves. También podíais haber dado las instrucciones.

– ¿Qué puedo decir? -Brocc extendió sus manos como para protegerse del desprecio que denotaban las palabras de Fidelma-. Lo siento de verdad.

– No más que yo, Brocc -espetó Fidelma, dirigiéndose a la puerta, irritada con la actitud negligente de Brocc, que había conducido a la pérdida de sus pruebas más importantes-. Pero la pérdida de estas cosas no impedirá que descubra al culpable; sólo tal vez, me impedirá probar su implicación.


La primera persona que vio cuando atravesó los patios interiores que conducían al hostal fue la joven sor Necht. Se quedó sorprendida cuando percibió a Fidelma.

– Pensaba que os habíais marchado -la saludó con su voz ronca.

Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación.

– No puedo marcharme hasta que mi investigación se haya completado.

– Me han dicho que habéis ordenado que retuvieran a sor Grella.

– Sor Grella ha desaparecido.

– Sí. Todos lo saben y creen que ha huido. ¿Alguien la ha buscado en Cuan Dóir, la fortaleza de Salbach? -sugirió la novicia.

– ¿Y eso por qué? -inquirió Fidelma sorprendida.

– ¿Por qué? -La hermana se frotó la cara y se quedó pensativa-. Porque la ha visitado con frecuencia sin decírselo a nadie. Es una buena amiga de Salbach. -Necht hizo una pausa y sonrió-. Lo sé porque sor Eisten me lo dijo.

– ¿Qué dijo sor Eisten?

– Oh, que Grella una vez la había invitado a la fortaleza de Salbach porque éste estaba supuestamente interesado en su orfanato. Me dijo que parecían muy buenos amigos.

Fidelma se quedó mirando durante un minuto los ojos candidos de la novicia.

– Tengo entendido que Midach es vuestra anamchara, vuestra alma amiga.

Fidelma se preguntó por qué aquella pregunta había provocado tal mirada de pánico en el rostro de la novicia. Pero en un santiamén había desaparecido. Sor Necht sonrió a la fuerza.

– Es cierto.

– ¿Hace tiempo que conocéis a Midach?

– Casi toda mi vida. Era amigo de mi padre y me presentó en la abadía.

Fidelma se preguntaba cuál era la mejor manera de tratar el tema y decidió que el mejor camino era el más directo.

– No tenéis por qué aguantar los insultos, como sabéis -dijo.

Recordaba que Midach había zarandeado a la joven religiosa y también el guantazo que le había propinado en la cabeza.

Sor Necht se ruborizó.

– No sé a qué os referís -respondió la joven.

Fidelma hizo una mueca conciliadora. No quería que la muchacha se sintiera humillada al saber que alguien había visto cómo la maltrataban.

– Sólo es que oí por casualidad a Midach que os echaba una bronca por algo y pensé que tal vez os habría maltratado. Fue en el jardín hace una semana, justo antes de que yo me fuera.

Fidelma se dio cuenta de que había algo más que humillación en los ojos de la novicia. Era algo parecido al miedo.

– No fue… no fue nada. Había dejado de hacer un trabajo para Midach. Es un buen hombre. A veces se crispa un poco. ¿No vais a informar al abad de esto? Por favor…

Fidelma sonrió para tranquilizarla.

– No, si no queréis, Necht. Pero nadie, en particular una mujer, debería aguantar los abusos verbales de otros. Para el Bretha Nemed, constituye un delito que una mujer sea acosada y especialmente que sufra malos tratos verbales. ¿Lo sabíais?

Sor Necht sacudió la cabeza en señal de negación, mirando al suelo.

– Ninguna mujer tiene que cruzarse de brazos y dejar que la maltraten -continuó Fidelma-. Y el maltrato no tiene por qué ser físico, y si una persona se burla de una mujer, critica su aspecto, llama la atención sobre cualquier defecto físico o la acusa erróneamente de cosas que no son ciertas, ha de repararlo según la ley.

– No era nada serio, hermana -dijo Necht, sacudiendo la cabeza-. Os agradezco vuestro interés, pero, en verdad, Midach no tenía intención de hacerme daño.

Estaba sonando la campana del ángelus y sor Necht murmuró una excusa y se fue corriendo.

Fidelma suspiró profundamente. Le pareció que le ocultaba algo más. Había sin duda una sensación de miedo en la joven cuando Fidelma había mencionado la escena en el jardín. Con todo, no podía hacer otra cosa que informar a Necht de sus derechos ante la ley. Tal vez debería también hablar con Midach.

Fidelma encontró a Cass en la puerta del hostal.

– ¿Os habéis enterado de la noticia? -preguntó el soldado con agitación.

– ¿Qué noticia? -exigió con acritud.

– Respecto a la llegada del Rey Supremo. Lo sabe toda la abadía.

– ¡Eso! -soltó Fidelma con una exclamación.

Cass frunció el ceño.

– Pensé que os parecería importante. No os deja mucho tiempo para preparar la defensa de Muman contra las demandas de Laigin.

Fidelma apretó las mandíbulas con fuerza y habló con mesura.

– Ciertamente, Cass, no hace falta que me recordéis mis responsabilidades. Hay una noticia peor que la inminente asamblea y es que alguien ha robado alguna de las pruebas de la habitación de Brocc. Al parecer, el estúpido mencionó a varias personas que yo lo había dejado allí y me han extraído del marsupium algunas de las cosas que dejé.

Cass arqueó las cejas.

– ¿Algunas cosas? -repitió el soldado-. ¿Por qué no robaron toda la bolsa?

Fidelma alzó la barbilla al escuchar las palabras del joven. Había pasado por alto lo que era obvio. Tan sólo habían robado la vara en ogham y la vitela. Sin embargo, las tiras y la falda de Grella de donde se habían rasgado estaban allí dentro. ¿Qué significaba aquello? ¿Por qué era tan selectivo el ladrón respecto a las pruebas que había que sacar?

Durante un momento consideró aquello y luego suspiró con frustración.

– ¿Adónde vais ahora? -preguntó Cass al ver que Fidelma de repente empezaba a atravesar a zancadas el patio que separaba el hostal de la iglesia.

– Hay algo que tenía que haber hecho antes de que fuéramos a Sceilig Mhichil -gritó por encima del hombro-. Sor Necht me lo acaba de recordar.

– ¿Sor Necht?

Cass corría tras ella. Empezaban a cansarle los repentinos cambios de Fidelma y deseaba que ella confiara más en él.

– Parece que nos movemos de un lado a otro y, cuanto más nos movemos, menos cerca estamos de alcanzar el objetivo -se quejó-. Yo creía que los antiguos enseñaban que tanto movimiento excesivo no significaba precisamente avance.

Fidelma, absorta en sus propias preocupaciones, se enojó con lo que le pareció un comentario insustancial.

– Si podéis resolver este enigma sentado en una habitación, contemplando la pared, pues hacedlo.

La amargura que había en sus palabras provocó en Cass una mueca.

– No os estoy criticando -dijo con rapidez-. Pero ¿para qué una visita a la iglesia de la abadía?

– Descubrámoslo -respondió Fidelma secamente.

El hermano Rumann, el administrador, salía por la puerta de la abadía cuando ellos subían las escaleras.

– Me han dicho que habíais regresado de Sceilig Mhichil -los saludó con su hablar asmático, lleno de afabilidad-. ¿Qué tal ha ido vuestro viaje? ¿Habéis aprendido algo nuevo?

– El viaje fue bien -contestó Fidelma con calma-. ¿Pero cómo sabéis que fuimos a Sceilig Mhichil?

De repente se había puesto en guardia. De hecho, ella había tenido mucho cuidado en no decir a nadie, ni siquiera a su primo, el abad Brocc, adónde había ido. Nadie en la abadía debía saberlo.

Rumann frunció el ceño.

– No estoy seguro. Alguien lo mencionó. Creo que tiene que haber sido el hermano Midach. ¿Era un secreto?

Fidelma no respondió y cambió de tema.

– Me han dicho que la tumba de san Fachtna está en el interior de la iglesia de la abadía. ¿Podéis decirme dónde está situada?

– Por supuesto -se pavoneó Rumann-. Es lugar de peregrinaje el día catorce de la fiesta de Lúnasa, su día conmemorativo. Dejadme que os lo muestre, hermana.

Rumann se giró y empezó a avanzar por la larga nave, más allá el crucero y hacia el altar mayor.

– ¿Conocéis la historia de cómo Fachtna estaba ciego a su llegada a este lugar y, gracias a la intercesión de un gran milagro aquí en Ros Ailithir, cuando no había entonces aquí nada más que campos, le fue devuelta la vista y, en gratitud, construyó esta abadía? -preguntó Rumann.

– He oído esa historia -contestó Fidelma, aunque no correspondiendo al entusiasmo del administrador.

Rumann los condujo arriba por las escaleras que rodeaban la zona ligeramente elevada donde se situaba el altar mayor y luego lo rodeó por detrás hasta el ábside, el espacio curvo y abovedado detrás del altar donde el sacerdote o el abad oficiante normalmente dirigían los ritos de la disolución. En el suelo del ábside, había una losa de arenisca que sobresalía tres pulgadas. En la cabecera de la losa, sobre una pequeña peana de piedra, había una estatua de un querubín. Al pie de la losa, había una peana similar con un serafín encima.

– Veréis únicamente una sencilla cruz -indicó Rumann- y el nombre Fachtna en la antigua escritura ogham.

– ¿Sabéis leer en ogham? -preguntó Fidelma con inocencia.

– Mi trabajo de administrador de la abadía me obliga a dominar muchas formas de saber -el rostro carnoso de Rumann mostraba complacencia.

Fidelma volvió a la losa de piedra.

– ¿Qué hay debajo de esta piedra? -quiso saber Fidelma.

Rumann se mostró extrañado.

– Pues el sepulcro de Fachtna, por supuesto. Es la única tumba que está en el interior de los muros de la abadía.

– Quiero decir, ¿qué tipo de tumba es? ¿Un agujero en el suelo, una cueva o qué?

– Bueno, nadie la ha abierto nunca desde que Fachtna fue enterrado ahí hace ya un siglo.

– ¿De verdad? Sin embargo, lo habéis descrito como un sepulcro.

– Es cierto que se conoce como el sepulcro -respondió Rumann-. Quizás es algún tipo de catacumba o cueva. Sería un sacrilegio entrar para confirmarlo. Hay varias cuevas así por aquí. En Ros Ailithir tenemos otras tumbas de este tipo, pero la mayoría se hallan en los extramuros.

– ¿Entonces no hay entrada a este sepulcro desde el jardín amurallado que está detrás de la iglesia? -preguntó repentinamente.

Rumann se la quedó mirando sorprendido.

– No. ¿Por qué preguntáis eso?

– Así que la única manera de entrar es quitando la losa de arenisca. Parece demasiado pesada.

– Así es, hermana. Y nadie la ha podido retirar en más de un siglo.

Cass empezó a preguntar a Rumann si había otros lugares de sepultura, pues veía que Fidelma quería que la dejaran sola un rato. Así distrajo la atención del administrador de rostro regordete.

Fidelma se agachó y puso una rodilla en el suelo junto a la gran losa. Estiró una mano para tocar algo que había llamado su atención. Estaba frío y resbaladizo. Grasa de vela fría vertida en una grieta junto a la vieja piedra.

Alguien entró en la iglesia haciendo un gran ruido con las puertas. Fidelma se levantó deprisa y vio que era el hermano Conghus el que había entrado y llamaba a Rumann con señas frenéticas.

El administrado se excusó y salió apresuradamente por el pasillo de la nave.

Cuando se hubo ido Fidelma se giró hacia Cass en voz baja.

– Hay forma de entrar en el sepulcro, lo juro.

Cass arqueó las cejas.

– ¿Qué os hace pensar eso? ¿Y qué tiene que ver con nuestra investigación?

– Mirad con atención esa grasa de vela y decidme qué observáis.

Cass miró hacia abajo.

– Sólo es grasa de vela. Toda la iglesia está llena de manchas así. Uno se puede romper una pierna al resbalar con ellas a menos que mire por dónde pisa.

Fidelma suspiró con impaciencia.

– Sí. Pero todas están donde deberían estar. Bajo los recipientes que contienen velas. Esta mancha se encuentra en un lugar donde no hay velas. Y mirad cómo ha caído.

– No lo entiendo.

– De verdad, Cass. Mirad. Observad. Deducidlo. ¿Veis que el borde de la losa de piedra es una línea recta allí donde descansa sobre el suelo? A su alrededor hay salpicaduras de grasa de vela que se han enfriado. Miradlo de cerca. Fijaos, la juntura. Es como si la grasa hubiera caído antes de que la losa se colocara en su sitio, de que se volviera a ajustar aquí encima.

Cass se frotó el cogote asombrado.

– Sigo sin entender.

Fidelma gruñó y se puso de rodillas. Intentó empujar la losa, moverla, primero en una dirección y luego en otra. Sus esfuerzos fueron vanos.

Finalmente y de mala gana, se levantó.

– Este sepulcro esconde una clave valiosa para resolver este misterio -dijo pensativa-. Alguien la ha abierto, y recientemente. Creo que por fin estoy empezando a ver cómo aclarar la oscuridad de este misterio…

El hermano Rumann regresó sigilosamente hasta donde estaban. Por el rostro que traía, se dieron cuenta de que reventaba por revelar noticias importantes.

– Han visto a sor Grella -espetó.

– ¿Ha regresado a la abadía? -preguntó Fidelma con agitación.

Rumann sacudió la cabeza en señal de negación.

– Alguien la ha visto cabalgando con Salbach en los bosques de Dór. Al parecer, el jefe de los Corco Loígde la ha encontrado. Excusadme, he de llevarle esta noticia al abad.

Fidelma observó cómo se marchaba apresurado. Cass hacía todo lo que podía para ocultar su entusiasmo.

– Bien. -Sonrió satisfecho-. Creo que nuestro misterio se acerca a su fin, ¿eh?

– ¿Cómo es eso, Cass? -preguntó Fidelma cansada.

– Si Salbach ha encontrado a sor Grella, entonces hemos encontrado al culpable. Vos misma disteis órdenes de que la detuvieran. Es la persona que está más implicada por las pruebas -señaló Cass-. Sin duda fue ella la que robó la prueba de la habitación del abad.

– Sin embargo, sor Grella no ha sido vista en la abadía desde que desapareció.

– Bueno, quizás regresó sin ser vista. En mi opinión, hay un ladrón y, si es ella, también es la asesina de Dacán. Seguramente sabía que la prueba que había en aquel marsupium tenía gran importancia. Es lógico que quisiera destruirla. Es probable que se enterara por alguien de la abadía de que Brocc tenía la prueba.

De repente Fidelma se lo quedó mirando pensativa. Se había olvidado de decirle que la prueba que quedaba implicaba a Grella, y no al contrario. De momento decidió guardarse la información.

– Es una explicación posible -admitió-. ¿Dónde están los bosques de Dór?

– Cuan Dóir es la fortaleza de Salbach, situada entre los bosques y el mar. Está a menos de un cuarto de hora atravesando el cabo -respondió Cass-. Podemos encontrarnos a Salbach escoltando a Grella por el camino; eso, si la trae de vuelta a la abadía.

– Mucha fuerza tiene ese «si» -murmuró Fidelma, pero no se explicó-. Creo que hemos de descubrir algo más de Grella y Salbach. Vayamos a buscar nuestros caballos a los establos.

Cass se contuvo un suspiro de enfado. Le parecía que Fidelma era una mujer de lo más exasperante.

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